Algunos días a Fernando se le hacía un infierno el volver a casa. Esa noche era uno de esos días. Tener que soportar las risas falsas de quienes hablaban en los bares, la gente que paseaba por la calle como si eso fuese algo especial... Cuando se fijaba en esas personas le entraba el malhumor y se clavaba los dedos en los muslos para no decir nada a nadie. Ya había aprendido la lección hace años cuando, por decirle a un grupo de jóvenes que no tenían que fumar esa cosa que apestaba, le empezaron a llegar cartas con frases como «el narizotas ese» o «cuidado que como te lea llamará a la policía». Aborrecía los nuevos chats de internet. Para colmo a veces le llegaban mensajes de texto de los teléfonos y lo hacían en código "sí xq sta aburrio d la vida". Muy cortos y vacíos. No soportaba eso. Antes por lo menos tenían contenido interesante.
La diferencia de ese día fue que recibió un escalofrío en la nuca y, al escuchar la primera palabra, se le erizaron hasta las manos:
«Sandra, hola, soy Abuncio, no creo que me recuerdes. Soy un primo de Fernando, me ha costado encontrarte. Me gustaría hablar contigo sobre una cosa. Tengo bastantes preguntas» Abuncio
De todos los presentes posibles, ese era el peor con diferencia. Se había esforzado mucho en conseguir que todos los días fuesen el mismo y otra vez las dichosas cartas lo estropeaban todo. En un segundo le vinieron a la mente todas esas anécdotas y lugares que había intentado guardar en un cajón imaginario. Todos esos atardeceres en los que intentó adivinar cuando mostrarían luz ocre y cuando rosada. Le vino de golpe todas esas pantomimas que en su día le preocuparon y las contempló como mira un adulto su cuaderno de matemáticas de cuando tenía 13 años. Le preocupaba sobre todo en qué se estaría metiendo Abuncio. Decidió acelerar el paso y llamarle al llegar a casa. Había ciertos límites que protegería sin dudar.
—Abuncio, ¿Por qué estás metiéndote siempre en mi vida? ¿Qué tramas? ¿Qué necesitas?
—Esto, Fernando, soy Monse. Abuncio ahora no está.
—ah, pues, la verdad es que... nada, perdón. —Colgó.
A Fernando, Monse siempre le había dado mucho corte. Era una mujer formal y serena, siempre arreglada, siempre distinguida. Solía esquivarla cuando le era posible. Tenerla al otro lado del teléfono y haberla tratado con exigencias le hizo rumiar palabras ininteligibles en forma de susurro mientras daba vueltas en la habitación. A pesar de todo eso no dejó que lo extraño interrumpiese su rutina y fue a su butaca de siempre, preparó la pipa y se sentó mirando el cuadro de la bailarina que colgaba en la pared del salón de su casa.
«¡Abuleo! claro que te recuerdo. Perdona las confianzas, pero creo que Fernando te llamaba así y me hacía gracia ¿Cómo estás? podemos vernos cuando quieras. Me ha alegrado ver que todavía conservabas mi teléfono» Sandra.
Desde luego ese día no podría nunca ser como todos los otros días. Ya le fastidiaba cuando llovía o cuando los vecinos hacían ruido, pero tantas cartas y que encima fuesen tejiendo un encuentro cuyo motivación era él mismo podía entrar en la categorización de crisis existencial. ¿De qué querrían hablar esos dos? y por primera vez deseó conocer la respuesta. No recordaba el último día en que había deseado escuchar una carta con una libreta. Tuvo que buscar en los cajones de la casa para dar con alguna de las que tenía abandonadas. Encontró una vieja que había usado para registrar el sarcasmo en su expresión escrita, quizás la palabra que más había copiado era "majo", en ese momento le dio bastante igual. La libreta tenía varias hojas en blanco. Le serviría.
Estaba tan pendiente de que Abuncio reaccionara al mensaje que no llegó a encenderse la pipa. Toda su atención se centraba en si iba a llegar el cosquilleo de la nuca ahora o si lo haría más tarde. En qué podría responderle Abuncio. ¿Aparecería otro mensaje de Alberto?. Las cartas de antes eran largas pero pocas. Las de ese momento ya eran mensajes, literalmente.
«¿te parece si nos vemos en el Tenet para comer mañana? Así aprovechamos el sábado. Si no puedes dime otro día o bien quedamos para tomar algo, me ayudaría mucho hablar contigo para entender algunas cosas. Aparte que me hace bastante ilusión. ¿te va bien?» Abuncio.
El Tenet era el restaurante que sustituyó al Lusitán. Desde que sucedió eso Fernando nunca quiso acercarse por la zona. Como máximo, alguna vez, se había sentado en el banco en el que solía charlar con Abuncio sobre cualquier tema. Cuando lo hacía le invadía la pena y le costaba enfrentarse a esos sentimientos, pero él era de esas personas que consideraban que olvidar un recuerdo era como matar una mariposa. No se permitiría nunca matar algo tan bonito.
Tomó una decisión. Al día siguiente estaría en el Tenet para comer. Se acabó lo de conocer las opiniones a medias y descontextualizadas, se acabó lo de no tener control sobre las opiniones de los demás. Poco a poco fue trazando el plan. Para ello se basó en lo que recordaba del edificio, de sus entresijos. La posición de las columnas, las resonancias que hacía el local. Por lo menos de la estructura porque suponía que los materiales y la decoración habría cambiado. Tendría que llegar antes que ellos para elegir bien el sitio.
«Me va perfecto. Mañana nos vemos allí a las 13.30» Sandra.
Sin darse cuenta la tarde le había dado paso a la noche, la pipa seguía apagada y ya había pasado la hora de ponerse el pijama y la de leer 10 minutos en la butaca. Decidió saltárselo porque al día siguiente tenía algo importante que hacer. Tomaría las riendas de su vida.
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