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Idolatría o amor

En el que te aclaro qué m... qué es una Sacerdotisa.

Abigail había pasado una que otra vez por la zona donde estaban las celdas. Siempre sintió el olor a sudor y orina concentrado como algo que le da arcadas, pero en ese momento, apenas era consciente de tal hedor. Shae de vez en cuando se ponía de pie y caminaba por la celda, contemplando el pasillo entre los barrotes que sólo dan la falsa sensación de barrera. No que ellas pudieran salir, pero uno pensaría que al menos las protegerían de los humanos.

Buen chiste.

Ella cerraba los ojos y rogaba que nunca llegara nadie a probar suerte al entretenerse con ellas. Abigail sabe que es capaz de soportarlo, lo hizo durante años, pero no así la mujer que sigue caminando de un lado a otro. Suspira y cierra los ojos, dejando que su cabeza recree la imagen del muchacho ideal, solo que se siente más real, más tangible. Ve sus ojos que se enfocan en ella, que arden como si tuviera al fuego más salvaje que jamás se hubiera creado.

—¿Qué hacen? —pregunta Shae, sacándola de su cabeza. Sin levantarse de su esquina, intenta ver lo que pasa por el pasillo, pero está tan vacío como hace un rato.

—¿Quiénes?

—A las niñas —la morena se aparta de las barras y se vuelve hacia ella, los ojos azules demasiado familiares, aunque más claros, menos intensos—. ¿Qué les hacen?

Un nuevo suspiro abandona a la rubia, echando la cabeza hacia atrás, contemplando el techo. Así se siente más fácil decirlo todo.

—Una Sacerdotisa —suelta y la palabra se siente amarga en la boca—. Una mujer que ha sido separada del mundo, que lo odie tanto como lo odia Satanás. —Por el pasillo resuena un grito de dolor que retuerce las entrañas de Abigail—. Quieren una mujer que sea incapaz de amar.

Shae se queda congelada en el lugar, se abraza a sí misma y se sienta contra la pared opuesta. Jamás deja de mirar a Abigail.

—¿Y cómo lo logran? —pregunta por lo bajo, con un hilo de voz que casi pasa desapercibido.

—De la forma en que consigues que alguien odie a Dios: quitándole absolutamente todo. Incluso la libertad. Aquel que no es libre no puede amar.

Y piensa una vez más en mi primo. Sinceramente, de no ser porque se cruzaron en el Central Park, me divertiría diciendo que Abigail tiene una vena zoofílica, pero no es el caso y si se llega a enterar que he dicho eso, créeme que voy a saber que has sido tú. Y seguramente me voy a ganar un buen golpe en la cabeza (o unas cuantas miradas feas, quizás unas burlas sobre mis habilidades románticas) cuando alguno de mis parientes se entere de la cantidad ingente de amenazas que he soltado en este libro.

Pensándolo un poco... Si no sabes nada de mí después de esto, es porque me han mandando a un año entero trabajando con la Tía Amelia y estoy ocupado manteniendo la caja de arena de Whiskas en condiciones.

Bueno, volviendo con el tema fea, sobre que amar es imposible si no hay libertad. Es cierto, digamos, hay pasajes enteros en la Biblia de los cristianos que hablan sobre el amor perfecto, ágape en griego, que es capaz de perdonar. Obviamente, ese amor no es posible en los humanos, somos más o menos rencorosos por naturaleza. Vamos, es raro que vuelvas a juntarte con el bully de tu primaria o regreses con el ex que te ha puesto los cuernos... bueno, no, no es raro, pero ¡un poco de cariño y respeto propio! (A esto me refiero). El punto es, que odiando es cuando somos más susceptibles a los demonios, somos más manipulables, porque no tenemos lazos con los demás. No hay nada que permitamos aceptar como un cambio, ya sea social o individual, entonces quedamos anclados al pasado, a una mentira o a una manipulación. Una Sacerdotisa tiene todo eso y más.

Una Sacerdotisa es difícil de rescatar. He visto varias niñas que tomaron para convertirlas en tal cosa, de todas las edades y con más o menos odio acumulado, y créeme que son mucho más difíciles de lidiar que otras víctimas. O se matan al salir o al poco tiempo vuelven a caer, porque la libertad requiere de perdonar, de soltar, de dejar ir el dolor y el daño causado. Y no todos pueden hacerlo, algunos han sido hechos por y para la herida que llevan.

Abigail era una de ellas, no una candidata principal, porque dentro de todo seguía siendo libre y no es tan sencillo cambiar a una chica que ya ha vivido su infancia y adolescencia con una buena familia (entiéndase amorosa), que tomar a una niña indefensa. Las cicatrices están, sigue actuando algo raro en ocasiones, pero es uno de esos casos que han podido salir.

Shae la escucha explicar todo esto, con un lujo de detalles que realmente dan escalofríos cuando te lo cuenta. La frialdad que hay en el, usualmente, amable rostro de Abi es de terror. No hay sonrisas, no hay gestos que te hagan pensar en que es algo sanado. Te haces una idea, y yo también, de lo que le habrán hecho a Sophie y tantas otras niñas, pero hay cosas que son tan retorcidas que solo habiendo pasado por ese infierno se comprenden.

Y Abigail había visto la mitad.

—¿Por qué?

—Porque quieren ganar, pese a que la guerra la perdieron hace milenios —dice la rubia con una voz extraña, más potente y fuerte. No un grito, sino esas voces que te obligan a detenerte y escuchar, que acallan cualquier pensamiento que esté pasando por tu cabeza. Ese tono.

—¿De qué hablas?

—¿Has leído el Libro del Apocalipsis? —Shae asiente, dudosa—. Hay dos mujeres importantes allí, la Novia y la Prostituta. Satanás, al igual que nosotros, no crea, transforma y retuerce lo que ya existe.

—¿Y por qué no se queda con la Prostituta? Si esa es la que es abandonada, ¿no?

—No sé —dice, mirándola por primera vez—. No creo que sea algo que deba saber. Ni quiera.

Shae asiente y se abraza las rodillas.

—Espero que mi hermano llegue pronto.

—¿Llegará?

—Así sea lo último que haga —dice mi prima con una sonrisa de medio lado.

El ángel también me dijo: «Las aguas que has visto, donde está sentada la ramera, son multitud de pueblos, naciones y lenguas. Y los diez cuernos y la bestia que viste aborrecerán a la ramera y la dejarán abandonada y desnuda; devorarán sus carnes, y la quemarán con fuego.

(Ap 17:15-16)

Me disculpo de antemano por lo que estoy a punto de contar, porque esto es medio teléfono descompuesto y con términos del Islam que se escapan de mi comprensión. Así que, pido un poco de paciencia. Con eso dicho, retomemos a Hashim.

Camina por el edificio con la seguridad de quien ha caminado por ese sitio antes, aunque, hasta donde sabemos, no puso pie en Haití antes de ese día. Las sombras se mueven a su alrededor, no apartándose, sino curiosas. Él nos contó que era algo normal, que venía de una familia estrechamente ligada con el mundo espiritual, y más aún con lo demoníaco. Diría que es brujo, pero cuando le pregunté casi me tira la casa entera en la cabeza.

No es un brujo, pero sabe bien varios de los secretos espirituales.

Avanza y se encuentra con un sujeto de piel un poco más morena que la de él, pelo de un blanco azulado, vestido de la cintura para abajo y rasgos arábigos. Tatuajes blancos cubren su clavícula y brazos como espirales, similar a los que tiene Hashim en su propio cuerpo.

—¿Viniste a la fiesta, mecha corta? —pregunta con las manos entrelazadas por detrás de su espalda.

—Me temo que no, pies ligeros —replica y el aire empieza a crepitar a su alrededor.

El hombre alza las manos en son de rendición.

—No tengo ganas de pelear hoy, hermano. Era una pregunta de curioso —dice, danzando un poco sobre las puntas de los pies—. Aunque supongo que el rumor de la fidelidad entre tu gente es real.

—De la misma forma en que lo es con los humanos.

—Seguro —se rie el hombre antes de pasar a su lado—. Pero yo no dejaría a una belleza, como esa afuera, sola —susurra a la vez que coloca una mano en el hombro de Hashim. No le da tiempo a reaccionar y todo estalla al son de las carcajadas del sujeto semidesnudo—. Mecha corta, en efecto.

Fuego rodea... no, perdón, sale del cuerpo de Hashim. Arde sin quemar nada, sin producir ni un fino hilo de humo. Ni siquiera la ropa se chamusca. El aire se agita, como si un vendaval estuviera empezando a desatarse dentro.

—Anda, ¿quieres traer aquí al resto de los nuestros? —pregunta y Hashim esboza una sonrisa.

—Este territorio es oscuro —dice, metiendo sus manos en los bolsillos de su pantalón. El hombre lo mira con un ligero rastro de confusión antes de reírse a carcajadas. Hashim se da media vuelta y retoma su avance—. Surete, pies ligeros.

—Tú la necesitarás, mecha corta.

Hashim chasquea los dedos y el otro suelta un chillido. No le da tiempo a devolverle el ataque y se pierde en el interior del sitio. Camina entre habitaciones donde ve hombres y mujeres de todas las edades haciendo desde orgías hasta lo que tranquilamente podemos considerar "tortura". Ve chicas con vendas en los ojos y boca, atadas al techo mientras figuras de humo negro las rodean, dejando la piel tan roja que cuesta no preguntarse si es sangre. Lágrimas caen y brillan en la escasa luz del sitio. Escucha gemidos y palabras en todos los idiomas que existen, existieron y existirán, desde alabanzas hasta insultos que no podría repetir.

Él avanza en medio de todo aquello sin inmutarse. Respira hondo, deteniéndose en medio del pasillo en el que escucha a una niña sollozar en medio de risas de hiena. Salta y de un instante a otro está en la segunda planta, donde los llantos son más fuertes, se escucha un rechinar de dientes y el aire es helado, demasiado. Luces se cuelan por las ventanas, pero incluso así es imposible de ver más allá de la propia nariz.

Mueve el cuello una vez, afloja los hombros y se adentra en la habitación que tiene enfrente. Es pequeña, y una de las más oscuras que vio en el lugar, casi tan negra como el vacío mismo. Suelta un poco de fuego y las tinieblas se voltean hacia él, mostrando unos ojos inyectados en sangre, con lágrimas de sangre seca. En medio de todas las figuras, sobre una cama que tiene marcas de garras, cadenas y es tan grande como para que quepan cuatro personas cómodamente, hay un ovillo oscuro.

—Es nuestra —murmuran las sombras, enseñando unos dientes putrefactos, pero igualmente filosos—. No puedes reclamar a nuestra Jezabel, diablillo.

—Me temo que se equivocan —dice, ganándose un chasquido de varios dientes—. No reclamo aquello que jamás ha sido de ustedes.

Rechinan los dientes y varias figuras se lanzan sobre él en un abrir y cerrar de ojos. El fuego nace de su piel con una ferocidad salvaje, chamuscando a unas cuantas sombras que ya se cernían sobre él. Sueltan aullidos de dolor, tan agudos y fuertes que la habitación tiembla. Hashim da un paso y las sombras se abalanzan una vez más sobre él, con las garras extendidas, los ojos ardiendo de odio.

Hashim los espera. Aguarda antes de soltar una explosión y su cuerpo entero se transfigura.

Cale, quien incluso en su figura espiritual se sentía exhausto, ve de reojo una inmensa llama que se contrae y estira al son de un vendaval de sombras. Siente frío, que le pesan los ojos, quiere correr hacia Shae, encontrarla para poder sacarla de donde sea que la tienen atrapada, pero si lo hace, sabe que podrían llevarse a Sophie una vez más.

Y la pequeña ya había vivido suficientes desgracias y abandonos para su corta vida. Se enrosca más, tratando de cubrirla lo mejor posible, de poner el cuerpo como escudo, así le haga más daño de lo esperaba.

Resopla ante el olor a quemado. Trata de no escuchar los gritos de ultratumba. Se obliga a no pensar en que, quizás, se le acercaba la hora. Tiene casi veintitrés... no veinticuatro, años. No cree que vaya a pasar de aquel invierno, y, encontrara o no Shae la solución para ese entonces, tomaría las medidas necesarias para que su sangre no siguiera en aquel mundo.

Hashim bufa antes de hacer una pirueta que termina de barrer a los últimos seres que se habían acercado. En cuanto sus pies tocan el suelo, el fuego se extingue y la oscuridad de la habitación cede, dejando al descubierto lo que había ido a buscar. Camina hasta la cama, sacudiendo ligeramente a Cale, quién levanta la cabeza.

—Jael está afuera —dice. Cale lo mira largo y tendido, con ojos imperturbables.

—No la puedo abandonar —replica por lo bajo, contemplando a la niña que sigue durmiendo hecha un bollito, abrazada a sí misma.

—Eres presa fácil. —Y levanta a Sophie sin más miramientos. Cale gruñe, siguiéndolo de cerca. Caminan hasta la habitación en la que habían estado Abigail y Shae, lo que para las orejas y pelo del lomo de mi primo. Mira una vez al interior de la habitación en lo que Hashim se acerca a la ventana, contemplando hacia el exterior.

Abajo, caminando como pantera enjaulada, está Jael. La llama, haciendo que se detenga por completo y lo mire. No le da tiempo a que comprenda qué es lo que está haciendo y salta desde el primer piso, cayendo con facilidad y sin problemas, apenas doblando las rodillas. Cale lo sigue por detrás, quedándose hasta que Jael se acerca a Sophie y le asegura que ella se hará cargo. Eso basta para que mi primo asienta y empiece a correr en dirección norte.

Corre con lo último que le quedan de fuerzas, sintiendo que los perros lo siguen de cerca, que las aves están a poco de alcanzarlo. Se obliga a dar largas zancadas, de estirar las patas lo más que puede, cubrir la mayor distancia que pueda. No deja de sentir que lo están por alcanzar, que el aliento de las criaturas está empezando a cerrarse sobre su cuello, cual correa.

Aparta las lágrimas de sus ojos con parpadeos furiosos, jadeando en lo que llega al Triángulo de las Bermudas. De reojo ve a las sirenas que nadan cerca de él, persiguiéndolo con unas sonrisas filosas, saltando entre las olas, esperando que caiga, que se hunda. Su boca está seca y el aire empieza a faltarle.

Las patas le duelen, cada movimiento es una tortura.

Pero se obliga a llegar. Sabe que la costa este no está lejos, que pronto pasará al estado de Florida, luego Georgia. La vista se le desenfoca y el aire sale de su boca en jadeos, apenas es capaz de respirar de nuevo.

Corre, incluso cuando el mundo apenas es tangible.

Fíjense en el pueblo de Israel; los que comen de los animales que se ofrendan, son partícipes del altar. ¿Qué quiero decir con esto? ¿Que el ídolo o los animales que se ofrendan a los ídolos son algo? 20 Lo que quiero decir es que los animales que ofrecen los no judíos, se ofrecen a los demonios, y no a Dios; y yo no quiero que ustedes tengan algo que ver con los demonios.

(1 Cor 10: 18-20)

Hay fuerzas que no se deben molestar, eso está claro, ¿no?

Por ejemplo, el hombre que contempla el altar donde hay varias figuras pequeñas, de un metro y medio, sumidas en un eterno sueño, apenas tapadas por ropas que se habrían visto preciosas de haber tenido a sus dueñas vivas. Los pasos son firmes, lentos, hasta que se agacha e inclina la cabeza.

—Los preparativos están listos, Estrella de la Mañana —dice y el suelo empieza a temblar. Un fuego empieza a arder, y pronto aparecen alas deshechas, ropa blanca y verde oscuro lo recubren.

—Siempre están listos —murmura la voz del ser. El hombre no levanta la cabeza, se limita a quedarse en la posición en la que está—. Y las Novias siempre caen, ¿no?

—Así es, Lucero, señor de la Libertad.

Una sonrisa se dibuja en el rostro del ser.

—De todas formas, pronto tendremos una raza que quizás sea más resistente.

—¿Una raza? ¿Los nefilim resurgirán?

—Los nefilim han tomado un camino de cobardes —dice mientras una llama empieza a bailotear entre sus dedos. El hombre, un brujo que sabe perfectamente lo que puede implicar aquello, asiente y se traga las preguntas que golpean por salir—. Los jinn son demasiado parecidos a los humanos últimamente, ilusos.

Y con un movimiento de la muñeca, quema a todos los cuerpos que estaban en aquella sala. El olor a carne quemada se hace con el recinto, mezclándose con el olor metálico de la sangre y el amoníaco. Pasa un instante antes de que la mirada de Lucifer se clave en el brujo, haciendo que le recorra un escalofrío.

—¿Qué quiere de mí, oh, Estrella del Alba?

—Tráeme a la hija del cazador de brujas, rómpela —sentencia con un siseo—. Acaba con la escasa esperanza que le queda.

El brujo asiente, bajando la cabeza aún más, y, así como apareció sobre el altar, Lucifer se marchó. Espera unos minutos, hasta que el aire se aquieta, y recién entonces se levanta y sale de la recámara en dirección a las celdas.

Después de esto vi aparecer una gran multitud compuesta de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas. Era imposible saber su número. Estaban de pie ante el trono, en presencia del Cordero, y vestían ropas blancas; en sus manos llevaban ramas de palma, y a grandes voces gritaban: «La salvación proviene de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero.»

(Ap 7:9-10)


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