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CAPITULO 10

Agosto de 2007

Ramadi, Irak

16:00 hrs

Hacía más de cuarenta grados dentro del Humvee y el olor no era mucho mejor. El turno acababa de alargarse hasta su trigésimo segunda hora, lo que no ayudaba a mejorar la higiene personal de sus ocupantes, ataviados con el equipo completo: cascos de Kevlar, gafas antibalas, guantes resistentes al calor, blindaje corporal, rodilleras, coderas, cargadores con doscientas cuarenta balas para los M4 en cartucheras atadas al chaleco. Era como estar en un ataúd de chapa blindada aunque con menos espacio. Pero las cosas habían cambiado.

El sargento del equipo Bravo del SEAL Team Six, Michael Shepherd, alargó el brazo y abrió la ventana. Sin embargo, no consiguió que penetrara demasiada brisa dado que se mantenían a una velocidad constante de cuarenta kilómetros por hora. Los primeros días solían circular a toda velocidad, hasta que resultó evidente que tenían más oportunidades de evitar los problemas si los veían venir, en vez de encontrarse inmersos en ellos. Sacó la cabeza al exterior y contemplo el paisaje blanqueado por el sol que les rodeaba. Habían pasado años desde que la guerra abierta devastara esa parte de Irak, pero el daño aún persistía. Ni un solo dólar de los millones empleados en la reconstrucción había llegado hasta Ramadi o si lo había hecho, los miles de intermediarios y subcontratistas se habían quedado con ellos. El abrumador número de estos hacía que su cabeza diera vueltas. Todos se llevaban su buena tajada, produciendo papeleo para hombres que nunca serían contratados o edificios que nunca se construirían. Ciertamente resurgieron unas cuantas carreteras y se rehicieron algunas alcantarillas pero, después de unos pocos meses, todo volvió a hundirse en el mismo estado de decrepitud que antes. A la menor protesta, la primera víctima tras la población local era la infraestructura.

Atravesaron los restos de un depósito de gas recién bombardeado; secciones enteras de hormigón colgando de los fragmentos de armaduras de acero empezando a oxidarse. Dos niños pequeños, vestidos solamente con camisetas, estaban lanzando pequeñas piedras a nada en particular desde la cima de un montón de escombros. Media docena de cabras los miraban, pastando tranquilamente en la carcasa del depósito.

El sargento francotirador Benjamín Hirsch se encontraba en mitad de su historia.

-Y yo estaba en la estación preparándome para el despliegue, cuando ella me dice: "Cariño, ¿llevas protección?", así que le contesté: "Nena, deje mi M14 en casa, pero si quieres verlo iré a buscarlo..."

Nadie respondió. Todos habían escuchado esa anécdota al menos un par de veces.

Brown recurrió a sus quejidos favoritos.

-Quiero decir, ¿quién quiere estar aquí? La televisión afirma que los soldados quieren estar aquí. ¿De dónde se lo han sacado? ¿Acaso hace que la gente se sienta mejor? Quizá sea cierto, si lo que buscas es conseguir una estrella de plata o ser ascendido. Pero lo único que queremos es salir de una jodida vez de aquí, ¿no es así, Mike?

Mike se encogió de hombros, y no porque no tuviera respuesta: simplemente no quería tener esa conversación en ese momento. Estaba pensando en el e-mail que mandaría a su casa esa noche. "Queridos mamá y Tom. Hoy hemos estado a cuarenta y cinco grados. Es el día más caluroso que hemos tenido". Se pasó otros diez minutos tratando de escribir la siguiente línea. Tres positivos. Esa era su norma. Su madre era capaz de descubrir un rayo de esperanza en un tornado. "La escuela que han construido al lado de la base ha abierto". No mencionaría el hecho de que no había aparecido ningún niño, ni que el subdirector había sido ascendido a director porque al anterior le habían pegado un tiro delante de su familia. En ese instante no fue capaz de pensar en dos cosas positivas más. Abandonó la idea y pensó en llamar a Charlene, la enfermera británica que había conocido en un hospital de Bagdad. Solo para hacerte saber que aún estoy cuerdo... Aunque quizá lo interpretara de forma equivocada y creyera que tenía dudas. Ella siempre había sabido que Mike le llamaría después de aquella noche que pasaron juntos, pero cuando llegó el momento de que ella regresara a Londres, le dijo que tenía que elegir entre ella y el ejército, pero no ambos. No habría nadie esperando su regreso. Pero Shepherd aún la quería, y todavía confiaba en que volviera con él.

Había estado contando los días que faltaban para el 1 de Septiembre, fecha en que debían volver a casa; tachando los días en una cuadrícula que había dibujado en la parte trasera de su diario. Desde la semana anterior había dejado de hacerlo. Su hogar no parecía estar acercándose.

La radio del Humvee chirrió: el Capitán Frost.

-Bravo 1-3 aquí control. Escuchen. Hemos perdido contacto con el pelotón de Jackson en el cuadrante 8-0, diez kilómetros al oeste. Son la única unidad que puedo mandar. Última posición conocida Mercado de Carne de Spinza. La zona más fanática de la ciudad. Vayan a buscarlos, ¿entendido?

-1-3. Recibido.

Jackson estaba fuera de contacto. Eso solamente podía significar algo malo.

Mike miró a su equipo. Todos habían escuchado la orden en sus auriculares. Nadie habló durante unos segundos, como si trataran de conservar hasta el último gramo de energía.

-¿Los altos mandos no han entendido lo que estamos haciendo aquí? – Brown retomó su charla sobre su época en el instituto – Cuando estaba en mi equipo de la prepa, querían que los novatos fuéramos los aguadores...

-No entienden que somos SEAL's. Deberíamos de estar matando a unos cuantos Al-Qaedas de los pesados y no estar rescatando marines – Shepherd deseó que Brown se callara y se limitara a hacer su trabajo. Se sentía cansado y esto aún le estaba agotando más –

-Deja de ser un puto hippie, Brown – Chaffin rasgó el envoltorio de una tira de chicle y se la metió en la boca – Mike tiene razón, por cierto.

Brown soltó el arma que tenía agarrada.

-Todo lo que digo es que estamos atados aquí para supervisar las cosas, y no para hacer la limpieza que los regulares no quieren hacer.

-Por eso somos SEAL's – dijo Ben Hirsch – Por que podemos con las tareas que nadie más quiere hacer. Ya hemos hablado de esto cientos de veces.

Chaffin se tapó la cara con las manos.

Mike continuó.

-Sin embargo, los insurgentes tienen entre sus filas a los Al-Qaedas, puede que nos topemos a unos cuantos – Mike ladeó la cabeza hacia la izquierda – Ahí mismo. ¿Lo entiendes ahora, Brown, jodido ecologista? Cuando queramos tu opinión, te lo haremos saber. ¿De acuerdo?

Shepherd confiaba en que aquello no derivara en algo personal entre Chaffin y Brown. Discutir los relativos méritos de unas animadoras gemelas o analizar uno por uno los defectos de la nueva princesa de Inglaterra eran una distracción mucho más agradable. En cambio, preguntarse por el auténtico propósito de ese infierno podía dar lugar a un problema disciplinario.

Habían servido en el mismo pelotón durante dieciocho meses. Eran casi familia. Pero los términos del acuerdo habían cambiado. Al principio pensaban que serían los últimos SEAL's americanos desplegados en el área, y Chaffin no era el único al que se le estaba agotando la paciencia. Todo ese maldito lugar estaba volviendo a hundirse en el caos. Brown se convertía cada día más en el blanco de su frustración y sin embargo, Shepherd no podía culparlo. En su cabeza, sabía que Brown tenía razón. Se preguntó qué estaría haciendo un hombre como él allí, cuando tendría que haber estado entregando panfletos sobre el declive del capitalismo en algún campus. Pero Shepherd no tenía tiempo para ser el consejero de campo de nadie. El Humvee de Jackson se había quedado mudo y no tenían más remedio que ir a buscarlo junto con su equipo. Eso es lo que hacían. Y no sentarse a cuarenta grados dentro de una lata de sardinas discutiendo como un puñado de liberales.

Mike alzó el tono de su voz.

-Mírame, Brown. Este es nuestro trabajo.

-Sí, vaquerito, eso he oído.

Mike levantó una mano.

-Y si queremos terminar el trabajo tenemos que vérnoslas con Al-Qaeda.

Chaffin abrió la boca para decir algo, pero Shepherd lo silenció con una mirada.

Se bajaron del vehículo y se desplegaron en abanico. El Mercado de Carne de Spinza era un edificio con un viejo mercadillo de locales y una galería en la parte superior. Una semana antes bullía de actividad. Hoy estaba desierto: una mala señal. Hirsch tocó el hombro de Shepherd.

-Mira esto.

Era un mural de Osama Bin Laden, el líder de Al-Qaeda recién pintado. Se le parece bastante, pensó Shepherd: alguien se había tomado su tiempo.

-Al parecer por aquí lo están santificando. Ahora es su hombre –Brown estaba cerca de ellos. El artista había pintado al líder terrorista con una fiera mirada de certidumbre – El tipo parece como si fuera en serio.

-Estupideces. Solo es una pintura – les dijo el sargento Hirsch – Debe de ser tan viejo como tu abuelo. De seguro no han sacado su silla de ruedas.

-¿Alguna vez se han preguntado por qué esta parte del mundo está siempre tan jodida? – les pregunto Brown –

-Bueno, yo solo trabajo aquí, Brown. Son otros los que deciden cómo sacar la mierda – le contesto Mike –

-¿Cuánto falta antes de que salgamos de Irak para siempre? – Brown insistía –

Shepherd les hizo un gesto para que siguieran avanzando.

-Eso está muy por encima de mi competencia. Vayamos a buscar a esa patrulla.

El anciano estaba acuclillado en el escalón de una puerta. Brown se agachó hablándole; su arma estaba apartada por detrás del hombro para no estorbarle. El hombre sacó diez dedos, luego cerró los puños, otros diez dedos y después diez más, e hizo un gesto como si estuviera usando una ametralladora. Para ser justos, había que reconocer que intentaba serles útil.

-Está diciendo que eran treinta, todos armados. Aparecieron hace media hora – Brown se volteo hacia el anciano – Gracias, señor.

-Gracias, a partir de ahora me ocupo yo.

Mike se inclinó y continuó en árabe.

-¿Eran de Al-Qaeda? – Mike pregunto en árabe. El anciano se encogió de hombros – ¿Chicos de por aquí?

Sacudió la cabeza, aunque bien podría haber sido un leve temblor, y señaló hacia la entrada más occidental del mercado.

-Está bien, sigamos por donde ha indicado el hombre.

La entrada daba a una estrecha callejuela con edificios de tres plantas. Shepherd escuchó cómo se cerraban algunas contraventanas a su paso y a un bebé llorando. Una camioneta Toyota atravesaba la calle; tenia el parachoques delantero arrancado como si hubiera sido golpeado por un vehículo más pesado a toda velocidad.

Mike hizo una señal a los otros para que se pegaran a los muros.

-Cruce de calle ancha, estamos expuestos.

Todos escucharon el estruendo a la vez. Un vehículo oruga. Shepherd se aplastó contra la esquina de un muro y echó un vistazo alrededor. Vio la coraza del vehículo asomar por una entrada; una manzana más arriba de la calle transversal, y giro a la izquierda, alejándose a velocidad de patrullaje.

Mike encendió la radio.

-APC sin identificar, se dirige hacia el norte. Está tomándose su tiempo como si el lugar fuera suyo.

-Es una chatarra seria – le respondió Hirsch –

-Haz señales para que se detenga y pregúntale de qué lado está – les dijo Brown en tono de broma –

-Cierra el pico, Brown. Toma la derecha por esa calle, justo por donde ha salido.

Cruzaron la calle de dos en dos.

-¡Continúen moviéndose!

-Con tanto silencio parece como si todo el lugar estuviera cerrado a cal y canto – les dijo Hirsch con el arma en alto –

-O que acabara de pasar el puto flautista de Hamelín.

-No me gusta esta mierda – dijo Mike mientras bajaba su M4 – Vayan con calma, chicos.

La calle lateral por la que había salido el APC era estrecha, un desfiladero de edificios con los pisos altos en voladizo que la mantenían en sombra. En el otro extremo se abría a una pequeña plaza. Un grupo de mujeres estaban acurrucadas detrás de unos cestos de paja bajo un portal cerca de la entrada de la plaza. Les hacían gestos a los americanos para que avanzaran, señalando hacia delante.

-De acuerdo, no hagamos todavía lo que las señoras dicen. Traten de vigilar los tejados – les ordeno Shepherd –

Se quedaron inmóviles, observando los tejados y cada ventana cerrada. Hirsch fue el primero en ver la silueta, justo cuando el muro de ladrillo a su lado saltó en pedazos.

-¡Francotirador! ¡Cúbranse!

Mike giró en redondo a tiempo para ver cómo el hombro de Chaffin era alcanzado.

-¡Un hombre ha caído! Cobertura de humo. ¡Ya!

Hirsch lanzó una granada de fósforo blanco para bloquear al francotirador, mientras Shepherd y Brown tomaban a Chaffin y lo arrastraban hasta un portal; pero él no quería marcharse, apartándolos cada vez con menos fuerza.

-Dejen que me incorpore. Todavía puedo disparar. ¡Dejen que vaya por ese cabrón!

-Tranquilo, soldado.

Lenard, el SEAL mas callado del equipo estaba gritando por la radio.

-¡Jodido humo. He visto tres más!

La herida sangraba pero no era profunda. Shepherd dejó que Chaffin se pusiera en pie. Este se tambaleó y luego sonrió.

-Estoy jodido pero aún en pie. Deja que vaya a por ellos.

Un poco más adelante, a través del humo, Hirsch vació un cargador de su M14 sobre el tejado donde el francotirador que había herido a Chaffin había disparado. Había jurado ver como volaba un chorro de sangre, por lo que se detuvo y esperó.

Cuando el humo se aclaró, Hirsch vio al francotirador doblarse sobre sí mismo y caer como uno de los malos en una película del Oeste. El cuerpo se estampó en la calle, a unos tres metros de Lenard, que se había refugiado en un portal. Pero Lenard no reaccionó. Estaba estático, mirando más allá de la plaza. Por su postura, con el arma bajada, Shepherd pensó que debía de haber visto algo que le iba a costar olvidar. Sin desviar la mirada se dirigió a Mike.

-Creo que hemos encontrado lo que buscábamos.

Dos marines muertos estaban despatarrados en la entrada de la plaza. Uno sin el casco, con media cara desaparecida, parecía como si le hubiera pegado un lanzagranadas. El otro, con un enorme agujero en el pecho, tenía una mirada meditabunda en sus ojos, fijos en el cielo abrasador. Shepherd se agachó, le quitó las chapas a uno y luego al otro, y se las metió en el bolsillo superior.

-¡Día de mierda!

-¡Mike, mira allí!

Lenard fue el primero en entrar en la plaza. Cuerpos y restos humanos desperdigados en todas las direcciones. El Humvee estaba volcado sobre un costado con los neumáticos ardiendo y sus cuatro ruedas retorcidas en diferentes ángulos. Muy cerca se hallaba el chasis de lo que debió de haber sido un pequeño camión o autobús, con la carrocería destrozada por el explosivo de fabricación casera que debía de esconder en su interior. Un quejido bajo y rítmico llegaba desde el interior del Humvee.

Lenard ya estaba con la radio, ordenando la evacuación de las bajas, tratando de mantener su rabia bajo control, mientras la voz al otro lado de la comunicación le pedía más detalles y finalmente, explotaba.

-Solo acaben con la jodida mierda ya mismo, ¿de acuerdo?

Lenard se volteo hacia Shepherd.

-Voy a mirar dentro del Humvee.

-Espera.

La palabra salió de su boca antes de que Shepherd supiera por qué la había pronunciado. Había varios vehículos más dañados en la plaza, dos minibuses, con los cristales desaparecidos y salpicados de metralla. Mike hizo un gesto para que retrocedieran y se desplazó a la derecha hasta que distinguió otro vehículo, una furgoneta Nissan al otro lado del Humvee. Al igual que los otros, estaba hecha un desastre; sus ventanillas y faros desaparecidos, sus paneles agujereados, pero algo estaba mal.

Eran los neumáticos. Todavía hinchados, cuando deberían estar deshechos. Hirsch miró a Mike y luego a la furgoneta. Algunos civiles empezaban a asomarse a las ventanas, mirando hacia la plaza. Hirsch agitó los brazos en el aire como si estuviera nadando a braza, gritando en árabe: ¡Métanse dentro!

Mike se desplazó más hacia la derecha, revisando como podía la zona alrededor de la furgoneta, buscando cables detonadores. Quienquiera que hubiera colocado eso, estaría esperando hasta que se reunieran alrededor del Humvee el mayor número de americanos para atender a los muertos y heridos. Una mujer (de la que solo podían verse sus rasgados ojos castaños bajo un polvoriento burka gris) estaba observándolo desde detrás de un puesto de frutas: una mujer joven, de su edad o tal vez menor. Mike advirtió cómo su mirada se movía lentamente, deliberadamente lejos de él hacia la ventana de un primer piso de la esquina sur de la plaza y de nuevo, otra vez hacia él. Luego se deslizó entre las sombras de su portal y desapareció. Volvió a examinar el pavimento. Estaba cubierto de trozos de ladrillo, metal y carne. Entre esos escombros, Mike vio un cable serpenteando hasta el edificio que la mujer le había indicado con la mirada.

Toda la unidad se detuvo, aguardando. Sabían lo que estaba haciendo. Esa era la parte buena de haber estado juntos en aquel agujero de mierda durante tanto tiempo, que prácticamente podían adivinar lo que pensaba cada uno. Echaría eso de menos cuando todo terminara, cuando estuviera de vuelta en casa. ¿Dónde volvería a tener esa cercanía, esa relación? ¿Tal vez con una mujer? ¿Una familia? ¿O para entonces ya estaría demasiado jodido? Tal vez se había vuelto demasiado bueno en esto, destruyendo su oportunidad de tener una vida.

Cada cosa a su tiempo, se dijo Mike. Ahora concéntrate.

Se tomó su tiempo, retirándose a la plaza, memorizando el edificio antes de intentar un acercamiento por la parte de atrás. Lejos de la vista, se deslizó sigilosamente por un pasadizo que llegaba a la parte posterior de las casas. Había explorado tantas propiedades parecidas que podía adivinar la distribución, a pesar de que nunca había estado en esta plaza. Las entradas laterales de los callejones eran siempre iguales. Las escaleras habitualmente estaban situadas de lado; las habitaciones de fachada en la primera planta, se extendían de un lado a otro del edificio. En la casa se oía música proveniente de la planta baja. Entró apartando una cortina: una cocina, dos vasos de té limpios en el fregadero y una radio, emitiendo esa aguda música. Alargó el brazo y muy lentamente, subió el volumen. Pensó en quitarse las botas, pero lo descartó. Había dos cuerpos en la escalera, una mujer y una niña. Ambas con un tiro en la cabeza, prueba de que estaba sobre la pista buena.

Estos putos animales. Mira que meterse con niños...

Mike estaba asqueado, pero no se detuvo. Durante una fracción de segundo, le revolvió el estómago. Subió las escaleras de puntillas, escuchando el latido de la sangre en sus venas, la adrenalina bloqueando cualquier impulso excepto el necesario para hacer su trabajo.

Se detuvo en lo alto de la escalera a punto de entrar en la habitación. Vio una batería de coche, cables, pinzas, una pinza enganchada y otra libre. Pero nada más. Solo tuvo tiempo de ver que estaba vacía antes de que un golpe en la nuca lo derribara; su cabeza cayó a pocos centímetros de la batería. Mientras caía consiguió retorcerse hacia un lado y atrapar su cuchillo; su M4 era demasiado difícil de manejar en ese espacio tan reducido. La figura estaba en la sombra, apenas una tela borrosa. Según se lanzaba hacia la batería, Shepherd hundió el cuchillo profundamente en el muslo alcanzando la arteria femoral. El grito fue muy agudo. Demasiado para un hombre. ¿Un niño quizá?

Mientras intentaba ponerse de rodillas, su asaltante se desplomó en el suelo a su lado. No era ni un hombre ni un chico, sino una niña. Había un lago de sangre surgiendo bajo su pantalón, retorciéndose como un pez aguja en el anzuelo, aparentemente ignorante de la sangre que brotaba de ella. Entre jadeos dejó escapar un torrente de palabras árabes. Shepherd solo pudo entender: cerdo asqueroso e infiel. El mensaje estaba claro. Ella quería matarlo y había asesinado a las ocupantes de la casa.

Mike no lo pensó más, así que le clavó el cuchillo por el ojo y pudo haber jurado que la punta apenas y traspaso su cráneo.

Mike siempre se repetía que mataba por una causa justa, que por cada insurgente que se añadía a su lista de bajas, salvaba a diez americanos y tal vez a veinte civiles locales. Cuando se inclinó hacia delante, ella apenas y le respondió:

-Vas a pagar... maldito infiel.

Trató de repetir la palabra pero no pudo, y Mike contempló cómo la vida la abandonaba.

***

Mike parecía inalterable, o eso creían sus compañeros. Paciente cuando los nervios se crispaban, sereno cuando los demás estaban inquietos, comedido cuando estaban metidos hasta las trancas en la mierda. Era una fuente de orgullo personal que le daba crédito y respeto por ser lo que llamaban un "soldado sólido y regular".

En su primer despliegue en 2004, alineados sobre el helado asfalto de la pista antes de subirse al avión, el coronel les había dicho: Esto no es un juego. Van a ver cosas terribles, algunas les costará entenderlas. Y los cambiarán...

La semana anterior, en una charla sobre el estrés postraumático de la guerra, el capellán les había dicho: Tienen que estar preparados para morir, para ver a sus amigos morir. Mike se creía preparado. Su madre, que siempre le decía lo fuerte que era (como si deseara convencerse) le aconsejó que hiciera las cosas a su manera: Tú siempre serás tú, no importa quién o qué quieran hacer que seas.

Dio muestras de ello desde el principio, siendo felicitado en su primera semana en Irak por sacar a un sargento medio calcinado de un Humvee hundido en una zanja. Su comandante, el Mayor Duncan, declaró: "Te veo con un gran futuro en los SEAL's". Pero ese no era el plan. Una vez que lo probó, demostrándose a sí mismo que podía, quiso acabar con todo aquello. Seguir vivo y cuerdo, al igual que siempre quería volver a casa.

Durante toda su vida había escuchado los gritos de su padre por la noche, encontrándolo cubierto de sudor en el frío amanecer de Texas, cada mañana la misma historia. "Son solo mis malditas piedras del riñón, hijo". Piedras que nunca fue a quitarse al hospital. De niño había aceptado la excusa. En su adolescencia había empezado a preguntar a su madre, que se limitaba a guardar silencio y cuando la presionaba, a llorar. De modo que hizo sus indagaciones. Leyó cuanto pudo sobre el pelotón de su padre en Khe Sanh en febrero de 1968. Tom Shepherd nunca dijo una palabra a su familia sobre Vietnam. Michael estaba decidido a entender a su padre, que no había esperado a que lo reclutaran, que le gustaban las películas de John Wayne, que había crecido escuchando los eufóricos cuentos del abuelo Shepherd sobre la liberación de Europa, sobre multitudes vitoreando y agradecidas chicas francesas que les lanzaban su ropa interior. Pero a las tres semanas de su viaje, su padre, que por entonces tenía dieciocho años, fue acorralado junto con todo su pelotón en la jungla. Él y los otros tres soldados que sobrevivieron pasaron el resto de su adolescencia en una jaula de bambú del Vietcong no más grande que un ataúd, algunas veces sumergidos hasta el cuello en un rio de mierda del Mekong infestado de serpientes.

La semana que regresó a casa, se casó con Millie Kirkmam, su novia del instituto y la reina de su promoción, que había prometido esperarlo. Pero el hombre con el que Millie se casó no era el mismo con el que había bailado. Dejó el instituto a mitad del primer semestre y en Navidad fue despedido del 7-Eleven que lo había contratado en prácticas. Nunca lo admitiría pero desde ese momento, Millie fue el sostén de la familia.

Para Michael, alistarse no era simplemente luchar por su país. Era algo más personal que eso, era matar a un fantasma que había marcado la vida de su familia. La confirmación de la decisión de su padre de ir a la guerra, y vengar la muerte de su hermano Philip ya lo había convencido de que la lucha merecía la pena ya era una elección noble. Y para sí mismo, era la forma de probarse que podía ir a luchar y volver de una sola pieza, sólido y lo que era aún más importante, cuerdo.

Pero hoy le estaba costando más de la cuenta aferrarse a su plan. Había hecho lo correcto. En cuanto la chica estuvo controlada se acercó a la batería. Encontró las pinzas, se detuvo, miró, comprobó el encendido, tomo un cable para desconectar y cortó el circuito. Luego gritó hacia los hombres que estaban abajo:

-¡Despejado!

Pero de camino a las escaleras, sintió que sus piernas se volvían agua. Se detuvo, miró a la chica en el suelo y al estirar un brazo para cerrar sus ojos por última vez, vio que su mano estaba temblando. Entonces escuchó uno de los inolvidables gritos de su padre y se dio cuenta de que no estaba en su cabeza sino en su boca. Estaba gritando tan fuerte que los muros empezaron a temblar. Y cuando las paredes se derrumbaron, se desplomó sobre el cadáver de ella y sintió cómo el suelo se deshacía a sus pies. ¿Podía un grito provocar aquello? Ese fue el último pensamiento que se le cruzó por la cabeza.

Cuánto tiempo había pasado, lo desconocía. Le llevó un buen rato recordar dónde estaba. La chica muerta a su lado fue un recordatorio. Reconstruyó la escena: la chica, el detonador, la chica de nuevo, cerrar los ojos, su grito: un triste consuelo darse cuenta de que no era la realidad la que se derrumbaba, sino el edificio. ¿Un ataque aéreo? Meditó de nuevo y recordó el primer temblor, esperando que fuera un APC al que no conseguía ver, y luego el segundo, una prolongada sacudida que lo derribó. Algo de mucha más potencia que lo que cualquier lanzagranadas podía provocar.

Cuando sus ojos se adaptaron pudo ver un pequeño triángulo de luz. No, más que una luz, era una sombra gris en la oscuridad. Su muñeca izquierda estaba atrapada bajo algo metálico. El agua pestilente de un desagüe roto lo había empapado, haciendo que el uniforme le pesara.

La armadura de su cuerpo probablemente le había salvado la vida, pero también lo estaba reteniendo en la cavidad que ahora ocupaba. Estiró su brazo derecho hacia un costado y soltó las planchas de cerámica de su blindaje para tener mayor movilidad. Entonces se quitó el reloj, un regalo de su madre, lo que le facilitaba poder trabajar con su muñeca libre. Su mano estaba entumecida, y tan hinchada que parecía que llevaba puesto un guante de béisbol. Repasó mentalmente el resto de su cuerpo; pies, piernas, flexionando cada músculo y siendo gradualmente consciente de un dolor creciente en la parte trasera de su cabeza. Chasqueó los dedos, y no escuchó nada más que el soplo del aire, el sonido de la nada. Sus tímpanos habían estallado. Las orejas aún estaban ahí, pero la mayor parte de lo que oían era el sordo latido del dolor. Se movió hacia delante lentamente, desprendiéndose de su armadura, como si estuviera mudando de piel hacia la débil luz, silenciosamente emocionado porque lo que quiera que hubiera sucedido le había respetado sus extremidades, por ahora. Ya no era tan religioso como antes, pero dio gracias a una deidad invisible por la existencia de ese triángulo de luz hacia el que se retorcía y arrastraba como un reptil.

Lo primero que Mike vio fueron las estrellas. Una noche clara sin luna. Más brillante de lo que jamás había visto en toda su estancia en Irak, porque la mayoría de las veces había contemplado la noche a través de sus lentes de visión nocturna. Consiguió salir por la abertura, trató de ponerse de pie e inmediatamente volvió a caer.

Está bien, tómate tu tiempo.

¿Cuánto le quedaría? No llevaba su reloj, ni su blindaje, ni su casco ni el M4. Todo lo que lo distinguía como soldado había desaparecido. Se incorporó sobre sus codos y miró alrededor. Nada familiar, como si hubiera sido teletransportado a un paisaje diferente. Entonces reconoció el Humvee volcado y a su lado, el camión con la bomba trampa aún intacto. El dispositivo explosivo no había detonado. Pero ambos vehículos estaban medio cubiertos de escombros, como si un volquete gigante hubiera vaciado su carga sobre ellos. Podía ver un brazo, una bota. Si había alguien más bajo de los escombros no podía oír sus gritos. No había señal de sus compañeros, o de los marines heridos del Humvee.

Aún sobre sus codos se giró para mirar. En tres de los lados de la plaza los edificios se habían derrumbado, como si ese mismo volquete gigante los hubiera aplastado bajo sus ruedas. Mike había visto muchos daños causados por bombardeos, pueblos arrasados por explosiones, morteros y lanzagranadas, pero esta devastación era de tal magnitud que le recordó a las imágenes de las ciudades alemanas después de la Segunda Guerra Mundial, o a las de Hiroshima y Nagasaki. Su visión consumió la poca energía que le quedaba. Descansó la cabeza sobre los brazos.

Entonces recordó los temblores, el primero cuando entraban en la plaza. Esto no era ningún ataque aéreo. Era un terremoto.


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