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Lo lamento

En el que vemos a las candidatas y la solución.

Hay pocas cosas que quizás puedan asustar a un adulto que se mueve en el mundo de lo espiritual. Lo sé, estuve en sitios que ponen en ridículo a cualquier escena de terror y horror que se haya visto alguna vez. Ver que todo en lo físico es normal, cuando en lo espiritual está alterado... así como te dije que lo espiritual es lo verdaderamente bello, es también lo verdaderamente horrible.

Y Abigail lo sabe. Sabe que su tiempo está contando mientras la arrastran cual saco vacío hacia las zonas que observa como si estuviera a lo lejos. Sus anteojos se habían roto junto con las ropas que no le gustaron, pero seguía siendo prendas que al menos había disfrutado de llevar, lo cercano se ve borroso y prefiere no pensar en lo que vendrá luego. Siente las mejillas secas de tanto llorar, el cuerpo apenas le responde y el corazón se le detuvo tiempo atrás. (No, aquí no hay vampirismo, al menos no en Abigail). Su cabeza colgaba entre sus brazos, balanceándose al son de los pasos de Caín.

Sabe que va al matadero. Porque ahí, dicen todos los que han estado en el Mundo Invisible, van los que ya se han muerto. Y Abigail lo está, no tiene dudas de ello. Traté de matar el dolor, pero solo trajo más (mucho más), porque el pecho se le iba cerrando, la garganta no dejaba pasar el aire. Me estoy muriendo y estoy vertiendo remordimiento carmesí y traición, si es que se fijaba en el rastro que quedaba de ella en sus brazos.

Cierra los ojos. Estoy muriendo, sin dudarlo, rezando, sangrando y gritando. ¿Estoy muy perdida para ser salvada? Porque Abigail está convencida de aquello, de que ya ha cometido todo lo que debe cometer uno para ir al Gehena. ¿Estoy demasiado perdida? Lágrimas caen por sus mejillas mientras considera aquello.

Mi dios, mi torniquete, observa mientras pasa frente a las habitaciones donde se diseñan las prendas para la siguiente temporada de moda. Regresa a mí, salvación, desea que le diga al ver a las sirenas que se ríen con sus dientes ligeramente afilados y sus risas melodiosas. Reconoce a su mentora, Lorelei, y sabe que no va a verla, que ella no es más que un simple cuerpo que Caín lleva a cuestas sobre su hombro. Mi Dios, mi torniquete, regresa a mí salvación. ¿Me recuerdas? Se supone que lo hacía, ¿no?

Estuve perdida por tanto tiempo; ¿estarás del otro lado, o me olvidarás? Duda que alguien la esté esperando. ¿Qué diría su madre de verla en ese estado? Puede imaginar que al menos apartaría el rostro. Ella lo haría.

Estoy muriendo, rezando, sangrando y gritando. ¿Estoy demasiado perdida para ser salvada? ¿Estoy demasiado perdida? No importaba realmente, ¿no? Su padre hace tiempo que había dejado de llamarla, de buscarla. Cierra los ojos, dejando salir una lágrima más. Mi Dios, mi torniquete, regresa a mí, sálvame, mi Dios, mi torniquete, vuelve a mí salvación. Quiero morir, la idea suena hasta tentadora, como un manto helado. Mi Dios, mi torniquete, regresa a mí, salvación. Las palabras traen algo de consuelo, al menos ante la idea de lo que podía estar esperándole en lo más profundo de aquel sitio.

Mi Dios, mi torniquete,

Regresa a mí salvación,

Mi Dios, mi torniquete,

Regresa a mí salvación.

Es tan fácil repetirlo mientras la dejan caer sin delicadeza contra el suelo de piedra helada. Apenas logra emitir un quejido. Mis heridas reclaman por la tumba, mi alma grita por liberación, y lo puede sentir al grito, atrapado en su garganta. ¿Cristo, seré negada?

Ella lo había negado, sería justo que él hiciera lo mismo. Quizás debía hacerse realmente un torniquete y cortarlo con todo. Sabe que no hay lugar para ella en el Sheol. Mi suicidio sonaba a una salida rápida. Una que quizás podría ser menos dolorosa que aquella situación.

Evanescence había capturado demasiado bien al sentimiento en Tourniquet.

Entonces el pueblo le dijo a Samuel:

«¿Dónde están los que dudaban que Saúl sería nuestro rey? ¡Queremos que nos los entreguen, para matarlos!»

Pero Saúl dijo:

«Nadie va a morir hoy, porque el Señor ha traído la salvación a Israel.»

(1 Sm 11:12-13)

Shae contempla a la figura desnuda de la chica que yace en el suelo. Espera a que los dos hombres que la trajeron se marchen, dejándola a oscuras, antes de volver su atención sobre el cuerpo. Apenas entra la luz entre las barras de la puerta, cortando el cuerpo de la chica en tres fragmentos.

No se atreve a mover siquiera un músculo (yo tampoco me atrevería, me quedaría bien pegado a la esquina, lejos), y cuenta despacio, atenta al subir y bajar del pecho, esperando que abra los ojos y... Respira hondo. Abre de a poco los párpados.

La imagen que tiene enfrente es tan distinta a la que recordaba que es irreal pensar que el cuerpo dañado que tiene allí, cubierto de sangre y moretones de colores horribles, reducido a una mera muñeca de trapo, que no es fácil pensar en que esa chica había estado con una sonrisa. Debería no importarle, no dejar que su guardia baje, pero ¿cómo mantenerla arriba con esas vistas?

Interpreta eso último como te plazca. Tú sabrás qué pasa por esa cabecita cochina.

Aún así, Shae puede ver que hay perros dando vueltas alrededor de la celda y la soga que hay alrededor del cuello de la chica está cada vez más y más apretada, como si fuera una serpiente.

—Al diablo —escupe antes de cerrar los puños, caminando hacia el frente, concentrándose en lo que ve. Sus manos se mueven hacia el cuello y toma la cuerda con fuerza. Están heladas e inmediatamente siente que su cuerpo se tensa, asfixiándola. La suelta y da unos pasos para atrás.

El cuerpo entero le tiembla, la cabeza le da vueltas, así como siente que hay una hoja helada contra su garganta. Por un momento, le parece ver un rostro cubierto de hollín, con dientes blancos como un hueso dejado al sol, ojos brillantes y una risa que le cerró el pecho como si estuviera en una caja. Escucha las palabras que oyó aquella noche en el Desierto de Judá.

"Para tí no hay lugar en el mundo, sangre de cazador. Tu sangre inmunda debe desaparecer de la existencia, así sea para que la Novia se alce en las Tinieblas."

Cierra los ojos y trata de concentrarse en el presente, en la piedra que estaba bajo su mano, el aire que entraba por su boca y nariz...

Está de nuevo en aquel viejo jardín, con las bestias persiguiéndola. La mano de Cale, húmeda por la sangre, es lo único que hace que sus pequeñas piernas se muevan. Puede ver la sonrisa y las lágrimas que caían por el rostro de su madre antes de decirles que corrieran, que encontraran a Jael.

Hay un destello y lo siguiente que Shae sabe es que estaba la chica frente a ella, ojerosa y demacrada. La presión desapareció por completo, y más. Su pecho se siente más liviano, de inmediato nota que los hombros dejaron de pesarle, sus pensamientos se aclaran y el corazón le late con más fuerza de la que lo había hecho nunca. Respira hondo, sintiendo que las lágrimas caen por sus mejillas.

E inmediatamente, como si hubieran disparado una flecha, siente que la agarran unas manos y el mundo se vuelve tan oscuro como antes. Por un momento, le parece sentir que la llaman, tiran de su pecho. Ve una habitación blanca de hospital, siente un olor fantasmal a desinfectante que apenas se disimulaba bajo el olor del desodorante ambiental. Tan pronto como aparece, vuelve a quedar en nada. Está de nuevo en la prisión, con aquel aire viciado que le deja los pensamientos dando vueltas sin sentido.

La chica la mira con el ceño fruncido antes de dejarse caer contra la pared más cercana. Shae la contempla en silencio por un buen rato, esperando a que su corazón deje de latir desbocado y la voz regrese a ella. No ve nada más que el cansancio, siguen estando los nudos alrededor del cuello y muñecas, aunque no parecen estar tan ajustadas como antes.

—¿Por qué?

—No sé —murmura, dejando caer una lágrima en silencio—. Simplemente... —Muerde su labio antes de dejar salir un suspiro—. No sé.

Shae asiente con la cabeza y dirige la mirada al techo.

—¿Sabes qué pasará con nosotras?

No puede notar nada de la seguridad que había visto hacía poco, cuando visitó la tienda. Si le dicen que es otra mujer, una gemela idéntica, lo creería. Y Abigail misma siente que está cayendo en un pozo y no tiene más que un par de respiraciones.

Ambas se quedan en silencio, cada una rumiando sus propios pensamientos, tratando de ignorar a los perros que las custodiaban y a las aves que mantenían sus expresiones fijas en ellas.

»Reconcíliate con Dios, y recupera la paz;

así él te devolverá la prosperidad.

Permítele que él mismo te instruya,

y pon sus palabras en tu corazón.

(Job 22:21-22)

Le acarician el cabello con el peine más fino que hubiera visto jamás. Deja que las manos de la mujer hagan las trenzas en su pelo, escuchando el tarareo que hace mientras realiza su tarea. Es suave y acogedora, tan agradable como las nanas que le canta su mamá antes de irse a dormir. Desconoce las palabras, pero suena tan dulce, tan delicada, como caramelo y crema, un dulce que siempre le dan por portarse bien. Cierra sus ojos café, dejando salir un suspiro.

En cuanto está lista, con una coronita hecha de su propio pelo y flores rosas, se voltea a la mujer, cuyos rasgos son amables aunque filosos. Ella le acaricia el rostro, diciéndole que tenía que ir a ponerse el vestido que le habían dejado sobre la cama. Es como el de las princesas que vio en la casa de su papá, con volados y dibujos de flores preciosas.

Se lo pone con ayuda de la mujer, quien murmura halagos y lo buena que es, mostrándole el resultado en el espejo que posee un hermoso marco lleno de hadas, enredaderas y flores de belladona. A Sophie le encanta lo que ve, con aquel cuello que deja a la vista su pecho infantil, el pelo castaño que cae por su espalda libremente en suaves ondas, las pequeñas flores de amapola que están en su cabeza, y el ligero maquillaje que le hace ver como su mamá cuando está por salir. Suelta una risita mientras da unas pequeñas vueltas en el lugar, maravillada ante el movimiento de la falda.

—Serás hermosa —dice la mujer detrás de ella, sacándole una sonrisa radiante que sigue allí cuando se voltea. La Señora Lorelei va vestida con ropas que se ajustan a su silueta, la falda de la Señora no se mueve tanto como la de ella, le recuerda a la cola de una sirena que brilla bajo la luz de las velas.

—¿Mi papá va a estar ahí?

—Sí, allí estará.

Sophie salta en la punta de sus pies, sonriendo de oreja a oreja, antes de ir a jugar con las muñecas que le han dejado. Barbie está desnuda, Ken también, y ambos están abrazados. En la casa de las muñecas, oculta tras la cama, está la hija, la muñeca sonríe, pero si le preguntamos a Sophie qué está haciendo, nos diría que está llorando, que tiene miedo.

No sabe cuánto tiempo ha pasado para el momento en el que llega el hombre que estuvo cuidándola desde hacía unos días. Es enorme, con los brazos llenos de dibujos oscuros y pronto la alza con esos mismos brazos, sentándola en su regazo al tiempo que se acomoda en la silla en la que habían estado peinándola.

—¿Cómo está la princesa? —pregunta, acariciando su cabello.

—Muy bien, la Señora Lorelei dijo que pronto iremos de paseo —dice y el hombre asiente, dándole una sonrisa antes de abrazarla. Tiene un olor fuerte, picante, y Sophie se remueve en el lugar.

Mira, sinceramente, no quiero contarte qué es lo que le hace este hijo de la grandísima... Pero créeme cuando te digo que no faltan ganas de tomarlo por el cogote y meterle una bala entre las cejas. No sé hasta qué punto me alivia la inocencia de Sophie, si es que podemos llamarla inocencia.

Antes de que él empiece con el juego que ha hecho con otros de los hombres que vienen, llaman a la puerta y aparece el que suele estar mirándola en silencio. Les dice que deben partir, que el avión está listo y Sophie se baja de un salto de la falda, correteando contenta hasta tomar la mano que le ofrece el sujeto. Caminan por el sitio, donde se pueden ver más chicas que están terminando de arreglarse, algunas con vestidos parecidos a los de ella, otras con tacones y maquillaje, un par abrazan con fuerza a uno de los peluches que les dieron en algún momento.

Siguieron hasta llegar a una enorme laguna subterránea, donde hombres y mujeres los esperaban con sonrisas amplias. Habían algunos perros y gatos, aunque sus ojos se veían raros, como muy blancos, definidos, humanos. Algunos tenían los labios y barbillas pintados de rojo.

—Entra al agua —le dice el hombre, llamando su atención una vez más. Sophie lo mira un momento, sin encontrar ningún rasgo que le permita saber cómo se ve, y regresa su atención al agua.

—¿Va con papá y mamá? —pregunta.

—Así es.

Sophie se remueve en el lugar, dudando. Está por hacer otra pregunta cuando ve a dos mujeres que caminan hacia el agua a unos metros de donde está. Una tiene puesta una remera desgarrada que le llega a la altura de los muslos, su cabello es muy claro y avanza arrastrando los pies. Detrás de esa, sujeta por una cadena a la altura del cuello, va una de cabello negro, más vestida.

No llega a preguntar, simplemente le instan a entrar al agua, al mismo tiempo que lo hacen las otras dos. Se siente helada, demasiado fría. Manos parecen agarrarla y la arrastran hacia el fondo, llevándola a un sitio que no reconoce. Está oscuro, apenas alumbrado por la luz de la luna que se cuela por un agujero en el techo.

Pronto siente el frío que le cala los huesos y contiene un sollozo.

Yo fui quien te tomó de los confines de la tierra; yo te llamé de tierras lejanas. Yo te escogí, y no te rechacé; yo te dije: «Tú eres mi siervo».

No tengas miedo, que yo estoy contigo; no te desanimes, que yo soy tu Dios. Yo soy quien te da fuerzas, y siempre te ayudaré; siempre te sostendré con mi justiciera mano derecha.

(Is 41:9-10)

Jael tiene que morderse el labio para no soltar todas las maldiciones e insultos que tiene dentro. Cale está alterado, pese a que por fuera se vea como si estuviera en un día más.

Acomoda el teléfono en su bolsillo, echándose hacia atrás en la silla. Inclina la cabeza hacia un costado, y se concentra en los susurros. Escucha y se obliga a mantener el corazón tranquilo. Cuatro niñas más, todas menores de edad, de distintos estados, incluso países. Todas desaparecieron de la noche a la mañana.

Se aparta de Cale, diciendo que tiene que atender unos asuntos. Él no dice nada, simplemente la ve marcharse. Y cuando queda sola en el pasillo, mira de reojo una vez más el mensaje, queriendo quemarlo todo. Allí hay una foto de una niña con marcas por todo el cuerpo, con apenas cinco años, un camisón roto, ojos vidriosos y acomodada de tal manera en que lo estaría un bebote.

Sale del hospital, subiéndose a su auto antes de ir hacia su casa. Necesita sus cartas, tiene que ver todo. Y no se da cuenta de que va con el pie un poco pesado sobre el acelerador, apenas notando las señales de velocidad máxima. (Por cierto, en general Jael maneja rápido, así que en ese momento estaba a poco de competir en carreras de fórmula uno y ganarle incluso a Fangio). Sus manos van acogotando el volante, con los nudillos blancos.

Estaciona el auto en su entrada y baja dando un portazo que bien podría haber sonado como un trueno. Cómo no rompió el vidrio, está fuera de mis conocimientos. Dentro de la casa fue a la habitación donde tenía todos los elementos para mover lo espiritual.

Traza el círculo de sal, acomoda las velas, un vaso de agua, piedras y el mazo de Tarot en el centro. Está por sentarse cuando se detiene y observa de nuevo hacia el interior del armario. No se ven del todo, pero ella sabe que están ahí. Muerde su labio inferior antes de soltar un suspiro y tomar las runas.

Acomoda todo de nuevo, dejando solo un paño blanco en el suelo, viendo de reojo a la luz que entra por la ventana y abre el saco con las runas dentro, concentrada en la pregunta sobre el paradero de Shae. Toma tres: en blanco, ehwaz y dagaz.

Ya te lo traduzco, lector: "No está en un sitio concreto. Será trasladada, pero se obtendrá paz en tiempos de guerra". Solo diré que, con todos mis respetos, estos métodos siempre me dejan con la sensación de que estoy leyendo un acertijo constante. Pero no digas que dije eso, nadie confía en un exorcista que no cree en su propio trabajo, y yo necesito comer.

Volviendo al tema. Jael leyó una y otra vez las mismas runas, concentrándose en los susurros, en lo que iban diciendo, ignorando completamente los golpes en la ventana, las sombras que se movían por fuera del círculo. Se concentra una vez más y cierra los ojos, tomando las cartas y acomodándolas.

El Colgado, la Rueda de la Fortuna y la Muerte. Todas del lado derecho.

—Está en Haití —murmura sin darse cuenta.

Echa mano del escudo y del pavés,

y ven pronto en mi ayuda.

Toma una lanza y ataca a mis perseguidores,

y dile a mi alma: «Yo soy tu salvación».

(Sal 35:2-3)


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