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4. Resilencia

"La inefable capacidad que le permite a ciertas personas anteponerse a las adversidades."

23:55.

Siempre me había considerado una chica de poca confianza.

Nunca me había trasmitido seguridad eso de confiar en la primera persona que conoces ni en la segunda o tercera, para qué engañarnos era desconfiada de cojones. Pero que paradójico todo, ¿no? Pues en aquel instante seguía los pasos de un chico que apenas conocía de unos minutos.

Pero es que no mentía cuando decía que la confianza daba asco, aunque no del todo. Es como si das todas tus balas guardadas a una persona que sabes que esconde una pistola. Y ya no puedes hacer nada más que aguantar el momento en el que apriete el gatillo. Pero de eso se trata la confianza de saber con total plenitud que nunca utilizaría el arma para hacerte daño.

Aunque no siempre era así.

Desde que tengo uso de razón no he confiado en muchas personas. Observaba como las chicas de mi clase le contaban a sus amigas sus nuevos secretos con los muchachos con los que se había acostado. O como cuchicheaban en cada cambio de clase con tal de contar sus propios problemas. Mentiría si no dijese que el sentimiento de vacío se hacia más grande en mi cuando no me veía capaz de contarle a alguien mis problemas o preocupaciones.

Es como si el miedo y la soledad fuesen de la mano durante toda mi vida. Y lo peor era cuando llegaba el arrepentimiento, cuando sabes que no hay vuelta atrás y todo aquellos secretos, miedos y pecados contados no pueden ser borrados de esa personas las cuáles has confiado.

Esther me solía decir que si seguía viviendo así me quedaría sola, porque el temor solo me hacia echarme para atrás. Pero en ese instante parecía que cualquier pensamiento negativo incitándome a que volviese a la habitación de mi tía, se desvaneciese como por arte de magia.

Y por un momento me extrañó, me extrañó que mi mente no pensase en negativo por una vez en la vida.

—Todavía no me has dicho tú nombre, ladrona —habló el chico haciendo que volviese a la realidad.

—Marina. Me llamo Marina —carraspeé.

—Me gusta ese nombre —afirmó mirando al frente.

No iba a negar que algo en mí, se removió.

—¿Y tú?

—Adivínalo.

La ansiedad se intercalaba en mis huesos.

—No soy buena en las adivinanzas —reí nerviosa.

—Pues di nombres al azar —se encogió de hombros.

—¿Benjamín?

—¿Me ves cara de Benjamín? —preguntó incrédulo haciendo parar la silla de ruedas justo enfrente mía.

Pero justo antes de que me riese por su pregunta salió de una de las habitaciones que había justo a nuestra izquierda una enfermera de gran melena rubia que caía a sus espaldas con una gran sonrisa de oreja a oreja, pasando justo al lado nuestra.

—Hola Damián —exclamó en un tono alegre. Me pareció gracioso ver sus ojos achinados a medida que más sonreía.

Así que Damián...

—Hola Isabel —saludó Damián en un tono amable.

Dejó pasar unos segundos antes de hablarme.

—Damián. Me llamo Damián —habló. Asentí con una sonrisa como respuesta y este volvió a tomar las ruedas de su silla y seguimos el camino a no sé donde. La curiosidad me mataba cada vez más y necesitaba preguntárselo—. Aunque también puedes llamarme "el chico más sexy del Hospital"

Guiñó su ojo de manera picarona.

—Me quedo mejor con Damián... —observé cómo se encogía de hombros quitándole importancia—. ¿A dónde me llevas?

—Ya lo verás, tú sólo espera —respondió con un cierto tono frío pero terminó con una pequeña sonrisa sin llegar de mirarme. Era extraño pues yo iba andando y él en su silla de ruedas. Quería ofrecerle mi ayuda pero recordé el inútil intento de hace unos minutos y no le dije nada.

—¿Y está muy lejos de aquí? —odiaba andar tanto, y más cuando este chico iba más rápido que yo, él iba en silla de ruedas y yo sin embargo, iba andando y me costaba seguirlo.

—¿Alguna vez te han dicho que preguntas mucho? —preguntó sin pudor reduciendo un poco la velocidad, me miró y ladeó la cabeza, esperando mi respuesta. Me quedé perpleja por su contestación.

—Bueno, alguna que otra vez —confesé poniéndome a su lado.

—¿Confías en mi? —cuestionó justo antes de seguir el camino.

La pregunta del millón.

—No —murmuré rápidamente sin pensar. Y seguidamente escuché una carcajada por parte de él.

—Mejor, me gusta la gente desconfiada —respondió en un tono algo más serio mirando al frente. Y siguió su camino hacia no sé dónde.

Me estaba llevando por unos largos pasillos. Y no parábamos de ver enfermeros, pacientes, algún que otro familiar durmiendo en cualquier esquina o también tumbados en las sillas de las salas de esperas. Un sentimiento de pena me invadió al segundo de observar los rostros de los que parecían ser familiares, sabía lo doloroso que era tener la incertidumbre de no saber si esa persona que tanto quieres seguirá en pie o no.

Y es que llegaba un momento en el que no sabes cuándo ocurrirá, cuándo será la última vez que verás a alguien que quieres, o acostado en una camilla sin un diagnóstico favorable. He tratado de buscar durante toda mi vida la razón a todo esto, a ese sufrimiento, pero siempre llegaba a la misma conclusión.

La vida.

La vida nos hacia sufrir de esa manera sin remedio ninguno.

Apreté los labios evitando que de nuevo ese tipo de pensamiento se adueñasen en mi cabeza, pero era imposible no hacerlo cuando tenía esa escena delante de mis ojos.

Damián sólo miraba de frente, de vez en cuando saludaba algún que otro enfermero, y estos le respondían con una sonrisa. Hasta que cuando menos me lo esperé, se paró justo enfrente del ascensor haciendo que chocase contra él.

Entramos en el ascensor si nadie más, sólo los dos solos. Se respiraba un ambiente cómodo con alguna que otra tensión que me dejaba paralizada pero sin hacerlo notar, y antes de que yo hablase, para preguntarle a dónde íbamos de nuevo, habló él:

—¿Qué prefieres antes, la noche o el día? —preguntó mientras se cerraban las puertas del ascensor, levantando su cara para poder verme.

Su pregunta me desconcertó a los segundos.

—Creo que la noche —mordí mi labio inferior dudosa.

—Pues entonces mucho mejor para la sorpresa —respondió guiñándome el ojo. A lo que yo respondí alzando la ceja.

Justo en ese momento se abrieron las puertas del ascensor, subimos al piso 12, el piso más alto del hospital. Y de frente nos encontramos a dos enfermeros. Uno de ellos era el que me encontré hace unos días cuando visité a mi tía, al que grité en los pasillos. Vi como nos miró a los dos de arriba abajo, cómo si nos estuviese escaneando. Mientras que el otro enfermero con una gran sonrisa habló.

—Vaya Damián, ¿otra vez vas a ir a la azotea a estas horas? —comentó el enfermero.

—Pero Agustín, no digas nada que es una sorpresa hombre —respondió Damián un poco disgustado. Inconscientemente salió de mi una pequeña sonrisa.

—Siempre estropeando las sorpresas —rodó sus ojos el enfermero con un falso arrepentimiento.

—¿Y vosotros? ¿Qué estabais haciendo solos en la azotea? —dijo Damián con un tono picarón mirando a los dos enfermeros, mientras que salíamos del ascensor.

—Por dios Damián, que tienes 18 años ya. Estábamos fumando, teníamos un descanso —murmuró el enfermero, mientras tenía una pequeña sonrisa—. ¿Y qué sorpresa es y para quién es? Si se puede saber, claro —respondió el enfermero mirándome sabiendo ya la respuesta.

—Bueno si es una sorpre... —quiso responder Damián pero justo en ese momento habló el otro enfermero.

—¿Sorpresa? ¿Pero cuántos años tenéis? ¿10? —contestó riéndose de su propio chiste con un tono burlón.

—Jesús, ¿cuándo aceptarás que morirás solo con 30 gatos? —respondió con el mismo tono Damián.

Sonrió con malicia.

—Parece que desde que te quitaron la pierna estás más gracioso, Damián. ¡Y te recuerdo que tienes que estar en tú habitación antes de las 00:30, que mañana empiezas la quimio! —gritó el enfermero con un cierto tono de satisfacción, sabiendo que teníamos poco tiempo para estar en la azotea, mientras que nosotros nos alejábamos de ellos soltando una pequeña carcajada y los enfermeros entraban en el ascensor.

—Este hombre cada día es más imbécil —murmuró Damián.

Abrió entonces una gran puerta de cristal que estaba a unos metros del ascensor.

Y efectivamente me llevó a la azotea del hospital. Era un lugar grandísimo y se podía ver toda Sevilla desde ahí. Nunca había subido en un lugar tan alto como este. El viento frío chocaba en mi cara haciéndome estremecer, pero no me importaba. Subí un poco la mirada y observé el cielo, desde pequeña me gustaba ver las estrellas, ver como algunas brillaban más que otras, pero aún así brillaban. Y la luna estaba preciosa, esta noche se veía más grande de lo normal.

—Te brillan los ojos, ladrona —murmuró mientras me miraba fijamente—. Parece que me ha salido bien la sorpresa fallida —respondió con una sonrisa en la cara, satisfecho.

—¿Aquí es dónde llevas a todas las chicas que te encuentras en el hospital? —vacilé sin pudor.

Rio con fuerza tras mi comentario.

—Aquí únicamente llevo a ladronas como tú. Y eres la única que me he encontrado. A otras las llevo a sitios más privados... Ya sabes —elevó sus cejas con una sonrisa picarona.

Gruñí.

—Eso es asqueroso.

Lo miré con una pequeña sonrisa que no era capaz de ocultar.

¿Qué te pasaba, Marina?

¿Y si realmente me parecía guapo? ¿Y si él no quería que estuviese ahí? ¿Y si eso es una broma?

Agité mi cabeza con disimulo y me dirigí hacia el final de la azotea. Sentí cómo Damián iba detrás mía por el sonido de las ruedas de su silla. Me asomé un poco apoyándome sobre la barandilla de metal, mis ojos miraron todo el alrededor...podía ver todos los coches pasar de un lado a otro, jóvenes saliendo y entrando en pubs, la giralda, que bonita era verla desde ahí...

Quise asomarme un poco más pero justo en ese momento alguien me tomó de la mano.

—No te asomes mucho —dijo preocupado Damián, sin soltarme la mano.

—Tampoco pensaba tirarme —susurré con un tono irónico. Escuché una risa sin humor por su parte.

Había algún que otro enfermero fumando, hablando o incluso con el móvil chateando.

—Ven —susurró, pues ya era bastante tarde.

Unos metros más adelante me llevó a una especie de banco, en él te dejaba ver todas y cada una de las estrellas que había en el cielo.

Me senté en ese pequeño banco mientras él se quedó al lado mía, en su silla de ruedas. No había ningún enfermero en esta zona, parecía un poco alejada de todos. Tras estar unos segundos mirando el cielo, veo algo que me dejó atónita.

Damián sacó sin pudor de su pequeño bolsillo del pijama del hospital, una cajetilla de tabaco.

—¡¿Qué mierda haces?! —susurré en un intentó fallido pues me salió un pequeño grito. Él antes de responder dio una risita cínica todavía con aquel rollo entre sus dedos.

—Vamos...¿Eres de esas que se preocupa por todo el mundo? Tengo que admitirte que me aburren ese tipo de personas, ladrona —espetó guiñándome el ojo, mientras sacaba del mismo bolsillo un mechero, y llevaba uno de los cigarrillos a su boca.

Nunca me había tomado el tiempo de analizar esa preguntar. Y es que no iba a negar que me consideraba una persona que se preocupaba de todo aquel que necesitase de mi ayuda. Recordé aquella vez en secundaria como una amiga se pasó toda la mañana llorando porque su pareja le había dejado. Casi suspendí una asignatura por faltar a clases solo por estar con ella, pero hubo algo de lo que no me di cuenta. Y es que le ayudé sabiendo que ella no haría eso nunca por mi. Pero ni ella, ni muchas de las personas las cuáles tomé parte de mi tiempo para hacerles sentir mejor.

Mi padre siempre decía que todo lo que hacia era una pérdida de tiempo. No merecía ayudar a quien no ofrecía una mínima preocupación por mi.

Pero por un momento pensé en Damián, ¿a cuántas personas le habríamos ofrecido nuestra ayuda y a que pocas les hubiese hecho falta de verdad? No es malo ayudar, obviamente nunca lo fue. Pero llega un instante en el que dejas de preocuparte por ti, por tu vida o tus responsabilidades...Y te centras únicamente en los demás. Como si tú propia vida pasase a un segundo plano.

No me había percatado de eso hasta hace unos segundos, y es que nunca eres consciente de hasta dónde está el límite de no dejar que se ahoguen los demás o de no permitir que te ahogues tú en el mar.

—Eres imbécil por pensar en eso —respondí tajante.

Justo en ese momento pegó una calada al cigarro, se esperó unos segundos manteniendo el humo en el interior de su boca. No podía engañarme a mi misma, pero me pareció atractivo ese gesto, como el cigarro se dejó caer en sus manos y su marcada mandíbula mantenía la humareda, me parecía tan adictivo mirar sus gestos que no me percaté de que expulsó hacia mi cara todo la nube de humo que guardaba, lo hizo queriendo pues seguidamente soltó una carcajada al ver mi cara de asco.

—Y ahora lo eres más —respondí esparciendo con la mano el humo de la cara. El olor era bastante fuerte—. ¿Eres consciente de que con el tabaco puedes empeorar tu salud?

—Dime algo que no sepa, ladrona —respondió mirándome en un tono firme y borrando esta vez su sonrisa. Yo como respuesta bufé y rodeé mis ojos, no merecía la pena seguir hablando de eso.

Mordí mi lengua para evitar hablar. Pero la curiosidad dentro de mi me invadía cada vez más. Su cuerpo cayó relajado en el banco donde estábamos sentados, posibilitándome ver como sus ojos se cerraban por los efectos relajantes del cigarro.

—¿Por qué me has llevado a la azotea del hospital?

—Desde que me diagnosticaron cáncer siempre vengo aquí. Y me dedico a ver todas las estrellas del cielo y respirar —habló cambiando de tema mientras tomaba una bocanada de aire para volver a tomar una calada de su cigarrillo—, supuse que te relajaría.

—Me relajaría si no estuviese un tío echándome humo de cigarro en toda la cara —solté de mala manera.

Marina, ¿de dónde has sacado esa confianza?

Me miró por encima de su hombro, no iba a negar que era bastante alto para mi y eso provocaba que tuviese que alzar mi cabeza para verlo mejor. Sus ojos me observaban con curiosidad y en cuestión de segundos dejó caer el cigarro que sujetaba entre sus dedos. Y con dureza lo aplastó en el suelo, dejando ver un par de chispas que saltaban de ellas.

—¿Mejor?

Asentí con una sonrisa forzada.

Mis ojos se posaron de manera disimulada en su pierna. El final del pijama estaba remangado dejando ver a la perfección su muñón desnudo. Fruncí el ceño con curiosidad, y miles de preguntas invadieron mi cabeza.

—¿Cómo...?

No sabía si hacerle esa pregunta, pues sabía que era algo delicada. Los nervios los tenía a flor de piel, y ya no solo por su contacto, que era mínimo, sino por no saber como le sentaría la pregunta.

—¿Cómo...qué? —cuestionó confuso. Su mirada se centró en la mía haciéndome estremecer.

—Bueno, que...¿cómo se llama el cáncer que tienes? —interrogué un poco avergonzada, trataba de mirar mis dedos como un intento para no ponerme nerviosa.

Inhaló.

—A los 14 me diagnosticaron un osteosarcoma.

—¿Un osteo qué? —pregunté frunciendo el ceño.

—Un osteosarcoma —respondió lentamente mientras me miraba—. Es un tumor óseo, y que se encuentra normalmente en los huesos largos, y pues a mi, como ves, me ocurrió en la tibia.-Señaló su muñón.

—¿Y cómo supiste que lo tenías?

—Cada día que me levantaba sólo podía sentir un gran dolor en la pierna, era insoportable. Y ya pues con el tiempo, se me hacía más difícil hacer ejercicio físico y tal. Mis padres creían que este dolor era porque me habría lastimado con algo, pero no fue así —paró unos segundos—. Un día me desperté en la madrugada, y era un dolor peor que los anteriores, mis padres no dudaron en llevarme al hospital —respondió con una pequeña sonrisa—. Hay veces en las que echo de menos a mi pierna —bromeó riéndose, con tristeza en su mirada. A lo que yo también me reí.

—¿Y tú tía, qué es lo que tiene? —interrogó acercándose a mi.

Casi notaba su respiración en mi cara y aunque fuese a maldecir, era cómodo estar así.

—Es un linfoma —confesé mientras le miraba. No me miró con tristeza o con pena. Se mantuvo callado mientras me miraba, sereno y tranquilo. Y eso fue algo que me llamó la atención de él. La manera tan tímida y sigilosa que tenía de demostrar las emociones con solo su mirada.

Nos quedamos por un tiempo callados, mirando el cielo y de vez en cuando de reojo el uno al otro. En ese momento inundaba sólo silencio, pero un silencio cómodo.

—¿Desde hace cuanto está ingresada? —volvió a hablar.

—Si no recuerdo mal...Hace unos cuatro días —dudé unos segundos si decirle o no lo que tenía pensado, pero no lo pensé más—. Tú llevas cinco años, ¿no?

—¿Cómo la sabes? —interrogó incrédulo.

—Lo dijiste cuando te sentaste. En la sala de espera.

—Oh, cierto. Buena memoria.

¿Y si se creía que estaba obsesionada por él?

—Buena memoria cuando quiero —murmuré sincera.

Escuché una leve risa a mi lado.

—¿Y cómo has podido estar tanto tiempo aquí? Si el cáncer estaba en la pierna, y ya te lo han quitado, ¿no? —me arrepentí a los segundos de haberle hecho la pregunta pues supuse que era estúpido haber dicho eso. Pero mi nerviosismo se tranquilizó al ver que en las expresiones de su cara nada cambiaba, al contrario, permaneció serio.

Siempre me he acabado acostumbrado a que se riesen de mi por hacer preguntas estúpidas, o eso decían los chicos de mi clase. A veces incluso me llegaba a sentir inútil y por ello la timidez poco a poco fue apoderándose de mi. El miedo de decir algo y que sea motivo de chiste para los demás me aterraba. Los recuerdos se hacían presentes, pero tenía que tratar de olvidar.

Sabía que no era una chica inteligente, tampoco de buena memoria. Pero eso no me impidió sacar adelante mis estudios. Aunque la baja autoestima e inseguridad no desaparecían con el paso del tiempo, y eso ya era frustrante.

—Después de la operación hay que seguir con la quimioterapia, hasta que se sepa con seguridad que el cáncer ha desaparecido de todo mi cuerpo. Y si añadimos que mis plaquetas no están a su favor de querer salir de aquí. Siempre están bajas y por lo tanto tengo mucha facilidad para contagiarme. Mi sistema inmunológico está en la mierda —rio sin humor. Lo explicó con tanta claridad que me quedé con ganas de que siguiese hablando. No me salían las palabras por su contestación. Me quedé casi muda, pero de nuevo su voz se hizo presente.

—Si pudiese te daría mis plaquetas —reí avergonzada.

Una sonrisa sincera apareció en su rostro dejándome sin aliento. Sus ojos me miran con tanta profundidad que nunca me había sentido como en aquel momento. Noté en ese instante que algo de lo que había dicho le hizo sentir bien, mejor. Y una oleada de tranquilidad llegó a mi.

—Quizá algún día te las robe.

—¿Qué? ¡No! —abrí mis ojos de par en par.

Se echó a reír tras mi reacción.

—Es broma, ladrona.

Me removí al notar que su mirada bajó de mis ojos a la nariz y seguidamente a la comisura de mis labios. Su mirada era atenta aunque también mezclada con tentación. Un remolino de emociones apareció dentro de mi, haciéndome sentir extraña, pero no en el mal sentido.

Observé como sacudí su cabeza con ligereza y me apresuré en volver a preguntarle:

—¿Y por qué vienes aquí?

—¿Y a dónde podría ir si no?

—Hay más lugares, como las cocinas del hospital —susurré sin pensar. Fue el primer lugar del hospital que llegó a mi cabeza.

—No sé que verás tú de interesante en una cocina de hospital.

—Tampoco sé lo que verás tú en una azotea —repetí en su mismo tono.

Rio con diversión. Y sentí en su mirada una pizca de intensidad.

Dejó esperar unos segundos que para mi fueron eternos para poder contestarme.

—Tanto tiempo metido en el maldito hospital es un asco. Siempre es lo mismo. Te despiertas, das los buenos días, entran miles de médicos cada día a tú habitación para preguntarte cómo estás, y siempre la misma respuesta Ni bien ni mal —pasó su mirada al suelo, y soltó un leve suspiro, para volver a mirarme a mí—. Después comer, una comida de mierda, eso sí. Y más tarde pruebas y más pruebas. Cuando termino, me ducho, ceno, de nuevo la comida asquerosa. Y acabo en la cama. Estoy cansado de hacer siempre lo mismo. Pero llego aquí y... Se me olvida todo —murmuró mientras miraba las estrellas. En su mirada se hacía cada vez más notorio el cansancio.

—Estás cansado de hacer siempre lo mismo porque no haces nada por cambiar algo en tu vida —exhalé mientras echaba mi cabeza hacía atrás cerrando mis ojos. Podía escuchar nuestras respiraciones, parecía que iban al compás.

—Es muy imposible cambiar algo de mi vida dentro de este sitio —hizo un mohín tras su comentario.

—Nada es imposible.

Rio tras mi respuesta. Tenía una sonrisa bonita.

—¿Y qué has cambiado tú en tu vida? —frunció el ceño.

—Todavía tengo muchas cosas que cambiar —me encogí de hombros—, pero hace poco empecé a escribir más. Tú podrías intentarlo —animé mientras abría los ojos para mirarlo a él.

No paraba de mirarme, he visto sus ojos, tiene una mirada dulce y pervertida al mismo tiempo, color oscuro pero con un brillo único. Y es que no miento cuando digo que no puedo dejar de mirarle fijamente.

—¿Y por qué escribir? —dudó, pero a la vez se le notaba interesado.

—Escribir siempre tendrá dos grandes funciones: hacerme pensar o hacerme dejar pensar. Y dependiendo del momento que esté atravesando cualquiera de estas dos opciones me ayuda —confesé.

Él sólo sonrió dulcemente dejándome ver sus hoyuelos a cada lado de sus mejillas, me miró y yo mientras tanto seguí mirando el cielo, como si de una película se tratase. Aunque de reojo podía ver como no apartaba su mirada de mi.

Nuestras respiraciones se iban convirtiendo en una sola. Y el fuerte viento que hacía desordenar mi pelo cada vez se hacía más suave. El cielo repleto de estrellas que emitían un característico brillo era la única luz que dejaba iluminar el lugar.

—Cuéntame de ti —volvió a hablar girando su cabeza a mi dirección.

—¿Qué quieres saber? —solté una risa nerviosa. El frío que hacía desde lo alto del hospital era inexplicable, el viento se me colaba por lo huesos y eso provocaba que tiritase.

—Quiero saber esas cosas que no dices porque crees que nadie quiere saberlas...Pero yo sí quiero —terminó relajando su espalda. Sus palabras hicieron estremecerme, nunca nadie me había hablado de esa manera, con tanta sinceridad. Sus ojos seguían fijos en mi esperando una respuesta.

—No hay mucho que contar —llevé un mechón de mi pelo detrás de la oreja. Y mis dedos inconscientemente empezaron a jugar.

—Cuéntame sobre lo que te apasiona, que canción hace que te muevas de un lado a otro cuando nadie te ve, qué es lo que hace que te rías hasta que te duela el estómago...

Carraspeé tras sus palabras, miré al suelo intentando buscar las palabras adecuadas al momento. Mi corazón iba en esos momentos a mil por hora y lo notaba por el fuerte bombeo que daba en el pecho.

—Solo si me prometes que tú también harás lo mismo —fijé mi mirada en sus ojos miel.

La comisura de sus labios se elevaron a medida que los míos también.

—Te lo prometo.

Martes, 22 de septiembre del 2020.

00:53

—Y así fue cómo me caí por las escaleras —reí.

—Eres muy torpe —respondió también riéndose.

Había pasado más de media hora y sólo hablábamos de anécdotas y teorías que creíamos. No sé cómo pero el tiempo se me pasó volando. Damián era un chico interesante, algo cabezota, pero alguien bastante maduro para su edad. Cada vez que me hablaba de algo que le hacía ilusión sus ojos se iluminaban por completo haciéndome sacar una dulce sonrisa, pues se me hacía tierno verlo así.

—Sigo sin creerme todavía que no te hayas visto nunca El Show de Truman —llevó la mano a su pecho, ofendido.

—Ya te dije que.... —no me dio tiempo de contestarle cuando escuché una puerta abrirse.

—¡Qué hacéis aquí vosotros dos! —chilló una enfermera con un gran moño en su cabeza y unas gafas colgando de su cuello—. ¡Son casi la una de la madrugada!

Miré fijamente a Damián con los ojos abiertos de par en par asustada, mi corazón en esos momentos parecía que iba a salir de mi pecho y ya podía notar una pequeña gota de sudor frío cayendo por mi columna vertebral. No podía respirar y una punzada en el pecho llegó sin avisar.

Me imaginé que nos iba a pasar, cómo iba a reaccionar mi madre tras saber lo que estaba viviendo ese instante...Sobrepensé tanto que tuve que tomar aire un par de veces porque mi cuerpo comenzó a temblar.

En ese momento no sabía que hacer, me quedé paralizada y pude notar como mis pies se anclaron en el suelo, ya me estaba imaginando el momento en el que tendríamos que pedirle perdón a la robusta enfermera que venía hacía nosotros.

Pero Damián me hace cambiar de opinión, pues en menos de un segundo tomó mi mano y con una sonrisa enseñándome sus perfectos hoyuelos, gritó:

—¡Corre!











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