2. Serendipia
"Hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual."
Lunes, 21 de septiembre de 2020.
16:45
—¿Cómo puede ser tan guapo David? —suspiró con suavidad mirando al cielo. Iba de camino a mi casa. Ya había salido de la universidad junto con Esther.
—Estás loca —negué enseñando una sonrisa sin separar mis labios.
Subí las gafas que caían sobre mi nariz. Tenía miopía y eso me impedía muchas veces ver con claridad cada vez que no llevaba las gafas puestas...Para mi, ese pequeño objeto me ayudaba muchas veces a no caerme de cualquier escalón.
David había intercambiado algunas palabras con Esther. Le pidió varios apuntes y esta no se lo pensó dos veces antes de responderle.
La pelirroja se pasó toda la mañana repitiéndome todo lo que le dijo aquel chico de ojos verdes.
—¡Y me tocó el hombro, Marina! —dio pequeños saltos alrededor mía.
—Esther, sólo te ha pedido los apuntes de la última clase —agarré sus brazos para que se relajase.
—¡Me da igual! —tomó mis manos y las apretó con fuerza—. Creo que somos almas gemelas.
Me vino justo en ese instante la historia del hilo rojo. Una creencia de Asia occidental. En ella habla algo parecido a lo de las almas gemelas, es decir, que cada uno tiene en su dedo meñique un hilo rojo, que está unido a su alma gemela. Este hilo es invisible y conecta a aquellas personas que están destinadas a estar juntas.
Yo en cambio, creía que mi hilo rojo estaba algo desordenado...Pero esto no significaba nada malo. Hay veces que ese hilo te hace creer conectar con tu alma gemela, pero al final no es así, o simplemente ese hilo puede conectar contigo mismo, y formar tú sola, tú propia alma gemela sin necesitar a otra persona más que te complemente. Y también es bonito.
¿Y si nunca encuentras al amor de tú vida? ¿Y si me pasé toda la vida buscando a quien creía que era mi amor y no me daba cuenta de que lo tuve enfrente? ¿Y si las personas comenzaban a hablar de mí por no tener pareja?
Me hundí en mis propios pensamientos. Nunca había tenido novio, ignorando aquella vez que me besé con un chico en la guardería porque me echó tierra encima y me dijo que lo hizo porque le gustaba. De todos modos no sabía si llamarle a eso beso, porque ni me acordaba a la perfección del momento ni del lugar.
Y es que el problema era que nunca me había interesado nadie. Era como si por un instante no me viese capaz de amar a alguien con tanta intensidad como otras parejas que veo.
Mi madre conoció a mi padre cuando apenas tenían quince años y ahí están, amándose como el primer día. Aunque eso no quitaba que hubiese discusiones de por medio, pero trataban de solucionarlos. Cada mañana me levantaba viéndolos, apoyándose el uno al otro. Despidiéndose con un cariñoso beso en los labios. Abrazándose cada vez que uno de ellos se decaía.
Pero me di cuenta que todo esto que sentía era miedo. Miedo de aferrarme tanto a alguien que no sea capaz de separarme de él. Y ojo, no estaba hablando de dependencia. Estaba hablando de acostumbrarme a su paz, a su olor o tranquilidad. Varias veces me he imaginado cómo sería sentir eso, si estaba preparada o es que la vida no veía el momento oportuno para que pudiese sentirlo.
Mi madre siempre decía que el amor estará ahí, pero con las puertas cerradas, y yo tenía que buscar las llaves para abrirlas...Pero es que a mi ya me había dado pereza estar tanto tiempo buscándolas que me rendí.
18:34
Iba tarde, joder.
Con la respiración entrecortada conseguí llegar, fui corriendo todo lo que mis piernas permitían, pues quedé con mi madre a las 18:00 y ya me estaba imaginando el grito que me iba a pegar...
"Hola mamá, he llegado tarde porque me quedé encerrada en el ascensor"
Suena creíble aunque fuese todo mentira.
Pero justo en ese momento, mientras estaba enviándole un mensaje de texto a mi madre con toda la rapidez que podía hacerlo, no estaba del todo atenta hacia donde iba, y por culpa de eso choqué con uno de los enfermeros que había, cayéndose mis apuntes de psicología que llevaba.
—Joder, lo siento... —suspiré avergonzada, cogiendo mis apuntes del suelo. El temblor de mis manos me dificultaba coger los papeles que cayeron.
El enfermero que apenas tendría unos treinta años, me miró con mala cara. Sus ojos me recorrieron de arriba abajo y me sentí más pequeña de lo normal. Me miraba con asco, repudio...Y las palabras no podías salir de mi boca.
—Si vas a venir a darte un paseito y a hablar por el móvil, te aconsejo que este no es el sitio adecuado —espetó mostrándome un semblante serio y creyéndose superior a mi.
Levanté una ceja, eché todo el aire que tenía dentro para evitar decirle algún insulto o ponerme a gritar.
Tomé con fuerza mis cuadernos.
—Ojalá viniese sólo aquí para darme un paseo —le contesté en un tono seco. Me quedé unos segundos manteniendo el contacto visual, para después seguir corriendo, no quería que me volviese a decir cualquier otra cosa.
Me sorprendí por el tono en el que se lo solté. Por un momento creí no haberlo dicho yo.
¿Qué mierda acabas de hacer? Riñó mi subconsciente.
Llegué agitada a la habitación de mi tía.
¿Y si no está mi madre? ¿Y si ahora no hay nadie en la habitación y me quedo sola? ¿Y si mi madre me riñe por llegar tarde? ¿Y si llega un enfermero diciendo que mi vestimenta es una mierda?
Toqué mi pecho con la mano notando el fuerte bombeo de mi corazón.
No encontré a mi madre, por lo tanto antes de entrar la llamé. Mientras que esperaba que cogiese el teléfono me apoyé en la pared, justo al lado de la puerta que daba con la habitación de mi tía, como si fuese un acto reflejo, volví a mirar al cristal de la habitación de enfrente del chico extraño.
Me sorprendió no verlo en su habitación, pues después de haberlo visto aquel día, siempre que iba a visitar a mi tía, lo encontraba sentado en su camilla, mirándome. Era imposible negar, que me gustaba que hiciese eso. Que tomase atención de mí por cada vez que pasaba delante de él. Sus ojos llenos de curiosidad y picardía me llamaban la atención.
Justo en ese momento, escuché cómo se abría la puerta que tenía a mis espaldas, colgué la llamada con torpeza, y de ahí salió mi madre.
—Hola mamá —saludé con una sonrisa forzada, tras haberle visto la cara enfadada.
—Tienes suerte de que ya sé que llegas tarde y le he pedido a mi jefe que se esperase un poco más —cruzó brazos y me enseñó con una pequeña sonrisa.
—Bueno pues ya que estoy te puedes ir ya, ¿no?
—Sí, entra. Tú tía hoy no está muy bien, he conseguido que se quedase dormida. Los médicos dicen que ha vuelto a decaer. Por lo tanto no te separes de ella hasta que despierte. Ten mucho cuidado hija. Me llamas con cualquier cosa —comentó susurrando para evitar que mi tía se despertase, en un tono nostálgico, pero ocultando su tristeza de nuevo con una sonrisa.
Lo podía ver en sus ojos, estaba muy cansada, había dejado su trabajo para estar todo el tiempo posible con mi tía. Y aunque ella no lo quisiera demostrar, yo sabía que cuando daba alguna excusa para estar sola, siempre aprovechaba para soltar algunas lágrimas. No era capaz de imaginar lo doloroso que podía ser ver a una hermana en una camilla, con miles de cables, sin poder moverse...Pensaba que ningún dolor se comparaba a este.
Yo sólo le respondí con una media sonrisa. Me despedí con un beso en la frente y se fue.
De nuevo vi a mi tía en la camilla. Se veía tan indefensa. El primer día fui incapaz de seguir viéndola, no quería volver a entrar en la habitación. Pero con el paso de los días me fui acostumbrando y me estaba haciendo a la idea de que la única manera de poder verla era así.
Sin hacer mucho ruido, me senté en uno de los sillones que había al lado de su camilla. Justo al lado de ella había una gran ventana donde podía ver el cielo. Las nubes grises cada vez se acercaban más y se hacían grandes. Parecía que iba a llover.
El único ruido que había en la sala era el sonido de las máquinas funcionando, algún que otro murmullo entre los enfermeros y el viento que había fuera en la calle, nada más. Podía escuchar la suave respiración de mi tía, mientras dormía.
Había una completa tranquilidad.
Yo aproveché esta situación de paz, para estudiar. Así que me coloqué los auriculares en mis orejas y me dispuse a escuchar música.
21:38
No supe cómo lo hice, pero me quedé dormida. Y justo en ese instante me desperté por culpa de un dolor de barriga grandísimo. No había comido nada desde el desayuno, y sólo almorcé una barrita energética. Y pues con las prisas se me olvidó llevarme algo para comer.
Justo en ese momento vi cómo mi tía se despertó también, comenzó a mirar a los lados desorientada hasta que me vio, pude ver cómo hizo un intento de sonreír.
—Hola, cielo —saludó, con unas grandes ojeras debajo de sus ojos color carbón.
No aguantaba más, llevaba semanas sin abrazarle. Entonces me levanté del incómodo sillón, para dirigirme hacia ella y darle un abrazo. Ella me aceptó con los brazos abiertos. Escondí mi cabeza en su cuello y un torrente de lágrimas inundó mis ojos. Ese abrazo no me lo daba con la misma fuerza del de hace unos meses.
Sentí en mi garganta un nudo, un nudo incapaz de deshacer. Agarré con más fuerza a mi tía con mis delgadas manos.
Aún así podía notar su calor, y en ese abrazo pensé...¿Con cuánta fuerza se podía dar un abrazo para llegar a demostrar el amor que contenemos?
Que bien nos vendría un abrazo que nos acomodase un poco. Que nos hiciese ver que no estamos tan rotos y solos...En mitad del abrazo escuché cómo la puerta se abrió, entrando una de las enfermeras con la cena para mi tía. Tras venirme el olor de la comida, me volvió a doler la barriga. Pero intenté disimularlo.
A partir de ahí estuve hablando con mi tía, mientras que ella comía, contándole las cosas que hacía en la facultad, las cosas que estudiaba y de cómo me iba la vida simplemente.
—Entonces estás contenta haciendo psicología, ¿no? —preguntó mientras llevaba a su boca un pequeño trozo de lechuga de su ensalada.
—Claro —murmuré, no muy segura de la respuesta.
Me señaló con el pequeño tenedor de plástico que llevaba en la mano.
—No lo estás del todo —aseguró.
—Me gusta la psicología, la mente, cómo funciona la cabeza...Pero estoy casi segura que no quiero dedicarme solo a la psicología —solté temblorosa mientras me acomodaba en el sillón. Vi como mi tía hizo un gesto extrañada por lo último que dije. Era la primera vez que lo contaba.
—¿Qué te gustaría hacer?
—Me gustaría ser escritora —suspiré emocionada—. Pero no sé si lo conseguiré...Además, no sé qué pensarán los demás cuando vean que me quiero dedicar a eso...Y no solo eso, ¿y si no seré lo suficientemente buena?
—Cielo, esto es muy propio de tú madre —hizo una pequeña pausa mostrándome una dulce sonrisa—. Nunca entenderé el miedo que tenéis al futuro si nunca os ha hecho nada.
—Pero el problema está en que siempre me dicen que tengo la vida por delante, que soy muy joven y puedo disfrutar, salir o entrar...Pero es que yo miro y no veo nada —musité peinando mi desordenado cabello.
—Ya lo sé, cielo. Escuché una vez como alguien decía que nuestra ansiedad no proviene de pensar en el futuro, sino de querer controlarlo. Y de tanto pensar en el futuro, se te olvida estar atenta del presente, y no vivirás lo que en un futuro querrás haber vivido —terminó tras comerse el último tomate que quedaba en su ensalada.
Pero justo en el momento en el que abrí la boca para contestarle, vuelve a hacer un rugido mi barriga, volviéndome a avisar que tenía hambre. Pero esta vez sonó más fuerte de lo que me esperaba y mi tía lo escuchó.
Ella no hizo otra cosa que reírse, y con razón. Yo me mordí inconscientemente el labio inferior de la vergüenza. Quería acabar de hablar con ella para ir a la cafetería a coger cualquier cosa para comer, pero parece que mi barriga se adelantó.
—Coge dinero de la mesilla y ve a la cafetería —respondió secándose las lágrimas que salían de sus ojos tras haberse reído tanto—. Yo voy a descansar de nuevo un poco. Así que si quieres después puedes quedarte fuera tomando el aire o salir del hospital, no me importa.
Asentí, cogí el dinero de la mesilla, y me despedí con un beso en la mejilla. Cerré la puerta con mucho cuidado y me dirigí a la cafetería.
22:02
Cuando ya había llenado mi barriga con lo primero que encontré en la cafetería, un zumo y un bocadillo, sin más, estuve un rato con el móvil, leyendo las noticias y hablando un poco con Esther.
Con el paso de los días comenzó a extrañarse de que no fuese a clases o tuviese que ir corriendo para coger el bus. Por lo que tuve la necesidad de contarle todo lo que ocurrió. Ella no hizo otra cosa que abrazarme y darme ánimos, cosa que agradecí. Incluso me ofreció llevarme al hospital cada vez que lo necesitase.
De un momento a otro sentí la necesidad de mirar a mi alrededor, ya se había ido mucha gente, y yo ya también estaba dispuesta a hacerlo. Pero de nuevo, volví a verlo, a unos metros, el extraño chico de la habitación de enfrente. Esa vez no me estaba mirando como de costumbre, observé cómo a su derecha había una silla de ruedas.
Será de otra persona.
Vi cómo no se estaba comiendo nada de la comida que había sobre la mesa e incluso la miraba con asco, movía la carne de un lado para otro con el tenedor, pero no se lo llegaba a comer. En ese momento entró uno de los enfermeros y se dirigió hacia él.
—Vamos, tienes que comer algo, no puedes seguir así —espetó preocupado el enfermero.
—Ya te he dicho que no voy a comer algo que no quiero y menos obligado —respondió tajante. Apoyó su cabeza en su mano cansado y sólo se dedicaba a mirar la comida de su plato sin ninguna expresión en la cara.
—Por Dios que es comida, y encima te he quitado más de la que había.
—Y si tanto crees que es comida, ¿por qué no te la comes tú?
Hablaba con tanta indiferencia que me sorprendió. Tenía la mirada perdida, y por su voz se le notaba cansado.
—¿A qué te meto la cuchara en la boca? —amenazó el enfermero.
—Atrévete a hacerlo —contestó con una mezcla de diversión y frialdad. Sus ojos oscuros miraban fijamente al enfermero y por un momento me pregunté cuánto tiempo aguantarían así.
—¿No ves que lo hacemos por tu salud? —interrogó frustrado.
—Bien pues si lo hacéis por mi salud, podríais... —paró justo en ese momento de hablar, pues se dio cuenta de que le estaba mirando.
Mierda.
No aparté la mirada, no quería. Tragué saliva y comencé a notar poco a poco mi rostro caliente.
Fruncí el ceño mientras él levantaba una de sus cejas y me enseñó una sonrisa juguetona, de todos modos seguía viendo cómo estaba molesto con el enfermero.
¿Y si me está mirando porque estoy muy despeinada? ¿Y si no me está mirando a mí? ¿Y si tengo una mancha de ketchup en mi boca y por eso sonríe?
—¿Te lo vas a comer o qué? —volvió a decir el enfermero al ver que no hablaba.
Justo en ese momento vi como el chico de ojos color avellana, lentamente bajó la mirada hacia su comida, y sin dejar de mirarme de reojo, tomó con el tenedor un pequeño trozo de carne y se lo llevó a la boca, poniendo una mueca de asco, cosa que a mi me causó una pequeña sonrisa. El enfermero orgulloso, dio unas suaves palmadas en el hombro del chico y le susurró un "Muy bien" antes de irse.
Aparté la mirada, tras haber visto aquella escena. Recogí mis cosas apresurada, y me fui de nuevo a la barra de la cafetería. Le pediría un café a mi tía, y ya me iría hacía su habitación.
La mujer estaba hablando con uno de los enfermeros. Aunque más que hablando, diría ligando.
—Perdone —murmuré. Parecía que no se había enterado bien—. Perdone —repetí en un tono más alto. Mis mejillas se inflaron por el nerviosismo.
Ella giró su cabeza hacia mi dirección y desde ahí me contestó
—¿Qué quieres?
—Un café con leche, por favor —comencé a jugar con mis dedos torpemente.
Me miró desde la barra de arriba abajo, analizándome.
—Ahora te lo traigo.
Asentí.
Noté sobre mi la mirada de alguien, había muy pocas personas ya en la cafetería, pero no sabía quien podía ser, y aunque la curiosidad me matase, no quería girar. Notaba un cosquilleo en mi estómago.
—Aquí tienes —contestó de una forma arisca la mujer mientras me entregaba el café.
—Gracias —susurré haciendo un mohín por lo caliente que estaba.
Pero justo cuando cogí el pequeño vaso de café, vi que no me dio el azúcar.
—Me hace falta el azúcar —insistí en un tono más alto.
Me quedé unos segundos más esperando, pero la mujer no me miraba. Incluso llegué a creer que me ignoraba.
Negué.
Estaba dando ya los primeros pasos para largarme de ahí, no soportaba la actitud de esa mujer y su forma de haberme tratado. Mis ojos estaban fijos en el suelo y con el café en las manos, pero de repente escuché a alguien al lado mía decir:
—¿Quieres esto? —preguntó mientras alzaba con su mano un pequeño sobre de azúcar.
Giré mi cabeza y la agaché un poco para poder visualizarlo. Era el chico de la habitación de enfrente. Tragué saliva con fuerza mientras le observaba con atención antes de contestarle. Viéndolo así de cerca, visualicé mejor sus facciones.
Era atractivo. Y lo que más me llamaba la atención de su cara, eran sus grandes ojos de color avellana. Un piercing se asomaba en el lóbulo de la oreja y eso me gustó mucho de él.
Mientras tanto la delgada mano seguía sacudiendo el pequeño sobre al ver que no hablaba.
Asentí.
—Pues toma —me ofreció el sobre de azúcar. Pero cuando iba al cogerlo, veo como echa su mano hacia atrás quitándome las posibilidades de cogerlo—. Pero antes... —soltó una sonrisa juguetona—. Me tienes que decir cómo te llamas.
Entrecerré los ojos.
—¿Qué?
—Que me tienes que decir primero...
—Ya lo he escuchado —interrumpí sin romper el contacto visual con el chico—. Y no te lo voy a decir.
—Pues te quedas sin sobre de azúcar —alardeó con una voz ronca y suave.
Quería el pequeño paquetito, y aunque podía de nuevo volver a pedírselo a la mujer que estaba detrás de la barra, no quería que me volviese a ignorar y quedar detrás de la barra en ridículo.
Sacudí mi cabeza con suavidad y seguía viendo al chico, delante de mi esperando un respuesta y sonriéndome alzando el azúcar. Mis pulsaciones se aceleraron por la manera en la que me miraba, de forma tan penetrante. La comisura de sus labios se subió enseñándome una sonrisa juguetona que casi me dejaba embobada.
Si quieres jugar, pues juguemos.
—Pero no te vayas a reír —confesé con una falsa vergüenza.
Él soltó una pequeña carcajada.
—No me voy a reír, ¿tan feo es tú nombre?
Me acerqué a él poco a poco y fui hacia su oreja. Algo revoloteaba en mi estómago y mis manos comenzaron a sudar más de lo normal. A medida que me iba acercando a él, se iba poniendo cada vez más nervioso. Y lo podía notar. Soltó un leve suspiro.
El chico apretó sus labios y comenzó a mirarme de reojo manteniendo su cabeza al frente. Quería reírme pero no era el momento. Una gota de sudor frío cayó sobre mi frente y las manos empezaron a temblar. Tenía el corazón en la garganta y saqué todas mis fuerzas para sacar mi voz.
Cuando logré poner mis labios al lado de su oreja, le susurré:
—Mi nombre es...
Y justo ahí tomé el sobre de azúcar que llevaba en su mano, salí corriendo mientras me reía. Giré hacia él, y su cara no daba crédito, tenía la boca entreabierta y seguía con la mano alzada, pero esta vez sin el sobre de azúcar.
—¡Eres una ladrona! —exclamó.
22:49
Después de dar vueltas durante unos 40 minutos por todo el hospital, agotada, decidí regresar a la habitación de mi tía. No quería salir más. Era de noche y la oscuridad me generaba un miedo indescriptible. Prefería quedarme allí, aunque me muriera de aburrimiento.
Mientras recordaba lo ocurrido hacía una hora, una pequeña sonrisa se dibujaba en mis labios. Antes de entrar a la habitación, eché un vistazo al cuarto del chico extraño. Estaba acostado, lanzando una pelota al techo para distraerse.
Estamos igual.
Entré a la habitación de mi tía, susurrando un "hola", pero ella seguía dormida. Me apoyé en la pared, observándola con una sonrisa mientras le decía en voz baja "te quiero". Dejé mis cosas en el sillón, tomé mi libro de Orgullo y Prejuicio, le di un beso en la mejilla para no despertarla, y salí a la sala de espera, aburrida.
Evité mirar la habitación del chico, aunque sentía que me observaba. Era extraño: habíamos intercambiado tantas miradas que me sentía rara, pero no incómoda, solo diferente, como nunca antes.
Sacudí la cabeza para alejar esos pensamientos y me concentré en mi lectura. Sin embargo, el sueño me vencía poco a poco. Aún así, quería mantenerme despierta, por si algo le pasaba a mi tía.
De repente, escuché cómo la puerta de la habitación frente a mí se abría lentamente. Levanté la vista y lo vi de espaldas, en una silla de ruedas, luchando por cerrar la puerta. Intenté concentrarme en el libro, pero lo vi acercarse. Tragué saliva, intentando no mostrar nerviosismo, mientras golpeaba el suelo con el pie para calmarme sin hacer demasiado ruido.
—Oh vaya, si es la ladrona de sobres de azúcar —empezó a decir en un falso asombro.
Le dirigí una fugaz mirada fulminante y le seguí ignorando.
De repente, sin esperarlo, levanté la vista y lo vi intentando trasladarse desde su silla de ruedas al asiento junto a mí. La tarea le resultaba difícil, así que, sin pensarlo mucho, me incliné para ayudarlo. Al estar tan cerca, pude observar su rostro con más detalle: tenía unos ojos grandes, de un tono miel que parecía brillar con una intensidad especial, y su nariz, aunque pequeña, tenía una ligera curvatura. Pero lo que realmente llamó mi atención fueron sus piernas; o, mejor dicho, la ausencia de una de ellas. Entonces comprendí por qué usaba la silla de ruedas.
Mientras lo ayudaba, mi mente se llenó de preguntas, miles de ellas, queriendo saber más sobre él. Sin embargo, ninguna se atrevió a salir de mis labios.
¿Le ignoro mejor? ¿O tal vez podría mirarlo mientras se acomoda en el asiento?
—¿Necesitas ayuda? —solté sin pensarlo avergonzada. Intenté hablar firme pero salió más como un balbuceo. Estaba tratando de no recordar lo que pasó en la cafetería, ofreciéndole mi mano.
—Soy cojo pero no tonto, ladrona —atacó jocoso guiñándome el ojo y sonriéndome, pudiendo observar hoyuelos sobre sus mejillas. Y acto seguido se sentó al lado mía.
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Y SI, YA SÉ QUE SOY UNA DRAMÁTICA, JODER.
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