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Worthy Witch

-Headbourne Worthy, Inglaterra-
-1824-

La casa a la que habían llegado era algo grande, más grande de lo que hubiera imaginado, muy grande para ser una casa de campo.

El viaje había sido agotador, tal vez por haber llevado sobre su misma ese hechizo que la hacía parecer más vieja, y tanto que Marius se había quedado dormido con la cabeza recargada en la ventana del carro y su cabeza rebotaba con cada salto, causando que el joven solo maldijera de vez en cuando, volviendo a dormir.

Un carro pensó.

¿Cuando en todos sus años de vida había tenido un carro para viajar de lugar en lugar, en vez de hacerlo con su magia?

Era un modelo precioso, tapizado por dentro con una hermosa tela color perla y una alfombra color vino que era fácil de ver gracias a las ventanillas, las cuales podían subir y bajar con la ayuda de una manivela en la puerta y por fuera la madera estaba pintada de un azul rey en un tono oscuro. El carro era, a su vez, tirado por un par de garañones blancos, guiados por un chofer.

Habían viajado desde Londres hasta Headbourne Worthy, un pequeño poblado en el Distrito de Winchester. Un lugar verde y con campos enteros que separaban una casa de la otra, lo que le vendría muy bien.

Al llegar fue el chofer el que la ayudo a bajar del carro y en cuanto sus pies tocaron el suelo mojado, por inercia, ella misma levantó la seda de su vestido sobre sus pies para evitar que esta llegara a arruinarse. Lilith, por otro lado, evitó mojarse las patas y se limitó a ser llevada  en brazos por el joven mago.

La casa de campo no era tan grande como la casa en Londres y, por fuera al menos, era menos elegante. Los ladrillos rojizos se notaban húmedos por las lluvias, el jardín frontal era una caótica mezcla de flores y enredaderas que subían por las paredes y se atoraban en los marcos de las ventanas, la puerta frontal, al igual que las ventanas, era de una sólida madera pintada de un blanco puro.

-Bienvenidos a Daisy's Hill.- anunció el chofer, antes de dejarlos caminar hasta la entrada.

La puerta fue abierta y tanto Peggy como Marius se quedaron pasmados ante la elegancia de aquella casa. Frente a ellos, del lado derecho del pasillo había una fila de mujeres, todas vestidas en un bonito uniforme color azul pastel y, al inicio de la fila, una mujer de edad vistiendo un vestido negro un poco más elegante.
Al lado contrario del pasillo había una fila de hombres vestidos con trajes que le recordaban a los pingüinos, ni siquiera el que parecía liderar la fila se había salvado de vestirse como ave.

Y, más al fondo, una pequeña fila de cocineras, jardineros, choferes y encargados de las caballerizas.

Todos servidumbre, todos a su disposición, las veinticuatro horas del día.

-Bienvenidos a Daisy's Hill.- dijo la anciana del vestido elegante.- Soy la señora Bell, ama de llaves.-

Peggy hizo una reverencia con la cabeza, mientras Marius seguía perdido en la arquitectura del pasillo.

-Margaret.- se presentó.- Y él es Marius, mi hijo.-

-Es una pena lo que le sucedió a Lady Tucker.- dijo la señora Bell.- Pero es un gran alivio saber que ustedes, su familia, están aquí para cuidar de Daisy's Hill. Muchas personas dependen de esta casa.-

-Nos encargaremos de cuidar bien de todos ustedes.- dijo Marius, logrando sacar murmullos y risitas de parte de las más jóvenes de la servidumbre.

Esa parte de la historia, la de ellos heredando una propiedad ajena, era la que menos la enorgullecía.
Sin embargo, en su defensa, había pasado por accidente.

Lady Tucker era una anciana sola, sin hijos ni esposo, cuya única hermana había muerto después de que su hija hubiera fallecido de tuberculosis.
Peggy había llegado a la casa de Lady Tucker como servidumbre, lo único que no deseaba ser.

Sin embargo, eran pocos los que lograban hacer de la magia un negocio y, aún cuando sus habilidades eran más que suficientes para lograrlo, le resultaba inquietante intentarlo.

Y, un buen día, Lady Tucker, en su demencia, la confundió con la hija de su hermana y comenzó a tratarla como la última persona en su familia con vida. Y, el día que la anciana Tucker murió, su abogado le informó a Peggy que  Daisy's Hill y una gran porción de la fortuna Tucker estaba a su nombre.

En ese momento Peggy dudó si tomar la herencia. Tal vez podía decir la verdad, anunciar el engaño y aceptar el hecho de haber mentido a una pobre vieja demente de la aristocracia.

Pero no lo hizo. No, en su lugar aceptó su parte del botín, vendió la casa en Londres y repartió el dinero entre el resto del servicio de la casa, hizo sus maletas y partió hasta Headbourne Worthy, donde ahora le esperaba una próspera vida que, muy amablemente, se le había sido otorgada.

El ama de llaves les dio un recorrido por la casa, pasando por más habitaciones por las que podía contar, oficinas y salones para eventos, patios, establos, el comedor y la cocina y, al final, el salón del té y una biblioteca.

-Me encargaré de que preparen el té.- dijo la señora Bell y, una vez que cruzó la puerta, Peggy puso un hechizo sobre esta para evitar que alguien escuchara la conversación.

-Debo admitir que esta vez te luciste, mamá- dijo Marius

Peggy sonrió, mientras pasaba las manos por la tela floreada del pequeño sillón junto al ventanal.

-¿De verdad?- preguntó.- Porque recuerdo haber escuchado un largo y aburrido sermón sobre tu moral.-

-Si pero me gustan los baños calientes de burbujas.- respondió Marius.

Ambos se sentaron junto al ventanal, observando el campo que los separaba de la casa más cercana.

-Ahora solo hay que mantener este teatro a flote.- dijo ella.- A lo que a los demás concierne, tú y yo somos parientes de Lady Tucker ¿Entendido?-

Marius no la miró, aún seguía perdido en el campo frente al ventanal.
-¿Es tan necesaria la mentira?- preguntó.

La bruja se levantó, dando oportunidad para que Lilith se acurrucara junto al joven.

-Cuando eres tan vieja como yo, las mentiras son lo único que puede salvarte, niño.- respondió Peggy.

Después de varios días, entre tés, cenas abundantes y cabalgatas bajo el cielo nublado, llegó a su mesa una carta.

-Es de parte de Lady Preston, para usted señora.- dijo la señora Bell con gran emoción.

-Lady Catherine Preston.- leyó Peggy.- ¿Quien es ella?-

La señora Bell soltó un suspiro de sorpresa.

-Oh Lady Preston es una gran personalidad aquí en Headbourne Worthy.- respondió la mujer.- Es un gran honor que Lady Preston le haya escrito, seguro debe ser algo muy importante.-

Peggy arqueó la ceja, a la par que abría el sobre y leía su contenido.

-Es una invitación a tomar el té.- dijo Peggy.- Desea conocer a sus nuevos vecinos.-

-¡Oh, que emoción!- exclamó la señora Bell.- ¡Le haré llegar la confirmación! ¡Nadie debe decir que no a Lady Preston!-

Peggy no objeto en contra de aquella idea, pues sabía lo importante que era mantener las apariencias, sobre todo en un pueblo tan pequeño. Y si la señora Bell actuaba de esa forma, entonces era seguro que no quería declinar una invitación tan importante.

A la hora del té, tanto Peggy como Marius se habían arreglado para aparecer en casa de los Preston. Y, si pensaba que Daisy's Hill era un hogar grande, Preston Court era inmensa.

Era una mansión aún más grande que todas ls demás, un edificio en tonos claros, rodeado de arbustos y flores perfectamente podadas. Al ser guiados dentro, se dieron cuenta que la casa no era tan luminosa por dentro como parecía serlo por fuera, aún así no dejaba de ser lujosa y elegante. Casi todo estaba hecho con caoba, desde las paredes hasta los techos, y lo que no era caoba bien era mármol o, en el mejor de los casos, oro.

Un hombre los guió hasta el patio, donde aseguraba que Lady Preston les esperaba y, una vez que llegaron ahí estaba ella.
A simple vista podía verse que era una mujer de al menos cincuenta años, con una cabellera rubia, la cualya tiraba a ser plateada,  atada en un moño; ojos color miel y pestañas casi invisibles debido a lo rubias que eran. La piel en su cuello comenzaba a colgarse y su rostro tenía tantas líneas de expresión que era más que obvio que la mujer llevaba años sonriendo.

-Oh, bienvenidos- les saludó.- Adelante-

A ella se le acercaron otras dos figuras: un hombre de la edad de Marius, de cabello castaño y lacio y ojos azules como cielo y una joven que bien podría haber sido una copia exacta de Lady Preston, sólo más joven y con el cabello un poco más cobrizo.

-Ellos son mis hijos.- anunció la mujer.- Aaron y Charlotte.-

Ambos hicieron una reverencia tan pulcra que Peggy tenía que hubiera sido ensayada al menos cien veces.

¿Cual era el motivo de su visita? ¿Por que alguien como Lady Preston les prestaría atención?

Tomaron el té mientras hablaban de su nueva vida en aquel pequeño poblado, sobre lo callada que era la vida en el campo, del clima y de lo mucho que a los hijos Preston les gustaban los deportes. Marius habló más que ella, pues muy en el fondo a Peggy la distraía una extraña sensación, como si supiera que algo iría mal y estaba tratando de prever un posible desastre.

-Aaron, Lottie.- habló Lady Preston.- ¿Por que no invitan al joven Marius a una partida de croquet?-

Los jóvenes se entusiasmaron y pronto se pusieron de pie, invitando a Marius para que se les uniera.

-Pero se lo advertimos señor Dubois, no le dejaremos ganar.- anunció Charlotte, tomando su vestido para hacer mas rápidos sus pasos.

-Y yo le advierto, señorita Preston, que odio perder.- retó Marius.

Y, cuando los más jóvenes se fueron, ya no hubo nadie que la salvara de hundirse en sus pensamientos.

-¿Así que eres la sobrina de Lady Tucker?- preguntó Catherine.

-Asi es.- respondió la bruja, dando un sorbo a su taza, quemándose la lengua casi al instante.

Lady Catherine también tomó un sorbo de su té y asintió con seguridad.

-¿La misma sobrina que murió de tuberculosis a los doce años? ¿Cuya muerte significó tanto para su madre que logró matarla también? ¿La cual causó la demencia de mi pobre vecina?- preguntó Lady Catherine.- ¿Esa sobrina?-

Peggy se quedó sin habla, con la boca seca y una horrible sensación que le aplastaba en el pecho.

Comenzaba a sentir escalofríos y sus manos temblaban con genuino miedo, sabiendo que su mentira había sido descubierta a pocos días de iniciar esta nueva y lujosa vida.

-Crei que la muerte de mi querida amiga había sido algo terrible.- dijo Lady Catherine.- Pero no se compara con la furia de saber que alguien ha utilizado su nombre, su legado, para robar su...-

Se detuvo, perdiéndose en la nerviosa bruja frente a ella y en cómo sus facciones cambiaban frente a sus ojos.

Lady Catherine había visto llegar a su hogar a una mujer no más joven que ella misma, con líneas en el rostro y mechones blancos a los costados de su cabeza. Y ahora, frente a ella, ese rostro rejuvenecía, su piel se suavizaba, sus ojos eran invadidos por el brillo de la juventud y su cabello se volvía de un intenso castaño lleno de vida.

Peggy sabía lo que la mujer veía y es que, bajo tanto estrés, nadie podía ser capaz de sostener un hechizo tan agotador como ese, así que solo se limitó a esperar a que la mujer dejara de hablar, para entonces salir corriendo y planear su siguiente movimiento.

-¿Le gustaría ver mi casa?- propuso Lady Catherine, poniéndose de pie y ofreciéndole la mano para guiarla.

La respuesta de Lady Catherine la desconcertó más que cualquier otra cosa, pero sin saber en realidad que hacer, solo la siguió.

Marius pareció darse cuenta, pero Peggy fue rápida en asegurarle con la mirada que no había de que preocuparse, aún cuando ella misma está a punto de caer presa del miedo.

Lo único que les daba una pequeña sensación de seguridad era saber que Lilith estaba por algún lugar, cuidando de ambos desde algún lugar en las alturas.

La mujer la guió por los pasillos y volteaba la cabeza de vez en cuando, como si estuviera asegurándose que nadie las siguiera.

La llevó hasta un estudio, cuyas cuatro paredes tenían estanterías llenas hasta el tope de libros y una suave energía inundaba el lugar.

Lady Catherine tomó uno de los libros de la estantería junto a la puerta, lo abrió en una página y se lo entregó a Peggy.

-Ponga ese hechizo sobre la puerta.- ordenó.

Peggy estaba más que confundida y, al leer el hechizo se dio cuenta que era el mismo que usaba para sellar las puertas en su hogar y evitar que se escucharan sus conversaciones por el otro lado. Era uno de los hechizos más simples que una bruja podía llevar a cabo.

Una vez sellada la puerta, Lady Catherine soltó un chillido de emoción y dio un que otro salto.

-¡Oh, lo sabía!- exclamó la mujer.- ¡Que bendición, usted me ayudará!-

Ahora iba de aquí para allá, hablando tan rapidamente que Peggy apenas y podía distinguir las frases que hablaba.

-Mi tatarabuela era una bruja, como usted- le dijo.- Pero cuando se casó decidió renunciar a su magia y el resto de su linaje fue condenado a la aburrida humanidad.-

La mujer caminaba de librero a librero, tomando varios tomos y llevándolos al escritorio.

-Jamás creí que conocería a una bruja que pudiera ayudarme a romper esta maldición.- decía.- Es decir, claro que conozco a varias brujas y uno que otro mago, pero nunca me ayudan porque, según ellos, no es una maldición. Pero ahora tú estás aquí y me ayudarás.-

Peggy soltó una carcajada que no se molestó en disimular.

-¿Disculpa?- preguntó.- ¿Por qué tendría yo que ayudarla a usted?-

La bruja se cruzó de brazos, los nervios parecían desaparecer y Peggy podía sentir cómo sus músculos se relajaban y su cabeza dejaba de maquinar locas ideas.

-Porque si no lo haces les contaré a todos sobre tu estafa.- respondió Lady Catherine.- Tal vez el resto de estos pueblerinos simplones no sepan la verdad, pero yo si y ellos creerán todo lo que yo les diga.-

La bruja lo pensó un momento. Era cierto que cuando la invitación para el té había llegado el ama de llaves estaba más que emocionada.

"Lady Preston es una gran personalidad aqui en Headbourne Worthy" recordó las palabras de la señora Bell "Nadie debe decirle que no a Lady Preston"

Era algo que no disfrutaba de la sociedad en general, pero sobre todo en la alta sociedad, donde no solo se era poderoso en riquezas, sino que se podía ser influyente sobre las mentes de las turbas.

Y Lady Catherine Preston sabía lo influyente que era.

-No puedo ayudarla a romper una maldición que no existe.- respondió Peggy.- Cuando alguien abandona su magia, no hay nadie que pueda regresarla.- los hombros de Lady Catherine cayeron con desánimo y su semblante se volvió gris.

La mujer comenzó a tomar cada libro que había sacado de las estanterías y comenzó a regresarlos a su lugar, ya no iba deprisa ni daba saltos de emoción. Ya no emitía ningún sonido y era más que obvio que se había desanimado por completo.

-¿Por que quisiera ser una bruja, de todos modos?- preguntó Peggy, tratando de animarla.-No es una vida envidiable, siempre alguien te está cazando, vas de vida en vida y siempre hay sombras que te persiguen o te velan el sueño...-

Se perdió en la idea de sus propios sueños, sus propias pesadillas, en todas las noches que había despertado con el sudor y las lágrimas empapando su rostro. Eran sueños tan claros en el momento, pero siempre los olvidaba al despertar y, aún así, no dejaban de perseguirla.

-Mi abuela solía contarme historias sobre las brujas y su magia.- respondió Lady Catherine con un suspiro.- Siempre soñé que yo podría ser igual: sanando con magia, jugando con hadas, con mis manos brillantes y una nueva aventura cada día.-

Peggy odiaba esa sensación en su corazón, esa que le decía que tenía que ayudar a la loca mujer que quería ser una bruja. No podía darle magia, no sabía como, y aún así quería ayudarla.

Gruñó por su misma mala idea.

-No puedo hacerte una bruja con magia.- dijo Peggy.- pero si puedo enseñarte otras cosas que las brujas hacemos.-

Lady Catherine levantó la vista de inmediato, con la mirada iluminada, como si fuera una niña a la que le dijeron que tendría un cachorro nuevo.

-¿De verdad?- preguntó con emoción, tomando a Peggy de las manos.- ¿Harías eso?-

La castaña se alejó de su tacto, guardando sus manos para sí misma.

-Solo si usted promete que no dirá nada sobre la estafa.- dijo la bruja.

-Haré algo incluso mejor.- respondió Lady Catherine.- Te haré mi amiga y entonces todos creerán tu historia de la sobrina no muerta.-

La idea de ser amiga de Lady Catherine le parecía arriesgada, pues era poner muchas luces sobre ella misma. Sin embargo, también llegaba a sentir un poco de seguridad al ser tomada bajo el ala de alguien más.

Y, si el plan no funcionaba, siempre podía huir lejos. Ya lo había hecho antes, una vez más no le haría daño.

-Es un trato, Lady Catherine- dijo Peggy, estirando su mano hacia la mujer.

-Dime Kitty.- respondió estrechándola

.

Sus días ahora se resumían en pasar cada minuto con Lady Catherine y enseñarle todo lo que una bruja sin magia podía hacer: desde sencillas pociones, ungüentos, tés e infusiones, hasta indefensos rituales de protección, cristales, hierbas y amuletos.

Lady Catherine, por otro lado, le enseñaba todo lo que una dama de la sociedad debía conocer: geografía y ciencias, para jamas dejarse intimidar por ningún hombre que se creyera más listo que ella; arte y literatura, porque siempre era importante en un tema de conversación; tendencias en moda y, claro, el arte de esconder las emociones detrás de un abanico.

Pasaban tanto tiempo juntas que incluso sus hijos comenzaban a volverse cercanos. Marius y Aaron eran especialmente unidos. Charlotte, sin embargo, siempre estaba en soledad, a veces pasando la tarde con Peggy y su madre, otras con los muchachos. Pero la mayoría era ella sola y libros.

Una tarde estaban las tres juntas: Charlotte leía, Peggy estaba sobre una base de madera redonda, lo suficientemente ancha para no caer al dar la vuelta y Lady Catherine observaba con atención cada detalle que la modista había puesto en el vestido de Peggy.

Era un modelo en un tono verde que brillaba con la luz del sol, con hombros descubiertos, mangas que bajaban por su antebrazo, una falda pomposa que le cubría los pies y una rosa blanca justo donde se unía el escote.

-Me parece precioso.- dijo Kitty.-Serás la sanción del baile de mañana.-

Peggy bajó de la base, a la par que la modista le quitaba el vestido y la volvía a vestir en su atuendo de tarde.

-Estoy algo nerviosa.- admitió la castaña- Nunca he ido a un baile, en realidad.-

-No te preocupes.- dijo Charlotte, desde su lugar.- Si tienes suerte mamá no te dejará bailar con nadie.-

La más joven cerró su libro con fuerza y salió de la habitación dando fuertes pasos.

-¿Que sucede con ella?- preguntó Peggy.

Kitty negó con la cabeza.
-Nada, no pasa nada con ella.- respondió.

Se sentaron en la pequeña mesita dispuesta para el té de aquella tarde, justo antes de que uno de los hombres de Lady Catherine entrará por la puerta, anunciando la llegada de un invitado especial.

El hombre que entró por detrás tenía un semblante alegre que desentonaba con el abrigo oscuro y el sombrero de copa que llevaba. Sin embargo, su atuendo si hacía relucir sus ojos ámbar y su agradable sonrisa.

-Lady Catherine.- saludó el desconocido con una reverencia.

La mencionada se levantó y corrió hasta llegar al hombre y, de no ser por sus elegantes zapatillas habría llegado a él mucho más rápido.

-Oh, que bueno es verlo de nuevo Señor Casperan.- exclamó Lady Catherine.

Peggy dio un sorbo a su taza, cuidando no hacer algún ruido impropio, volteando de reojo hacia su vecina y su, ahora estaba enterada, buen amigo.

Lo observó por debajo de sus pestañas, era atractivo como pocos, con una sonrisa que hacia revolotear a su estómago y una melódica voz que parecía ser la única a kilómetros a la redonda (como si el mundo supiera que estaba a punto de hablar y apagara todos los sonidos solo para escucharlo)

Sus miradas se cruzaron por una breve fracción de tiempo, lo suficiente para que su corazón se detuviera y sus mejillas se sonrojaran.

Apartó la vista, apenada.

-Estamos siendo descorteses.- dijo él, antes de acercarse a Peggy y tomarla de la mano.

El tacto de sus manos desnudas le hizo sentir una fría corriente que le recorrió la espalda y aún así logró calentar su cuerpo. De no ser porque estaban en privado y sabía que Lady Catherine le cubría la espalda, aquel simple y banal acción hubiera sido todo un escándalo.

Sus labios besaron el dorso de su mano y resultaron ser más fríos de lo que hubiera esperado: fríos y húmedos como una ventisca invernal. Sin embargo, deseaba quedarse en medio de aquella tormenta si eso significaba poder disfrutar de una compañía como la suya.

Y supo que, fuera quien fuese este hombre, no podría causarle más que problemas.

-Margaret, él es el Señor Casperan.- lo presentó Kitty.- Es el invitado personal de la reina para la inauguración de la temporada social.-

Kitty siguió hablando sobre el honor que era tenerlo en su fiesta, aún cuando hubiera sido aún mejor tener a la misma Reina Carlota, pero seguramente su majestad estaría disfrutando de la temporada social en Inglaterra, como siempre solía hacerlo.
Mencionó lo buenas amigas que eran, tanto que esa era la única razón de que su hija se llamase Charlotte.
También dijo algo sobre el complicado y anticuado nombre del Señor Casperan y porque nadie solía usarlo.

Pero Peggy no escuchó nada, pues estaba completamente envuelta en la sensación y la presencia del Señor Casperan, incluso cuando ya había soltado su mano.

...


Los días siguientes a la llegada del Señor Casperan habían sido completamente diferentes. Lo veían muy poco, casi nada. No tomaba el té con ellas, ni siquiera se presentaba a las cenas o desayunos, salió a cazar con los muchachos tal vez una vez y solo las saludó al regresar pero no conversó más de lo debido.

-Es muy...- articulaba Peggy una vez que el caballero se fue.

-¿Extraño?- preguntó Kitty.

-Grosero- respondió la castaña.- Descortés, maleducado, egoísta, sin ningún tipo de vergüenza o remordimiento-

Kitty arqueó una ceja y su mirada volvió a iluminarse con malicia.

-No es su trabajo complacerte ni hacernos compañía.- dijo Kitty.- Él está aquí para asistir al primer baile de la temporada y después de eso se irá. Es mejor si no te acostumbras a su presencia.-

La bruja gruñó.

¿No acostumbrarse? ¿Cómo no hacerlo si desde que lo había conocido no deseaba nada más que su atención?

Eso la molestaba, pues jamás se había visto a sí misma rogando la atención de nadie, mucho menos de un hombre.

De un hombre que sólo había sido amable con ella.

Atractivamente amable.

Enloquecedoramente amable.

Escandalosamente amable.

Escandalosa, atractiva, enloquecedora y embriagantemente amable.

Ese había sido su problema, haber sentido tanto con una acción tan pequeña y haber caído hasta lo más profundo de ese acantilado del deseo. Habían sido noches largas sólo pensando en lo vacía que estaba su cama y en lo mucho que la molestaba quien quería que llenara tal vacío.

.

La primera noche de la temporada, y su debut como la nueva vecina, estaban a pocos momentos de iniciar.

El vestido la hacía sentir atrapada pero había aprendido a admirar de su reflejo, como Narciso a punto de ahogarse en el arroyo.

Desde las perlas que sostenían su cristal hasta las firmes curvas de su entallada cintura, incluso los tirabuzones castaños que caían por toda su cabeza: eran pocas las veces que necesitaba un espejo para sentirse hermosa, pero siempre lograban levantarle el ánimo.

Cuando llegaron a la fiesta fue Marius el primero en perderse entre la multitud mientras se presentaba y elogió a cualquiera que se le cruzara por enfrente.

Ella, por otro lado, se quedó parada cerca de la entrada, buscando algún rostro familiar. Sin embargo, lo único que encontró fueron miradas que la veían con extrañeza, cuestionando y juzgándola de pies a cabeza.

Kitty apareció casi al instante, tomándola del brazo y dirigiéndola por el salón entre la multitud, halagando cada detalle de su vestimenta y recordándole lo emocionada que estaba por cumplir, al fin, con aquella noche. Y, entonces, todas esas personas que la juzgaban apartaron la vista.

Catherine la presentó a muchas personas, de las cuales no se molestó en aprender los nombres: todos eran Lady lo que sea, Varón del no se cual, Viuda de no se quien. Ni siquiera se había esforzado en memorizar sus rostros, pues todos eran iguales, aun cuando había títulos, propiedades y herencias abismales que los diferenciaban de los otros.

Sin embargo, sí encontró en aquellas personas una sola cosa en común: eran como ovejas.

Todos la veian con superioridad, indignación, se atrevía a decir, hasta que Lady Catherine Preston la presentaba como su "más entrañable amiga" y contaba lo mucho que le recordaba a la anciana Lady Tucker. Solo entonces las ovejas dejaban sus malas caras y la aceptaban como una de los suyos, con halagos y besos en la mejilla.

Si, eran ovejas, y Lady Preston era el buen pastor al que seguían.

Cuando al fin acabaron las presentaciones, la fiesta ya estaba entrada la noche.

Decidió que lo mejor para todos era si se mantenía lejos de la multitud y los bailes, pues sentía que todos los ojos estaban puestos sobre ella. Se paró al lado de la mesa de los bocadillos y observó cada uno, no sabiendo en realidad lo que eran y se negó a probar cualquier cosa, justo antes de encontrar la champaña.

Entonces encontró a Charlotte, tan sola y aburrida como siempre solía estarlo, parada en la esquina más profunda del salón, jugueteando con los guantes de satin que iban a juego con su vestido.

-¿Te diviertes?- le pregunto una vez que se acercó a ella.

La más joven ni siquiera levantó la mirada, sino que esta solo se llenó de lágrimas, las cuales no dejaba caer.

-Me divertiría si mamaa me dejara moverme de aquí.- acuso, con la voz rota, como si hubiera querido dejar salir aquella frase desde el inicio de la noche, tal vez incluso desde antes.

Peggy observó la pista de baile, rebosante de parejas que bailaban con gracia y coordinación, sonriendo, con la certeza que el siguiente baile sería mejor que el anterior. Y ella no pensaba bailar, porque no quería hacerlo, porque a diferencia de Charlotte ella no tenía una madre que la obligara a quedarse en una esquina como una niña castigada.

-Ve a bailar.- le dijo Peggy, deshaciendo el nudo que amarraba la lista de pretendientes a su muñeca y se la pasó a Charlotte.

-¿Estás segura?- preguntó Lottie.- ¿Qué hay de ti? ¿Qué hay de mamá?-

-Yo me encargare de ella, no te preocupes.- respondió, atando el nudo a la muñeca de la mas joven.- Además, no creo que haya alguien aquí que quiera bailar conmigo.-

-Yo se de alguien.- dijo Lottie antes de mezclarse entre la multitud.

Peggy no le prestó atención, sabía que mentía para hacerla sentir mejor, y solo regresó a la mesa de los licores, dispuesta a servirse un trago y esperar a que la noche terminara.

-No es propio que una dama busque su propio licor.- dijo una voz detrás de ella.- O que beba por sí misma.-

Ella rodó los ojos, tomó dos copas y se dio la vuelta, ofreciendo una de ellas al Señor Casperan.
-Acompañeme, entonces.- dijo Peggy con una sonrisa.

Él no se negó.

¿Como hacerlo? La mujer frente a él era hermosa, tanto que era dolorosa de ver, su voz era armoniosa y ese toque de picardía en ella era como picante sobre miel, tan adictiva.

No le importaban las pinceladas plateadas a lo largo de su cabello castaño ni que ese era el único indicio de parecer vieja. Sabía que era una bruja, lo había sentido desde el momento en que se conocieron, pero no era alguien que tuviera un lugar en su memoria.

Y eso le aterraba, porque estaba seguro que jamás olvidaría un rostro tan bello, tan misterioso, como el suyo.

Había miles de palabras que podría usar para describir la presencia de esta mujer y miles más para agradecer su compañía, pero al tomar la copa, no pudo articular ninguna.

-¿Suele siempre ser tan descortés con sus anfitrionas?- preguntó ella.

Ya no estaban frente al otro, ahora su vista estaba dirigida a la pista de baile y a los invitados en ella.

-No.- respondió Douxie.- Disfruto las visitas a Preston Court. Pero esta vez...bueno....-

-Esta vez estaba yo.- respondió Peggy.- ¿Mi presencia ha incomodado su visita?-

De pronto el traje le quedaba muy chico, el cuello parecía asfixiarlo y sentía el calor trepar hasta las orejas.
La vio por el rabillo del ojo: ella lo veía con esos ojos verdes apagados, con la ceja arqueada de una manera perfecta, cuestionándolo, incitándolo a perder la cabeza; sus labios finos y pintados de un cereza invisible y brillante sonreían con malicia, como si se burlara de él.

Desde su llegada a Preston Court no había perdido oportunidad alguna de verla: al escucharla llegar cada mañana a visitar a Lady Preston, cada que salían al patio a tomar el té de la tarde, cada que volvía a casa antes de ponerse el sol.

Pero no podía siquiera pensar en hablarle, no cuando solo al verla de lejos lograba sentir en ella esa altanería tan sujeta a su belleza. Como si ella misma supiera que nadie merecía tocarla. A menos que ella se los permitiera.

¿Le permitiría a él tocarla? ¿Aún cuando no se atrevía, ni siquiera, a hablarle?

¿Permitiría que la tocara ahora?

-¿Me permite esta pieza?- preguntó él, extendiendo su mano hacia ella, antes de que la siguiente balada comenzara.

Peggy dudó un poco antes de tomarla, pero al final lo hizo.
Él sujetó su mano con una firmeza tan delicada mientras la guiaba hasta la pista de baile. Claro, porque él era un caballero y ella fingía ser una dama.

Sentía el calor que irradiaba su cuerpo, ojalá pudiera sentir sus manos sin el guante de seda que cubría a las suyas.

La melodía era lenta, una balada que les permitía disfrutar el uno del otro. Peggy se había perdido en cada nota, en cada paso, en cada mano resbaladiza que llevaba a un toqueteó travieso y peligroso.

En cada sonrisa y suspiro robado.

El mundo no se había detenido, no había chispas volando alrededor, no parecía ser un sueño y era consciente de las muchas presencias a su alrededor, pero no podía enfocarse en nadie más que no fuera él.

Cuando la melodía se detuvo y la reverencia final fue hecha, el sostuvo su mano y la besó por sobre la seda que la protegía. Sin embargo, cuando Peggy creyó despedirse, el deslizó el guante por su mano, lo puso en su bolsillo con una sonrisa victoriosa y salió del salón.

Pero ella se quedó ahí, congelada en su lugar, con la mano desnuda, las mejillas ardiendo y varios ojos posados sobre ella.

Él se había llevado su guante, sin previo aviso ni explicación. ¿Por qué?
Miró a su alrededor, como si alguien entre la multitud pudiera darle una respuesta, o como si esta estuviera escrita entre el tapizado dorado de las paredes, como si pudiera ser susurrada por la música en el salón.

No logró encontrarla, pero la respuesta era más que obvia: quería que lo siguiera.

Y, como un obediente cordero, lo hizo.

Salió del salón hacia el pasillo principal y caminó hasta el fondo para llegar a las escaleras, ignorando a las pocas personas que caminaban al lado de ella.

Su corazón latía con rapidez y sus pasos eran tan rápidos como su delicadeza se lo permitía y, mientras más avanzaba, las luces del pasillo se volvían cada vez más tenues.

Alguien le tomó de la muñeca y la hizo girar con rapidez, pronto su grito fue apagado con un beso que le detuvo el corazón y le enfrió la piel hasta dejarla erizada y temblorosa.

Pronto aquellos labios abandonaron los suyos y comenzaron a recorrer sus mejillas, su mandíbula, bajaron por su cuello y se perdieron en su clavícula y ella se sujetaba de donde podía, soltando suspiros al aire nocturno, muchos de ellos fueron obligados a permanecer dentro de ella.

Recorrían sus cuerpos con las manos, restándole importancia a cualquiera que pudiera verlos perder el control (o al hecho de que aún estaban en las escaleras)

¿Ahí la tomaría? Pensó Peggy ¿En las escaleras?

Como si hubiera leído sus pensamientos, él levantó su vista hacia ella, el ámbar en sus ojos era apenas visible detrás de su dilatada pupila. Sus manos también temblaban y su aliento caliente chocaba contra la piel de su pecho.

Sin decir una palabra la guió escaleras arriba, pasando frente a muchas puertas similares y, durante el camino, Peggy se dio cuenta que su peinado se había desarmado y ahora caía en delicados bucles castaños sobre sus hombros.

Hisirdoux abrió al fin una de las puertas y la guió hacia dentro de la habitación y sus labios se encontraron de nuevo.
Esta vez, sin embargo, eran besos fríos y húmedos, tan llenos de deseo y de nuevo la hacían temblar.

En algún momento perdió el segundo guante y, antes de saberlo, su vestido estaba en el suelo. Pronto no había pedazo de tela que los separara.

Si, tal vez los besos eran fríos, pero el tacto de su piel hervía bajo sus manos y quemaban hasta lo más profundo de su alma. Y no dejo de quemar hasta que cada nudo en su interior fue deshecho cuidadosamente, dejándola débil y satisfecha.

Después el roce de su piel no volvió a quemar, sino que se volvió cálido y afectuoso, como el sol calentando las tardes del verano y no como una tetera a punto de explotar


Aún ni siquiera había amanecido, la luna apenas amenazaba en esconder su luz de plata cuando sintió que la soltaba de su abrazo.

Pero Peggy no se movió, se quedó recostada, dándole la espalda. Escuchó cómo levantaba sus cosas y se vestía y cerró los ojos cuando lo sintió acercarse a ella nuevamente.

Con un delicado movimiento retiró los mechones castaños de su rostro y depositó un cálido beso sobre sus sien.

Quería que se fuera, quería que cumpliera ese trato no hablado entre amantes y que desapareciera antes del alba y nunca más volver a verlo.

Pero no pudo evitar detener su partida al sujetar su muñeca cuando él atentó escabullirse.

-Debo irme.- dijo él.

Y, aún cuando anhelaba irse, por el bien de su corazón, se quedó admirando a la mujer frente a él: su cabello estaba revuelto y le cubría la mitad de la cara; su cuerpo estaba cubierto por las sábanas y las sostenía sobre su pecho para protegerse y su piel, aunque no podía verla, sabía que estaba llena de marcas, un camino de besos que él mismo había dejado.

-¿Tan pronto?- preguntó ella.

Él asintió, sin palabras ni excusas para defender su huida.

-Promete que pensaras en mi.- dijo Peggy, sin una pizca de malicia en su voz, genuinamente desesperada porque él se quedara.

-Cada dia.- respondió él.

Ella acarició su mejilla y se inclinó para dejar en sus labios un último beso.

No era cálido, ni frío, ni húmedo.

Solo era un beso.

Una despedida.

Él se fue antes del amanecer y ella permaneció en la cama, hundiendo su rostro en las almohadas que aún tenían el embriagante olor a él.

Y durmió tranquila hasta el alba.

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Wooof que calor no?🫣

Yo siento que siempre que escribo a Peggy y a Douxie conviviendo, siempre están peleando (ya sea en broma o no😭) muy pocas veces siendo románticos.

Así que se lo merecían y yo no soy nadie para negarles las noches de pasión😤😤😩😩😩 (sin memorias borradas de por medio, cabe recalcar👀)

Bueno, ya puedo borrar esta capítulo de mi lista de pendientes, porque este si lleva cocinándose muuucho rato😩

Bye bye bye😽😽

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