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Las puertas de Hulda

En el que se enojan unos cuantos demonios y Abigail entra en juego.

Luego de ese bello corte de capítulo, regresemos a los mellizos, quienes ya han llegado a su tienda y están a punto de irse a dormir. Cale ya tiene su pantalón y remera lisa, se lava los dientes mientras contempla distraídamente su reflejo. Shae lee unos artículos en la computadora, su cabello está suelto de cualquier peinado y anda con una bata sobre el camisón. A su derecha, una taza de té frío espera a que le dé el siguiente sorbo mientras sigue pasando la vista por páginas y páginas interminables de artículos.

—Nada —gruñe para sí, masajeandose las sienes. Tampoco es como si tuviese una buena idea para empezar a buscar; no hay ninguna noticia que hable sobre niñas desaparecidas en Nueva York o en Salem, al menos no una donde la policía haya declarado que no hay forma de continuar con la investigación. Está por apagar todo, lista para alejarse de su pequeño escritorio para ir a meterse bajo las mantas, cuando suena el teléfono de la tienda.

—Yo atiendo —dice Cale, pasando frente a la puerta del cuarto. Shae lo sigue, por las dudas. Suena tres veces más el timbre antes de que el muchacho levante el auricular—. Tienda Hopes & Kings, ¿qué busca?

La línea se mantiene en silencio del otro lado. Él frunce el ceño, y está por apartar el auricular de la oreja antes de que un sollozo se haga oír, cambiando por completo el curso de acción. Una voz femenina suena del otro lado, estrangulada por las lágrimas.

—Mi... mi niña... Lía —solloza y Cale mira a Shae, haciendo un gesto corto con la cabeza. Ella se apresura, quedando del otro lado del mostrador antes de tomar una libreta que tienen siempre a mano, así como una lapicera—. No sé cómo pasó... Ugh... Yo la tenía... Estaba frente a mí...

Alguien debería de darle unos pañuelos y un vaso de agua a esa mujer. Y un buen abrazo, ya que estamos. Sospechando que es momento de hacer un ligero cambio, Shae extiende un brazo en dirección al teléfono e inmediatamente toma la conversación, dejando que Cale se ocupe de tomar las notas.

—Señora, sé que está en una situación complicada —empieza ella, casi sonriendo. Cierra los ojos, concentrándose en la mujer, en los gestos, y poco a poco puede empezar a verla—. ¿Quién estaba frente a usted? —pregunta mientras espera notar si una sombra se mueve cerca de la mujer.

La mujer suena sus mocos y se endereza un poco, respirando hondo.

—Mi hija —dice y la voz parece quebrarse por un instante—. Fui al parque con ella y mi marido... Lo siento, yo... —Shae le calma, manteniendo la paciencia que probablemente muchos ya habríamos perdido. ¿Qué? A mí no me mires, la tía Amelia me dejó cicatrices... ¡Y no voy a hablar sobre ello! Ahora, volvamos a la mujer y a la santa de Shae—. Me distraje un momento, tenía que ver un mensaje y... Debí estar atenta...

—Señora Gates. —El silencio que se hizo del otro lado de la línea es espeluznante—. Entiendo que está angustiada, y deseamos ayudarla, pero necesitamos saber qué ha pasado para poder buscar la información pertinente.

Hay un momento más de silencio del otro lado, hasta que se escucha una voz amortiguada de fondo y Shae siente que hay un cambio en la inhalación que escucha a través del auricular. Cale la mira fijamente, esperando lo que vaya a decir a continuación.

—Mi hija desapareció hace una semana —dice y Cale empieza a anotar—. Fue en el Central Park. La policía no encontró nada sobre ella. —La voz le tiembla y Shae escucha cómo el teléfono cambia de manos.

—Escuche, no sé qué clase de negocio raro es este, pero si me encuentran a mi hija, les pagaré lo que quieran —promete una voz masculina y Shae intercambia una mirada rápida con su hermano. La respuesta de ellos es simple.

—No hace falta que pague, la encontraremos. Le daremos reportes en base a los avances —dice y se muerde ligeramente el labio—. No los decepcionaremos.

Y cuelga.

Ambos hermanos se van a dormir con el corazón en un nudo. Quizás no sea lo más adecuado, pero considerando que son la clase de personas que empiezan temprano el día, que se vayan a acostar, incluso con aquella bomba dando vueltas en la cabeza, es todo lo que necesitan para bajar a la cocina ya vestidos. Cale va al sótano mientras Shae prepara el café y el té e investiga todo lo que puede sobre la familia Gates.

Pasan cinco minutos antes de que su hermano emerja de las profundidades, con los labios apretados y una mirada endurecida. Se le encoge el corazón ante lo que intuye que podrían ser malas noticias. Él se sienta y guarda silencio, procesando lo que sea que haya visto. Ella lo sabe, lo puede sentir en sus entrañas mientras toman su desayuno.

—El rastro de ella está tenue en el parque —empieza y traga duro. Shae da un sorbo a su bebida en silencio, bajando la tapa de la computadora—. Está ella y hay... Apesta, Shae.

—¿A qué?

—Al Desierto de Judá —pronuncia por lo bajo y el frío más intenso, más crudo, uno que sólo puede ser descrito como mortal, recorre a los mellizos. Cale conoce el olor, Shae conoce el nombre. Puede ver a las fieras que iban hacia ellos, a los perros que corrían con los dientes más filosos que podía esperar, oír las aves que chillaban sobre ellos, incluso a las espadas que apuntaban a ellos.

—Entonces...

—No estoy seguro, pero es probable.

Shae desvía su mirada hacia el mantel, hacia los patrones tejidos por agujas antiguas. Puede oír los gritos de su madre diciendo que corran. Aprieta sus labios y trata de contener el escalofrío que le sobreviene. La mano de Cale rodea su hombro y pronto se encuentra con el único que también ha visto el Desierto de Judá.


Enviaré contra ellos cuatro clases de calamidades —afirma el Señor—: la espada para matar, los perros para arrastrar, las aves del cielo para devorar y las bestias de la tierra para destruir.

(Jr 15:3)

La puerta se abre y cierra en silencio. No porque haya una amenaza, sino porque su padre duerme y no desea despertarlo. Se quita los tacones, una medida de precaución para no hacer que el ruido de sus pasos de ratón sean audibles sobre el del noticiero que nadie escucha. El suave ronquido del viejo taxista le llega incluso desde la entrada.

Deja la llave con cuidado y sube las escaleras de puntillas, sabiendo muy bien qué madera chilla y con cuánto peso son escandalosas. Se alegra de no ser alguien que le cueste mantener cierta delgadez mientras se dirige hacia su cuarto, siempre atenta a los ruidos que vienen del living. Una vez logra cerrar la puerta a sus espaldas, se apoya en la cama, dejando el calzado junto a la cama y soltando un suspiro mientras se quita los lentes.

Se masajea un poco los ojos antes de tomar los auriculares, el celular con su funda de gatitos y con brillitos. En cuanto encuentra la pista que quiere escuchar, estira la mano hacia el pequeño bolso que ha estado cargando consigo, y saca una caja de cigarros junto con un encendedor.

Abre la pequeña ventana que da a la calle con poca actividad nocturna y da la primera calada. Paladea el humo al tiempo que pone play y empieza a sonar la melodía. En cuanto empiezan los acordes, cierra los ojos y deja que sus fantasías se desenvuelvan en medio de la melodía de Torn. Se imagina a un hombre que camina hacia ella, con ojos firmes y mandíbula definida. Lo imagina como alguien envuelto en sombras, y deja que Natalie Imbruglia arranque...

"Creí ver a un hombre traído a la vida.

Era cariñoso, vino como si estuviera dignificado..."

Puede ver a Sancho, con su aire despreocupado, ofreciéndole el primer cigarro y una sonrisa que le hizo sentir lo que había creído que eran mariposas en el estómago.

"Él me enseñó lo que era llorar..."

Bueno, había podido hablar sobre su madre en aquel momento, cuando el título era la única cuerda que la mantenía atada al mundo y a la cordura.

"Bueno, no podrías haber sido aquel hombre que adoraba,

Tú no pareces saber, o no parece importarte para qué es tu corazón,

Pero yo no lo conozco más."

La guitarra suena y aparece la espalda de Sancho, regordete como él había sido, un hombre que solo había visto su cuerpo. Dejando que apareciera Aquila, con sus rasgos filosos y ojos oscuros. Todo lo contrario a su ex.

Y mientras suena el coro (Ya no tengo fe, así es como me siento), recuerda la noche en que terminó en su casa, recuerda el techo de madera que parecía estar a punto de caerse. El sonido de la cama que se quejaba de lo vieja que estaba. Su cuerpo hacía lo que se suponía que tenía que hacer, pero su cabeza... (Tengo frío y estoy avergonzada, estoy desnuda en el suelo). Da una calada más antes de expulsar todo. "La ilusión nunca se convirtió en algo real" dice la letra a la vez que vuelve a aparecer el sujeto que siempre la saluda con una caricia y un beso suave en la mejilla. Cae una lágrima al alzar la mirada (Estoy despierta y puedo ver que el cielo perfecto está partido), sabiendo que "Ya estás un poco tarde, yo ya estoy destrozada".

Las lágrimas siguen cayendo mientras los autos pasan por debajo de su ventana, mientras los recuerdos pasan por su cabeza sin parar. Ellos avanzan, ella no.

—¿Perdiendo el tiempo con ideas ilusas? —pregunta la voz que conoce bien. Sabe que no está en su habitación física, pero puede sentir su presencia sobre sus hombros.

"Supongo que la adivina tenía razón,

Tendría que haber visto lo que estaba ahí,

Y no una especie de luz divina,

Pero tú te metiste dentro de mis venas..."

Cenizas caen del cigarro a medio consumir.

Humo sale constantemente de su boca.

—Deja de escuchar aquella basura, tienes cosas que hacer —dice él, apoyando sus manos filosas en sus hombros, al mismo tiempo que el cigarro sigue consumiéndose. Ella sigue... La guitarra sube el ritmo, (No me importa, no tuve suerte) el segundo pre-estribillo empieza a sonar con fuerza (No lo extraño tanto, hay tantas cosas que no puedo tocar), cada vez más alto, más rápido, más fuerte (estoy destrozada).

—¿Qué?

Una risa baja suena incluso por encima de la letra, pero ella la conoce y la puede seguir escuchando por encima de las palabras de él. No tengo fe, así es como me siento, porque la fe era una promesa vana, una ilusión que no se convirtió en algo real y ella podía verlo.

—Hay unas cuantas moscas molestas que están metiéndose donde no deben —empieza y de nuevo aparece un perro que camina con un águila. La miran desde lejos, sentados donde antes ellos solían estar, mi inspiración se ha secado, eso es lo que está pasando. Aves vuelan sobre ellos, perros ladran a lo lejos, y ella...—. Asegúrate de que se corten. De todas formas, no les queda mucho tiempo.

Ella no dice nada, tiene frío y avergonzada, atada y rota en el suelo. Apaga el cigarro y se aparta de la ventana, echando la colilla afuera. Destrozada. Sí, un poco... Sale de la casa con el mismo sigilo con el que entró, sin mirar nunca hacia la sala de estar, sin saludar a su padre, sin ver jamás la tarjeta que descansa junto a sus llaves.

Destrozada. Sí, un poco... Oh sí, un poco...

El Señor creó los cielos y la tierra,

y el mar y todos los seres que contiene.

El Señor siempre cumple su palabra;

hace justicia a los oprimidos,

y da de comer a los que tienen hambre.

El Señor da libertad a los cautivos,

y les devuelve la vista a los ciegos;

El Señor levanta a los caídos;

y ama a los que practican la justicia.

(Sal 146:6-8)

Cale camina por el parque, contemplando todos y cada uno de los presentes. Una pareja de hombres camina tomados de la mano, sonriendo ampliamente, con una nube de sombras que los envuelven. A unos cuantos pasos, una familia está siendo observada por una mujer que chorrea espíritus en dirección a ellos.

A su lado, Shae camina. La siente tensa, esperando cualquier movimiento para agarrarlo y salir corriendo. Al igual que él.

Van hacia el Carrusel del Central Park, donde el olor de la niña desaparece. Lía Gates entró, pero no salió. Son las seis y cuarto de la tarde y los niños ya están regresando a sus hogares luego de un largo día de clases. Resulta algo complicado encontrar el olor entre tantos, pero de todas formas puede encontrarlo. El predio está cerrado, no queda ni un empleado, para fortuna de los hermanos, quienes atraviesan las barreras sin dificultad.

—¿Ves algo? —pregunta Cale mientras recorre los caballos tallados a mano con la vista. Shae niega con la cabeza.

—Nada claro, al menos —dice desde el otro lado del carrusel. Los labios del joven se aprietan mientras continúa buscando, hasta que sus pies se clavan en el suelo. No hay nada, pero puede sentir el olor rancio que había notado antes.

Se agacha, contemplando el punto fijo como si pudiera ver algo realmente. La piel le pica, pero no se mueve ni un músculo hasta que llama a su hermana. Oye sus pasos algo apresurados antes de que trote hasta su lado, murmurando una plegaria. La escucha dejar la mochila a un costado antes de agacharse.

—Es difícil crear un portal de este tipo —dice y, cuando está por estirar una mano hacia el frente, se escucha un golpe metálico. Ambos se giran. El olor putrefacto y a azufre deja perdido a Cale por un momento.

Lo ven gruñir desde la entrada, a unos diez metros de donde están. Enorme y sin ojos, nada más que una figura hecha de brea, sombras y huesos; un perro los contempla. El joven traga saliva, sintiendo que sus músculos se tensan, que los pelos de su nuca se erizan.

No quiere apartar la vista ni por un segundo de lo que tiene enfrente.

—Shae...

Eso basta para que ambos empiecen a correr. Un ladrido los persigue mientras saltan las verjas con caballos de colores que cuidan al carrusel. Cale cae segundos después de su hermana, quien ya está trastabillando antes de echarse a correr.

El corazón le late en la garganta. Insultos salen a borbotones de sus labios. Puede escuchar la melodía de Azrael a lo lejos y siente que está a un instante de convertirse en nada. Ve a Shae junto a él y la toma de la mano.

Tiene que protegerla.

Tiene que cuidarla.

Lo había prometido.

Jurado.

Lejos. Están lejos de la terminal de colectivos, lejos de una zona segura.

Más perros se suman a la cacería.

No puede él contra todos. Tampoco Shae.

Llamar a Jael no es una opción.

Maldice por lo bajo, sintiendo que las lágrimas empiezan a caer.

—Sigue —dice antes de soltar a su hermana y frenar.

—¿Qué...? ¡No! Ni se te ocurra —grita Shae, dando un patinazo antes de volver hacia él—. ¡Te dije que nada de dejarme sola!

—Busca ayuda —dice mientras saca un poco de sal y agua bendita. Cuando Shae no se mueve, su rostro se contorsiona—. ¡Ve! Ya te alcanzo luego.

Y es una promesa.

Ella lo mira con lágrimas en los ojos, retrocediendo un paso, dos, antes de retomar la carrera. Los perros ya están por encima de él y deja caer sus párpados. Un rezo que hacía tiempo que no usaba empieza a salir de sus labios. No conoce las palabras en inglés, pero sus manos se van moviendo solas, juntando la sal y el agua, dejando un círculo a su alrededor.

Acalla la voz que le dice que no va a funcionar.

Ve a su madre cerrando la puerta de la casa. Recuerda la sonrisa de despedida. A Shae llorando junto a él, ambos aferrados mutuamente porque mamá cerraba la puerta. No sabe cuándo aprendió a hacer aquellas plegarias, pero las palabras siguen saliendo.

Los siente cerca, con los dientes sobre su piel.

El olor de la casa en Los Ángeles aparece en su nariz. Siente un calor agradable en el pecho.

Una luz lo envuelve, junto con el canto más bello que ha escuchado alguna vez. Hay chillidos y gimoteos, pero Cale no para de pronunciar las palabras, mantiene sus manos abiertas hacia arriba, los ojos cerrados. Siente unas manos suaves que lo envuelven, una voz dulce que le dice que estará bien.

Abre los ojos, encontrándose solo en medio del Central Park, sin nadie más que él y un montón de pasto chamuscado a su alrededor, siempre pasando de la línea del círculo. Una suave melodía sigue flotando en el aire, y él se para. Respira hondo, dando un paso para atrás, saliendo del círculo.

—Ey, ¿está bien? —Cale siente—. ¿Seguro? Te ves conmocionado.

Una de sus manos va a sus mejillas, sintiendo que están húmedas, que tiene la nariz moqueando. Y es como si el mundo se reanudara. Regresa el bullicio de La Gran Manzana, hay algunos peatones que pasan por allí, la gran mayoría con los cascos clavados en sus orejas. Espíritus inmundos pasan rápido de largo, como si todavía quemara.

—Estoy bien, gracias —dice, sin jamás ver a quien sea que le habla, y se marcha.

Una muchacha de cabello rubio, casi blanco, con lentes y ojos verde-azulado, vestida con un sobretodo que deja a la vista unos pantalones ajustados y prendas que son segunda piel, lo ve partir. No escucha nada más que el latido de su corazón. Por un momento, no es capaz de pensar en nada más que en las fantasías. Sacude la cabeza y se aparta. Ya lo perdió de vista, no hay posibilidades de que lo vuelva a ver.


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