
El águila, el perro y el topo
En el que aparece un cadáver en Nueva York.
Las tres horas de viaje son tranquilas. Por fuera de la ventanilla del colectivo, el mundo se convierte en noche, con sus luciérnagas, reflejos de luna sobre la nieve ya caída y demás cosas que pasan en las horas que el sol no se encuentra en el cielo. Cale duerme profundamente, y Shae hace de guardia. Sus ojos escanean la pantalla de la computadora, pero echa miradas de reojo a todo lo que hay a su alrededor. Puede ver a las hadas y duendes, pequeñas manchas de luz, que se mueven de un sitio a otro, aunque los ignora, sabe que están los ángeles andando por allí, al igual que los demonios.
En su computadora están los casos que le ha mandado Jael justo un momento antes de que su hermano terminara de encontrar el paradero actual de la madre de Sophie. Habían sido unos minutos, pero el terror que le había hecho casi saltar los escalones hasta el sótano, fue real. Su manos se mueve distraídamente sobre su pecho, allí donde el corazón late en su ritmo normal. Shae ama y odia tener un mellizo. Nadie más que Cale la comprende cuando mira con añoranza a las parejas que caminan por las calles costeras, o por el parque, incluso cuando ve una película de romance, especialmente ahora que el peso de los años se hace más y más evidente. Cada cumpleaños se había convertido en el sonido del Cocodrilo que los persigue cual Capitán Garfio. Y, a la vez, tiene esos momentos en los que no puede encerrarse y simplemente dejar estar el problema.
Lo peor, es que sabe que el sentimiento es mutuo.
Y esa tristeza que probablemente estés sintiendo sea peor en breve, porque lo que lee Shae es para al menos tomar un vaso de cerveza o una copa de vino y mirar a la nada durante horas. Por supuesto, me ahorraré algunos detalles. Son notas de distintos periódicos del mundo, por suerte la agente Jael ya se las ha traducido, así como añadido algunas notas al respecto. Gran parte cuentan sobre niños en Cuba, República Dominicana, Haití, El Salvador, México y Estados Unidos. No son diarios muy conocidos, porque esas notas jamás se ven tan seguido en primeras planas de los periódicos importantes, como pronto aprendió Shae al adquirir la tienda, pero confía en que las fuentes de Jael tienen su peso. Y, hasta donde se ha comprobado con la mujer, lo son.
Así se pasa dos horas leyendo sobre niños siendo secuestrados de las casas de sus padres, mujeres que confiesan haber cambiado al niño por un poco de comida o dinero, jovencitas que se marchan con hombres de aires raros... Shae tiene que contener las ganas de vomitar a fuerza de voluntad. Todas las notas desprenden un aura putrefacta que le quita el sentido de la orientación, haciendo que leer sea una tortura.
Los comentarios de Jael en el documento no ayudan:
"Esto es obra de una bruja, si te fijas, le ha ido comiendo el espíritu y por eso el niño ha muerto sin explicación alguna. (...) Esa fue mambosa, probablemente la chica andaba distraída durante la celebración de misa y le ha metido todos esos demonios dentro. (...) No sabes cuánto me alegro de que tu madre los haya metido en la Iglesia tan pronto, odio la idea de que te hubieran querido convertir en una sacerdotisa. (...) La madre debe de haber hecho algún pacto con un brujo importante, porque no ha recibido el dinero que dice, y si lo hizo, no es más que chapa pintada."
Al menos las notas traen algo de alivio entre tanta porquería. Shae no sabe si lo hace porque es consciente de lo fácil que puede ser para ella el ver todas aquellas auras, así sea mínima, o es uno de los instintos tan finos que tiene la mujer. De todas formas, agradece el gesto en silencio mientras continúa leyendo los artículos y tomando notas en un documento aparte.
Esto es lo que aprendió a hacer desde que su madre tuvo que morir para comprarles algo de tiempo: conocer todo lo que puede sobre la maldición que tienen Cale y ella sobre los hombros, buscar información donde su hermano no puede acceder y buscar una cura. Porque tiene que haberla. Se niega a pensar en que no es posible, que están condenados a ser víctimas de la misma manera en que lo fueron su padre, su abuela y todo antepasado que los lleve hasta el famoso Matthew Hopkins (de nuevo, espero que hayas leído el prólogo porque no pienso repetirme). Jael suele decir que los mellizos son un regalo divino, ¿por qué Shae no llegaría a creer que ellos serían los últimos en sufrir una venganza que ya tiene siglos de desproporción?
Sacude la cabeza y mira de nuevo hacia afuera, donde le parece distinguir las siluetas de las aves que surcan el cielo invernal. Son preciosas, como lo son las dagas de un asesino, y saber que están esperando para ir a por su hermano y ella, sólo le genera más ganas de poder pasar de los veintinueve años. Pero esa investigación tiene que esperar, y abre el archivo donde está el caso de Sophie Thompson, con todos los datos necesarios. Mordisquea su uña mientras desliza la pantalla de arriba a abajo, repasando por enésima vez lo que hay escrito allí.
La niña tiene en su archivo que nació un 18 de diciembre del 2012 en un hospital de Salem y estuvo a punto de asistir a la escuela Witchraft Heights Elementary School, antes de que ocurra todo el asunto con los padres que la había llevado a tener clases en la casa. Hizo unos meses de danza antes de dejar, justo un par de semanas antes de que empezara el divorcio de sus padres. Frank Thompson la había descrito como una niña bastante inteligente y sonriente, pero lo que aparece en los datos que reunió, es como si hubiera dos personas a la vez. No cuadran.
Podemos suponer que el padre tiene un cariño enorme por su hija, por supuesto. Aunque sí hay buenas notas y comentarios positivos de las maestras que tuvieron el privilegio de tener a la pequeña bajo su tutela. Así que no, no es tan exagerado lo que dice el padre.
Shae deja salir un suspiro, y cierra la computadora. Mira una vez más a su hermano, y trata de ignorar el sentimiento de que las agujas del reloj se mueven demasiado rápido. Suspira una vez más, cerrando los ojos, al mismo tiempo que su hermano los abre.
Sacrificaron sus hijos
y sus hijas a los demonios,
y derramaron la sangre inocente,
la sangre de sus hijos y de sus hijas,
a quienes ofrecieron en sacrificio a los ídolos de Canaán;
y la tierra fue contaminada con sangre.
(Sal 106:37-38)
Encontrar un taxi en Nueva York no es algo que les cueste mucho a los hermanos una vez bajan con apenas una mochila medio vacía cada uno como todo equipaje. Ignoran la multitud y todo lo que los rodea, pese a que allí los espíritus inmundos son tan densos que resulta imposible no percibirlos. Algunos incluso se detienen a verlos pasar, rechinando los dientes y riéndose por lo bajo, pero sin entrometerse en su camino.
Lo mismo encuentran al salir, con las criaturas más o menos visibles por el ojo físico que contrastan con los adornos coloridos de las vísperas ya pasadas. No se separan en lo que caminan hacia un taxi que no tiene mucho de particular y simplemente entran. Un hombre que debía rondar por los cincuenta, con una barba castaña que empezaba a volverse blanca. Sus manos sostenían un teléfono que estuvo a punto de dejar de funcionar del susto que se dio. Cale le da un leve gesto con la cabeza a modo de saludo y Shae le ofrece una sonrisa amistosa cuando cierra la puerta.
—A la 58th Ave, en Masphet, por favor —dice mientras termina de acomodar su mochila sobre sus piernas.
—Claro, claro —murmura el hombre en lo que arranca el auto y se mete en el tráfico. Durante unas cuadras ninguno dice nada. Cale contempla el paisaje con expresión ausente y Shae juega distraídamente con una tira que cuelga de su mochila. No es hasta que llegan a Park Avenue que el conductor empieza a hablar—. Perdonen mi intromisión, ¿son hermanos o es casualidad que se parezcan tanto?
Shae es la primera en reaccionar e inmediatamente se ríe entre dientes, confirmando lo primero y entablando una conversación sobre temas banales. El taxista sonríe por el espejo retrovisor mientras entran al túnel Queen Midtown.
—Así que viene de Canadá —comenta Shae, su codo apoyado en el marco de la pequeña ventana del auto. El hombre asiente y luego le comenta que se había mudado con su hija tras la muerte de su esposa.
—Es una muchacha muy buena, realmente —dice él con una sonrisa que es fácil de notar en su voz y la muchacha la ve en el cuarto de cara que es visible desde su posición—. Tiene una labia increíble, es asombroso la cantidad de cosas que puede decir y salirse con la suya.
Shae asiente con la cabeza y echa una mirada de reojo a Cale, quien sigue con la vista perdida en el infinito. Ella sabe que está escuchando cada palabra, pese a que todo en él indica lo contrario, pero un poco de tensión en sus hombros le hace saber que hay algo en lo que acaba de decir el hombre que le da mala espina. Finge no darse cuenta mientras continúa escuchando más y más anécdotas de la dichosa hija del taxista.
—Hace poco se recibió de periodista, está muy contenta, aunque últimamente anda un poco ausente —dice y el estómago de Shae se contrae ligeramente. Cale la mira, hace un leve asentimiento con la cabeza, y se acomoda mejor en el asiento justo cuando salen del túnel—. Yo sé que es mayorcita, que tiene edad para cuidarse, pero uno es padre, ¿saben? No importa cuántos años tengas, sigues preocupándote por las nimiedades.
Un nudo amenaza con formarse en la garganta de Shae ante las palabras, pero asiente sin que sus ojos se llenen de lágrimas. No quiere hacer la pregunta ni en su cabeza, se niega rotundamente, pero igual sabe que está allí. Sacude la cabeza y el viaje se queda en un silencio tranquilo para el taxista.
La casa de la señora Margaret Smith resulta tan normal a la vista que da escalofríos. No ayuda el hecho de que esté al lado de un cementerio y que Shae sea capaz de ver a los guardianas que aguardan junto a la puerta, mirándolos a ambos con sonrisas venenosas. Ah, y algunos fantasmas, pero no importa eso de momento.
—Si su hija sigue actuando raro —empieza ella mientras se acomoda la mochila al hombro, llamando la atención del hombre—. Venga a esta dirección —y le extiende una de las tarjetas. El hombre lee confundido lo que hay allí, pero ninguno de los dos mellizos le da tiempo a decir nada antes de adentrarse a la casa, dejando el auto amarillo solo en la calle. El taxista mira de nuevo la tarjeta antes de encogerse de hombros y dar la vuelta.
Cale alza la mano para llamar, pero la puerta se abre antes de que sus nudillos toquen la madera. Al otro lado hay una mujer que tiene los ojos como inyectados en sangre, el pelo castaño hecho un lío de rastas y cuentas de colores. Un olor a hierbas intenso invade la nariz del joven.
Cualquier cosa, intenta imaginar una mezcla de marihuana y tabaco, ahí te haces una idea.
—Venimos a conversar —dice Cale. La mujer entrecierra los ojos e inclina la cabeza hacia un costado—. Unas preguntas cortas y la dejaremos en paz.
—Dudo que un perro sea capaz de entender lo que acaba de decir —suelta.
—Mire, no es nada grave, le aseguro —interviene Shae, pero la mujer le da una mirada furiosa.
—No los quiero en mi casa. ¡Apestan! —Cierra la puerta con tanta fuerza que los mellizos retroceden un paso. Los guardianes se ríen con más fuerza de fondo. Una mirada entre ambos es todo lo que hay antes de que Shae se detenga unos centímetros antes de tocar la puerta con la punta de sus zapatillas.
—Entre malditos nos entendemos, ¿verdad? —dice con la voz suave, aunque sabe que se escucha por toda la casa—. Podemos negociar, Margaret Smith, si es que está dispuesta a cooperar con la desaparición de su hija.
Pasos apresurados suenan del otro lado y esta vez, Margaret parece un monstruo. Sus dientes se ven ligeramente más afilados.
—¡No saben nada! No tienen una puta idea de nada, ¡demonios! ¡Son unos putos demonios! —chilla y Shae retrocede ante las tinieblas que salen de la casa en cascada—. Me persiguen, quieren robarme a mi Sophie. ¡Quieren matarla!
—No, señora, para nada...
—¡Mienten! ¡Mienten! —grita desaforada y toda la casa parece temblar más con cada grito que da su dueña—. Mentirosos, ¡eso son los demonios! Los envió ese endemoniado malparido de mi ex, ¿no? —Los ojos de la mujer brillan, haciendo que Cale se ponga en frente de su hermana por instinto—. No va a tener a mi preciada Sophie. ¡En nombre de mi Señor, los reprendo! ¡Largo!
Las carcajadas de los guardianes, un sonido que es mucho peor al sonido de una tiza contra un pizarrón, se vuelve más fuerte y los hermanos tienen que retroceder antes de que las tinieblas quieran tocarlos. Más palabras sin sentido salen de la boca de la mujer, a la vez que algunos vecinos se asoman para ver qué pasa. Cale lo siente, es un olor peor que la mezcla de marihuana y tabaco, tan fuerte que es imposible negar su presencia. Es el olor de la muerte y la enfermedad. Y así retroceden hasta la vereda nevada, donde escuchan a los espíritus diciendo que esa mujer era de ellos, que ellos la habían reclamado.
Una pena.
Recién entonces, cuando los hermanos están fuera de su propiedad, la mujer parece calmarse un poco, cerrando con un portazo de nuevo. Con el corazón en la garganta, los hermanos se alejan un poco de la casa, metiéndose en el cementerio al no tener más al taxi disponible. Caminan por fuera del terreno, siempre lejos del alcance de los espíritus que tienen que mantener a los habitantes bajo su cuidado. Intentan aparentar que son dos personas normales que han ido a saludar a algún pariente que tienen enterrado allí. Claramente no es fácil fingir que eres normal cuando puedes ver a los espíritus dando vueltas por allí, pero son convincentes para el humano promedio.
Están a unos buenos metros de distancia de la casa cuando Cale cae en la cuenta del olor que se cuela por su nariz. Sus pies se clavan en la nieve y gira la cabeza de inmediato, fijándose en un punto por debajo de la puerta que da a lo que sería el patio trasero. Shae lo llama, pero él no responde. Mira por un largo tiempo, sintiendo que el corazón le late con fuerza al notar un rastro de sangre y orina, mezclado con el olor de Sophie y el olor a muerte. Hay muchos más, pero esos son los que puede determinar en un primer momento.
—Cale, no podemos entrar —le recuerda Shae al agarrarle del codo. Él simplemente asiente mientras ella lo arrastra un poco más lejos. No dan más que un par de pasos antes de que él se zafe del agarre y camina con pasos decididos hacia el patio trasero. La nieve cruje un poco por debajo de sus pies. Los guardianes lo miran con una clara advertencia, pero Cale solo se acerca al cuerpo que está justo por debajo de unas tablas al final de la escalera.
Solo hace falta mover una madera para encontrarse con el rostro impasible de una niña que mira con ojos de muñeca al cielo. Está pálida, con sus rasgos redondeados llenos de tierra, sangre y su cabello tiene unas manchas rojas que parecen formar rastas. Si hubieras estado allí, lector, no habrías sentido ningún olor, de allí a que la policía no hubiera ido por la llamada de algún vecino o el jardinero que hubiera pasado cerca. Pero para Cale, el hedor es irrespirable. Shae se asoma sobre su hombro y se tapa la boca con una mano al ver aquello.
—¡¿Qué mierda hacen allí?! —La voz de la dueña de casa es como la de una urraca. Ambos hermanos levantan la cabeza, encontrándose con la puerta abierta y la mujer sosteniendo una escoba—. ¡Dejen a mi Sophie en paz!
Shae intenta hablar, pero Cale la toma y se aleja con ella en brazos, atravesando el cementerio como si fuera un ladrón con el tesoro de una caja fuerte importante. Espíritus inmundos los observan pasar con risas que ponen los pelos de punta a quien sea que los escuche, pero eso no detiene a Cale de poner a su hermana lo más lejos posible de aquel sitio.
Entonces el sacerdote Hilcías, y Ajicán, Acbor, Safán y Asaías, fueron a ver a la profetisa Julda, que era la mujer de Salún, que cuidaba las vestiduras y era hijo de Ticva y nieto de Jarjás. Julda vivía en la segunda parte de la ciudad de Jerusalén. Hablaron con ella, (...)
(2 Reyes 22:14)
Sería muy poco conveniente cambiar de escena en medio de la acción... Pero esta historia la cuento yo, así que lo haré.
Luego volvemos a ellos, no te preocupes, pero hay cosas que te tengo que contar, que no vas a saberlas por ósmosis. Para mi infortunio. Así que, regresemos a la casa, a la puerta del frente para ser más exactos. Justo cuando los hermanos están encontrando el cadáver bajo las escaleras del fondo. En ese tiempo, dos personas que no podían ser más opuestas en apariencia llegan a la entrada. Una es una mujer de cabello tan rubio que parece blanco, lleva lentes y se puede apreciar que sabe muy bien qué ropas le favorecen y cuáles no. Para hacerla simple, es la clase de mujer que al menos hace voltear una vez cuando uno camina por la calle. Su acompañante es más difícil de ver, tiene un rostro que se puede intuir que es bello, aunque camina con un sobretodo negro, quizás no llamaría la atención, pero sí es la clase de presencia que no es fácil de ignorar cuando se está en una habitación.
Suben los escalones del porche y la mujer se acomoda las gafas con un gesto delicado. No se miran, no hablan. Abigail, la mujer, está por tocar la puerta cuando oye los gritos de la mujer al otro lado. Su ceño se frunce ligeramente, gesto que es reprobado por el hombre junto a ella, si es que tal sustantivo puede aplicarse. Una mirada de reojo basta para que sus cejas estén en perfecto estado y sus ojos vuelvan a estar vacíos. No pregunta, no es su posición hacer tal cosa.
Su cabeza empieza a recordar la canción Cut de Plumb.
No soy una extraña.
No, soy tuya.
Con ira lisiada,
y lágrimas que caen adoloridas.
Pasa un momento antes de que la mujer les abra la puerta. Ninguno de los dos siquiera roza la madera. En cuanto los ve, la mujer esboza una sonrisa de alivio y los invita a pasar. El interior de la casa es una cueva, lleno de un olor fuerte, una mezcla rara de sahumerio con algo difícil de ubicar. Caminan hasta llegar al comedor, donde se sientan en una mesa redonda que tiene un mantel de plástico encima. Primero se sienta el hombre, luego Abigail.
—Me alegra tanto verlos de nuevo, oficiales —dice la mujer mientras se sienta frente a ellos. El hombre esboza una sonrisa antes de tranquilizarla.
Una frágil llama envejecida,
es miseria.
Abigail no dice nada en toda la reunión, simplemente contempla a la mujer en silencio, asintiendo y esbozando gestos amables cuando era requerido. Una mano invisible se aferraba a su garganta, manteniéndola exactamente donde debía. No sabe qué dicen el hombre y la mujer, solo sabe que ella está allí por algo que no hizo todavía.
Salen de la casa por la puerta trasera, con el hombre diciendo más palabras agradables a la mujer antes de volverse hacia Abigail y señala un punto a la distancia.
Y cuando nuestros corazones se encuentran,
sé que ves.
—¿Los ves a ellos? —Ella entrecierra los ojos, intentando captar lo que debe, pero es difícil—. Mantente alejada, ellos no tendrán piedad contigo.
No quiero tener miedo,
no quiero morir por dentro solo para respirar.
—¿Sirven al Señor que se supone que es bueno? —murmura, sintiendo que se le retuercen las entrañas ante la pronunciación del título. Estoy cansada de sentirme entumecida; el alivio existe, lo encuentro cuando estoy cortada. El hombre se rie por lo bajo, confirmando sus palabras. Abigail se tensa y mete las manos en los bolsillos de su tapado color crema—. No veo nada respecto a ellos.
Puedo parecer loca,
o dolorosamente tímida,
y estas cicatrices no estarían tan escondidas
si tan solo me miraras a los ojos.
—Lo harás —afirma el hombre y luego se marchan por la puerta principal, en el mismo silencio con el que habían llegado, sin despedirse de la mujer que ya estaba sacando sus Cartas de Tarot.
Me siento sola aquí, y frío aquí,
aunque no quiero morir.
Pero el único anestésico que me hace sentir algo me mata por dentro. Abigail camina a su lado, con la mirada perdida en sus zapatos, respirando hondo. La mano del hombre está cerca de su brazo, y no hay ningún movimiento que ella pueda hacer sin que eso implique un problema más grande.
No quiero tener miedo,
no quiero morir por dentro solo para respirar.
Estoy cansada de sentirme entumecida
el alivio existe, lo encuentro cuando
estoy cortada.
Juega con los bordes de su abrigo, ignorando todas las imágenes que pasan por su cabeza. Dolor. Cierra los ojos y respira hondo, tragando el aroma a amoníaco. No estoy sola. No estoy sola.
No soy una extraña.
No, soy tuya.
Con ira lisiada,
y lágrimas que caen adoloridas.
Pero no quiero tener miedo,
no quiero morir por dentro solo para respirar.
Estoy cansada de sentirme entumecida
el alivio existe, lo encuentro cuando
fui cortada.
Que no canten victoria
mis enemigos traidores,
que no se hagan guiños
los que me odian sin razón;
porque hablan de paz
y contra los pacíficos de la tierra
traman planes siniestros.
(Sal 35:19-20)
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