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Gato blanco, Perro negro

En el que tenemos el clímax de la aventura. Y no seas malpensado.

El silencio del pasillo pone los pelos de punta de Shae. La explicación de Abigail se siente como tragar un remedio demasiado amargo. Se abraza a sí misma, pensando en la pequeña Sophie, en todas las niñas que fueron secuestradas sin que ella supiera. No mentiré, la idea genera una sensación espantosa.

Mira a la rubia, quien contempla distraídamente la puerta. tiene la misma expresión que en la habitación, antes de que las arrastraran a ese sitio. La ve, pero la nota ligeramente distinta, con los ojos emitiendo un ligero brillo, respirando tranquila, esperando. Shae se moja los labios, preguntándose qué decir, algo que mate al silencio ensordecedor que las rodea.

—El perro llegará pidiendo que le quiten la cadena, que saquen al águila de la jaula —murmura Abigail, todavía con los ojos desenfocados—. El fuego arde, rojo contra dorado. Las cadenas serán levantadas cuando se atraviese la puerta.

Los ojos de Shae se abren desmesuradamente.

—Eres una profeta —susurra, sacando del trance a Abigail, quién la mira con sus perfectas cejas arqueadas.

—¿Dijiste algo?

Está a punto de decirlo, pero termina sacudiendo la cabeza y se sienta en el suelo, intentando procesar las palabras. La primera parte es sencilla de entender, al menos para Shae, no era ningún secreto para ella que esos fueran su hermano y ella, no cuando toda su vida Jael les había dicho que sepan muy bien qué significaban sus nombres, que los tuvieran en cuenta. Respira hondo, dejando que la risa burbujeante y las lágrimas salgan de su pecho.

Cale iría a por ellas, de eso no tenía dudas. Habría una cura para su maldición. Podrían vivir. (No estoy llorando, estoy sacándome la arena que me entró en los ojos). Está a punto de darle las gracias a Abigail, quien la mira extrañada, cuando ve cómo las sombras se empiezan a estirar, los perros se sacuden y empiezan a gruñir, mirándola. Un escalofrío la recorre de pies a cabeza, matando cualquier rastro de emoción positiva que hubiera tenido hasta entonces.

La rubia, aunque no se mueve mucho, se acomoda y tiene una postura más tensa, lista para salir corriendo. Ambas miran hacia la puerta, conteniendo la respiración. El sonido de unos pasos se hace eco por el pasillo, no muy lentos, no muy rápidos, pero siguen sonando eternos. Shae siente que el corazón se le está por salir por la boca, que su pecho se ha vuelto frío.

Cierra los ojos a la fuerza, murmurando una plegaria.

—Cale, Cale, Cale...

El Señor da fuerzas al cansado, y aumenta el vigor del que desfallece. Los jóvenes se fatigan y se cansan; los más fuertes flaquean y caen; pero los que confían en el Señor recobran las fuerzas y levantan el vuelo, como las águilas; corren, y no se cansan; caminan, y no se fatigan.

(Is 40:29-31)

¿Recuerdas que Whiskas es un gato raro? ¿No? Perfecto, ahora te acuerdas. Volvamos con mi primo que está al borde del cansancio.

Ya no ve nada, está que se cae en las fauces de las sirenas. Habría sido su fin si no fuera porque la Tía Amelia estaba cuidando del cuerpo de Cale en el hospital y Whiskas ya había salido a patrullar la zona. Bueno, no, seguramente el cuerpo felino estaba durmiendo cómodamente en el almohadón de la silla donde la Tía disfrutaba de ver televisión mientras tejía lo que sea que tejiera, pero la criatura que andaba por allí, definitivamente no era un simple gato.

Cale ya está trastabillando, ni siquiera sabe si está cerca de Carolina del Sur, del Norte o está por alcanzar Nueva York. A lo lejos ve un destello blanco y dorado que se acerca raudo en su dirección. No llega a verle una figura nítida antes de que sus ojos se cierren, el mundo se vuelva completamente negro, y Whiskas lo ataja.

Las sirenas chillan, las aves sueltan un graznido molesto y los perros empiezan a rodear al ser con los dientes al descubierto.

Una melodía suave, dulce, más agradable que incluso las canciones que cantaba la tía cuando quería hacerles dormir. Resultaba cálido, reconfortante, cálido como el fuego del hogar. Se deja cargar mientras la criatura abre sus alas y el fuego dorado lo envuelve. Cale escucha a lo lejos los gimoteos de los perros, un alarido de las aves, pero todo es un instante.

Abre los ojos, encontrándose en el cuarto del hospital, con el tic-tic de las agujas de la Tía Amelia. No pasa ni un minuto antes de que la voz cascada de la anciana aparezca en su campo de visión. Tiene la boca apretada en una arrugada, pero firme, línea.

—Eso fue de estúpido, Cale Hopkins —dice. Mi primo le responde con un gemido débil—. Nada de hacerte el mártir.

Y no le da lugar a réplica, simplemente empieza a sacar unas barritas del bolso y se las da cortadas en trozos. Reducido a sus instintos más básicos, Cale mastica las barras asquerosas (odio la avena y los frutos secos, no las como a menos que esté a dos segundos de morirme) y se duerme de nuevo.

Siente frío, como si estuviera en medio de la nieve de la montaña más alta. Escucha que lo llama una voz grave, similar al ruido del trueno, y se obliga a abrir los ojos. Sigue en la habitación del hospital, lo puede ver. Toma una bocanada de aire, sintiendo el aroma de Shae, y despierta al instante.

—Quieto —advierte la Tía Amelia, de nuevo con el tic tic tic de las agujas.

—Shae...

—No vas a salvar a tu hermana es ese estado, Cale.

Y cuando termina de decir eso, mi primo siente que lo invade un terror absoluto. No piensa, simplemente se concentra en el olor de Shae y lo sigue, ignorando las protestas de Tía Amelia y pasando junto a la criatura blanca que lo mira pasar con cierta curiosidad. Corre y su nariz lo lleva al mar.

Gruñe, sintiendo que está cerca de una puerta, entrada o lo que sea que le permita acceder al sitio donde está Shae. Da vueltas en círculos hasta que siente un calor agradable sobre su espalda.

Apártate —dice el ser blanco antes de descargar un golpe en medio del espacio que había estado rodeando mi primo. Se escucha el sonido como si hubieran roto un vidrio. Cale le da las gracias antes de saltar dentro, cayendo en un largo pasillo rojo como la sangre, que apesta a orina, miedo, vómito, tristeza y amoníaco. A ambos lados hay celdas llenas de personas que contemplan a la nada con cadenas pesadas, consumidos hasta los huesos, algunas incluso más. En cuanto notan su presencia, es como si hubiera sonado el pistolazo de salida de una carrera.

Aullidos, gritos y dientes que castañean empiezan a sonar por doquier. Cale suelta un gemido ante el eco y se encoge en el lugar. La cabeza le duele, intenta concentrarse en el olor de Shae, pero es tan tenue, prácticamente inexistente, que se pierde en el resto. Y, como si mi primo no estuviera suficientemente presionado, escucha perros que se acercan a donde está. Tiembla y se concentra más en el olor, en el rastro. Cierra los ojos, obligándose a separar los olores.

Abre los ojos y empieza a correr.

El corazón le late con fuerza contra el pecho. Cale, Cale, Cale, escucha que le llaman, tirando de un cordón que está aferrado a lo más profundo de su ser. Sirenas salen de entre los espejos que cuelgan de vez en cuando en las paredes, lanzando zarpazos en su dirección. Esquiva algunos, otros no tanto, pero no le importa. Salta por encima de un sujeto que había sacado parte de su cuerpo esquelético de los barrotes y lo miraba con la boca abierta, como si fuera a morderlo.

No se detiene, ni siquiera piensa en las consecuencias cuando dobla la esquina, encontrándose con celdas que tienen las puertas más pesadas, todas cerradas, salvo por una que está al final del pasillo. La única donde hay perros, demonios menores y más de los seres descarnados que se vuelven hacia él en el instante que suelta un gruñido.

Corre hacia ellos, sintiendo el olor de Shae tan fuerte que no le queda ninguna duda. Los perros se lanzan sobre él, listos para despedazarlo. No piensa y se desliza por el suelo, esquivando unas cuantas garras por los pelos. Apenas tiene tiempo de dar un salto perpendicular a la dirección del pasillo, prácticamente estrellándose contra una de las puertas, evitando a los descarnados. Los demonios, unos seres amorfos con ojos rojo oscuro y dientes llenos de pequeños dientes filosos, intentan atraparlo. Y casi lo lograron.

Cale derriba a uno y corre dentro de la celda, tomando por el cuello a la figura que encuentra agachada. Cierra las fauces al son del grito del hombre, sintiendo el sabor de la sangre tocar sus dientes. Lo tira hacia afuera, colocándose él en frente de las dos mujeres. Ni mira sobre su hombro para comprobar si Shae está bien, no cuando todavía tiene a la amenaza en frente. Siente el pelo erizado y enseña los dientes.

—Vaya, vaya —dice el hombre, apesta a sangre y azufre—. No pensé que quedaran brujos redimidos.

—Tu problema —gruñe—. Ellas se marchan.

El brujo se rie por lo bajo, y los demonios se empiezan a apretujar a su alrededor, chasqueando sus dientes al son de los gemidos de los descarnados y los jadeos de los perros. Alza sus manos cubiertas de anillos, sonriendo con los implantes de oro y la piel cubierta de tatuajes.

—No creo, sarnoso. —Y con un chasquido de sus dedos, todos aquellos seres se volvieron sobre sí mismos, entrando en el cuerpo del hombre como si fuera una aspiradora. Sus ojos se vuelven más brillantes, sangre empieza a caer por sus ojos y las pupilas desaparecen de tanto que se dilatan—. Ellas son nuestras, y nada puedes hacer para cambiarlo.

Cale salta hacia el frente, con las fauces abiertas, ardiendo de furia. El brujo lo aparta de un manotazo, girándose hasta quedar completamente de frente a mi primo. Él suelta un quejido, respirando pesadamente, y obligándose a ponerse de pie. Hay una sonrisa en el rostro del hombre, quien camina con la seguridad de quien es rey en el castillo. Intenta ponerse de pie y acomodarse, pese a que sabe que tiene tantas posibilidades de ganar como David contra Goliath sin su onda.

El aire se llena de todos los olores de antes, sacando lágrimas a mi primo. Apenas logra apartarse antes de que el brujo empiece a transfigurarse; sus brazos se estiran como tentáculos, la piel toma un color ceniciento, los dientes se afilan y sangre cae a borbotones por sus ojos, orejas y boca. Cale siente que el piso tiembla cuando el brujo da un paso, retrocede, contemplando en todas las direcciones.

Una mano se asoma entre los barrotes, queriendo tirar de él. En cuanto los dedos medio consumidos se cierran sobre su pata trasera, siente que millones de agujas heladas se clavan en esa zona. Aulla y se sacude, tardando un momento más en notar el segundo ataque del brujo. Lo esquiva a duras penas, sintiendo que le roza la misma pierna que está siendo sujetada. El dolor es insoportable, como si le hubieran arrancado la piel.

De reojo ve a Shae y la otra chica saliendo de la celda, pero no puede entretenerse mucho tiempo más, evitando más ataques por puro reflejo. La risa del brujo es filosa, como rocas chocando entre ellas, como tiza contra un pizarrón. Gime mientras sigue retrocediendo, intentando mantener la atención en él. Aprieta los dientes y retrocede un par de pasos, cojeando un poco. El dolor lo recorre como electricidad, arrancándole gemidos y quejidos que se mezclan con el deleite del monstruo que tiene al frente.

Mientras hace eso, Shae se encuentra dividida en dos. A su lado, Abigail está tirando para que avance, aprovechando la oportunidad que les brinda Cale. Abre la boca, como si fuera a llamarlo, pero la mano de Abigail la cubre antes de que pronuncie siquiera un sonido.

—No dejemos que sea en vano —susurra en su oreja, sin apartar la mirada del ser. Shae asiente despacio, siguiéndola reticente, siempre echando una mirada hacia atrás, llorando en silencio al ver en qué estado está su mellizo. Lo ve retorcerse, lanzando una que otra dentellada, lo escucha soltar gemidos de dolor. Aparta la mirada cuando el tironeo de Abigail casi la hace tropezar con sus propios pies y mira al frente.

—Patético —dice el brujo, chasqueando su lengua y dientes. Cale jadea, ya retrocediendo tanto como puede, las piernas le duelen y más manos descarnadas se acercan para querer agarrarlo. De nuevo ve puntos negros a su alrededor, las piernas le tiemblan—. Tienes un legado admirable, simplemente es una miseria tu herencia paterna.

Cale no responde, pero se obliga a ver un poco más. Abre los ojos, respirando hondo, incapaz de reaccionar ante el mal olor. Salta de nuevo, cayendo torpemente contra una pared. Dedos huesudos se aferran a él y el dolor casi lo mata. El corazón le da un latido fuerte, el frío corre por sus venas como si le tiraran a una bañera de hielo, el brujo se rie, girando su cuerpo dentro de lo que puede maniobrar en aquel espacio.

Y el horror se hace presente en Cale cuando ve que empieza a caminar en dirección contraria. Grita de dolor, obligándose a apartarse de las barras, jadeando, seguro de que tiene marcas incluso en su cuerpo físico. Unas palabras empiezan a salir de su boca, las mismas que cree haber dicho en Central Park unos días atrás. Chillidos de dolor lo rodean a la vez que siente como si le pusieran un manto encima. Suspira, pero no deja de murmurar las palabras.

Un olor a quemado e incienso se hace presente en el lugar. Abre los ojos, viendo fuego que se esparce por todo el sitio, ve perros y aves que arden como hojas frente al fuego, así como más seres que huyen despavoridos. Tambaleante, se pone de pie y empieza a moverse en dirección a donde sabe que estarán las dos mujeres. Aprieta los dientes ante el dolor, aunque haya menguado un poco.

Avanza viendo cómo todo a su alrededor se mantiene apartado de él, como si quisieran fundirse con las paredes, gritándole que se marche, que se aleje. Continúa su camino, cojo, jadeando y murmurando las palabras por lo bajo. Distingue a la figura del brujo, a unos cuantos metros de donde está. Se voltea, con el rostro pálido, y Cale puede sentir el olor a miedo, no, terror que sale de él.

—¡No! ¡Aléjate! —chilla, pero una espada de fuego blanquecino lo consume con la misma facilidad con la que lo hizo a las otras criaturas. Cale no tiene ni energía para considerar qué es lo que ha pasado, simplemente camina hacia adelante, hacia Shae.

La puede sentir, no muy lejos.

Traga saliva como puede, intentando no llorar ante el esfuerzo.

Paso a paso, poco a poco.

—¡Cale! —escucha y el alivio que lo recorre es suficiente para que su cuerpo ceda un poco ante el peso. La siente cerca, rodeando su cuello con un abrazo. Huele las lágrimas y, aunque quiere decirle que está bien, que pronto saldrán de allí, no tiene fuerza para modular.

Sin decir nada, viendo a Abigail parada a unos prudentes pasos más adelante, se pone pie por última vez.

—Vámonos —musita, mirando hacia el techo, distinguiendo el agujero por el que entró con ayuda de Whiskas.

 Pero Abrahán volvió a decir:

«Espero que mi Señor no se enoje si hablo una vez más; pero tal vez se encuentren sólo diez...»

Y el Señor respondió:

«Aun por esos diez, no la destruiré.

(Gn 18:32)

Jael contiene las ganas de vomitar cuando Hashim la suelta. Está en su casa, bueno, frente a la entrada. El hombre la contempla en silencio, tanto a ella como a la puerta, antes de tomar a la niña de sus brazos y esperar a que ella abra.

Respira hondo una vez traspasa el umbral, feliz de sentir el aroma de la casa. Se aparta, dejando que Hashim entre y deja a la pequeña Sophie en el sofá. Jael va hacia la cocina y toma el teléfono que está en la encimera. Revisa que no haya mensajes de la Tía Amelia o un aviso de que la situación se había ido al infierno.

Sí, todo estaba por irse a la reverenda... Pero eso es otro asunto y ya habrá tiempo para eso.

Como no es el caso para Jael y en este momento, se va hacia la alacena y empieza a sacar ingredientes para hacer algo que pueda aliviar un poco el ánimo de Sophie. De vez en cuando se asoma por la puerta, comprobando que Hashim mantiene una distancia prudencial, pero no deja de vigilar a la niña, quien está oculta bajo las mantas.

Saca leche de la heladera y la pone en una olla, calentándola. Mientras espera que la leche vaya subiendo la temperatura, agarra el teléfono una vez más y marca el número de Frank. Lleva el teléfono a la oreja y saca unas galletas dulces de su envoltorio, sirviéndolas en un plato. Está por echar la maicena en la leche, cuando atienden.

—¿Jael? ¿Qué pasa? ¿Sabes algo de mi hija? Llevo llamando a los dos que me recomendaste desde ayer, pero no atienden, he ido a la tienda y está cerrada...

—Frank —lo corta, conteniendo una sonrisa—. Sophie está en mi casa, la tengo conmigo y un amigo.

Un suspiro se escucha por el otro lado.

—Gracias a Dios —murmura y las lágrimas se cuelan en la voz—. ¿Cómo está? Por Dios, ¿está bien? ¿Le hicieron algo a mi hija?

—Eso... —se muerde el labio—. Es complicado, ven cuando puedas.

—Por supuesto, estaré allí de inmediato. Gracias, gracias, mil gracias Jael.

—No es a mí a quien debes darle las gracias —dice, pero Frank le vuelve a dar las gracias y corta justo cuando empieza a haber un sonido de llaves al otro lado de la línea. Deja el teléfono a un costado y termina de preparar el chocolate caliente.

Sirve y coloca todo en una bandeja, caminando con cuidado hacia la sala de estar. Sophie sigue hecha un bollo. La llama con voz suave, dejando la bandeja sobre la mesa ratona. Tarda unos buenos minutos hasta que la pequeña se anima a soltar la sábana y, con cara vacía de cualquier emoción, salvo por el rastro helado de lágrimas, se sienta. Jael sonríe suavemente, agachándose hasta quedar a su altura.

—Tu papá está viniendo, llegará pronto. —Más lágrimas empiezan caen en silencio por los ojitos de la niña—. Ten, un poco de azúcar hasta que llegue, ¿si? Estás a salvo aquí.

—¿Y mi mamá? —pregunta con un hilo de voz.

—No lo sé, cariño, no lo sé —responde, sintiendo el viejo dolor en el pecho de decir aquellas palabras. Respira hondo y se sienta en el suelo. Sophie asiente una vez antes de estirar la mano dudosa y toma una de las galletas.

El ruido de un auto que frena afuera hace que Hashim se mueva a abrir la puerta. Ni llegan a tocar cuando la abre y se corre a un costado. Frank está desalineado, con la campera puesta a las apuradas y tiene marcadas ojeras. Jael se pone de pie al ver que el hombre está a punto de derrumbarse.

—Soph, princesa —musita y camina hasta llegar a ella. Sophie lo mira y se tensa cuando Frank la abraza. Conteniendo las lágrimas, Jael toma su campera y sale de la casa seguida de Hashim.

Esperan en el porche, sin decir nada.

A cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de molino, y que lo hundieran en el fondo del mar.

(Mt 8:6)


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