Las cartas
«Chica, creía que iría bien, Fernando parecía majo y de aspecto... pues normal, ya te enseñé la foto. Pero... ¿Sabes donde fue la cita? En el edificio de correos, con unos bricks de batidos y cruasanes del súper. ¡Me he maquillado para esto! ¿Te lo puedes creer? Encima va y me dice que es su lugar favorito y que no hay un sitio mejor a lo que ha añadido un rollo sobre paredes esculpidas y ventanales. No quiero volver a saber nada de ese sujeto. Te lo contaré todo cuando te vea.»
Sandra.
Fernando ya se había acostumbrado al sonido de estas cartas en su cabeza. Al principio le molestaban por aquello de que era como espiar pero, al no poder evitarlo, se acostumbró hasta tal punto que, sin darse cuenta, lo agradecía. Eso sí, cada vez que notaba el chispeo previo a la llegada de una carta se preparaba mentalmente para poder soportarlo mientras sacaba del bolsillo una libreta y un boli. Desconocía cómo y por qué le sucedía esto pero sabía que el mensaje hablaría siempre sobre él.
No había contado nunca a nadie lo de las cartas, ni siquiera a Abuncio, un primo suyo que era 15 años mayor y con el que tenía un trato muy cercano. Cada vez que le llegaba una carta nueva y la leía solía reaccionar de la misma manera, rumiando para si con su voz de barítono tan característica acompañado de un deje de lástima.
—Se ve que ese tampoco era el lugar...
A sus 25 años y una larga lista de citas en su espalda creía haber descubierto que lo que necesitaba una buena cita era un gran lugar. Una cuesta abajo que dejase rodar la conexión hasta que el encuentro fuese inevitable. Bajo esa premisa empezó así la búsqueda del entorno perfecto.
El hecho fortuito de que las cartas se leyesen en su cabeza, como pensamientos robados, hizo que se habituase a registrar todos los datos de interés. Con la carta de Sandra el nombre que le tocó tachar fue "correos". Había otros lugares tachados como "el árbol del puente" o "el mercadillo de verduras". Y otros que todavía estaban intactos como "la gasolinera india" o "el concesionario de Mercedes". Confiaba mucho en esos otros lugares.
Gracias a estas o "confirmaciones", en palabras de Fernando, podía contrastar sus propias percepciones con las de la otra persona. Era raro que no le llegara una respuesta a modo de carta. No siempre los mensajes estaban relacionados con las citas, a veces eran simples opiniones de gente conocida, pero esas no le importaban tanto.
Una de las cartas a la que más aprecio tenía, incluso la había transcrito varias veces, la causó su primo Abuncio. Cuando la recibió estaba muy asustado porque era la primera vez que le sucedía este fenómeno. La voz de Abuncio resonó en su cabeza y, naturalmente pensó que su primo había fallecido y quería decirle algo. Lo escribió en lo primero que encontró a mano que fue el libro que tenía por lectura del momento "Guía de los mejores patios de la ciudad". La carta decía lo siguiente:
«A Fernando se le ha ido la cabeza. Ayer quedó con una niña muy mona que yo le presenté, que es hija de Nicolás y es un encanto y resulta que hoy esta niña ha venido a contarme, bastante enfadada, que el lugar de la cita eran los columpios de la Merced. No sé qué podemos hacer por Fernandito. Pensaba que ya había superado lo de Marta, han sido 5 años, pero no. Cada día ve las cosas de una forma más rara»
Abuncio Martínez
Recordar ese mensaje le llevó otra vez a la carta de Sandra. Lo que usualmente hubiese quedado en un lugar tachado, esta vez se convirtió también en un berrinche, ¿Cómo podía ser que correos hubiese fallado? ¿Acaso no era el lugar supremo? Fernando había confiado mucho en que Sandra fuese la persona. En que ella conseguiría entender todo el potencial del lugar y sabría apreciar el momento único que estaban compartiendo. Llevaba tanteándola unas semanas y todo parecía indicar que funcionaría. Que esta vez los corazones palpitarían al unísono y parpadearían a la vez. Nunca había fallado tanto su planificación y nunca le había dolido tanto un fallo como ahora.
Todos sus pensamientos fueron interrumpidos por el teléfono al que se acercó y al descolgar escuchó la voz de Abuncio con su cantinela habitual.
—¡Fernando! Vente al bar Lusitán que acaban de recordar que habrá monologuista, yo salgo ahora.
Colgó, solía hacerlo así y Fernando lo sabía. Abuncio era de esas personas que decían que los teléfonos se habían cargado el sentido de la conversación y, si le dejaba hablar del tema, en algún momento aparecería la frase de "todos necesitamos una limonada". A pesar de las estridencias de Abuncio, Fernando lo apreciaba y si le decía que iría al bar, en ese bar estaría.
No era mucho de aguar las penas pero la carta de Sandra le había dado un revés cruzado. Sus sensaciones de la cita habían sido perfectas. La luz era espléndida y realzaba a Sandra en cada pelo y cada peca, la temperatura era ideal y solo falló un poco el tema de conversación, por lo visto a Sandra no le hizo gracia hablar de la manera en que las cigarras emiten ese sonido tan propio.
Ver a Abuncio le sentaría bien. El sabría darle unas palabras de ánimo o distraerle. Además que ir al bar Lusitán siempre era un buen plan. Allí todo era tan impredecible que cada día se convertía en una aventura.
Le llegó otro cosquilleo y escuchó:
«Chica, sobre lo de la carta anterior no cuentes nada, la he escrito muy enfadada y no quiero ser injusta porque supongo que es buena persona ahora que, más torpe que ese chico creo que no hay nadie en la tierra»
Sandra
Conteo de palabras: 985
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