La Muerte y el Perro
En el que conocemos a la herencia de Caleb y a la maldición de la familia Hopkins.
La vida de los humanos es lineal. Tan frágil, ardiente y luminosa como la llama de una vela. Alabado sea el Señor, que en su grandeza ha enviado a su Hijo predilecto, enseña cómo agradar al Padre. Qué grande es su misericordia para con los que han sido hechos a imagen y semejanza, aquellos que comprenden lo finito, que cuidan del Edén.
Azrael me han llamado los del Pueblo, aquellos que luchan por su tierra prometida. Muerte es como me conocen los que siguen al Hijo. Y los veo, siempre los veo, llevando sus almas al camino que corresponde, frente al Juicio del Señor. Hosanna, hosanna, bendito sea por siempre nuestro Padre. Escucho a las almas que lloran ante la crueldad de sus hermanos, oigo a los que siguen el camino de Lucifer, y a todas las presento frente al Padre y al Hijo, ante los que nos han dado todo. Veo cómo algunos tiemblan ante mi nombre, cómo sonríen y aquellos que intentan evitar lo inevitable.
—¡Sus señorías! Estas mujeres han hecho pacto con el Diablo mismo —grita un hombre mientras señala marcas de nacimiento en sus hermanas. Algunas se rinden, otras extienden su mano hacia mí, una me escupe, segura de que me intimida. Oh, no, hija del Hombre, yo no soy más que el mensajero, quien lleva las almas frente al Padre que es justo y misericordioso. Teme por aquel que te espera en las tinieblas, aquél que se regocija en tu tormento, en tu soledad y dolor.
—¡Quémenlas! Que ardan como el fuego del Infierno —exclaman sus hermanos y hermanas.
Escucho los llantos y gritos, el rechinar de dientes, blasfemias y plegarias. A todos tomo y llevo, las presento en el Día del Juicio. Escucho el grito del Hijo en la cruz, descendiendo a los infiernos para librarme de las manos de Lucifer.
Oh, qué grande es el Señor, cuán grande es su amor que perdona nuestras ofensas. Su Palabra ha perdurado, lo sé cuando los hijos del Hombre cuidan a sus hermanos, cuando, por amor fraterno, se entregan y me sonríen.
Y los hombres no entienden. No, odian sus orígenes, su pasado, odian al Padre por lo que sus hermanos hacen. Lo abandonan por su naturaleza finita, aquella que no es más que una imagen pequeña del Señor. Pintan de negro los vitrales que sus hermanos han erguido en las casas del Señor, echan tierra sobre la relación con el padre, se escupen veneno dado por la Serpiente. Ay de sus almas que caen fuera del camino marcado, condenadas al vacío eterno, a las tinieblas.
La Muerte ha sido vencida, y yo no soy más que un mensajero. Un Hijo de Dios. Un ángel.
Pero a mi siervo Caleb, por cuanto lo ha animado otro espíritu y decidió ir detrás de mí, yo lo haré entrar en la tierra donde estuvo, y su descendencia la tendrá en posesión.
(Nm 14:24)
INGLATERRA, 1642
Caleb contemplaba todo desde el centro del círculo de sal en medio del cementerio. Veía a las almas en pena pasar a su alrededor, algunas llorando más fuerte que otras. Sabía que nadie más que él podía verlas, ni siquiera el padre a su lado, vestido para la ocasión, podía sentirlas de la misma manera.
—¿Qué buscamos, Exorcista?
Echando la cabeza hacia atrás, olfateó el aire, buscando ese olor peculiar que conocía tan bien, y no había forma de poder compararlo a algo físico, no importara cuánto hubiera buscado entre las hierbas de todo el mundo, era una mezcla propia del Otro Mundo. El olor de la muerte, uno que se podía sentir con claridad, se abrió paso por sus fosas nasales. Y, haciendo honor a su nombre, Caleb salió del círculo al encontrar el aroma que buscaba.
Trotó entre las tumbas con unas patas largas que no eran suyas. Sentía la conocida adrenalina de la cacería empezando a invadirlo. Quería correr, saltar las lápidas, dejar que el ladrido en su pecho saliera como un trueno. Pero no lo hizo.
Las brujas supieron que era él en cuanto pasó junto al matorral. Sangre de un macho cabrío fluía en el conocido pentagrama, con las marcas demoníacas que le hacían picar la piel. Las vio agarrar unos clavos y carne humana. El pelo de su lomo se erizó y los dientes salieron al descubierto.
Antes de que pudiera darles una advertencia, sus ojos se posaron en la niña. Vestida con un camisón blanco delicado, de cabello imposiblemente blanco y con los ojos vendados. No olía a azufre, ni a nada que le causara náuseas. Pero sí tenía ese olor fuerte de orina que le estrujaba el corazón.
—-Ahora no, perro sarnoso —bufó una de las brujas, tirando uno de los clavos bañados en sangre en su dirección—. Esto es para Lilith.
—Condenen sus almas a placer —gruñó—. Pero esa no es una de ustedes.
Las dos mujeres volvieron su cabeza hacia la pequeña, antes de intercambiar una mirada y reír a carcajadas.
—¿Y que sea una hija del imbécil al que sirves? Por supuesto, sigan vendiendo sus mierdas en otro lado —dijo la que no había hablado, una con un cabello enmarañado y lleno de tierra. Sus ojos estaban en direcciones distintas—. A otro perro con ese hueso.
Y se carcajearon. La niña apestaba a orina y lágrimas. Caleb se sentó sobre sus cuartos traseros, manteniendo la tranquilidad, pese a que deseaba saltar y tomar a la niña como fuera posible. Las risas no menguaron mientras las mujeres empezaban a recitar las palabras que tenían en sus pequeños cuadernos con las páginas escritas con sangre quemada. A lo lejos, vio una paloma blanca que se posaba en una rama y escuchó el canto de Azrael, sintió su olor, cada vez más intenso.
Pero aguantó, sin mover un solo músculo, fijando sus ojos en la niña.
Las brujas seguían cantando, el padre corría junto con su cuerpo hacia donde estaba, Azrael se acercaba y la sangre del macho cabrío se iba metiendo por la boca de las brujas que ya empezaban a bailar cada vez más y más desquiciadas al ritmo de unos tambores que solo ellas podían escuchar. Él veía todo y esperaba.
Esperaba.
Esperaba.
Hasta que los cuerpos de las mujeres quedaron tiesos y todos los pelos de su nuca se erizaron. Azrael ya se cernía sobre ellos, lo podía sentir en su estómago como un tirón helado. Y eso fue lo que necesitó para echarse sobre la niña, para cubrirla con su ser, a la vez que los cuerpos de las mujeres se retorcían de formas inhumanas. Sabía que lloraban sangre, que sus cabezas se juntaban como si fueran dos pedazos de tela que estaban cosiendo. Podía escucharlo. Pero se negaba a verlo.
El padre se detuvo a su lado, espantado, y las palabras de protección, el salmo y canto de alabanza salieron con facilidad de sus labios. La niña estaba a un costado, sobre el círculo de sangre, a los pies del demonio que echó un alarido de ultratumba antes de soltar los cuerpos y dejarlos caer cual trapo abandonado. Caminó hasta la pequeña, arrodillándose, tocando su mejilla con el dorso de su mano. Soltó un suspiro de alivio al no sentirla fría. La tomó en brazos, ignorando toda la sangre que quedaba en su ropa.
Salmos, oraciones y demás protecciones seguían saliendo de sus labios. Solo se detuvo para decirle al padre que tomara a la niña, que las cubriera, en tanto que él...
Volvió su atención hacia el cuerpo deforme. Dejó salir un suspiro, permitiendo que cayera una lágrima.
—Que Dios se apiade de sus almas, hermanas —murmuró, y sus ojos captaron la columna de humo en el horizonte—. Señor mío, ten misericordia de tus hijas, perdónanos.
Y pudo escuchar los gritos de las almas inocentes a varios kilómetros. Lloró al escuchar las risas chirriantes de los demonios, aulló con los lobos la crueldad a la luna. Y enterró los cuerpos en el camposanto. Rezando y poniendo todo lo que hiciera falta para purificar aquellos restos.
Es mi heredad para mí
como un ave de rapiña de muchos colores.
¿No están contra ella aves de rapiña rodeándola?
¡Venid, reuníos, vosotras todas las fieras del campo,
venid a devorarla!
(Jr 12:9)
El olor a carne quemada hizo que su nariz se frunciera y las arcadas amenazaran con hacerse presentes. Sus entrañas se revolvieron, y ni qué decir de cómo estaba su cabeza. Todavía podía sentir que estaba en ese estado donde se movía entre los espíritus, pero dejaba su cuerpo detrás de sí. Suspiró, masajeandose las sientes, rogando que Hopkins se desocupara pronto.
Dejó salir un suspiro antes de volver a abrir los ojos al escuchar los pasos que se acercaban. Se enderezó justo a tiempo antes de que un hombre de nariz aguileña que se asomaba por encima del bigote.
—Ah, el famoso Caleb —dijo el Cazador antes de sentarse frente al Exorcista. Apestaba a ceniza y muerte, un olor tan fuerte como la nube negra que parecía rodear al hombre constantemente, apoyando sus garras sobre los hombros—. Imaginaba que estarías con los otros de tu calaña.
—Yo soy instrumento del Señor —empezó, mirando a la figura que estaba en la esquina opuesta a ellos—. Si tengo que ser su perro de caza, seré su perro de caza. Pero no es mi voluntad la que se cumple aquí.
—Por supuesto, se cumple la voluntad de nuestro Dios Padre —coincidió Matthew Hopkins con una risa entre dientes. Caleb frunció ligeramente el ceño, pero mantuvo sus labios sellados—. Las brujas están más y más esquivas, y lo de no poder torturarlas es todo un caso.
El Exorcista aguardó un momento más, viendo de reojo cómo las garras de la criatura se afianzaban sobre los hombros del otro, antes de tomar aire y dejar salir las palabras que tenía anudadas en el pecho.
—Ojalá tu alma pueda descansar en la noche.
La expresión del cazador no se alteró ni un ápice, seguía con esa sonrisa de medio lado, pese a que sus ojos parecían estar contemplando una hoguera, aguardando el momento para tirar la antorcha. No le sorprendía a Caleb. Quién había probado el poder de decidir sobre vidas ajenas, terminaba decidiendo quién iba a ver el amanecer y quién se quedaba en el crepúsculo. Y eso mismo le estaba por decir, cuando la puerta se abrió de golpe. Un viento helado amenazaba con romper todo lo que había dentro de aquel cuarto casi desnudo, y un olor potente a fuego y muerte se apoderó de la estancia.
Caleb intentó no vomitar, sintiendo que todas sus entrañas se retorcían y su garganta intentaba sacar lo que había en el estómago. Tenía los pelos de punta y la impresión de que una monstruosidad estaba yendo en su dirección. Creyó escuchar la voz de Hopkins a lo lejos, preguntándole qué pasaba, pero el mayor ruido que lo invadía era el de una especie de zumbido. Miles de moscas parecían estar entrando por la puerta, revoloteando hasta detenerse al frente de la mesa.
—Si son el Perro y el Asesino —murmuró una voz distorsionada que parecía femenina. Caleb intentó ver algo entre los ojos lacrimosos, pero era imposible—. Al menos uno sabe cuál es el orden natural de las cosas.
—Imposible —murmuró Hopkins y el exorcista estaba seguro de que lo había sentido palidecer. Una risa que parecía a miles de agujas chocando entre ellas invadió la sala—. Los muertos...
—Los muertos servimos a nuestro señor Lucero —cortó, todavía con una risa por lo bajo—. Y esta petición ciertamente le agradó.
Los pelos de la nuca de Caleb se erizaron y fue como si su cabeza por fin pudiera dejar de estar opacada por toda la putrefacción que seguía inundando su nariz. El estómago se le encogió al ver que la figura vagamente femenina empezaba a levantar un dedo que parecía una garra, apuntando a Hopkins. Quiso decir algo, tratar de intervenir, pero podía sentir que las palabras lo abandonaban por completo.
«Se mueve con autoridad.» Una pesadez inmensa lo inundó al oír aquellas palabras en su cabeza. Plegarias empezaron a resonar en su mente, las únicas palabras que podían rodar sin dificultad por él. Sitió que un fuego lo protegía, que lo envolvían unas alas hasta tapar cualquier vestigio de la nube de moscas que zumbaban como desquiciadas por doquier.
—A tí te maldigo, Matthew Hopkins, y a tu descendencia, a que sean perseguidos como nosotras lo hemos sido. —El aire se sentía helado—. Los perros te seguirán y las aves te devorarán antes de que tu cuerpo haya encontrado reposo en la tercera década.
Un silencio sepulcral se hizo con el sitio. Caleb temía mirar en dirección al hombre, no por su reacción, sino por la densa nube que lo rodeaba. Tenía la impresión de que, si fijaba sus ojos en aquella cosa, sería como la mujer de Lot en Sodoma y Gomorra.
—¿Qué demonios fue eso? —oyó que murmuraba Hopkins.
—Las consecuencias de tus actos —dijo a la vez que su lengua se soltó y un calor que conocía muy bien se abrió paso desde su nuca—. Los perros y las aves te seguirán, pero a tu descendencia cuidaré.
El pecado inspira al malvado,
en lo profundo de su corazón;
no tiene temor a Dios
ni siquiera en su presencia.
(Sal 36:2)
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