CAPITULO 8
MIKE
Cuando la Marina de los Estados Unidos envía a su élite, mandan a los SEAL. Cuando los SEAL envían a su élite, mandan al Team Six de los SEAL, el equivalente de la Marina a la Delta Force del Ejército, que tienen encomendada la misión de antiterrorismo y anti insurgencia, y de vez en cuando trabajábamos con la CIA.
Pero no nos adelantemos, primero toca mi historia personal.
Cuando era niño tuve que soportar fuerzas que estaban más allá de mi control. Mi madre me tuvo el 26 de Febrero de 1982, en la clínica libre Weems de Galveston, en Texas. No se podía permitir un hospital privado. Ella pario a los ocho meses; yo tenía ojos color azul y el pelo negro; solo pesé 1,4 kg. La clínica era tan pobre que no tenía una incubadora tan diminuta como la que yo necesitaba. Era tan pequeño, que cualquier cestito de bebé hubiera resultado demasiado grande para mí, por lo que mi madre literalmente me llevó a casa en una caja de zapatos. El moisés que había en casa también era demasiado grande, por lo que abrieron un cajón de uno de los tocadores, pusieron sábanas dentro, y ahí era donde yo dormía.
Mi madre, Millie Kirkmam, tenía ascendencia irlandesa y era tan testaruda como los ladrillos de una pared. No mostraba emociones y tampoco flexibilidad hacia la vida, y trabajaba duro todos los días en una fábrica de costura para ayudar a mantenernos a mi hermano y a mí. Probablemente heredé su testarudez, su actitud extrema de "no renunciar si piensas que tienes razón".
Cuando tenía cuatro años, mamá me dijo que Thomas Shepherd (mi padre biológico) había salido corriendo abandonándonos. Lo odié por ello.
Pero cuando tenía cinco años, fui despertado en mitad de la noche por un hombre enorme que apestaba a alcohol. Era Tom, mi padre que acababa de volver a casa. Tom me sacó de la parte de arriba de la litera, interrogándome sobre por qué había hecho algo mal ese día. Entonces me abofeteó, golpeándome en la cara, hasta el extremo de que podía saborear mi propia sangre. Ésa era la manera que tenía Tom de ayudar a mi madre a mantener a su hijo menor en el buen camino.
Eso fue solo el principio. No siempre ocurría de noche. Cada vez que Tom llegaba a casa decidía disciplinarme por su cuenta. Estaba aterrado; sentía como si el corazón se me fuera a salir del pecho. ¿Hasta dónde iba a llegar esta vez?
La paliza se podía producir cuando Tom llegaba a casa a buscar a mi madre, mientras ella se preparaba para salir, o cuando volvían. Tom no era quisquilloso sobre cuándo dármela.
Un día, después de uno de mis primeros días en la escuela primaria, me marché. A propósito, me subí en el autobús equivocado.
Ese tipo no va a volver a pegarme. Me voy de aquí.
El autobús me llevó a algún sitio en el campo. No tenía ni idea de dónde estaba. Solo quedaban unos pocos niños en él cuando paró. Un niño se levantó. Lo seguí fuera del autobús. El niño bajó a pie por un camino mugriento hasta su casa. En este punto no supe qué hacer (con seis años no me había detenido mucho a pensarlo). Bajé a pie por el camino mugriento hasta que llegué a la casa del final. Entonces esperé fuera sin saber qué hacer excepto mantenerme alejado del camino principal.
Después de un par de horas, un hombre y una mujer llegaron a la casa y me encontraron sentado en el porche trasero, fuera de la vista del camino principal. La mujer me preguntó:
-¿Cuál es tu nombre?
-Michael.
-Debes estar hambriento.
Me llevaron adentro y me dieron de comer.
Después la mujer dijo:
-Sabes, tenemos que localizar a tus padres. Llevarte a casa.
-No, no – dije – Por favor, por favor, no llamen a mi madre. ¿Hay algún modo de que simplemente viva aquí con ustedes?
Rieron. No sabía qué era tan gracioso, pero no les conté cuál era la situación. Volví a repetir:
-No, no llamen a mi madre. ¿Puedo vivir aquí con ustedes?
-No, cariño. No lo entiendes. Probablemente tu madre está muerta de preocupación. ¿Cuál es tu número de teléfono?
Francamente, no lo sabía.
-¿Dónde vives?
Traté de decirles cómo llegar a mi casa de Galveston, pero el autobús había tomado tantas carreteras serpenteantes y dado tantos giros que no podía acordarme. Finalmente me llevaron de vuelta al colegio. Allí encontraron a mi tío que me estaba buscando.
Mi plan de fuga había fracasado. Mentí a mi madre, diciéndole que había subido al autobús equivocado accidentalmente.
Tom no me molió a golpes, pero desde entonces tenía que pagar por cualquier cosa que no hiciese de forma exactamente correcta. A veces, incluso cuando hacía las cosas bien, también pagaba.
Teníamos árboles de pacana en el jardín. Me tocaba recoger los maderos. Tom era camionero, y cuando volvía a casa, si oía algún madero reventar bajo sus ruedas, entonces sería mi trasero el que el reventaría. No importaba que se hubiesen caído después de que los hubiera recogido todos. Era culpa mía por no mostrar el cuidado posible.
Entonces, al volver a casa del colegio tenía que ir directo al dormitorio y tumbarme boca abajo en la cama, y Tom me golpeaba inmisericordemente con el cinturón.
Al día siguiente en el colegio, cuando necesitaba usar el baño tenía que despegar mis calzoncillos de la sangre y las costras de mi trasero para poder sentarme. Nunca me enfadé con Dios, pero a veces le pedía ayuda: "Dios, por favor, mata a Tom".
Después de mucho, llegó un momento en que cuando el cinturón de un hombre de 110 kilos cortaba la parte baja de mi espalda, mi trasero y mis piernas ya no tenían miedo.
Cálmate. Deja de temblar. No va a hacer que sea mejor ni peor. Simplemente, aguántalo.
Literalmente, podía tumbarme en la cama, cerrarme y bloquear el dolor. Ese estado como de zombi hacia encabronar aún más a Tom.
Mi primera misión como soldado llegó después de Navidad, cuando tenía ocho años. Un chico de diez años llamado Gary, el matón del colegio ya grande para su edad, le había dado una paliza a uno de mis amigos. Esa tarde reuní a cuatro de mis compañeros. Sabíamos que Gary era demasiado grande para nosotros si utilizábamos métodos convencionales, pero a la mayoría nos habían regalado pistolas de balines por Navidad.
-Traigan sus armas mañana por la mañana – dije – Esperaremos en el árbol que está al final del patio y lo emboscaremos cuando llegue al colegio.
Gary tenía que pasar por un camino estrecho que servía como cuello de botella natural. Al día siguiente lo esperamos allí. Teníamos la ventaja táctica del número, la potencia de fuego y la situación elevada. Cuando Gary entró en la zona de muerte, dejamos que la padeciera. Se hubiera podido pensar que empezaría a correr después del primer disparo, pero no lo hizo, simplemente se quedó ahí, chillando como si le hubiera atacado un enjambre de abejas, agarrándose los hombros, la espalda y la cabeza. Siguió gritando. El señor Waters, uno de los profesores, corrió hacia nosotros insultándonos. Otro profesor nos gritaba para que bajáramos del árbol. Gary se había acurrucado en el suelo y se había hiperventilado mientras gritaba. Me sentí mal por él, porque la sangre le chorreaba por la cabeza, donde le habían alcanzado la mayor parte de los balines, pero también sentía que se lo merecía por haber pegado a mi amigo el día anterior. La camisa de Gary estaba pegada a su espalda. Un profesor sacó su pañuelo y le limpió la cara.
Nos mandaron a que fuéramos al despacho del director. Nuestro agente del orden local se sentó, tratando de no reírse. Yo expliqué:
-Este chico es más grande que cualquiera de nosotros, y ayer le dio una paliza a Chris.
No entendía qué es lo que habíamos hecho mal. Confiscaron nuestras armas y llamaron a nuestros padres. Por supuesto, mi padre me lo hizo pagar en grande cuando llegué a casa.
Años después, antes de convertirme en SEAL, volví a casa de permiso cuando estaba en la Marina, y me senté en el camión de Gary, que entonces conducía para mi padre. Él me preguntó:
-¿Te acuerdas cuando me dispararon con las pistolas de balines?
Me sentí avergonzado.
-Sí, me acuerdo. Ya sabes, éramos niños.
-No, no, está bien – señaló su hombro izquierdo – Toca justo aquí.
Toqué su hombro izquierdo, y noté un balín debajo de la piel.
-Cada cierto tiempo uno de esos se sale – dijo con total naturalidad – A veces salen por la cabellera. Otras por el hombro.
-Lo siento mucho, Gary.
Después nos tomamos un par de cervezas y nos reímos del asunto.
Cuando tenía nueve años fui a Florida con Tom y algunos otros para hacer algo de venta ambulante, moviéndonos por ahí vendiendo productos en la parte trasera de una camioneta. Yo manejaba las ventas en la parte de atrás de la camioneta mientras un tipo alcohólico llamado Ralph Miller nos llevaba de aquí para allá. A menudo paraba en una licorería.
Una vez, desde la parte de atrás de la camioneta, eché un vistazo a hurtadillas hacia el compartimento del conductor. Ralph se abrió la cremallera de los pantalones y sacó una botella de vodka, mezclándola con su bebida de Clamato.
Condujimos por algunas de las partes más peligrosas de la ciudad, vendiendo sandías y melones. Una vez en que nos detuvimos en un pueblo llamado Dania, dos tipos se acercaron a la parte de atrás de la camioneta preguntando por el precio de nuestra mercancía. Uno de ellos tomo una sandía y la puso en su coche, luego se acercaron al compartimento del conductor como para pagar a Ralph.
¡Pum!
Me di la vuelta y vi al hombre apuntando con un revólver del.38 a Ralph. Su pierna estaba sangrando. Temblando, Ralph le pasó su billetera al hombre. El tipo de la pistola le preguntó:
-No pensabas que te iba a disparar, ¿verdad?
Me moví para bajarme de la camioneta.
El cómplice del de la pistola me dijo:
-Quédate ahí.
El de la pistola me apuntó.
Salté desde la puerta trasera fuera de la camioneta y me marché deprisa, esperando recibir un balazo en cualquier momento. Corrí tan deprisa que mi sombrero favorito de vaquero que había comprado en la tienda de "todo a diez centavos" de la Abuela Josie, voló. Durante una fracción de segundo pensé en correr de vuelta para recuperarlo, pero decidí "Ese hombre me va a disparar si vuelvo".
Di la vuelta a un par de manzanas y me encontré a Ralph parado junto a una cabina telefónica frente a una tienda. Estaba tan feliz de que siguiera vivo. Llamó a una ambulancia.
La policía llegó poco después que la ambulancia. Al escuchar a los polis interrogar a Ralph, descubrí que había ofrecido a los dos matones darles el dinero, pero no su cartera. Fue entonces cuando le dispararon.
Mientras operaban a Ralph en el hospital, la policía me llevó a la comisaría de Dania. Los detectives me interrogaron, me llevaron a la escena del crimen y me hicieron explicar en detalle el incidente. Tenían a un sospechoso, pero se dieron cuenta de que yo era demasiado joven y estaba demasiado impresionado por lo ocurrido como para ser un testigo creíble.
Era la primera vez que estaba con hombres tan profesionales. Se tomaron su tiempo conmigo, me explicaron en qué consistía ser oficial de policía, y me dijeron lo que habían tenido que hacer para convertirse en uno de ellos.
Estaba asombrado. Un detective de narcóticos me mostró los diferentes tipos de drogas que habían sacado de las calles. Me enseñaron la comisaría y los doctores de al lado también me mostraron sus instalaciones. Nunca los olvidaré.
Esa noche seguían sin poder localizar a mi padre, por lo que un detective me llevó a su casa para que pasara la noche allí. Su mujer me preguntó:
-¿Has comido algo?
No había comido nada desde el desayuno.
-No, señora.
-¿Tienes hambre?
-Un poco.
-De acuerdo, deja que te prepare algo.
El detective dijo:
-Lo llevamos a la comisaría esta tarde, pero nadie pensó en darle de comer.
-¿No saben que es un chico en edad de crecer? – y la mujer me sirvió un plato de comida –
Comí vorazmente.
Quizá podría vivir con esta gente para siempre...
Después de comer me quedé dormido. Me despertaron a las cinco de la mañana. El detective me llevó a comisaría, donde papá y su hermano, el tío Will, me estaban esperando.
Los dos eran propietarios de un campo de sandías, donde yo había empezado a trabajar después del colegio y en verano. Con esos dos era todo trabajo. Cuando no estaban trabajando en su granja, conducían camiones. Cuando empecé a ayudar a la familia trayendo dinero a casa mi relación con papá (que había dejado de beber) mejoró.
En la península de Galveston, donde la temperatura superaba los 38 grados y la humedad se acercaba al cien por cien, atravesaba los campos recogiendo sandías de quince kilos, y las colocaba en línea al borde de la carretera para después lanzarlas a las camionetas. Uno de los tipos mayores iba marcha atrás con la camioneta hasta el tráiler de 18 ruedas, donde yo ayudaba a empaquetar las sandías en el camión. Después de cargar miles de sandías conducía el camión hasta Florida, en la madrugada de la mañana siguiente para descargarlas y venderlas allí. Dormía un par de horas antes de volver.
Cuando teníamos una o dos horas libres, a veces íbamos de picnic toda la familia junta. En una de esas ocasiones aprendí por mi cuenta a nadar en las aguas lentas del lago. No tenía ningún tipo de técnica, pero en el agua me sentía como en casa. Fuimos allí una serie de fines de semana: y nadábamos y pescábamos robalo de pecho colorado y percas.
De vez en cuando, después de trabajar en el campo de sandías, los del equipo de americano y yo íbamos a nadar a las aguas del lago Grace. En verano las libélulas cazan mosquitos. En los bosques circundantes las ardillas corretean y los patos y los pavos salvajes graznan. Esas aguas encierran una belleza misteriosa.
Cuando yo tenía trece o catorce años ya estaba dirigiendo el equipo del campo. Salía de mi lado del pueblo donde vivíamos los blancos y cruzaba las vías hacia los barrios donde lo hacían los latinos. Elegía de quince a veinte personas, que serían las que iban a trabajar en el campo ese día y los conducía hacia el terreno, los organizaba y trabajaba a su lado, aunque me doblaban en tamaño.
Un día, después del trabajo, mi equipo de recogida de sandías y yo participamos en una competencia para ver quién llegaba más lejos nadando bajo el agua partiendo del embarcadero del lago Grace. Los eventuales picnics familiares me habían proporcionado tiempo para mejorar mi forma. Como nadaba debajo de la superficie del agua, tragaba con la boca cerrada y dejaba salir un poco de aire. Cuando salí del agua, alguien dijo:
-Tienes que estar tirándote pedos. No hay manera de que tengas tanto aire en tus pulmones.
Momentos como ese eran excepcionales para mí. Eran los escasos momentos en que podía relajarme realmente y disfrutar. En alguna ocasión hicimos fogatas y hablamos durante la noche.
A papá no le importaba si pasábamos unas horas nadando o pescando, pero nunca fuimos a cazar. Tom le tenía miedo a las armas. Había sido marine durante la Guerra de Vietnam y le habían dado la Cruz Naval por sus actos de heroísmo durante la defensa de la base de Khe Sha. Pero odiaba hablar de eso. Después de haber embarazado a mi madre de mí, corrió como un cobarde y se refugió en el alcohol. Cuando dejo de beber, descubrí que el trabajo era su centro de atención. Si cometía un error o no trabajaba lo suficientemente duro, me pegaba.
En el primer ciclo de secundaria me hice daño en la pierna jugando al fútbol americano en clase de gimnasia. Uno de los entrenadores dijo:
-Deja que vea tu cadera.
Me bajó los calzoncillos para poder examinar mi cadera derecha. Vio el infierno que recorría mi cuerpo desde la parte baja de la espalda hasta la parte alta de las piernas, donde mi padre me había golpeado recientemente. El entrenador exclamó:
-¡Dios mío!
Después, me subió los calzoncillos y nunca volvió a decir una palabra. En aquella época, cualquier cosa que sucediera en casa se quedaba en casa. Recuerdo haberme sentido muy avergonzado de que alguien hubiera descubierto mi secreto.
A pesar de todo, yo quería a mis padres. No era culpa suya del todo que no supieran cómo educar a sus hijos. Era todo lo que podían hacer para poner la comida en la mesa y vestir a dos niños. En la pirámide de necesidades de Maslow, nunca subimos a la autorrealización, porque seguíamos estando en la parte baja, tratando de alimentarnos y vestirnos. La mayor parte del tiempo mis padres no decían palabrotas. Eran temerosos de Dios. Mi madre nos llevaba a mi hermano y a mí a la iglesia todos los domingos. No veían nada malo en sus habilidades de crianza.
Yo era el hermano menor, pero era más robusto y corajudo que mi hermano Philip, que era muy frágil y enfermizo pero a la vez era el cerebrito de la clase. Papá esperaba de mí que cuidara de mi hermano. Desde la época en que empezó la escuela primaria había perdido la cuenta de cuántas veces Philip había hablado de más y yo había tenido que defenderlo. Cuando yo tenía diez años, el fanfarroneó con uno de trece. Éste me robó el reloj, me puso los ojos morados y me rompió la nariz y un diente. Cuando volví a casa, mi padre era el hombre más orgulloso de la tierra. No importaba que Philip hubiese hecho algo sin sentido y hubiera provocado una pelea. Parecía el cuerpo de un animal atropellado. Sin embargo, no tenía importancia lo mucho que ese chico me hubiera pegado; si yo no le hubiera hecho frente al defender a Philip, mi padre me hubiera pegado más.
Con diecisiete años, el verano de mi penúltimo año de preparatoria, volví a casa una tarde después de trabajar todo el día en el campo de sandías, me duché, y me senté en el salón llevando solo unos calzoncillos. Un poco después, Philip entró por la puerta chillando.
Mi pelo seguía estando mojado de la ducha.
-¿Qué es esto?
-Me duele la cabeza.
-¿Qué quieres decir con que te duele la cabeza, piojo?
-Lo siento aquí mismo – palpé su cabeza. Tenía un golpe en la parte superior – Estábamos jugando al voleibol en la iglesia. Cuando rematé la pelota, Timmy la tomo y me la tiró. Por eso se la devolví. Me agarró y me hizo una llave. Entonces me pego en la cabeza.
Me encabrone muchísimo. Ahora era como un toro que solo veía rojo. Estaba poseído. Salí corriendo de la casa a través del porche, salté por encima de la cerca y corrí una manzana hasta la iglesia. Los niños y sus padres estaban saliendo de la iglesia de la escuela bíblica de verano. Los diáconos destacaban al frente. Localicé a Timmy, un chico de mi edad, el chico que había hecho daño a mi hermano.
Se dio la vuelta justo a tiempo de verme llegar.
-Michael... el marica de tu hermano ya te fue con el chisme, ¿verdad?
-Oh si, y eres un hijo de perra.
Lo golpee en la nariz y este cayo al suelo. Me puse encima de él, me senté a horcajadas en su parte superior y le di una paliza hasta dejarlo medio muerto, desatando una tormenta de insultos. Lo único que podía ver en mi mente era a mi hermano medio llorando con un golpe en la cabeza.
Un diácono trató de separarme del chico, pero tenía diecisiete años y había trabajado como un burro cada día de mi vida. Hicieron falta unos cuatro hombres para separarme de él. Entonces apareció el padre Ron.
-Michael, para.
Yo creía en el padre Ron y lo miré. Era como la celebridad local.
Paré. El padre Ron había exorcizado al demonio.
Desgraciadamente, el incidente inició una disputa familiar. El padre del chico era una especie de psicópata, y mi padre era un impulsivo que no capitulaba ante nadie.
El psicópata condujo hasta mi casa.
Papá lo recibió fuera.
-Si veo a ese bastardo hijo tuyo en algún sitio, no vuelve a tu casa – dijo el psicópata –
Papá entró en casa y tomo un bate de baseball. Mientras salía por la puerta principal, mi abuelo se unió a él fuera. Con mi abuelo estaba el padre Ron. Papá estaba a punto de colocar un fuerte batazo en el culo del psicópata. El abuelo y el padre Ron calmaron a papá.
Las siguientes semanas fueron tensas para mí, mirando por encima del hombro en busca de un adulto allí donde iba. Timmy también tenía dos hermanos. Reuní a mi pandilla para protegerme y no iba a ninguna parte solo.
El padre Ron reunió a papá y al psicópata y tuvieron un encuentro pacífico del tipo "encuentren a Jesús". Resultó que las cosas no habían ocurrido exactamente como el chistoso de mi hermano había contado. Philip le había hecho algo a Timmy sobre una suciedad de su playera dominical. Timmy se ofendió y por eso le pego, pero solo le había pegado en la cabeza con la palma abierta. Yo me había imaginado un golpe mayor en su cabeza de lo que realmente había ocurrido. Nuestros padres coincidieron en dejar todo el asunto de lado.
Ahora sabía que iba a tener un problema gordo.
En vez de eso, papá dijo:
-Sabes, yo hubiera hecho exactamente lo mismo, aunque no hubiera maldecido tanto como tú en el jardín de la iglesia. Si alguien le vuelve a hacer algo a Philip, o a ti, o a cualquier miembro de esta familia, tienes mi permiso para actuar. Pero por el amor de Dios, se inteligente.
Llevé aquello como una medalla de honor. A pesar de todos los defectos de mi padre, proteger a su familia era importante para él, y yo respetaba su deseo de protegerme.
El padre Ron era el pegamento que mantenía unida a la comunidad, y la comunidad me hizo ser quien soy.
Además del padre Ron, otro hombre que influyó en mí fue el tío Will, el hermano mayor de papá. El tío Will no tenía un temperamento irascible. Puede que no hubiera recibido una buena educación, pero era inteligente, especialmente en el trato con la gente. El tío Will tenía amigos en todas partes. Me enseñó a conducir camiones, porque Tom no tenía paciencia para ello. Tom se enfadaba al primer error que cometía recogiendo sandías, conduciendo o haciendo cualquier cosa, sin importar el qué. El tío Will se tomaba su tiempo para explicar las cosas. Cuando estaba aprendiendo a conducir un camión pesado, Will decía:
-Bien, Michael, no, no deberías haber girado el eje justo ahí. Tienes que elevar un poco las revoluciones por minuto. Ahora reduce y vuelve a meter la marcha...
Estando cerca del tío Will aprendí un montón de habilidades. Tom y yo podíamos estar en un camión, conduciendo desde Galveston Beach en Texas hasta Tampa, Florida (un trayecto de ocho horas) casi sin hablar. No teníamos conversación. Tom podía decir algo como: "¿Tienes que ir al baño?". A menos que tuviera que ver con funciones fisiológicas o buscar un sitio para comer, no hablábamos.
El tío Will era la única figura masculina que me mostraba alguna vez algo de cariño. De vez en cuando me pasaba el brazo por los hombros si sabía que Tom me había estado persiguiendo implacablemente, tal y como solía hacer. Me daba apoyo moral, e incluso me decía alguna palabra amable de vez en cuando. Por encima de todo, el apoyo del tío Will era excelente. Si estábamos en el camión, parábamos, entrábamos en un restaurante y comíamos: desayuno y almuerzo. Con Tom íbamos a un supermercado, comprábamos algo de salami y queso y nos hacíamos unos sándwiches en el camión mientras conducíamos, pues Tom no podía retrasarse. Lo mejor era que el tío Will me transmitía palabras de ánimo. Su influencia fue tan importante como la del padre Ron, quizá incluso mayor.
La tenacidad sembró mi infancia de una extraña dicotomía de logros y procesos incompletos: fui lanzador de un equipo de baseball de la Little League que casi se alzó con el título, y al año siguiente lo dejé para centrarme en el fútbol con los chicos mexicanos, un deporte en el que yo realmente no destacaba. Fui escolta durante más de diez meses, pero lo dejé antes de ser delantero porque la idea del proyecto me aburría demasiado. También dejé el equipo de futbol americano de la secundaria porque me cansé de tantos golpes, aunque por mi físico se me daba muy bien. Me pasé a la natación y durante mi último año de preparatoria, competí a nivel estatal.
Disfrutaba de una de las peores cosas que puede tener un adolescente que carece de auténtica motivación: el talento, un don divino. No es que no quisiera ser bueno. Lo hacía, como se esperaba de mí. En el curso preuniversitario (un centro privado y católico solo para chicos) nada me atrajo lo suficiente como para que invirtiera el cien por ciento de mi esfuerzo en asegurarme un futuro.
Sin embargo, cuando se trataba de las chicas, tampoco fue diferente. En Octubre, un mes antes de cumplir diecisiete años, pregunté a un amigo:
-¿En qué consiste toda esa historia del beso en la boca? ¿Qué hay que hacer?
-Michael, simplemente te acercas, pones tu boca en la suya, metes tu lengua dentro, y te dedicas a ello con ganas.
Necesitaba una cita para el baile de preparatoria. Mi compañero, Justin McManus, tenía una hermana llamada Dianne; todo el mundo la llamaba Dee Dee. Yo nunca me había fijado en ella, pero ahora pensaba que quizá podría acompañarme al baile. Asustado y avergonzado, le pregunté:
-¿Vendrías al baile conmigo?
Dijo que Sí.
Después del baile, Dee Dee dijo:
-Vamos a la Luz fantasma.
La llevé al lugar donde la gente se solía besuquear desde hacía mucho tiempo, donde según la leyenda, el fantasma de un viejo trabajador del ferrocarril decapitado caminaba por las vías buscando con su linterna.
Cuando aparcamos el coche, me quedé petrificado.
¿Cuándo pongo mis labios en los suyos? ¿Qué mierda significa "meter la lengua dentro y dedicarme a ello con ganas"? ¿Doy vueltas en círculo? ¿Qué se supone que tengo que hacer?
Así que me convencí bastante a mí mismo de no hacerlo. Me giré para decirle a Dee Dee: Sabes, mejor te llevo a casa. Ya se había acercado para entrar a matar. Su cara estaba enfrente de la mía. Me dio mi primer beso con lengua. No hace falta decir que lo comprendí todo enseguida.
Esto no es física cuántica, y está bien.
Salimos el resto del año escolar hasta primavera.
El baile del colegio se acercaba, pero alguien ya le había pedido a Dee Dee que le acompañara, el puto de Timmy a quien yo había molido a golpes unos años atrás. Yo estaba convencido de que lo había hecho para molestarme.
Durante la clase de economía doméstica le pedí a mi amiga Laura que me acompañara al baile, nuestra primera cita. Laura tenía un buen cuerpo y pechos grandes. Después del baile, en el coche, nos besamos por primera vez. Bueno, en realidad me besó y yo no me resistí. Dado que había crecido en una familia que no mostraba mucho cariño, su interés por mí significaba mucho.
Cuando pienso en mis años adolescentes, no puedo evitar "reírme a madres", como dicen los chicos mexicanos. No hay mucho que hacer en Peyton, Galveston; por lo que a veces teníamos que crear nuestra propia diversión.
Un viernes por la noche, Greg, Rodrigo, Danny y yo condujimos hasta el río. Encontramos una vieja maleta que se había caído del coche de alguien. La abrimos. Dentro había ropa. La echamos en la trasera de la camioneta de Greg y no volvimos a pensar en ella. Luego acampamos cerca del río y nos sentamos alrededor de un fuego, bebiendo cerveza, escuchando a Eminem y asando salchichas; entonces se acercó un gato sarnoso y desnutrido. Parecía demasiado salvaje como para acercarse, pero debía estar desesperado por comer. Le lanzamos un trozo de salchicha, y el gato se lo comió. Uno de nosotros trató de tomar al felino y se volvió loco (con uñas y dientes por todas partes).
Ese gato era malo.
Utilizamos la maleta para hacer una trampa para él, manteniendo la tapa levantada y colocando dentro una salchicha. Cuando el gato entró para comerla, soltamos la tapa y cerramos la maleta con la cremallera. Nos reímos. Escuchar al gato enloquecido en la maleta nos hacía reírnos aún más fuerte. El gato continuó hasta que se quedó agotado.
Tuve una idea.
-¿Saben cómo podríamos abrir la maleta? Si la ponemos en la carretera, alguien parará y la abrirá.
Así que llevamos la maleta a la carretera y la pusimos de pie en medio de un puente. Después nos ocultamos cerca de allí, tumbados en una pendiente que descendía desde la carretera.
Esperamos un rato antes de que pasara el primer coche. No era una carretera muy concurrida.
Pasó otro coche y se encendieron las luces de frenado. Continuó, hizo un cambio de sentido y regresó. Pasó por delante de nosotros, hizo otro cambio de sentido y finalmente se detuvo al lado de la maleta. Una mujer negra y obesa salió del coche y tomo la maleta. Después volvió al coche y cerró la puerta, y oímos una conversación agitada, como si hubieran desenterrado el cofre de un tesoro. El coche avanzó. De repente las luces de frenado volvieron a encenderse y los frenos del coche chirriaron hasta pararse. Tres de las cuatro puertas se abrieron abruptamente y tres personas salieron corriendo del coche maldiciendo con todas sus fuerzas.
Intentamos no reírnos.
Uno de los pasajeros echó la maleta colina abajo. Otro gritó:
-¡Sácalo de debajo del asiento!
Una tercera persona agarró un palo y comenzó a atizar dentro del coche para sacar al gato de debajo del asiento. Finalmente, el gato escapó.
Nosotros no esperábamos que abrieran la maleta dentro del coche mientras estaba en movimiento, y tampoco teníamos intención de hacer daño a nadie. Afortunadamente, nadie salió herido. El incidente nos proporcionó una historia para seguir riéndonos por la noche. Apostaría que esa gente nunca volvió a recoger nada de la carretera.
Mi vida dio un giro de ciento ochenta grados el 11 de Septiembre de 2001.
Ese martes tenia entrenamiento ya un poco tarde, por lo que desperté como a las nueve y cuarto de la mañana. Lo primero que vi al entrar a la sala fue a mi madre que estaba llorando desconsoladamente mientras que Tom la abrazaba. Aun tenían el teléfono que estaba descolgado entre sus dedos. El radio transmitía las mismas noticias espantosas que estaba recibiendo el resto del mundo. Por la razón que fuera, no comprendí la magnitud real de la situación. Me parecía surrealista. Cuando mi abuelo me fue contando los detalles de los dos aviones estrellados contra el World Trade Center de Nueva York, capté por fin la gravedad del asunto.
Debido a sus excelentes calificaciones, mi hermano había conseguido entrar en Harvard el año anterior, y por lo tanto había tomado el vuelo 175 de United Airlines de Boston hacia Los Ángeles para visitar a su novia Sally, que residía ahí.
Antes de que los terroristas estrellaran el avión contra la segunda torre, Philip logro llamar a la casa y le dijo a mi madre que la amaba más que a nada en el mundo, que perdonaba a Tom por todo lo que había hecho cuando éramos niños, y que además estaba tan orgulloso de que un cabron tan testarudo como yo fuera su hermano menor.
No pude creer lo que estaba pasando, así que salí corriendo desde el porche a la casa de al lado y vi en su televisor las gigantescas columnas de humo negro que salían de las Torres Gemelas; la gente que saltaba huyendo de las llamas abrasadoras, el todo que se desmoronó y aterrizó de panza levantando una nube descomunal de polvo y escombros. Se adueñó de mí el mismo sentimiento de cólera que amenazo la conciencia de Estados Unidos.
Nunca encontraron el cuerpo de mi hermano.
En el funeral de Philip, mientras veía como mi madre se moría por dentro y Tom se perdía en sus propios pensamientos ante el ataúd vacío que tenía por delante, yo sentí que estaba en una encrucijada. No estaba haciendo lo suficiente con mi vida. Gente malvada había asesinado a mi hermano y... ¿qué podía hacer yo al respecto?
De repente, competir en natación, hacer bromitas con mis amigos y jugar al beer pong hasta vomitar había perdido todo su atractivo. Quería matar a los hombres que habían planeado la masacre de casi tres mil estadounidenses. Era el Pearl Harbor de mi generación, y entonces pensé en la relación de mi familia con la Armada durante la Segunda Guerra Mundial y Vietnam. Mi abuelo había sido conductor de un tanque Sherman desde África hasta que cruzaron el rio Rin en Alemania, y mi tío abuelo había pilotado un biplano en el Pacifico Sur, en esas mismas aguas, en las que fue derribado y pasó cuatro días flotando a la deriva hasta que las fuerzas estadounidenses lo rescataron.
En la base de reclutamiento de la Armada me llamó la atención un viejo póster de los SEAL. Cinco hombres rana salían del agua armados, con la cara pintada y el correaje cargado de pertrechos. Parecían listos para alegrarle el día a alguien. En el póster decía tan solo "SEAL". Yo tenía una idea más bien vaga de su fama, pero me interesó: hice algunas búsquedas y no tardé en decidir que yo quería ser uno de ellos. Me había cansado de la vida de mediocridad. Era la primera vez que iba a correr un riesgo de verdad: el momento en que decidí dar un paso adelante y ser un hombre.
Para mis padres fue un jarro de agua fría. Ahora era el hijo único de una familia de clase trabajadora, orgullosa de sus orígenes. Mis bisabuelos maternos y mis abuelos paternos emigraron de Irlanda a principios del siglo XX. Antes de enlistarse en la Armada, mi abuelo paterno fue obrero en una fábrica y campesino. El padre de mi madre trabajó en una fábrica hasta que entró en un negocio de moldes de dados. Mis padres se habían pasado toda la vida en la zona rural de Galveston, en una comunidad pequeña y muy unida. Para ellos, unirse a la Armada era poner mi futuro en suspenso.
Ahora era yo el que quería entrar en combate y liquidar a los terroristas hijos de puta que habían matado a mi hermano.
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