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La madrugada estaba de luto, el césped mimó la cáscara del viajero y seguramente el viento repentino que desnudó a los dientes de león fue el transporte de su alma.
Me propuse a celebrar un rito que correspondía para su viaje: Le amarré de pies y manos para que su cuerpo fuera habitación de la naturaleza, le compuse una cama de musgo para luego cobijarlo con los pétalos de las margaritas que vigilaban la escena. Para finalizar, mezclé sábila y eucalipto para ensalzar la tierra que iba a citar.
Descansé mis manos sobre su torso, y con la mirada al cielo entoné un cántico a la brisa que me era cómplice de madrugada:
-Xe... Jaik sulí mon factú... lam mané mam falí... Si lacré, pom, sul gen maniz qi le fertó cui te mi kler dal zi
(Tú... viajero solitario del silencio... Yo te vi morir aquí... fuiste valiente, ahora, regresa a casa que te recibirán y hablarán contigo de la vida)
La vigilia nos acompañó para rendir honor a su viaje. Aunque no supe de dónde venía, a dónde se dirigía y mucho menos su razón de partir. Pero me vestí de sus últimas palabras.
Perfumé su recuerdo y me propuse a continuar.
Toda la mañana estuve contando los usos de aquel objeto que me heredó. Lo observé de arriba a abajo, sus laterales y aristas no me dieron pista de su usanza. Traté de abrir las pequeñas esferas de metal pero fue en vano cualquier intento de tan siquiera imaginar su interior. Me quedaba solo volverlo a guardar entre el doblé de mi cintura, justo donde el cuero ejercía presión.
El calor difumina la frontera delante de mis ojos, pareciera encendida una enorme fogata más allá de las montañas. Mis huellas se perdieron derretidas, y a falta de recursos de alguna manera sentía el deseo de agacharme a beber el pasado, lo cual no fue un gran motivo para quedarme aquí. Seguí avanzando bajo el sol que tapizaba mi piel y contra el viento que se oponía a mi avance; de vez en cuando arrojando debajo de las rocas el deseo de volver. Quizá obrando en mala fe por si algún otro viajero venía detrás de mí.
La planicie se desplegó más de lo que esperaba, lo que me provocó esa sensación de buscar la sombra de un árbol para que me abrigara. Y bajo ella, quizá seguir escudriñando el misterioso objeto que me había entregado el hombre que murió a mis espaldas.
Nunca lo había visto, todos los utensilios que le recuerdo a mi padre eran labrados en un cuenco utilizando huesos y lianas. Tengo especial cariño por uno de ellos, era un martillo de piedra con un mango enorme, que para lo que él era un trabajo de una mano, para mí era necesario utilizar el límite de la fuerza de ambos brazos para poder tan siquiera levantarlo. Pero fue gracias al entreno de la herramienta que la lluvia no visitaba el interior de nuestro hogar. Utilizaba su martillo para todo: curtir las pieles, amoldar el hogar, inmortalizarse frente a la bestia si era atacado en uno de sus tantos viajes, y ser muralla para su familia.
Los hombres de cada hogar salían en grupo para encontrarse en el corazón del bosque y reptar por cada vena buscando animales pequeños, rápidos de cocinar. La nuestra era una tribu algo inusual. Los hombres no permitían que las mujeres tocasen las carnes antes de estar cocinadas. En una especie de relato, mi madre me contaba que hace muchos años antes de ser fundada la tribu, un grupo de mujeres decidió ir a cazar cuando los hombres enfermaron a causa de las inesperadas temperaturas a las que recién habían arribado en su largo peregrinaje. Estaban descubriendo el mundo con la salud.
Una de ellas, del grupo de cazadoras, regresó con un animal de tamaño mediano que tenía la particularidad de tener su cuerpo cubierto de espinas. Nadie lo pudo tomar al verlo, unos más lastimados que otros luego de varios intentos. Llegaron a la extraña conclusión de que podrían cazar más de aquellos animales y forrar de espinas el cuero que vestía a los hombres, para sentirse más seguros. O más intimidantes y estar a salvo del ataque repentino de algún espécimen que en su supervivencia buscara un rápido alimento. Todos empezaron a enfermar al hacer contacto con las espinas, algunos quedaron inmovilizados, otros, quizá con algo más de suerte murieron.
Cansado de investigar el objeto me dispuse a seguir mi recorrido, pero a escasos metros del lugar, una manada de jabalíes se adueñaba del prado. Sabía que debía esquivar el grupo para no verme inmerso en una contienda de la que desde antes de afrontar ya tenía perdida. Me agaché y escondido entre la maleza traté de arrastrarme lejos de allí, pero en ese instante la tierra empezó a temblar. Temí, sentí que en cualquier momento una grieta me arrojaría al infierno, y sin más nada de lo que pudiera estar seguro, levanté la cabeza y vi como si el horizonte se precipitara hacia mi. Una línea oscura de jinetes, cabalgando a toda prisa en dirección a donde me encontraba. Ruidosos, decididos, voraces.
Supuse que aquellos jabalíes no iban a ser mi mayor preocupación.
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