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La pequeña semidiosa italiana

Vittoria Falivene observaba el cielo extrañamente nublado de Roma, su ciudad natal, su hogar. Y mientras lo hacía recordaba al que ella aún llamaba Carlo en sus pensamientos, el único lugar en que se refería a él. La mujer no pudo contener un suspiro. Si aquella tarde-noche, tanto tiempo atrás hubiera sabido lo que sabía ahora nunca se hubiera ido con él, de eso era dolorosamente consciente. Pero no lo sabía. Y al final, el hechizo de los Falivene también la había afectado a ella, pues había encontrado al amor de su vida en Venecia, aquella maldita ciudad que aún visitaba todos los años con la esperanza de verlo una vez más... Pero él nunca más había aparecido, y muy en el fondo Vittoria sabía que jamás volvería a verlo. En su caso, el hechizo había sido una maldición, pues en Venecia había conocido al amor de su vida, pero lo había encontrado en un hombre que nunca podría amarla para siempre como ella sí que lo amaría a él. Si, definitivamente no se hubiera ido con él de haber sabido que Carló, aquel hombre extraordinariamente guapo, no era lo que parecía.

-¡¡Mamá, mamá!! ¡Mira lo que he encontrado! -Una dulce y aflautada voz infantil sonó a sus espaldas, y Vittoria se giró para ver a Ruth, su hijita de seis años y medio, que se acercaba a ella emocionada.

Al verla, como siempre la ocurría, Vittoria apartó inmediatamente los pensamientos sombríos de su mente y esbozó una enorme sonrisa. Puede que Carlo no la amara en verdad, pero la había dado el regalo más maravilloso del mundo: a su hija. Y sólo por eso ya merecía la pena haber estado con él, aunque hubiera sido por tan poco tiempo.

-A ver cariño, ¿qué es? -Preguntó con dulzura, agachándose frente a ella.

Ruth se apartó un mechón de pelo del dulce rostro aniñado pero que ya prometía que su dueña se convertiría en una belleza como su madre o incluso más y le mostró a Vittoria un medallón dorado.

La niña había intentado predecir la reacción de su madre de mil formas distintas, pero desde luego lo último que esperaba era lo que realmente ocurrió. Al ver la gruesa águila de oro que había sido el símbolo del Imperio Romano en manos de su hija, Vittoria se puso muy pálida y la abrazó con ferocidad.

-Ruth, Ruth, mi niña, ¿dónde has encontrado eso?

Esta la miró desconcertada, temiendo haber hecho algo malo.

-Estaba jugando en el jardín y me lo encontré detrás del rosal -explicó, con total seriedad. ¿Por qué  mamá? No he hecho nada malo, ¿verdad? Si tú quieres puedo devolverlo...

-No, no, cariño tú no has hecho nada malo, ese medallón es para ti. Es sólo que eres tan pequeña...

-¡Pero mamá! -Protestó Ruth, cruzándose de brazos-. Yo ya tengo seis años y medio. ¡No soy pequeña!

Al oírla Vittoria se rió. Su Ruth era pura alegría, la alegría de su vida. Y ahora se la quitarían. Sin embargo, no podía derrumbarse todavía, debía ser fuerte por ella.

-Si, claro que sí mi amor -respondió con dulzura-, a veces se me olvida lo mayor que eres ya. ¿Vamos a cenar?

La niña asintió y abrazo a su madre.

-Tienes que prometerme una cosa Ruth -dijo Vittoria mientras ella cocinaba y la pequeña ponía la mesa-. Pase lo que pase, promete que nunca, nunca te quitarás ese medallón, pero tampoco lo enseñes a nadie.

Ruth miró a su madre, extrañada por la petición, pero asintió sin dudarlo, y aferró con sus manitas el águila de la legión que pendía de su cuello.

-Te lo prometo mamá.

-Estupendo. Ahora tengo que contarte una cosa que te va a encantar...

Al oírla, Ruth pegó un Respingo y se acercó a ella.

-¿Una sorpresa? -Preguntó, impaciente como era-. ¿Es una sorpresa, mami? Dímelo, dímelo ya por favor.

Vittoria se rio ante aquel derroche de entusiasmo infantil.

-Vale, vale. Nos vamos de viaje a Estados Unidos, a San Francisco -anunció.

Durante la cena, Ruth no paró de hablar de lo que su profesora de inglés, que era nativa, le había contado de Estados Unidos, y de hablar en inglés, hasta el punto de que Vittoria, que era la persona que menos deseaba aquel viaje en el mundo, soltó unas cuantas carcajadas sinceras.

Cuando Ruth ya estuvo acostada y dormida, soñando con San Francisco, Vittoria se encerró en su habitación y se tumbó sobre la cama, sin ánimos siquiera para cambiarse de ropa o meterse dentro.

-Mi niña, mi Ruth -sollozó contra la almohada.

Y recordó aquella otra noche seis años y medio atrás en el hospital donde acababa de dar a luz.

-Y por eso -concluyó él- Ruth tendrá que vivir en San Francisco, en un lugar para los que son como ella. Deberías procurar que aprendiese inglés desde pequeña, y tan bien como el italiano.
-¿Cómo sabré que es el momento adecuado? -Había preguntado Vittoria, luchando por contener las lágrimas que se agolpaban en sus ojos.
Entonces, Carlo -Vittoria no era ni sería capaz de llamarlo por su auténtico nombre- se había llevado la mano al cuello y había sacado un medallón de oro con el águila de Roma.
-Yo te mandaré una señal. Cuando mi hija encuentre este medallón deberás llevarla a San Francisco lo antes posible. Allí irán a buscarla, estará bien. Pero ten en cuenta que es hija mía, así que me temo que sucederá pronto.

Una semana después, Ruth y Vittoria Falivene embarcaron hacia San Francisco. El viaje fue bien, sin ninguna clase de problema, aunque demasiado largo para el gusto de Vittoria que, cuando llegaron sólo quería una cama y descansar. Sin embargo, Ruth no estaba de acuerdo. La niña se había pasado todo el viaje parloteando y moviéndose, y aún seguía fresca como una lechuga cuando llegaron. Vittoria ya lo había comprobado en otros viajes que habían hecho: viajar revitalizaba a su niña, la llenaba de energía, sin importar lo largo que fuera el viaje.

Madre e hija habían reservado una suite en uno de los mejores hoteles de la ciudad, en pleno centro. Vittoria hubiera deseado quedarse allí, descansando, pero sabía que ese era probablemente el último día que pasaría con Ruth en mucho tiempo, así que accedió a sus deseos y sólo dejaron el equipaje en el hotel y se cambiaron de ropa. Después, salieron a explorar la ciudad.

San Francisco era increíble. Comieron en una terraza al aire libre aprovechando el buen tiempo estival, y luego dedicaron toda la tarde a ir de museo en museo, a pasar por las mejores tiendas hasta que, a las seis de la tarde, se sentaron sobre la hierba en uno de los parques de la ciudad.

-¡Me encanta San Francisco, mamá! -Exlamó Ruth, riendo-. ¿Y si nos mudamos aquí?

Vittoria la miró con cariño y acarició su pelo, sabiendo perfectamente lo mucho que a ella le gustaba eso.

-Sí que te gusta, si... ¿Pero no echarías de menos a tus amigos? -Preguntó Vittoria con un deje de tristeza.

Ruth frunció el ceño ante el dilema que su madre le planteaba.

-Pues... sí, pero haría otros nuevos y podría ir a verles, ¿no?

El tema quedó ahí, y poco después las dos cenaron en una pizzería que encontraron cerca de su hotel y después Ruth se acostó y cayó rendida. Vittoria, a pesar de estar aún más cansada que ella, se quedó junto a su casa, velando su sueño y disfrutando de los que presentía que serían sus últimos momentos juntas en mucho tiempo. Y lo fueron.

Porque aquella noche los lobos fueron a buscar a Ruth.

La Casa del Lobo era el lugar por el que todos los semidioses romanos tenían que pasar para entrenarse y estar listos así para la dura aunque gratificante vida de la legión a la que tendrían que incorporarse en cuanto llegaran al Campamento Júpiter. Lupa, la adorada diosa que amamantó a Rómulo y Remo, los fundadores de Roma, era quien dirigía ese lugar y entrenaba personalmente a algunos de los semidioses, pero sólo a los más prometedores.

La loba estaba acostumbrada a que los héroes llegaran a ella con doce o trece años, once o quince en algunos casos, pero todos sobre esa edad.

Ruth, sin embargo, era un caso especial. Su aura era muy poderosa, y a Lupa le sorprendía incluso que hubiera llegado hasta ellos siendo tan mayor: una heroína como aquella debería haber sido entrenada desde que empezara a dar sus primeros lados, como lo habían sido Hércules y Aquiles, o la hechicera Medea. No sólo por todo lo que podría hacer, sino también por lo atractivo que resultaba su olor para los monstruos. Para haber vivido más de seis años sin sobresalto alguno, la niña había tenido que tener una protección muy poderosa por parte de su progenitor divino. Algún dios había estado rompiendo las normas desde el Monte Olimpo, sin lugar a dudas. Y para hacer eso debería ser uno de los importantes...

Todas las dudas de Lupa se aclararon cuando un día, mientras Ruth entrenaba para ser más ágil vio accidentalmente un medallón de oro imperial con el águila de Roma, y a partir de entonces la niña estuvo oficialmente bajo su tutela.

El entrenamiento en La Casa del Lobo era muy estricto y abarcaba todas las áreas. Y aunque en líneas generales estaba diseñado para semidioses de más edad, el de Ruth fue más intensivo si cabe. Por suerte, ya sabía nadar y tenía una base bastante buena de defensa personal, pero aún así tuvo que fortalecerse y aprender a hacer piruetas imposibles. La obligaron a correr como un rayo hasta que pudo hacerlo durante horas y horas. Y también afinó su puntería hasta que pudo lanzar cuchillos en movimiento y acertar y disparar flechas desde más de cien metros de estancia. La poca grasa que había en su cuerpecillo desapareció, y aunque Ruth se iba a la cama rendida todas las noches, pensando en que no podría aguantarlo más, a la mañana siguiente se levantaba y volvía a cumplir con todo lo que Lupa la exigía. Lo hacía por su madre, que le había explicado todo antes de que se fuera, aunque ella no la había terminado de entender muy bien. Y, mientras tanto, la loba la observaba con orgullo, pensando que aquella muchacha tenía madera para llegar a algo grande. Y Lupa no regalaba esa clase de cumplidos.

Esa primera fase del entrenamiento duró un mes y medio, algo más de lo normal, pero en realidad era un tiempo récord, ya que Ruth era mucho más joven y, de hecho, su entrenamiento había sido más completo incluso.

Entonces comenzó la segunda fase. Se trataba de la parte intelectual, a la que generalmente dedicaba menos tiempo, aunque Luoa, como hacía siempre que se enco traba un caso como aquel, decidió cambiar un poco el contenido.

Se suponía que en aquella fase los semidioses debían aprender algo de latín, o más bien recordaelo, ya que llevaban en la sangre -o más bien en la parte del icor- hablar aquella lengua muerta. También se les enseñaba lo justo de estrategia militar aunque sólo las bases, pues el resto debían aprenderlo en la legión. Y, por supuesto, debían aprender todo lo posible sobre los dioses romanos, que eran ahora parte de su familia, la mitología, la historia y las costumbres de primero el reino, luego la república y por último el Imperio.

Pero, como ya he dicho, Ruth era distinta, y Lupa se esmeró especialmente en que la niña conociera a la perfección las costumbres, todas. También hizo que estudiara las grandes batallas y aprendiera todo lo posible sobre estrategia a pesar de su corta edad. Y pulió aún más sus modales, haciendo de ella una excelente damita preparada para todo. Ella aún no lo entendía, pero Lupa preveía que esto la sería de. Lucha utilidad en un futuro.

Así, una preparación que en principio estaba diseñada para durar de un mes y medio a dos meses, duró tres en el caso de Ruth Falivene.

La habían recogido el 15 de Agosto, y era 14 de Noviembre cuando Lupa la llamó a primera hora para decirla que su entrenamiento había terminado, y que era hora de que siguiera con su camino.

La decepción se pintó entonces en las facciones de Ruth, mezclada con la tristeza. La habían separado de su madre para llevarla a ese sitio, y aunque ahora entendía por qué, no por eso había dejado de echarla de menos ni mucho menos. Las habían separado para llevarla a ese curioso lugar, La Casa del Lobo, donde probablemente había aprendido más cosas que en sus seis años de vida anteriores, y donde había llegado a tomar verdadero cariño a Lupa, su maestra. Y ahora también tenía que abandonar a que lugar que, en los últimos tres meses, se había convertido en algo así como un hogar. Cierto es que al menos en aquella ocasión había sabido que su estancia en La Casa del Lobo no sería para siempre, pero seguía siendo duro para una niña de sólo seis años dejarlo todo atrás una vez tan otra, por muy semidiosa que fuera y por mucho potencial que tuviera.

Aún así, no en vano había sido educada por la misma Lupa, así que Ruth se esforzó en ocultar su tristeza tras una máscara de determinación y asintió. Y la loba del capitolio se sintió orgullosa de ella.

-Es hora de que nos abandones, pequeña heroína -dijo, con su voz calmada-. Tu camino no ha hecho más que empezar, y como lo han sido todos los de los grandes, no será fácil. Nunca olvides cual es tu camino, semidiosa, y recuerda siempre lo que te he enseñado durante estos meses.

Ruth asintió, seria.

-En la legión te acogerán como a una hermana -continuó Lupa-, porque ellos son tu familia. Pero no olvides nunca que debes trabajar duro y ganarte cuanto quieras. Y tampoco olvides la obediencia, italiana. Si te resulta difícil piensa que podrás vengarte después, cuando estés por encima, pero entre tanto, obedece. Recoge tu arco y tu data ahora. Es hora de partir.

Ruth inclinó la cabeza y corrió a hacer lo que Lupa la había mandado.

La norma era que los semidioses recorrieran solos el camino desde La Casa del Lobo hasta San Francisco, y que una vez allí encontraran por ellos mismos la entrada del Campamento Júpiter. Pero el caso de Ruth era especial, en primer lugar por su corta edad, y en segundo lugar porque el águila de oro que pendía de su cuello, oculto bajo su camisa, les obligaba a brindarla toda la protección que pudieran.

Así, decidieron llevar a Ruth hasta San Francisco y unalvezal vez, dejarla para que encontrara Nueva Roma por sí misma.

Sola, a las puertas de la enorme ciudad, Ruth Falivene no tenía que hacer. Los lobos la habían dicho que leyera los signos, que se dejara guiar por su instinto, pero ella no sabía cómo hacer eso.

Al final, simplemente camino, e instintivamente sus pasos la guiaron hasta el hotel donde se había alojado con su madre. Vittoria ya se había ido de allí y Ruth lo sabía, pensar otra cosa sería una locura, pero aún así era el único lugar al que se le ocurría ir en ese lugar.

Se acercó con el sigilo aprendido en los últimos meses a la recepción. En la puerta había un gran perro mastín, presumiblemente esperando a su dueño. Pero había algo ahí que no acababa de cuadrar, Ruth lo sentía. Al observarlo etenidamenre, vio que no se trataba de un perro, uno de algo mucho más aterrador. Una extraña mezcla de perro upcon cabeza de serpiente... y del tamaño de una vaca. Instintivamente, Ruth supo que, si la atrapaba no sobreviviría. Y todos los preceptos sobre lucha y valentía quedaron atrás. Ella tenía sólo seis años, y no era Hércules, matando monstruos desde la cuna. Así que salió corriendo a toda velocidad, agradeciendo la resistencia adquirida.

No conocía la ciudad, no tenía ni la menor idea de dónde podría ir. Así que no pensó, y dejó que sus pies la guiaran.

Terminó en un lugar algo apartado, frente a una pequeña colina. Pero no se trataba de una colina cualquiera, porque en ella se abrían dos enormes puertas junto a las cuales un par de chicos de unos catorce o quince años equipados con armaduras completas montaban guardia.

Ese era el lugar al que debía llegar, lo sabía.

Ruth se acercó a ellos, sin saber qué decir. Por suerte, los chicos vieron sus armas, y también el pósito de peluche que todos los enviados por Lupa llevaban para el augur.

-¿Eres una semidiosa? -Preguntó uno de ellos, sonriendo para darla confianza-. ¿Lupa te manda aquí?

Ruth tragó saliva y asintió.

-Entonces estás en el lugar apropiado. Bienvenida a casa, pequeña.

***

En primer lugar quería agradeceros el leer esta historia y especialmente a los que habéis votado y a @eleylaclaudia por su comentario. Ya os dije que pensaba hacer una historia de capítulos cortos y que procuraría irlps subiendo más o menos rápido. Espero que os haya gustado.

Un beso,
AngelaLannister

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