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7 (Enrique)



Sus perseguidores le mordían los talones.

Holloway abrió de un empujón la puerta que conducía a la azotea del edificio. Era un triste bloque de apartamentos en una de las peores zonas de Londres. Había conseguido escurrirse de los matones que enviaron por él, pero tras una hora de frenética persecución urbana, sus opciones eran cada vez más escasas.

Holloway se aventuró a mirar por encima del reborde de concreto del techo. Abajo, esperaba un solitario y oscuro callejón, repleto de basura abandonada y contenedores sucios. Solo medir la altura de la caída le causó vértigo, pero las furiosas pisadas y voces de los matones llegando a la azotea acabaron con sus vacilaciones.

Una caída desde esa altura supondría la muerte para cualquier hombre. Afortunadamente, Holloway no lo era. "Esto va a doler", se dijo con resignación. Retrocedió para darse impulso y, entonces, se lanzó al vacío.

Suspendido en el aire sobre el callejón, cerró los ojos, dejando que el tirón de la gravedad hiciera lo suyo. Una descarga de adrenalina nació en su abdomen, seguida de un impacto que produjo un ruido espantoso.

Tras unos momentos de oscuridad, Holloway volvió en sí, sus fosas nasales invadidas por su propia sangre y el desagradable hedor de la basura. Tendría las piernas rotas, aunque era incapaz de decirlo con seguridad—no sentía nada de la cintura para abajo.

Con la cabeza dándole vueltas, Holloway oyó las voces desconcertadas de los matones en el techo y los destellos de sus linternas lo cegaron por un segundo. Al cabo, simplemente se marcharon, aunque él tuvo la certeza de que volverían.

La súbita aparición de un excruciante dolor en sus piernas le señaló a Holloway que su espina dorsal poco a poco volvía a ser funcional.

La inmortalidad tenía sus ventajas. Poder lanzarse a la desesperada de un edificio de quince pisos de alto era la menos glamorosa de ellas, pero Holloway siempre había pensado que uno debía trabajar con lo que tenía. Y en la situación que se encontraba, unos cuantos huesos rotos eran la menor de sus preocupaciones.

Ni bien sus piernas estuvieron en condiciones de sostenerlo, Holloway salió a toda prisa del callejón. Se mezcló con los escasos transeúntes que recorrían las calles nocturnas, rogando que los matones no encontraran nuevamente su rastro.

Necesitaba tiempo, solo un poco más. Curioso, cómo aquello que la inmortalidad le había hecho creer que era infinito, resultaba ser ahora su recurso más escaso.

Afortunadamente, el sucio escondrijo que se veía obligado a llamar hogar no quedaba lejos. Una vez allí, Holloway abrió la desvencijada puerta y cerró de golpe. Apoyó la espalda en la entrada, invadido por el alivio traído por sentirse finalmente a salvo.

Alivio que duró poco.

—Buenas noches, doctor.

La fría voz que rasgó el silencio mandó escalofríos por la espalda de Holloway. Miró a un lado, hacia la penosa antigüedad de madera cubierta de papeles viejos que llamaba su escritorio. Allí, sentado tranquilamente como dueño del lugar, se hallaba un hombre de piel morena y sosegados ojos grises, vestido con un sobrio traje negro.

Holloway se obligó a guardar la compostura. Conociendo a su rival, hasta la más insignificante muestra de vacilación podía echarlo todo a perder.

—¡Abdul! Si ibas a visitar, hubieras avisado. ¡Dejé este lugar hecho una pocilga al salir! —dijo Holloway con fingida efusividad—. Aunque, desde que te infiltraste en la policía, creo que adoptaste un alias distinto. Graves, si mal no recuerdo. Te sienta a la perfección.

El falso detective no se inmutó ante las puyas de Holloway.

—Sabe que detesto los rodeos, doctor. Seamos breves. ¿Dónde está el libro?

—¿El libro...? —Holloway alzó la vista en un sobreactuado gesto pensativo—. La última vez que lo comprobé, tu Logia lo tenía entre sus siniestras y ennegrecidas manos.

—El señuelo que dejó era convincente, pero no una reproducción perfecta. Lo único que consiguió con él fue retrasar lo inevitable.

"Y retrasarlo es, precisamente, lo que necesito." Con disimulo, tratando de esconder sus ansias, Holloway revisó la hora en el reloj que colgaba de la pared al fondo. "¡Solo unos minutos más!"

En ese momento, Graves echó mano a una pistola que llevaba dentro del saco, con el silenciador ya puesto. Holloway contempló el alargado cañón del arma apuntándole y la inmutable expresión de Graves detrás. Lo primero no le inspiraba el más mínimo terror. Lo segundo, por otro lado...

—Vas a tener que ser más creativo que eso. —Holloway le regaló a Graves una ancha sonrisa que exageraba su confianza—. Quizá ese juguete tuyo sea útil con otros, pero ambos sabemos que algo tan mundano como una bala no puede matarme.

—Por una vez, doctor, estamos de acuerdo.

Sin más advertencia, Graves disparó. El estallido fue reducido a un fugaz silbido, y en seguida Holloway sintió un agudo dolor punzante en la rodilla derecha que le hizo ahogar un alarido antes de desplomarse.

Graves se acercó con un par de calmadas zancadas y, sin miramientos, vació el cargador de su arma sobre Holloway, en diversos puntos de su cuerpo: en la otra rodilla, en la mano izquierda, en el hombro derecho...

Disparos precisos, aunque difícilmente letales, pensados no para matar, sino para inmovilizar a su objetivo.

—Doctor... Si cree que su condición nos ha supuesto más que un mediocre desafío, lamento informarle que se equivoca. No sería la primera vez que la Logia cruza caminos con aberraciones como usted, algunas de mucho más calibre. Si necesita pruebas, solo vea lo sucedido en Roma. —Graves se puso en cuclillas, de modo que su rostro de expresión sepulcral quedó a escasos centímetros de Holloway—. ¿Quiere saber cómo se asesina a un inmortal? La respuesta es simple: no lo haces.

Graves lo atenazó del hombro herido e introdujo un dedo con brutal precisión en el agujero dejado por la bala.

Holloway se retorció en una agonía de dolor, los dientes rechinando, los ojos cerrados con tanta fuerza que cuando los abrió nuevamente, veía diminutas estrellas.

—No necesito asesinarlo, doctor; solo debo infligirle tanto dolor como haga falta para aflojar su elusiva lengua. —Un chispazo de siniestra satisfacción iluminó los ojos muertos de Graves—. Y con su condición de inmortal, el único límite impuesto a su tortura sería mi imaginación.

La verdadera naturaleza sádica de Graves empezaba a aflorar, lo que quería decir que el tiempo de Holloway estaba agotándose. Miró una vez más el reloj. "Solo un poco más. Un... poco... más."

—Le daré otra oportunidad, doctor. La última. ¿Qué hizo con el libro?

Graves no era como los matones que Holloway llevaba meses evadiendo; contra él, sus tretas no serían de ninguna utilidad.

Si el engaño estaba fuera de la mesa, su única herramienta restante era la verdad.

—Me deshice de él.

La afirmación de Holloway arrancó fugaces destellos de exasperación y rabia de los ojos de Graves.

—Eso no es posible —gruñó—. El libro es indestructible.

—¿Lo es? —Holloway quiso reír, pero el dolor de sus heridas deformó su sonrisa en una mueca de dientes apretados—. Llevo dos siglos estudiando ese texto maldito. Si hubiera un modo de destruirlo, ¿crees que no lo sabría?

—Miente. Inmortal o no, el libro era el trabajo de su vida. No lo desecharía tan fácilmente, no ahora que por fin lo ha descifrado.

—Fue por eso que lo hice. Lo que el libro contiene... —Holloway negó con la cabeza—. Ningún hombre debe poseer ese conocimiento. Menos aún la Logia.

—¡Miente!

Graves dejó escapar su rabia reprimida en una brutal arremetida contra el hombro herido de Holloway. El doctor aulló de dolor, pataleando y sacudiéndose bajo la presa de su torturador.

No podría resistir mucho más. La inmortalidad no lo hacía invencible. Su cuerpo se regeneraría de todo daño, sí, pero su voluntad eventualmente cedería al dolor que la metódica y despiadada tortura de Graves podía infligirle.

Holloway no podía ver el reloj, pero no debían faltar más que unos minutos. Tenía que alargar la conversación un poco más.

—Está bien... Hablaré.

Graves alivió un poco la presión que ejercía sobre su hombro, aunque no lo liberó.

—Lo escucho.

Holloway se tomó un momento para recuperar el aliento, frías gotas de sudor perlando su rostro.

—Sé lo que la Logia esperaba encontrar en el libro: las respuestas a las cuestiones más antiguas planteadas por el hombre, la clave para entender los misterios más profundos del universo, una llave que los acercara a Dios... —Holloway dejó salir un suspiro cargado de cinismo y decepción—. La verdad es que el libro estaba lleno de sinsentidos. Ideas caóticas escritas en una lengua profana por la fracturada mente de un antiguo sabio loco.

Graves frunció el ceño.

—Miente, otra vez. Si lo único que hay en el libro son sinsentidos, no iría tan lejos para esconderlo.

Holloway suspiró y asintió débilmente.

—En medio de los sinsentidos, el libro describía... rituales, de un tipo que jamás he visto. Su lógica escapaba a mi comprensión. Algunos eran decepcionantemente simples, mientras que otros... Otros eran complicados al punto de lo ridículo, requiriendo meses, a veces años, de preparación antes de completarse.

Graves entrecerró sus fríos ojos grises. Separó los labios como para decir algo, pero una sacudida repentina que hizo temblar la habitación lo obligó a callar.

"Aquí viene", pensó Holloway y su corazón dio un vuelco.

El cuarto se sacudió otra vez, como atacado por un violento terremoto. Un retumbar profundo se apoderó del lugar, seguido de un horrendo ronquido. Algo empezó a brotar de las paredes—de cada ángulo, cada esquina—una masa palpitante que se coagulaba en formas indescriptibles.

—Tenías razón, Abdul. No destruí el libro. Lo utilicé.

El tiempo se había terminado. El ritual que Holloway había iniciado semanas antes, estaba completo.

Graves lo miró a los ojos.

—¿Qué ha hecho?

—Ustedes anhelaban alcanzar a Dios, ¿no es así? Bien. Yo lo he traído.

El ritual era uno de invocación. La masa que sangraba de las paredes y palpitaba al son de ese lejano retumbar, estaba viva; una entidad tan vasta que escapaba a la comprensión mortal.

Graves se incorporó, mirando con aprensión a todos lados. La masa se extendió en su dirección, como los tentáculos de una bestia hambrienta. Graves trató de defenderse, pero los disparos de su arma probaron ser inútiles. Se volvió hacia Holloway, un segundo demasiado tarde; uno de los tentáculos había alcanzado su pierna.

—¡Holloway! —exclamó, dejando caer su fachada de respetuosa frialdad. El doctor simplemente se alejó a rastras, observando sin inmutarse cómo más tentáculos envolvían a Graves hasta que fue engullido totalmente, condenado a un fin certero—. ¡HOLLOWAY!

"Un problema menos," pensó, pero no podía detenerse a celebrar. Aún sin recuperar del todo su movilidad, Holloway se abalanzó hacia el escritorio, hacia las hojas de papel en apariencia desechadas que estaban regadas en su superficie.

Graves había tenido razón—el libro no podía ser destruido. Al igual que Holloway, se reformaba cada vez que habían intentado hacerlo, regenerándose a partir de sus piezas rotas.

Holloway ordenó las hojas de papel que había arrancado días antes, uniéndolas con una cubierta de cuero aparentemente descartada. Las hojas se agitaron, chasquearon, hasta encajar nuevamente en el lugar que les pertenecía.

Así, el libro volvió a nacer. "Lo tuviste tan cerca, Abdul..." pensó Holloway, presa de un extraño pesar.

Era el trabajo de su vida. El origen de sus aspiraciones más altas, de sus peores pesadillas.

La fuente de su inmortalidad. Su maldición.

Le había tomado siglos descifrarlo, pero ahora lo sabía. La naturaleza del libro era superior a la de la realidad mortal. Si buscaba destruirlo, debía recurrir a un poder tan vasto que sobrepasara cualquier limitación natural.

El poder de un dios.

Holloway sostuvo con firmeza el libro y esperó, mientras que la masa que conformaba al caos encarnado—el dios de los sabios antiguos—forzaba su entrada a esta realidad.

"Esto va a doler," pensó con resignación, pero sin arrepentimiento. Toda historia, incluso la suya, requería un final.

Holloway retrocedió, tomó impulso y, entonces, libro en mano, se lanzó al vacío.

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