El bar Lusitán
Lo primero que vio Fernando, como siempre, fue el famoso rótulo del bar que rezaba: "Cuando consigamos que la gente llame normal a cualquier cosa, seguiremos siendo raros". Era como llegar a casa.
Para Fernando una noche de monólogo significaba abrir la mente a otro mundo. Como si diese igual que en la calle del alba hubiese una baldosa rota o que una nube impertinente tapase su estatua favorita dejándola sin brillo. La especialidad del bar Lusitán era relajar las mentes y batir a las personas para renovarlas. Se definían como "lavadoras humanas" y no era para menos. No en todos los bares se podía ver un monólogo sobre el peso de los árboles y, acto seguido, la presentación de un atajo de la ciencia que hacía que una bombilla pudiese cambiar de color y convertir el bar en otro lugar diferente.
Era típico allí el jugar a los juegos tradicionales de cartas pero siguiendo las variaciones del tablón de "normas del día" donde un día podía ser que todos jugasen siendo mudos y otro que quien perderse tenía que cantar esa noche en la sesión de karaoke loco. Era un bar de clientes habituales y amigos de estos que llegaban para tomar una caña y se descubrían en un cotillón improvisado. Muy pocos volvían, Fernando era de esos pocos.
—¿Cómo va esa partida? —Preguntó Fernando al llegar y ver a Abuncio enfrascado en unas cartas de coches deportivos. Miró el tablón y leyó en el rótulo "Hoy el más rápido elige la temática de la fiesta de la semana que viene". Muy emocionado le dijo:
—¡Abuncio! Si ganas pide que sea noche de citas.
—¿Y como harías tú una noche de citas? —le preguntó Abuncio mientras estudiaba si el Land Rover defender podía ganar al Acura Integra en la potencia de sonido de sus altavoces.
—Es que este lugar es fantástico para eso, ¡mira qué baldosas tiene! no necesitas nada más.
—No puedes basar una cita en las baldosas...
Por la megafonía del local se escuchó la voz del barman diciendo que en la última ronda el patrón del juego sería la velocidad de los coches marcha atrás. En muy poco tiempo el juego acabó. Abuncio no ganó sino que lo hizo alguien que decidió que la velada fuese de disfraces de dioses griegos y así se dio paso al esperado monologuista: Un chico alto y delgado vestido todo de azul claro, incluso las gafas.
Empezó su escenificación saludando al rótulo, era ya una costumbre consolidada del bar. Luego, tomando aire, empezó a hablar sobre la necesidad imperiosa que tenía el mundo de que las ciudades tuviesen zonas de silencio obligatorio. Defendía que esos lugares tenían que ser los más emblemáticos para el turismo.
El ritmo era bueno y las bromas estaban bien traídas y funcionaban. Abuncio y el resto del local se reían como si fuesen pollitos reclamando su comida desde el nido. Fernando, en cambio, lo vivió como un discurso político, incluso sacó la libreta. Anotó en ella frases como "y esas personas que van al lago a hacer la broma de empujar al otro ¿Qué se les pasa por la cabeza? No sé vosotros pero algunos necesitan urgentemente que exista esta ley" u otras como "estaba la inauguración del monumento a la paz, esa estatua nueva que es una especie de paloma alzando el vuelo, ¿sabéis cuál os digo? Estaba el escultor y el alcalde, mucha gente en silencio y entonces un muchacho empezó a llamar a su madre a voz en grito «Mamá», varias veces, «Mamá» pensábamos que se había perdido o algo pero en ese momento dijo lo siguiente... «mamá ¿eso no es tu desatascador del fregadero?» Imaginaros la cara del escultor"
El monólogo fue acabando, tuvo un cierre con muy buena acogida que lo culminó diciendo.
—Necesitamos esta ley ¡ya de ya! Daros cuenta de las cosas que nos estamos perdiendo porque en esos lugares siempre hay ruido. ¡Muchas gracias!
Fernando actuó muy rápido para evitar que el monologuista se fuese, estaba muy emocionado.
—Perdona, no recuerdo tu nombre, ¡ah! Esteban, vale, mucho gusto. Me ha parecido muy interesante todo lo que has contado.
—Sí, ¿verdad? Este tema da mucho juego y permite muchas dinámicas. ¡Muchas gracias! —Le contestó Esteban e intentó continuar su camino hasta la barra, pero Fernando no se movió nada del lugar.
—Es que el tema de los silencios me parece una de las mejores ideas que he escuchado en años —dijo Fernando con los ojos casi llorosos por la emoción.
—Es un buen tema, supera con creces al otro que tenía en la recámara sobre los encantadores de serpientes.
—Es mucho mejor el de los silencios, los encantadores de serpientes al final son un grupo minoritario y no importa tanto —Afirmó Fernando.
—Veo que entiendes de esto, ¿Eres monologuista? No es un trabajo per se pero hacer reír es muy satisfactorio, ¿Qué es lo que más te ha gustado de mi monólogo?
Fernando se quedó un rato extrañado pero le duró poco porque su interlocutor le estaba mirando fijamente esperando una respuesta, al final contestó.
—Lo que más me ha gustado es pensar que si esos lugares tuviesen esa ley que has dicho serían los mejores lugares del mundo para una cita perfecta.
La risa de Abuncio se hace notar en todo el bar, lo inunda todo, cuando consiguió calmarse llamó a Fernando y le dedicó una mirada compasiva al monologuista que se había quedado perplejo y sin saber qué hacer.
—Fernando, —le llamó captando la atención de todo el bar— no siempre la primavera es mejor que el otoño. Una cita en silencio no es una cita —Se rio otra vez.
Cuando tuvo la atención de Fernando, se acercó a él con un vaso de limonada, se lo ofreció y le dijo:
—Creo que tienes algo que contarme, me lo debes, ¿te fue bien con Sandra?
—mira Abuncio, yo pensaba que sí pero resulta que correos puede que no fuese el lugar...
—Fernando, ¿sabes de lo que más se arrepentía más mi abuelo al final de su vida?
—Ya estás con tus comentarios raros.
—Era de haberse enfadado el día de su boda porque el césped tenía fango...
—Eso ya me lo contaste, y me parece que tenía razones para arrepentirse de eso, creo que habría sido mejor elegir otro lugar desde el principio.
—No era por eso, era porque lo más importante ese día era la persona con la que estaba escribiendo su futuro.
—Obviamente, es que si el césped está mal esa persona no puede estar a gusto nunca.
Conteo de palabras: 1086
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