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28. Avenoir

"El deseo de poder hacer que la memoria avance hacia atrás."

Damián.

Viernes, 1 de enero de 2021.

06:51

Marina.

Marina.

Marina.

Qué bonito sonaba su nombre, ¿verdad?

Aún así decidí llamarla ladrona. Una torpe ladrona que no sólo me robó aquel sobre de azúcar, sino que consiguió robar también mi estúpido y aturdido corazón. El Damián de hace unos meses estaría dándome fuertes bofetadas en mis mejillas dejándolas con moratones, y seguro que estaría gritándome a la cara que soy un adolescente hormonado más, buscando frases en pinterest para dedicar, por lo que acababa de decir. Pero no me arrepentía de aquello en absoluto. No me arrepentía de haber conocido a Marina. La chica más seria y fría que había conocido en mi vida pero aún así descubrí que una vez la conocías y quitabas su armazón era la verdadera Marina.

Era diferente, destacaba entre las demás con su propia esencia, aunque no se diese cuenta, y eso era lo que más me gustaba de ella. Su sencillez.

Odiaba que le mirasen fijamente a los ojos aunque ella lo hiciese. No le gustaba alardear de las cosas que tenía ni mucho menos publicarlo en redes sociales. Le desagradaba los tomates, hasta tal punto que me hacía reír cuando se daba cuenta que su hamburguesa las llevaba. Amaba discutir de cualquier debate hasta que nos diesen las tantas de la madrugada...

Es jodidamente preciosa no te cansas de mirarla, aunque siempre te lo reprochará por habérselo dicho.

Me encantaba cada vez que trataba de peinar su cabello aunque al final no pudiese. O cada vez que se enojaba porque le interrumpían. Adoraba tocar su piel viendo como sus mejillas se tornaban a un color rojizo. La miraba con ese precioso brillo que siempre tenía y me podía quedar embobado por horas, sus ojos me hipnotizaban. Amaba la sensación que me transmitía cuando la abrazaba y la sentía en mí.

Me había perdido en la calma que emanaba. En su enorme corazón y valentía. En su seguridad. En sus labios que me sabían a paraíso.

Una estúpida sonrisa salió de mi boca por todo lo que estaba diciendo. Pero rápidamente desapareció cambiándose por un sentimiento de culpabilidad imposible de hacer desaparecer. Mi mente me estaba torturando en aquel instante, necesito verla, escuchar su voz...

Tenía que haberla obligado a quedarse conmigo...

Si no le hubiese dejado ir, no estaría aquí...

Todo es por tu culpa...

Sacudí mi cabeza evadiendo esos pensamientos pero era imposible. Noté una punzada en el pecho por todo el miedo que estaba aguantando. Tenía mis dedos casi en carne viva y no me quedaba uñas que morder.

El hospital no era el lugar favorito para ninguna persona y posiblemente, para los enfermeros y médicos también. Encontrar cada instante una persona nueva entrar por las puertas de urgencia, buscando ayuda, gritando o incluso a punto de desmayarse no era agradable de ver.

Pero si es justo lo que hiciste al llegar. Soltó mi subconsciente.

Moví los ojos de un lado a otro intentado distraerme con cualquier tontería que hubiese ahí.

Las plantas.

Los incómodos asientos.

Algunos familiares esperando.

Marina.

Siempre volvía a mi cabeza sin dejar que me distrajese por un mísero segundo.

Bufé agotado y miré mi reflejo por uno de los azulejos que había. Unos enormes sacos se escondían debajo de mis ojos y tenía los labios tan secos que a nada podían resquebrajarse, me sentí débil en aquel instante.

No era capaz de imaginarme una vida sin ella. Y simplemente el hecho de quedar en la incertidumbre de no saber que pasaría con ella me mataba por dentro.

Quise regular mi respiración, pero la ansiedad se iba intensificando. Agustín se pasó hace unos minutos para darme un tila, pero no era capaz de relajarme ni con eso.

Me dolía respirar.

Me acerqué a las grandes puertas que marcaban UCI asomándome a los cristales que dejan ver el interior. Pero para mi mala suerte no había nadie.

—¿Dónde está mi hija? —trató de decir totalmente exaltado.

Me concentré en la voz y giré hacia su dirección. Un señor de unos 50 años desconcertándome mirando nervioso a su alrededor.

Era su padre.

Al ver al hombre algo asustado decidí acercarme a él. Ningún enfermero se acercó en aquel momento y quise intervenir.

—Está en UCI. Me han dicho que pronto despertará —contesté en un tono suave. Nunca había entablado conversación con este hombre y no iba a mentir que sentía mis nervios a flor de piel.

El hombre se giró buscando mi voz hasta agachar la mirada para encontrarme. Por un momento noté que mi espalda dolía más de lo que pensaba intenté arquear mi espalda provocando una serie de crujidos en mis huesos que llegaron a aliviarme.

Estar 5 horas metido en el hospital no era algo que me agradase.

Pero si estuviste 5 años ingresado.

Es lo mismo.

—Gracias... —me miró desconfiado—. ¿Quién eres?

Carraspeé para poder aclarar mi voz.

—Damián. Soy Damián.

Su expresión cambió por segundos, pasó de estar preocupado a poner una mueca de enfado que incluso me hizo retroceder, pero la maldita silla no me dejaba mover.

—¿¡Eres tú el niñato que no deja a mi hija!? —me señaló llamando la atención a todo el que estaba en la sala de espera. Hizo un mohín de desagrado.

Apreté mi mandíbula tras su grito y reprimí algunas palabras que le hubiese soltado. Al ver que no hablaba volvió a decir:

—Nos lo ha dicho Esther —escupió.-Esther nos ha dicho que se había quedado contigo la nochevieja...¡Y si no hubiese sido por ti ahora mismo no estaríamos aquí y mi hija metida en UCI sin saber qué coño le pasa!

Mi voz no salía. No era capaz de formular cualquier palabra en aquel momento. Esto era malditamente doloroso.

¿Qué me pasaba?

—Yo n-no... —tartamudeé notando como mis ojos se cristalizaban

—¡Tu puta culpa! ¡Si ella no te hubiese conocido nada de esto habría pasado! —espetó rojo de la rabia. Vi como rápidamente llevó una de sus manos a mi dirección a punto de pegarme, cerré los ojos con fuerza por inercia e intenté defenderme tapándome con mis brazos.

Di un irritado suspiro por lo bajo pero en ese momento noté que mi alrededor desapareció quedando yo sólo en un mísero espacio en blanco. Escuchaba como mi respiración se agitaba cada vez más y me costaba mantenerla. Pestañeé varias veces para ver dónde estaba. Pero no veía nada.

Giré a mi alrededor sin nada que encontrar.

—Joder —susurré.

—No tienes la culpa, Damián —escuché una voz que reconocía la perfección a mis espaldas.

Giré y la vi.

Marina.

Llevaba la ropa que tenía cuando me despedí de ella.

Mi garganta comenzó a escocer tras ver como su sonrisa se ensanchaba cada vez más. Me acerqué a ella, quería abrazarla.

—No. Para —hice caso a lo que dijo dejándome confundido.

—Marina...

—Tranquilo, estoy aquí.

—¿Estoy muerto?

Observé como frunció el ceño.

—Claro que no, Damián —rio. Como me gustaba escuchar su risa...

—¿Y tú? Estás viva, ¿verdad? —le miré desconfiado.

Asintió dándome una sonrisa cálida. Me tranquilicé mentalmente. Pero volví a recordar todo lo que había, incluso las últimas palabras que me dijo su padre. Apreté mi mandíbula con fuerza, y aunque doliese no me importó.

—Lo siento, Marina —las lágrimas comenzaron a mojar mis mejillas.

—No, Damián. No te disculpes, no tienes la culpa —repitió dándome una dulce sonrisa—. Fui muy cabezota y no te escuché...No hagas caso a las palabras de mi padre —sus ojos comenzaron a cristalizarse—. Está asustado, nada más. No lo está diciendo en serio.

Si antes estaba confundido, en ese momento lo estaba más.

—Pero se ve enfadado, ladrona. No sé que hacer.

—Escúchame. Dile todo lo que me ayudaste y lo feliz que he sido contigo. Recuérdale las veces que me has tenido que decir que viva mi vida sin la opinión de ellos, de mis padres —vi como soltaba las palabras con dolor—. Cómo me has hecho abrir los ojos y a confiar más en mí. Repítele las veces que te has quedado conmigo cuando nadie creía en mí y conseguiste hacerme sacar una sonrisa.

Asentí efusivamente.

Una voz ronca comenzó a escucharse en modo de eco.

—¡Damián! ¡Damián! ¡Quieres abrir los ojos, pedazo de tonto!

Era la voz de Agustín. Noté una fuerte sacudida en mis hombros haciéndome marear.

—No me quiero ir —negué asustado sin dejar de mirar a Marina.

—Tienes que irte.

—No te vayas, ladrona —me acerqué pero al mismo tiempo ella se alejaba de mí.

—Hasta luego, Damián.

Noté una fuerte bofetada que me hizo abrir los ojos volviéndome a la realidad, pero tuve que cerrarlos de nuevo por la luz brillante que me cegaba. Sentí mis mejillas mojadas, tuve que coger aire para de nuevo encontrarme en la misma sala de estar donde estaba hace unos minutos.

¿Cómo pudo haberse sentido tan real?

—¡Damián, me habías asustado, joder! —se puso enfrente de mi Agustín analizando mis expresiones. Sacudí mi cabeza varias veces notando un fuerte bombeo dentro de ella—. ¿Estás bien? ¿Te ha hecho algo?

Negué aturdido. Dejé de prestar atención en él a pasar a tenerla en el padre de Marina, que luchaba contra un par de enfermeros que les pedía que se tranquilizase. Mordí el interior de mi mejilla tratando de mentalizarme que no pasaría nada malo.

—¡Soltadme! —intentó zafarse del agarre de uno de los enfermeros, pero justo llegó la madre de Marina con los ojos llorosos junto con su hermana, que se escondió en las espaldas de ella.

—¿Qué está pasando aquí? —exclamó abriendo sus ojos de par en par a la dirección de su marido.

Sus ojos estaban hinchados, había llorado mucho. Mi piel se erizó, tenía el presentimiento de volvería a gritar como un loco.

—Señor, tiene que salir fuera —aconsejó uno de los médicos al ver tan agitado al padre de Marina.

—Vale, pero soltadme —contestó ya en un tono más calmado.

Los enfermeros dudosos de que volviese a llamar la atención lo soltaron. Tuvo que darse un leve masaje en los hombros para poder recomponerse, movió su cabeza a su alrededor tratando de buscarme

Hasta que me encontró.

Su mirada estaba fija en mí. Mientras tanto yo, seguía anclado en el suelo sin saber que mierda hacer. Noté en uno de mis hombros la mano de Agustín a mi lado, tranquilizándome.

—¿Cómo está mi hija? —dijo la madre de Marina notando la tristeza en su mirada. Agustín se adelantó

—Está bien —mi corazón dio un vuelco en aquel momento—. Pero hasta que usted —señaló al padre de Marina respondiendo de manera tajante—, no salga y se tranquilice, no le informaremos de nada más.

Vi una de sus venas asomarse en su cuello y eso me hizo entender que estaba más que enfadado, intentó tranquilizarse y maldijo por lo bajo. El padre de Marina resopló, asintiendo de mala manera. Agustín despareció de mi campo de visión, suponía que iría a ver a Marina.

—Voy contigo, Luis —se ofreció su mujer agarrándole del brazo casi a punto de tambalearse de los nervios.

Ahora es el momento.

Escuché la voz de Marina.

Tomé aire un par de veces como si de alguna manera me tranquilizase y hablé:

—Esperad —me atreví alzando la voz justo cuando vi que desaparecían al llegar a la esquina. Ambos se giraron a mi dirección, aunque la madre me mirase con cierto cariño, recordándome a Marina, el padre seguía sin borrar su expresión de enfado.

—¿Qué ocurre, Damián? —preguntó la mujer extrañada. Agarró con fuerza el brazo de su marida, para evitar que volviese a hacer lo que hizo hace unos minutos.

Analicé una vez más las palabras que me dijo Marina, pero sabía que al final me acabaría olvidando de aquello. Nunca me he considerado una persona habladora, es más prefería quedarme callado que hablar cuando no tenía nada nuevo que decir.

Pero aún así lo hice por Marina.

—Admito que tengo la culpa de todo lo ocurrido —apreté los labios. Joder, como dolía—. ¿Pero sabes qué? —centré mi mirada a la del padre—. Gracias a mí, Marina es quien es ahora. La verdadera persona que merece ser. Sin padres que les obliguen a coger el camino que ellos quieren y sin dejarle decidir por ella misma. Marina ha vivido escondida durante todo este tiempo por culpa de ustedes. Pero me conoció y descubrió que no todo en esta vida tiene que ser seguir reglas y obedecerlas a la perfección. Quiero a Marina más que a mi propia vida y eso no lo podéis discutir. Y agradezco al destino, futuro, Dios o cualquier cosa que haya escrito mi vida por haber puesto a Marina en mi camino. Así que sí, soy culpable de que esté aquí. ¿Pero sabes de lo que no soy culpable? De hacer infeliz casi una vida entera a una persona por no dejarle ser quien debe ser.

Joder, qué bien sentaba esto.

Incredulidad. Era lo único que podía ver en los ojos de ambos.

Mi corazón iba a mil y mis manos por un momento comenzaron a temblar como nunca, de pronto mis ojos ardían y las lágrimas retenidas salieron sin permiso, de nuevo. No quise mirar sus reacciones, ya tenía suficiente con lo que había ocurrido, por lo que agaché mi cabeza tomando la silla de ruedas que me llevaría de nuevo a la sala de espera.

Me desplomé en la silla de ruedas. Estaba cansado, agotado. No podía soportar el peso de mi cuerpo. Justo en ese instante recordé que se me habían olvidado las pastillas para los vómitos. Cubrí mi rostro notando la fatiga aparecer en mi cuerpo.

—Wow —escuché a mi lado.

Abrí los ojos con pereza encontrándome el rostro de Amelia. Se parecía tanto a Marina que había gente que llegaba a confundirlas por mellizas aunque se llevasen casi seis años.

—Eso ha estado...Wow —volvió a decir.

—¿Wow? —reprimí una sonrisa.

—No puedo creer que le plantases cara a mi padre.

—Sólo le he dicho la verdad —contesté quitándole importancia.

—Y vaya que has tenido razón.

Dudé por un segundo.

—¿Tú lo sabías?

—Sí y no.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Marina, no estuvo bien hace unos meses antes de conocerte. Sabía que estaba actuando, que no era ella. Quería aparentar ser feliz, estudiar lo que le gustaba pero no era así —su mirada se iba volviendo más entristecida a medida que hablaba.

Me acomodé a la silla, prestando atención en todo momento.

—Estaba apagada. No quería salir, siempre estaba encerrada en las cuatro paredes de su habitación, apenas tenía amigos incluso ni quería, había días en los que ni me atrevía a hablar con ella porque sabía que la encontraría llorando en su habitación —carraspeó queriendo buscar las palabras que soltar —, no estaba bien.

Me quedé en shock.

—No... —continué lentamente. ¿Cómo no fui capaz de haberme dado cuenta antes? Cada vez que le decía para salir y no quería, utilizaba la excusa de estudiar. O cuando sus padres les obligaban a ir a fiestas para socializar. Apenas le motivaba nada, siempre encerrada en ella misma. Todo me cuadraba.

—Pero gracias a ti, mejoró. No sabes cuantas veces me hablaba de las locuras que hacíais —dio una sonrisa de oreja a oreja—. Era como si por arte de magia aparecieses en su peor momento y la ayudaste a salir. Eso es increíble, Damián.

Finalizó con ello. De nuevo mi vista se nubla y me abracé a mi mismo. La mano de Amelia viajó a mi brazo acariciándolo de arriba a abajo. Mi cuerpo comenzó a temblar ante los recuerdos y una vez más me sentí mal.

En ese momento era yo quien tenía miedo. Miedo de perderla.

—¿Familiares de Marina del Águila?

Sacudí mi cabeza disimuladamente y miré a la dirección donde estaba la enfermera. A mi lado vi como Amelia se levantaba decidida y caminamos hacia la mujer que apretaba un cuaderno a su pecho, nos miró por encima de sus lentes algo desconfiada. El silencio fue interrumpido por Amelia:

—¿Está bien? —indagó sorbiéndose la nariz.

La enfermera asintió varias veces.

—Acaba de despertar —el nudo de mi estómago desapareció por completo. Mi gesto se suavizó al escucharla—. Ha tenido un accidente cerebrovascular por lo que debéis tener cuidado, está todavía atemorizada. Estamos haciéndole algunas preguntas para ver si su cerebro funciona bien, pero podéis entrar igual.

Esbocé una sonrisa de lado.

Solté un suspiro de alivio. Amelia y yo caminamos con la intención de dirigirnos a la habitación de Marina, pero la voz de la enfermera nos hizo parar.

—Sólo puede entrar uno.

Paré en seco. Después de eso, me quedé aturdido ante lo susodicho.

Guardé silencio por un momento. Claro que quería entrar y verla, tenerla en mis brazos y decirle lo mucho que la quería. Pero Amelia era su hermana y tenía prioridad ante todo.

Me eché hacia atrás dándole paso para entrar pero un rápido movimiento de ella, me hizo detener. Su mano se encontraba sujeto a mi brazo haciéndome impedir seguir llevando la silla de ruedas. Aturdido esperé una respuesta, pero sus labios seguían unidos entre sí sin mostrar ninguna expresión.

—¿Qué haces? Entra.

Poco a poco vi como me enseñaba su sonrisa muy parecida a la de Marina, algo burlona aunque no lo tomé en cuenta. Pestañeó unas cuantas de veces de una forma graciosa. Amelia dio un paso hacia mí.

—Entra tú.

Reí nervioso.

—No, no, no. Tú eres su hermana, y tus padres si se enteran...

—Entra.

—Tus padres...

—Da igual, les diré que tenían que hacerle una revisión más a Marina. No les contaré nada —guiñó su ojo—. Ahora ve, seguro que te estará esperando.

Me sonrió cálidamente. Asentí casi temblando de los nervios y sin pensarlo más, tomé la silla de ruedas sosteniéndolas con fuerzas. Y automáticamente me dirigí hacia la habitación de Marina. Pero volví a parar en seco dejando sonar un chirrido molesto por el roce de las ruedas contra el suelo.

Giré encontrándome la mirada confusa de Amelia hacia mi.

—Gracias —susurré.

Observé cómo volvió a sonreír achinándose sus ojos.

Me decidí por una vez llegar a la habitación, a la que conseguí entrar gracias a la enfermera de hace unos minutos. No iba a negar que mi corazón estaba a punto de salir del pecho. Por fin la podría ver, ya nada iba a salir mal sabiendo que ella podría estar a mi lado.

Una disimulada sonrisa apareció en mis labios justo antes de escuchar a la enfermera:

—Es aquí. Ten cuidado de no hacer mucho escándalo, recuerda que acaba de levantarse —me indicó la chica señalándome la habitación.

Esto era más difícil de lo que creía. Tomé todo el aire que podían tomar mis pulmones, pero al segundo tuve que toser. Agarré mi pecho con fuerza. Me dolía. Se me olvidó que mis pulmones estaban tan mal que no era capaz de respirar como una persona normal.

Me deshice de los pensamientos que tenía en mi cabeza y solo me centré en una en aquel instante.

Marina.

Me asomé a la puerta que estaba completamente abierta dejando pasar una suave brisa fría. Ya estaba comenzado a amanecer y el sonido de los pájaros se hacia presente. Vi a Agustín, apoyado en una de las mesas que se encontraban mirando yo que sé. Pero en cuanto notó mi presencia me indicó un gesto para que entrase.

—¿Y cuántos años tienes? —me encontré con la figura de Isabel que me saludó disimuladamente con su reconocida sonrisa.

Analicé la habitación. Era muy parecida a la que tuve durante los cinco años en los que estuve ingresado. Una oleada de recuerdos llegó a mi mente. Las primeras quimioterapias, radioterapias, los chutes de medicamentos que tenía que ingerir cada día, mis llantos por cada dolor que sentía en parte de mi cuerpo...

—Dieciocho —susurró casi adormilada.

Su par de ojos color café me miraron con cautela.

—Perdiste mucha sangre —comentó Agustín mientras revisaba las analíticas—. Has tenido suerte, Marina —sonrió apenado Agustín.

Casi solté un jadeo al verla.

Tuve que parpadear un par de veces para creer lo que estaba viendo. Desvié la mirada algo asustado, Marina no había reaccionado al verme. En ese momento noté un fuerte pinchazo en mis sienes, me masajeé intentando disimular el dolor.

Se sintió como un balde de agua fría.

¿Estaría enfadada conmigo?

Comencé a fijarme desde arriba, acostada en la cama con una venda rodeando su cabeza, un par de gasas alrededor de su rostro. Uno de sus ojos tenía un leve hematoma. Después todo su torso estaba cubierto por un pijama. El mismo pijama incómodo que dan en el hospital cuando te ingresan. Estaba blanca, aunque ella de por si ya tenía una tez clara, pero hoy podía observar las venas recorriendo su rostro.

Mis ojos se posaron en sus piernas, la cual una de ellas tenía una escayola.

Se la habrá roto.

—¿Y qué estudias? —seguía cuestionando mientras revisaba sus ojos con una pequeña lámpara. Por reflejo los cerró, pero a los segundos, tras haberse acostumbrado volvió a abrirlos.

Los ojos de Marina seguían fijos a los míos. Con dificultad trató de acomodarse pero maldijo por lo bajo al sentir dolor. Mis ojos se cristalizaron, me sentía tan impotente y mediocre al verla ahí, acostada en esa incómoda camilla por no haber hecho nada para pararla en aquel momento en el que salió con su bicicleta.

—¿Marina? —repitió Isabel al ver que no formulaba ninguna palabra.

Volvimos a mirarnos el tiempo suficiente para llegar a notar que mi corazón diese un vuelco. Logré ver como sus labios se movían queriendo hablar. Disimulé mejor de lo que creía mi nerviosismo.

—No sabía que había enfermeros con solo una pierna —rio en un tono burlón dejándome ver su preciosa sonrisa. Cuánto extrañaba verla así. Solté un suspiro de alivio al sentir la calidez de su mirada.

Mi sonrisa se ensanchó al ver como su expresión adolorida despareció por completo de su rostro. Mordí mi labio inferior casi a punto de notar las lágrimas caer por mis mejillas.

—El golpe de la cabeza te puso más graciosa, ladrona —me limité a responder mientras me acercaba a ella con confianza.

Quería tomar su mano, quería notar su calor.

Pero en cuanto vio que estaba a poco metros de ella, se alejó frunciendo el ceño. Provocando que yo también lo hiciese. Me sentí incómodo al notar su mirada sobre mí. Esta vez no me miraba con dulzura, cariño o amor, su mirada era más de confusión.

¿Qué estaba ocurriendo?

—Te equivocas, no soy ladrona —me mostró una sonrisa temblorosa—. Soy Marina.

Reí sin humor.

—Claro, ya lo sé —afirmé. Desvié la mirada a Isabel y Agustín, que se miraban sospechando algo—. Y yo Damián.

—Encantada —sonrió tímidamente.

Mi sonrisa se esfumó en cuestión de segundos. Aparté la mirada de su perfil para fijarla en Agustín que fruncía el ceño sin saber lo que ocurría.

—Marina, ¿no sabes quién es Damián? —se acercó Agustín acariciando cariñosamente el pie de Marina intentando tranquilizarla. Podía ver sus latidos en el monitor que estaba a su lado, cada vez iban con más rapidez, subiendo la presión arterial.

—Sí —solté un suspiro aliviado—. Es el chico que estaba en la habitación de enfrente a mi tía. Cuando la ingresaron. No paraba de mirarme desde su habitación.

Mi respiración paró en aquel instante.

Volví a repetir.

¿Qué mierda estaba ocurriendo aquí?

—Ladrona...

—Te he dicho que me llamo Marina —contestó poniendo la característica mueca que solía poner cuando algo le enfadaba. Vi que agarró con fuerza las sábanas entre sus manos arrugándola.

—Marina, ¿recuerdas que hiciste ayer? ¿O hace un par de días? —se levantó Isabel algo sobresaltada tratando de saber si sus sospechas eran ciertas. Apreté los labios deseando que todo esto fuese una simple confusión, que Marina me recordaba.

Miró al techo pensativa para negar con seguridad. Las manos me cosquilleaban con intensidad a medida que pasaban los segundos. Giré mi cabeza sorprendido al escuchar un gruñido por parte de ella.

Cerró los ojos con fuerza sujetando su cabeza.

—No, no, no... —negó repetidamente—. ¿Por qué no me acuerdo? ¡Joder!

Mi alma dolió al verla así. Me eché hacia atrás sintiendo un leve ardor en mi garganta.

La respiración de Marina se estaba volviendo más agitada, hasta comenzar a escuchar un largo pitido en el monitor. Llevó su mirada asustada hacia Isabel, su pecho comenzó a bajar y a subir con rapidez.

—Me estoy asustando —sus ojos se cristalizaron al chocar con los míos.

Por un momento no supe que podría hacer, siempre intentaba ayudarla, pero ahora que no me reconocía, ¿qué podía hacer?

De nuevo un molesto e irritante pitido sonó con más fuerza, haciéndome sobresaltar, proveniente del monitor llamó la atención a los enfermeros que había en la habitación. Mis ojos se movieron a mi alrededor notando que mi respiración se volvía más agitada a medida, que más enfermeros se acercaban a ella.

—Está subiendo la presión —respondió uno de los enfermeros que llegó. Su respuesta me tomó desprevenido. El sonido estridente del monitor me sonsacó por un momento.

Marina.

Marina.

Marina.

—¡Traedme betabloqueantes! —gritó Isabel, acostando a Marina intentándola tranquilizar. Su cuerpo comenzó a temblar a medida que los enfermeros se acercaban a ella.

Sabía que eso no le gustaba. Que hubiesen tantas personas a su alrededor la agobiaba. Pestañeé demasiado rápido consiguiendo que mi vista se nublase a los segundos.

Agustín se acercó sin pensarlo hacia mí. Tomando de los manillares de mi silla para poder sacarme a fuera. Intenté con casi todas las fuerzas que tenía zafarme de su agarre, pero en aquel momento no tenía suficiente energía para hacerlo.

—¡No! ¡Quiero estar con ella! —exclamé girando mi cuerpo.

Cerró la puerta tras de él y con rapidez di media vuelta para encontrarlo de frente. Un par de gotas de sudor bajaban por su frente.

—¿Qué está pasando? —mi labio inferior comenzó a temblar indicándome que en poco tiempo volvería a llorar. Las lágrimas amenazaban con salir de mis ojos.

—Damián, tienes que salir —respondió con brevedad.

Negué seguidamente.

Ni de coña me iría.

—No hasta que me digas que está pasando.

Agustín me miró detenidamente, sabiendo que me lo tendría que contar. Era bastante infantil lo que estaba haciendo por mi parte, pero sabía que él me entendía. Su mano reposó sobre mi hombro. Ya estaba acostumbrado a esto.

Cada vez que lo hacía era para darme una mala noticia.

Cuando falleció mi madre.

Cuando me contó el suicidio de mi padre.

Cuando me dijo que mi salud empeoraba.

No soportaría que me volviese a hacer lo mismo, pero de nuevo la mano en el hombro ya me indicaba que algo malo pasaba.

—Creemos que es un signo de amnesia.

Por un instante el tiempo se paró. Amnesia. Pérdida de memoria.

¿Me había olvidado?

Negué furiosamente. Me centré en mi respiración, que estaba más agitada de lo normal.

—¿Amnesia? ¿Ha perdido la memoria? —intenté formular pero mi voz se rompió a los segundos.

No podía llorar, apenas me quedaban lágrimas en aquel instante, todavía seguía en shock. Mi ceño se frunció a la espera de que él prosiguiese.

—Cuando se pierde la memoria totalmente es alzheimer. Pero en el caso de Marina, es diferente. Sólo ha perdido una pequeña parte de los recuerdos, y posiblemente haya sido de estos últimos meses.

Mi cuerpo se congeló en aquel instante y sentí la impotencia viniendo a mi cuerpo. Todo lo que vivimos pasó por mi cabeza en cuestión de segundos. Todos y cada uno de nuestros recuerdos, que ahora mismo no vive en nuestras mentes, solo y únicamente en la mía.

—No puede ser...No, por favor. Agustín, dime que esto es un sueño —intenté decir, parecía en ese momento un niño pequeño que pierde aquello que más quiere, como si se lo hubiesen arrebatado sin permiso.

El dolor en mi pecho me estaba consumiendo.

—Lo siento mucho, Damián.

Golpeé con fuerza la puerta que permanecía cerrada hasta sentir un fuerte ardor en mis nudillos. Apreté mis ojos con fuerza. Todo se hizo silencio, no escuchaba nada. Solo mi propia respiración y mi llanto. Mis manos estaban frías y la primera lágrima cayó.

Comencé a gritar todo lo que pude, escuchando un fuerte eco que se dejó oír por todo el solitario pasillo del hospital. Mis nudillos dolían, había sido tan fuerte el golpe que llegó a sangrar.

Todo me daba vuelta, mi cabeza no era capaz de asimilar todo en ese minuto.

—¡Damián, para! —escuché la voz de Agustín a mi lado.

La perdí. Perdí todo lo que habíamos construido entre nosotros. ¿Cómo volvería a acordarse de todos los momentos que vivimos? ¿Cómo recordará nuestro primero beso? ¿O aquel te quiero ? ¿O todas las veces que se quedaba profundamente dormida en mi pecho mientras leía? ¿Cómo recordará aquella vez que bailamos en la azotea? ¿O todas la veces que salimos corriendo para evitar que nos pillasen?

—Se puede recuperar, ¿verdad? Volverá a recordarlo todo antes de que me vaya.

—Es muy difícil, Damián. Tiene que hacerse de manera progresiva, gradual...Y eso puede llevar semanas, meses e incluso años. No quiero desanimarte, pero es casi imposible en tan poco tiempo —Agustín me miraba con tristeza, y por primera vez en mucho tiempo vi que que sus ojos comenzaron a cristalizarse. Sabía que él quería que estuviese bien, que tuviese esperanzas porque todo saldría bien, pero no podía.

No.

Quedan 999 grullas, es casi imposible.

Nada es imposible.

Recordé las palabras de Marina, cuando se quedó conmigo aquella noche antes de que me diesen la noticia de la metástasis.

Nada es imposible.

Nada es imposible.

Nada es imposible.

Y me juré en aquel momento que haría todo lo posible para que Marina recuperase la memoria.

Para que me recordase como siempre lo ha hecho.








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