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⠀ Capítulo VIII

⚜️ 129 d.C. DESEMBARCO DEL REY.

Aunque maestres, sirvientes, septas y nobles hubieran rodeado toda su vida a lady Baela y lady Rhaena, ninguna ostentosidad, pretensión o mirada mordaz era capaz de sosegar el espíritu libre que eran las gemelas. Al oír las emocionantes noticias, solo tuvieron que compartir una mirada entre ellas para atravesar la Fortaleza Roja en lo que podría considerarse un trote, ya que aún con todo, no podían ser vistas corriendo por los pasillos. O al menos Rhaena no quería que las viesen corriendo.

—¿Por qué piensas que todo es tan repentino? —preguntó Baela junto a su hermana mientras subían su tercer tramo de escaleras. Esa mañana no había un alma en el patio de entrenamiento, por lo que Jace tenía que estar en el ala con el resto de la familia.

—¿Eso hace alguna diferencia? —respondió Rhaena entre respiraciones agitadas.

—Padre no pronunció nada al respecto camino aquí, tampoco la abuela. Algo tiene que haber pasado.

—Tal vez Jace ya no podía esperar —se rio Rhaena, su hermana la imitó con una mirada pícara.

—Eso suena como una posibilidad.

Tuvieron que dar otras vueltas más y Rhaena detuvo a una de las criadas para beber un vaso de agua, soportando las burlas de su hermana mayor sobre su falta de resistencia. No era culpa de Rhaena que su hermana aprovechara cada segundo libre entrenando y tuviera el aguante de un caballero real.

Pero en el fondo le hacía feliz escucharla alardear. Su hermana mayor era fuerte y audaz, estaba preparada para enfrentarse a la vida y eso, al menos, alejaría a los sedientos pretendientes ciegos por un falso ideal. Solo un buen hombre digno de ella compartiría su vida.

Y todos, incluido Daemon, sabían que ese hombre lo elegirían Baela, nadie más.

En cuanto vieron a sus hermanastros, Baela y Rhaena los llenaron de preguntas ansiosas a las que Jacaerys apenas podía responder antes de que le siguiera un comentario astuto que lo hacía sonrojarse. Lucerys estaba viviendo su mejor momento: su hermano mayor, siempre perfecto y bañado en templanza, estaba convertido en un desastre y luchando con un millar de preguntas.

Hasta el momento, Jacaerys no tenía la autorización de compartir con nadie más la razón de solicitar al rey que se apresurara la boda. Así que solo podía ofrecer respuestas cortas y un par de tartamudeos que negaría hasta el final.

—Al menos sabemos que será un esposo muy dedicado —canturreó Baela.

—Mucho, mucho —repitió Lucerys con un tono burlón.

—¿Se dan cuenta lo que implica esto? —Los tres miraron a Rhaena sin entender—. Ninguno de nosotros ha venido preparado para un acontecimiento tan importante, necesitamos nuevos vestidos. ¡Oh dioses, los tejidos que mi padre me ha traído de Lys serían perfectos para la ocasión!

Baela negó con la cabeza y empezó una discusión con su hermana sobre ordenar sus prioridades. Lucerys, conociendo la facilidad con la que las disputas entre las gemelas escalaban de nivel, decidió enfocar de nuevo la atención en Jacaerys:

—El día de la boda no se callará sobre lo bonita que se verá la tía Hel.

—Con todo el permiso... —Jace le dio una breve mirada apenada a sus hermanas—. Ella es la más hermosa de todas.

—Imagínate que te enredas con tu capa y caes frente a todos.

—O que no puedas ponérsela porque te tiemblan las manos —se rio Lucerys, secundando a Baela.

Jacaerys se estaba poniendo rojo.

—Helaena nunca se reiría de mí.

Los tres arrullaron entre risas.

El pequeño Joffrey se quejó de la poca atención que le estaban brindando, por lo que ambas muchachas saludaron al mimado principito. Lucerys le hizo un gesto a Jacaerys con la cabeza para que se alejaran sutilmente de los demás.

—¿No estás nervioso? ¿Cómo puedes no tener miedo?

—¿Qué? —Jacaerys observó el mentón arriba y los labios apretados de Lucerys; no era un secreto para nadie en el reino que Lucerys era el más parecido a la princesa Rhaenyra, incluso en sus gestos. Madre e hijo hacían eso cuando querían mostrar valor—. Claro que tengo miedo, Luke. Estoy feliz de casarme con Helaena, pero sé que muchas cosas pueden salir mal y, algún día, espero yo sea muy lejano, el reino estará en mis manos. Lo único que sé es que tendré a mi familia para apoyarme, como tú nos tienes a nosotros.

Lucerys sonrió sabiendo bien lo que su hermano intentaba. Aunque le molestaba que lo trataran como el más débil, era reconfortante saber que contaba con el apoyo de su hermano mayor.

—¿Has pensado en él? —murmuró aprovechando que nadie les estaba prestando atención.

—¿De quién hablas?

—De nuestro padre —la voz de Lucerys bajó incluso más.

La estruendosa risa de Joffrey lo hizo brincar.

—Todo el tiempo —aseguró Jacaerys con el mismo tono íntimo—. Siempre lo tengo presente. Siempre... los tengo presentes. Tengo promesas que cumplir.

—Un heredero con tu lady esposa, supongo—. Lucerys movió las cejas de una forma que le ganó un golpe de parte de su hermano—. ¡Jace!

—Te prohíbo que hables de mi futura esposa de esa manera.

Jace le lanzó una mirada amenazadora, aunque la creciente sonrisa en sus labios traicionó sus verdaderos sentimientos. Luke se carcajeó ni un poco intimidado.

—No puedo creer que finalmente va a suceder.

—Si no dejas de sonreír, tendré que golpearte.

—Me gustaría verte intentarlo. —Jacaerys empujó a Lucerys.

A continuación, se unieron Rhaenyra y Daemon, bien descansados después de la visita sorpresa de Jacaerys. Él aceptó con orgullo las felicitaciones de su padrastro; en el gesto, pudo ver algo que él decidió tomar como respeto.

Baela y Rhaena se acercaron a su madre, cuando ella se quejó del movimiento del inquieto bebé. Jacaerys, sin poder dejar de sonreír, miró con cariño cómo su madre atraía a Joffrey hacia ella, mostrando dónde pateaba el bebé. Su hermanito persiguió con entusiasmo el movimiento con sus pequeñas manos.

Lucerys y él sabían que este bebé, al igual que sus medios hermanos Aegon y Viserys, nacería con cabello plateado y ojos violetas. Nunca necesitarían cuestionar su paternidad. Aunque una parte infantil de él rebatía que era injusto, nunca desearía que el resto de sus hermanos pasaran por lo mismo y nada cambiaría el amor incondicional por su nuevo hermano o hermana.

Rezaría a los dioses Valyrios, a los Antiguos y a Los Siete, a cualquiera de ellos habidos y por haber, porque la familia que formara con Helaena estuviera tan llena de amor como la suya.




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Cuando Aegon era un niño, creía que los dioses remojaban a las personas en suerte, fortuna y gracia antes de que llegaran al mundo. El pequeño Aegon siempre pensó que si hubiese tenido más tiempo, una diminuta oportunidad, habría sido el mejor regalo. Pero lo sumergieron muy poco, tal vez ese día los dioses estaban cansados y en el mundo había más inútiles como él con los que compartía la desdicha.

Por eso, muy temprano de edad, aceptó su lugar. A pesar de ser el primogénito varón del Rey de los Siete Reinos, Aegon era el segundo en casi todo, si no era el último. Su padre apenas reconocía su presencia, su madre no dejaba de estar eternamente desilusionada y disgustada por su existencia. La situación con sus hermanos no era mejor, preferían la compañía de los demás, aunque Aegon tampoco se sentía a gusto allí.

Él era muchas cosas dependiendo a quien se le preguntara: un inútil, según su abuelo; una decepción, según su madre; o un idiota, según su hermano Aemond.

Pero no era así para sus sobrinos y su hermana mayor. Aegon tenía la teoría de que el agua de Rocadragón estaba contaminada con minerales extraños y, por esa razón, no pensaban bien y no se percataban de que era una causa perdida.

Su otra idea era ligeramente triste. Al crecer rodeados de personas que les amaban, quizás creyeron que era una buena idea adoptar, incluso contra su voluntad, a esas pobres crías que no querían ni en su hogar.

¿Era una cuestión de principios? ¿De estrategia o interés? ¿De verdad le importaba a Rhaenyra?

Si él fuese como Aemond, gastaría su energía en analizar hasta el más ínfimo detalle hasta perder el cabello de la preocupación. Sin embargo, era evidente que él no era como su hermano, por lo que tomaría todo lo bueno que pudiera tener del otro lado de su familia, y si hacer eso enojaba a su madre y a su abuelo, era solo un beneficio adicional.

Estaba alistándose con sus pantalones para montar y esconderse un buen par de horas en Pozo Dragón antes de que a su abuelo se le ocurriera tener otra reunión, cuando Aemond entró en su habitación. Los ojos de su hermano recorrieron la recámara en busca de otra persona, no sería sorprendente que tuviera algún amante entre sus sábanas a medio día.

—¿Qué hiciste?

Aegon alzó una ceja burlona sin amedrentarse por el perpetuo ceño fruncido en el rostro de su hermano menor.

—¿Qué no hice, dirás?

—Hablo en serio, grandísimo idiota. —Aemond dio un par de zancadas hasta Aegon y agarró el cuello de su camisa—. Habla, ahora.

—No tengo idea de qué quieres que te diga.

—No te hagas el tonto —masculló entre dientes, Aegon arrugó la nariz cuando la saliva de su hermano le salpicó el rostro. Dioses, era como un perro rabioso—. ¿Por qué otra persona, si no, apresurarían la boda?

—Así que de eso se trata —bufó Aegon largando una carcajada, aprovechó que el agarre de su hermano se aflojó para retroceder—. ¿No te has detenido a pensar que ese es asunto de Jace y nuestra hermana?

—Madre esperaba que tú te casaras con Helaena.

—Yo nunca he querido eso, ella tampoco. Y parece ser que soy el único que recuerda que están comprometidos desde hace años. Dime hermano, tú que eres tan perfecto y correcto, ¿estás de acuerdo con deshonrar lo que fue pactado por el rey?

Aegon disfrutó de ver a su hermano apretar las manos en puños y respirar sonoramente, con la esperanza de socavar su molestia. La habilidad natural que tenía para sacar de sus casillas a los demás, ahora la usaba a su favor.

—No pretendas ser una buena persona. Si ella se casa con Jacaerys, te quedarías con el camino libre para seguir manchando nuestro nombre.

—Jace y Helaena se aman, ellos sabrán por qué —dijo Aegon con seriedad, sin verse ni un poco afectado ya por el mismo discurso sobre pudor y vergüenza que llevaba toda la vida escuchando—. ¿Deberíamos Helaena y yo casarnos y tener más niños que crezcan odiando a su padre? Porque créeme, ella nunca va a importarme como le importa a Jacaerys y nunca voy a dar un paso para quedarme con ese maldito trono.

El rostro de Aemond no expresó nada, pero su mirada se desvió más allá de Aegon, evitando el contacto visual. Esperó por unos segundos, los gritos o quizás un golpe, pero Aemond solo inhaló profundo y se marchó con un portazo.

Esa noche bailó, bebió y festejó hasta el cansancio con sus sobrinos. Lucerys y él tuvieron que ser especialmente insistentes cuando Jacaerys hizo amago de rechazar más copas de vino, al final los tres muchachos se desvanecieron quedando dormidos en posiciones incómodas, desparramados en los aposentos de Aegon.

Algo debió haber cambiado en los planes de su familia, se temía Aegon. Debido a que en los próximos días no hubo ninguna nueva reunión y si se llevó a cabo, no se enteró ni fue tomado en cuenta. Quizás debería inquietarse por las maquinaciones de su abuelo, pero sus energías se concentraban en explotar los límites de tolerancia de Jacaerys ahora que podía pretender ser un «devoto hermano mayor» preocupado por el bienestar de Helaena.

Ni siquiera Baela intentaba cesar las burlas de Aegon, incluso si alguno de sus comentarios coloridos hacían que Rhaena se colorara y boqueara sin palabras. Estaban pasando unos días agradables, era como volver a ser niños otra vez.

Incluso si aún eran niños, ya cargaban con preocupaciones y responsabilidades con su nombre.

A él le gustaba cuando los demás perdían el tiempo. Se sentía un poco más como el resto.




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—Madre ha dicho que Daeron estará aquí para la boda —comentó Aegon días después, durante una de las reuniones que tenía con sus sobrinos y sus primas.

Se preguntó, no sin cierta esperanza, si Jacaerys lo querría en su consejo cuando fuera rey. No porque fuera útil o tuviera algún talento, menos todavía porque aspirase a algún poder político, sino porque quisiera tenerlo cerca.

Conocía a Jace desde siempre y si había una persona a la que el poder no corrompería, era él. Se había preparado siempre. Jacaerys era responsable, Aegon no lo era; Jace era obediente, Aegon ya ni lo intentaba; Jacaerys deseaba servir a todos, Aegon solo quería servirse a sí mismo. El pueblo lo amaría si vieran más allá del color de su cabello; lo único especial que Aegon tenía era su apellido.

—Aegon, ¿estás bien?

Saltó cuando Lucerys le tocó el brazo para atraer su atención. Inhaló profundamente y se dio cuenta de lo borrosa que tenía la vista, pero se negó a parpadear, así que evitó las miradas preocupadas y esperó a que las lágrimas se secaran.

Jacaerys, Lucerys, Baela y Rhaena, su familia, tuvieron la amabilidad de no preguntar o atosigarlo por ese momento de debilidad. En cambio, Baela, con la voz anormalmente suave, le preguntó qué más sabía de la visita de Daeron.

La conversación continuó como si nada desde allí y cuando cada quien regresó a sus deberes y lecciones, Aegon se prometió hacer lo que estuviera en su poder para que la corona de Rhaenyra no le fuese arrebatada. Porque esa era su familia.




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Alicent no recordaba la última vez que saboreó la paz, apenas encontró migajas de ello en El Gran Septo de Baelor, rezando de rodillas por templanza, sabiduría y misericordia a La Madre y La Anciana. Pero ninguna plegaria podría aflojar el letal agarre de la angustia que apretaba su cuello mientras recorría el Torreón de Maegor hasta los aposentos del rey.

Tuvo un pensamiento terrible cuando vio a los maestres atender las llagas y supuras de su esposo: quiso que sanara, al menos por unas horas, solo para poder gritarle y exigirle por hacerles esto. El estado tan lamentable en el que se encontraba la obligaba a observar en silencio, hasta que los maestres se retiraron con una reverencia.

—Anunciaste la boda de nuestra hija —pronunció Alicent cuando estuvieron solos.

—Helaena...

—¿Por qué? —Viserys parpadeó un par de veces con cansancio. No la estaba escuchando, nadie la escuchaba nunca—. ¡Dime por qué! ¡Es mi única hija, Viserys!

—Ella también es mi hija —susurró Viserys con dificultad. Alicent se mordió el interior de la mejilla para no escupirle en la cara todas las veces que se había olvidado de los hijos que salieron de su vientre y no del vientre de la difunta reina Aemma—. Quiero poder verlos, antes de...

Después de aquello, Alicent no encontró palabras para discutir. En un esfuerzo desesperado, la mano del rey procuró señalar una mejor temporada para tener una opulenta boda digna de su alcurnia, pero Viserys no escuchó de razones y, agotado por el deterioro de su enfermedad, lo mandó a callar. Inclusive le pidió a Alicent que discutiera con Rhaenyra los preparativos

Dos días después de que la noticias se esparcieran por todo Desembarco del Rey, cuervos partieron por Westeros anunciando la boda real: el príncipe Jacaerys Velaryon, heredero al trono de hierro, desposaría a la hija menor del rey Viserys I bajo la fe de Los Siete.

Entre sosegar la sed de sangre de su escudo jurado y mitigar los avances malintencionados de su padre, Alicent estaba agotada. Por si eso no fuese suficiente, tenía que reunirse con Rhaenyra para que ambas partes concretaran una fecha y proceder al banquete. Ya podía ver que discutirían hasta por los cubiertos.

Alicent encontró que estaba equivocada. Rhaenyra, fatigada por su embarazado, cedió a la mayor parte de sus sugerencias menos a la ceremonia de boda, estaba ensimismada en que debían tener presente las costumbres Valyrias.

Y tampoco lograban establecer una fecha para la boda.

—Te preguntaré, no como la reina, sino como la mujer que ha acompañado a mi padre los últimos veinte años. —Rhaenyra la miró a los ojos con cansancio y un deje de tristeza —. ¿Crees que mi padre soportará otra luna?

Alicent tiró de la carne de sus uñas, muy en el fondo, temiendo por esa respuesta. Rhaenyra procuró no ver directamente las manos de su vieja amiga. Dioses, se estaba haciendo daño.

—Esperaremos a que regrese mi hijo —concedió con un suspiro que solo reflejaba un diferente tipo de agotamiento al de Rhaenyra, o quizás era el mismo, ninguna lo aceptaría—. Quiero que Daeron esté aquí.

Rhaenyra entrecerró los ojos y sus cejas se movieron de esa forma que Alicent conocía bien, cuando de joven la princesa luchaba por no ser imprudente y decir de más, pero al final ella no dijo nada y, con diplomacia, acordaron los últimos detalles.




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La noche anterior a la boda, el príncipe Jacaerys visitó a su futura esposa. Él le narró las maravillas ocultas de Rocadragón, con vívida emoción le prometió llevarla a todos sus lugares favoritos y le enseñaría a navegar alrededor de la isla como el abuelo Corlys puso empeño en enseñarles a sus nietos. Si hubiese otra persona presente allí, habría señalado los nervios de ambos jóvenes: las risas escondidas detrás de una mano, las sonrisas tímidas y las miradas anhelantes que les delataban.

Helaena atesoró esa noche. Hablar por horas con Jacaerys sin interrupción se sintió como la antesala de una hermosa vida por delante. No podía esperar, quería que ya amaneciera para hacer de él su esposo y, al mismo tiempo, quería que permanecieran allí juntos por siempre, donde el amor llenaba, saciaba y era incontrolable y las dudas no existían.

Jacaerys estaba tan entusiasmado al escuchar a Helaena hablar sobre el nuevo libro que estaba leyendo, que se perdió el sonido de pasos agitados y antes de que pudiera correr hasta la puerta secreta, dos sirvientas entraron en la habitación.

Solo gracias a alguna intervención divina y el amplio dosel de la cama de Helaena es que Jacaerys pudo deslizarse fuera de la vista hasta que quedó debajo de la cama. La princesa que se había quedado petrificada de pánico fue encontrada ahogada en risa por las sirvientas.

—¡Su alteza, está despierta!

—¿Está bien, princesa?

Helaena intentó dejar de reír. Las dos jóvenes se miraron entre sí sin pronunciar palabras, nunca escucharon a la princesa de esa manera, siempre con sonrisas cortas y contadas, pero esta vez ella desbordaba luz.

Una vez más tranquila instó a las sirvientas a ayudarle a revisar su vestido, ambas le siguieron encantadas. Allí aprovechó el príncipe Jacaerys para escabullirse, sin mayor opción, por la puerta principal.

Ah, pero lo que no se esperó fue ver a un par de metros a Baela saliendo de otra habitación que definitivamente no era la de ella. La miró alisarse el vestido sin estar seguro de qué hacer, no tuvo oportunidad de mucho porque ella miró a ambos lados en busca de encontrar el pasillo despejado.

Se sostuvieron la mirada, había tanto que decir, pero Dioses, ninguno quería decir algo. Este era el día de Jacaerys y no quería sufrir una conmoción porque su hermanita estaba tomando decisiones altamente cuestionables. «Vamos, Bae, dime que estabas allí amenazando a Aemond. Por favor.»

—¿Estás emocionado? —preguntó Baela sin lucir demasiado avergonzada. ¿Por qué no se sentía avergonzada?

—Baela...

Ella se encaminó hacia él con una expresión inescrutable para el cerebro licuado de Jacaerys.

—Te pregunté si estás emocionado por hoy.

«Así que no hablaremos de eso, ¿tú por tu lado y yo por el mío?»

No pudo evitar preocuparse y llenarse de indignación. Quería cuestionarla, saber sus razones y si su tío había deshonrado de alguna forma a su hermanastra. No era tonto y era consciente de que Baela le cortaría la lengua por discutir en nombre de ella, pero que lo condenaran si permitiera que los peligrosos susurros de la Fortaleza mancillaran el buen nombre de ella.

Hizo uso de la prudencia y tomó la oferta tácita de Baela a una salida fácil a su desliz. Y no quería discutir. No ese día, al menos.

—Concéntrate en lo importante. Hoy es tu boda.

—Sí, estoy muy emocionado.

—Todo va a salir bien. —La postura desafiante de Baela desapareció—. No dudo que serás un buen esposo, Jace.

—Eso intento, pero...

Ella apretó sus brazos viéndole a los ojos y con firmeza dijo:

—Te doy mi palabra, que no es lo que temes.

—Baela...

—Sé que estás tratando de cuidarme, pero confía en mí, no lo necesito. —Le sonrió—. Hoy vas a estar brillante, Jacaerys.

Él la abrazo y susurró:

—Gracias, Bae.




──── • ✦ • ────




Dos semanas después del inesperado anuncio, se concretaría la unión oficial de los Negros y los Verdes. Las costureras y sastres de todo Westeros estaban viviendo su mejor momento, las damas nobles no escatimaban en gastos solicitando a la máxima velocidad los vestidos más primorosos y opulentos para portar en el evento del año, y sus esposos no tenían otra opción que acoplarse a ello.

Las señoras y señoritas que viajaban de mayor distancia tuvieron que llevar a sus costureras con ellas, había prisa y desde Norte hasta Sur, carruajes llenaban los caminos cargados hasta reventar.

La Fortaleza Roja distada de las paredes frías y oscuras, decoradas con austeridad religiosa en la que Los Verdes la habían transformado. Era evidente que con cada año la reina Alicent despojaba más y más al castillo de los emblemas de la Casa Targaryen, quitándole su majestuosidad para reducirle a algo más parecido a un templo.

Sin embargo, esa mañana, el lugar estaba lleno de movimiento, sirvientes corriendo de un punto a otro con brazos cargados y mil responsabilidades que cumplir antes de la primera comida del día. Los grandes ventanales estaban abiertos de par en par, metros y metros de finos tejidos importados desde Essos decoraban los pasillos ondeando al viento, al igual que los nuevos estandartes que les recordaban a los invitados la grandiosa unión de la casa Targaryen y la casa Velaryon.

Daemon vigilaba con ojo agudo las estatuas, bustos y demás decoraciones que eran devueltas a su lugar tras años guardadas cogiendo polvo. En su mayoría, fueron cargadas entre dos, un solo hombre no podía soportar el peso de piezas de oro macizo. En el otro extremo del salón, el príncipe observó a Alicent discutiendo algo con su dama de compañía; debió tratarse de las flores, ya que entre sus manos había una flor marchita.

El príncipe canalla no era fanático de los aromas florales, pero podía ver en los impolutos pisos de piedra y el reflejo de las piedras preciosas, un poco del esplendor de La Fortaleza Roja de vuelta.

No muy lejos, aterrizaba en el páramo de Pozo Dragón, una hermosa bestia de escamas de color azul intenso. Alicent y sus hijos varones, escoltados por un puñado de guardias, dieron recibimiento al príncipe Daeron.

—Madre, hermanos —saludó e hizo una reverencia, aquel gesto simple, lleno de parsimonia.

La reina abrazó y colmó de besos y palabras cariñosas a su hijo en el momento en que tocó tierra. Hacía tantas lunas que no veía a su hijo más pequeño y, con penuria, aceptaba que se había convertido en un hombre al que no podía ver crecer.

¿Cuándo sería la próxima vez que vería a Daeron? Tenía la misma edad que Jacaerys, ¿sería el día de su boda?

—Vaya, la última vez que te vi te comías los mocos.

Aemond quiso reprender a Aegon, pero Daeron se rio y Alicent que normalmente se enfurecía por los comentarios imprudentes de Aegon, dejó escapar una risa acuosa y lo dejó ser.

—Siguen tal como los recuerdo. 







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NOTA DE AUTOR:

¡Enhorabuena, alcanzamos los 600 comentarios! ¿Saben qué significa eso? Que ya escribí más de 3k de smut jelaena, todo para ustedes, mis cielitos. Lo que se viene, sin hacer spoiler, se viene fuerte. Espero que hayan disfrutado este capítulo porque ya solo nos quedan cuatro para culminar. <3

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