18. Eutony
"Es el placer que te produce el sonido de una palabra."
Damián.
Mis ojos ya pesaban cada vez menos, pero el dolor de mi pecho no desaparecía. Era como si una enorme masa aplastase mis pulmones con tanta fuerza que no me dejaba respirar con normalidad.
De vez en cuando tenía que tomar grandes bocanadas de aire para poder recuperar el aliento perdido, pero tenía que hacerlo tan seguido que me cansaba. Mis extremidades estaban dormidas por completo, lo único que notaba en ellas eran un suave cosquilleo molesto, y concretamente en mi brazo izquierdo había un largo tubo conectado a una bolsa que me llenaba el cuerpo del familiar suero y aunque pudiese abrir los ojos para ver lo que ocurría a mi alrededor no quería hacerlo.
Escuchaba a mi derecha el reconocido pitido del medidor cardiaco. Se me hacía ya tan común el molesto sonido que me acabé acostumbrando a él...Aunque si fuese por mi apagaría la maldita máquina para que me dejase estar en paz.
Quería salir de aquí, levantarme y mandar todo a la mierda, pero sabía que si lo hacía me volverían a mandar a la incómoda cama con olor a medicina donde estaba acostado.
Mi humor en estos momentos era de lo peor, nunca he sido paciente. Siempre he preferido quedarme callado y observar. Mirar todo aquello que ocurre a mi alrededor, calcular cada persona que pasaba enfrente de mí.
Con el paso de los años, la manera en la que podían irritarme era cada vez más fácil y eso me daba muchos conflictos.
El primer pensamiento que vino a mi mente fue Marina. Me he dado cuenta que me encantaba verla sonreír, es como si de un momento a otro me olvidase de todo aquello que tengo alrededor, como si realmente no tuviese ninguna enfermedad en mi cuerpo. Y es que luego me mira, con esos preciosos ojos color café, que sin entender el porqué miraba con tanta fascinación, como si me hubiese enviado algún tipo de embrujo.
El día en el que la vi con su característico pelo desordenado y actitud fría, pensaba que sería un día cualquiera. Y es que nunca te darás cuenta cuando será un día inolvidable, simple, pero para recordar toda una vida entera si hiciese falta. Siento una conexión tan fuerte con ella que ya no me hace falta entender nada más en esta vida. Ella siempre destaca aunque no se dé cuenta y cuando la tengo en mis brazos me siento como en casa, como si fuese mi hogar.
Siempre me ha parecido el amor una especie de propaganda para el 14 de febrero. Como una teoría en el que solo los "enamorados hormonados" seguían. Pero me había dado cuenta de que no, de que el amor verdaderamente existía, en lo más profundo del abismo. Pero cuando llegas a él, no sabes como escapar de ella.
Y es que en un mundo en el que es tan fácil perderlo todo, tenía miedo de perderla a ella.
Mis pensamientos se desvanecieron cuando escuché la chillosa puerta abrirse.
No me hizo falta saber quien era pues el olor tan característico de Marina se coló en mis fosas nasales haciendo que aspirase con fuerza para que llegase el mayor aroma posible a mi.
Cerró la puerta con suavidad y con lentitud escuché los suaves pasos viniendo hacia mi. A mi derecha había un pequeño sillón que Marina acercó aún más hacia mi y seguidamente se sentó. El calor que emanaba era indescriptible. Noté como su mano hacía contacto con la mía y suavemente la entrelazó. En mi interior un remolino de ilusiones pasó por segundos.
—Hola —escuché su dulce voz. Y dejó de hablar por unos segundos. Aunque no la viese sabía que me estaba observando con sus ojos café y eso hacía que me pusiese más nervioso.
—¿Quieres un autógrafo? —intenté decir sin abrir mis ojos.
—¿Pero cómo sabes que te estaba mirando?
Reí con la poca fuerza que tenía y poco a poco intenté abrir los ojos con suavidad. Aunque al principio me doliesen por el contacto de la brillante luz de la habitación en mis ojos, al cabo de unos segundos pude ver con claridad y sin ninguna molestia.
Lo primero que llegué a ver fue sus ojos, sus bonitos y brillantes ojos que con tanta atención me miraban. Sabía que tenía sueño, pues unas grandes ojeras de color púrpura se asomaban debajo de sus ojos. Sus labios entreabiertos soltando leves suspiros me animaban a querer besarla y ver de nuevo su pelo despeinado me hacía querer tenerla a mi lado.
—¿Cómo estás? —se asomó más cerca mía y apretó mi mano con fuerza.
—Siempre estoy bien —susurré. No tenía suficiente fuerza como para hablar.
Ella como respuesta rio sin humor y negó con la cabeza repetidas veces.
Había un silencio cómodo. Uno en el que sólo hablaban nuestras miradas, no soltábamos ninguna palabra por nuestra boca y el único sonido que se escuchaba eran nuestras respiraciones, uniéndose cada vez más y el maldito pitido de la máquina.
—¿Te han dicho algo los médicos? —pregunté ahora yo.
Negó.
—Agustín me dijo que tenía que mirar las últimas pruebas que te hicieron, pero creen que estás bien.
Creen que estás bien, creen que estás bien, creen que estás bien, creen que estás bien...
¿Cuántas veces habré escuchado esas 4 malditas palabras que acababan siendo míseras mentiras? ¿Cuántas veces me lo creí? ¿Cuántas veces lloré tras ver que de nuevo era todo falso?...
La veía tan segura de sus palabras que no quise decir nada, sólo callarme. Miles de recuerdos pasaron por mi cabeza haciendo que me desconcentrase. Mostré una sonrisa fingida que hizo que ella quedase extrañada.
—Te pasa algo —dijo segura.
—Te equivocas, ladrona —mentí.
—Ojalá me esté equivocando —cambió su rostro neutro a uno más apenado.
—¿En qué piensas?
Me miró durante unos segundos antes de hablar.
—Creo que me mientes.
—Deja de pensar en eso. Nunca te mentiría —llevé mi mirada a las sábanas blancas que me tapaban. No estaba tan seguro de la respuesta que le di. Claramente no le mentiría, pero si fuera la única manera en la que ella pudiese estar bien lo haría, aunque yo no lo estuviese.
Abrí la boca queriendo decir cualquier palabra que me viniese a la mente sin pensar pero seguidamente la cerré y comencé a mirar sus dedos. Tenía las uñas pintadas de negro. Desde que la vi siempre las llevaba pintadas, cada semana de un color diferente. Me gustaba eso.
—Ibas a decir algo —habló mirando también su mano agarrada a la mía.
—Parece que hace frío fuera, ¿no? —interrogué cambiando de tema. Hacía mucho tiempo que no salía, no respiraba el aire de las calles de Sevilla. Y un sentimiento de nostalgia me invadió a los pocos segundos.
—Hace bastante frío —rio—. ¿Cómo lo sabes?
—Tú nariz roja te delata, ladrona —reí dejando mostrar mis dientes mientras veía que se tapaba con vergüenza.
—Joder —susurró riéndose algo avergonzada. Me hacía mucha gracia verla así, aunque tenía que admitir que hacía este tipo de comentarios para verla nerviosa, me encantaba ver como se ruborizaba enfrente de mí—. ¿Me puedes dar ese papel? —señaló un blanco folio que había sobre mi mesa.
Supongo que sería algún análisis que me habrían hecho mientras estaba dormido.
Extrañado, tomé con rapidez el papel y se lo tendí. Ella con delicadeza lo cogió.
—Gracias, cariño —murmuró. Dejé esperar unos segundos intentando analizar lo último que dijo.
—Dios mío —exclamé sorprendido.
Marina del susto pegó un pequeño sobresalto sobre la silla.
—¿Estás bien? —tocó mi hombro.
—¿Me has llamado cariño? —levanté una de mis cejas en un tono picarón.
—Creo que sí —sonrió sin separar sus labios.
Asentí sin llegar a borrar la sonrisa de mi cara.
—¿Te parece bien? —respondió dubitativa.
—Sí, claro —carraspeé—. Me gusta.
Hacía tanto tiempo que no escuchaba esa palabra...Mi madre solía llamarme así, como un apodo cariñoso, y cada vez que lo escuchaba me recordaba a ella.
La echaba de menos, era como una presión en el pecho que no podía evitar. Al poco tiempo olvidé su voz y creo que era uno de los mayores dolores que pueden existir, y no hablaba de un dolor físico...Gracias a varios vídeos que guardo de ella, puedo recordarle con más claridad.
Me gustaría que estuviese aquí. Al igual que mi padre. Les hubiese podido presentar a Marina, y podría estar segurísimo de que estarían encantados con ella. Sobre todo mi madre, desde muy pequeño me repetía que algún día encontraría a alguien, alguien que me hiciese sentir como verdaderamente soy. Alguien que no se acercaría a mi por lo material, sino por amor.
Recordé como siempre me reía tras sus palabras, que nunca me llegaba a creer. Pero a día de hoy me sirve como lección. Pues nunca pensé que mi madre tuviese tanta razón.
Volví a la realidad cuando escuché la dulce risa de Marina.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté extrañado. Intentaba hacer una forma extraña con el folio que le di.
—Es una grulla de papel.
Estaba tan concentrada que me parecía tierno verla así.
—¿Una grulla? —fruncí el ceño observando la rara forma que tenía.
Asintió.
—En primaria leí un libro... —dobló las esquinas del arrugado folio—. No recuerdo como se llamaba, pero en el libro una chica tenía que hacer mil grullas de papel para poder sobrevivir.
—¿Sobrevivir de qué? —pregunté atento.
—De una leucemia —susurró—, podríamos hacer mil grullas de papel.
Me parecía tan tierno su gesto que únicamente le sonreí con dulzura. Hacía años que no sonreía así. Y un escalofrío recorrió mi columna vertebral.
—Quedan 999 grullas, es casi imposible —aseguré.
—Nada es imposible —dejó la grulla terminada sobre mi mesa. Comenzó a reírse. Escuchaba su risa, un sonido que no quería olvidar nunca y la dejaría grabada en mi mente por siempre.
Justo en ese momento escuché a alguien llamando a la puerta. Con rapidez Marina se recompuso en el incómodo sillón donde estaba sentada y yo con dureza me acosté donde mismo. La puerta se abrió dejándome ver a Agustín, Jesús e Isabel. Ambos hablando sin ninguna expresión en la cara, excepto Isabel que siempre tenía una sonrisa en la boca. Esta mujer me alegraba todos los días.
—Hola chicos —saludó Agustín. Jesús se encargó de cerrar la puerta e Isabel se acercó a mi mirando el medidor cardiaco y apuntando cualquier cambio que hubiese.
—Hola —Marina y yo saludamos al unísono.
—Ya tenemos los resultados —habló Jesús sentándose sobre un pequeño escritorio que había enfrente mía y de Marina.
—¿Son buenos o malos? —pregunté.
—Todavía no los hemos visto —dijo Agustín poniéndose al lado de Jesús. Isabel tras tomar algunas anotaciones realizó el mismo acto de Jesús, sentándose justo a su izquierda.
Noté la mano de Marina agarrarme con fuerza, haciendo que la mía también lo hiciese. Dejé soltar un leve suspiro antes de hablar, no quería decirlo, pero aún siendo buenos o malos los resultados, no quería que estuviese:
—Marina —le miré—. ¿Puedes ir a por un café?
—Pero yo también quiero saber los resultados —sonrió insegura.
—Es que quiero un café —mentí. Miré a Agustín, pues él sabía porqué lo hacía—. Te prometo que te diré todo lo que me digan —sonreí tranquilizándola.
Frunció el ceño.
—¿Y por qué no puedo estar aquí?
Acaricié su mano con suavidad.
Esto va a ser más difícil de lo que creía.
—Marina, no te preocupes —habló ahora Agustín—. Todo lo que hay en este papel te lo diremos después.
Agustín ya sabía por donde iba.
Dubitativa se levantó del asiento. Y antes de irse se acercó a mi para darme un casto beso en la frente. Sonrió tratando de ocultar el pequeño enfado que llevaba y salió.
—¿Por qué no quieres que se quede? —cuestionó Isabel extrañada.
—Decidme los resultados —ignoré a Isabel, pues aunque no quisiese necesitaba saber que había detrás de esas carpetas.
Agustín abrió con suavidad la carpeta naranja que llevaba sobre sus manos y detrás de él estaban Jesús e Isabel mirando expectantes. Veía las manos temblorosas de Agustín tratando de leer lo más rápido posible cada página que había.
Pero toda duda que invadía en mi cabeza desapareció al ver la expresiva cara de Isabel cuando Agustín llegó al final de la página. Su pequeña boca se entreabrió y con asombro llevó su mano a la boca. No veía la característica sonrisa de Isabel, no veía el característico ceño fruncido de Jesús, no veía la característica mirada tranquilizadora de Agustín.
—¿Tengo que seguir recibiendo quimio? —murmuré con algo de temblor.
Pero ninguno me contestaba.
Extrañado miré a cada uno con atención, fijándome en todas las expresiones que se notaban en sus caras. Los ojos de Agustín seguían fijos en las últimas palabras que tendrían aquella hoja de papel. Y con rapidez me fijé en Isabel, que varias gotas cayeron de sus ojos, levantó su mirada para observarme y rápidamente se secó con la manga de su camiseta.
—Oh vamos —reí sin ganas—. Seguro que ya estoy limpio.
Jesús me miró sin ninguna expresión en su cara. Agustín cerró con dureza la carpeta y me la tendió. No eran capaces de hablar ninguno de ellos y cada vez me asustaba más. Mis manos sudaban tanto que tenía que secarlas con las finas sábanas que me tapaban. Con temblor tomé la carpeta.
Miles de números y palabras raras que ya incluso se me hacían conocidas aparecieron tintadas en las hojas. Fruncí el ceño sin saber nada. Levanté la mirada y miré a Agustín.
—Al final —susurró mirando al suelo.
Mis ojos viajaron con miedo al final de la hoja como me dijo Agustín. Mi respiración se entrecortó tras leer las pequeñas palabras a la esquina del papel. Tres palabras que hubiese deseado no haber leído en mi vida.
Metástasis de pulmón.
—Damián, tienes que ser fuerte —habló Isabel con una voz temblorosa.
Negué con dureza. No podía ser verdad. Esto no podía pasarme a mi.
Mi corazón comenzó a latir con más fuerza llegando a incluso notar los bombeos dentro de mí. Mi cabeza no paraba de dar vueltas, trataba de buscar cualquier solución, pero el problema es que esta vez no había ninguna.
Pero de un momento a otro el sentimiento de tristeza cambió, cambió por uno de enfado, de frustración, de impotencia.
Con dureza tiré la maldita carpeta que tenía sobre mis manos al suelo, y una dura respiración salía de mis fosas nasales.
—Estoy cansado de ser fuerte —escupí notando la impotencia nacer por mis venas.
—Damián, tranquilo... —intentó decir Jesús.
No aguanté más.
—¿¡Tranquilo!? —grité—. ¿¡Eres tú quién está pasando por esta puta enfermedad!? —le señalé con dureza y noté como las lágrimas comenzaban a caer sobre mis mejillas—. ¡Estoy harto, joder! ¿¡Cuándo terminará todo esto!?
Tiré todo lo que había sobre la mesa de mi izquierda, incluyendo la pequeña grulla de papel que hizo Marina.
—¿¡Cuándo viviré siendo un adolescente normal!? —seguí gritando hasta que mis cuerdas vocales comenzaron a doler.
Agustín vino corriendo hacia mi asustado y me agarró.
—¡Damián, para!
Intenté escaparme de su agarre pero se me hacía imposible pues no me quedaban fuerzas suficientes para defenderme. Pegué varias patadas al aire que fueron paradas por Jesús. Mientras Isabel miraba con miedo mi reacción. No podía aguantar más y poco a poco me relajé aunque las lágrimas no dejaban de salir de mis ojos. Tenía que aceptarlo, tenía que aceptar la realidad, tenía que aceptar mi destino, pero se me hacía cada vez más cuesta arriba.
Me quedé mirando un punto fijo hasta que Agustín relajó el fuerte agarré sobre mis brazos.
—Lo trataremos, Damián. Aún quedan muchas pruebas por hacer —tomó de mis hombros Agustín intentando tranquilizarme.
—¿Cuáles son mis posibilidades de vivir?
Nunca había estado tan nervioso por una respuesta. Una respuesta que definiría el porcentaje de mi vida y el porcentaje de mi muerte. Un mísero porcentaje que diría si debería de seguir teniendo esperanzas o los mejor sería dejarlo todo.
Ninguno de ellos me contestaban, se miraban entre ellos intentando encontrar alguna respuesta que me hiciese estar más tranquilo, pero viendo sus nerviosas miradas nada me hacía relajarme.
—¿¡Cuáles son mis posibilidades de...
—Menos de un 5% —dijo sin mirarme Agustín.
Todo en mi alrededor paró. No notaba el paso de los segundos, era como si algo en mi se hubiese paralizado, como si no estuviese aquí.
Menos de un 5%.
Un inútil 5%.
Era casi imposible.
—Damián, podríamos llevar un nuevo tratamiento —habló ahora Isabel dirigiéndose hacia mí—. Y ya no sería un 5%. Sería más fuerte que la quimioterapia, pero te recuperarías.
Negué.
—No quiero ningún tratamiento más en mi cuerpo.
—Pero podrías sobrevivir —volvió a hablar Isabel en un tono más triste que antes.
—No quiero —repetí.
Giré para ver a Agustín. Sus ojos estaban fijos en los míos sin todavía creerse lo que estaba diciendo. En su mirada había tristeza, una tristeza incapaz de describir. Llevaba tantos años con él, que lo consideraba como un segundo padre. Me cuidó como enfermero que es, pero me hizo reír cuando nadie más podía hacerlo, lloró conmigo, me riñó por cualquier travesura que hubiese hecho...Pero esa mirada era diferente.
—Dejadnos solos —respondió Agustín sin dejar de mirarme.
Isabel comenzó a sollozar, Jesús se acercó a ella y con suavidad acarició su hombro. Ambos salieron fuera dejándonos solos con el suave sonido del viento de noviembre chocando contra la ventana.
—¿Por qué? —preguntó sentándose al final de la cama sin dejar de mirarme.
—No quiero más medicamentos en mi cuerpo —dije tajante notando cómo el alma dolía aún más, cómo cada palabra era veneno, cómo respirar era como sentir dagas en el pecho—, no quiero sufrir más.
—Entonces prefieres... —no le dejé terminar.
—Morir.
Tenía un fuerte dolor en el pecho que me dificultaba respirar. La idea de tener tan cerca la muerta pero no saber cuando ocurriría hacía que miles de preguntas pasasen por mi cabeza, mareándome. Quería vomitar, quería volver a gritar y mandar al infierno todo.
—Tú padre me dijo cuando apenas tenías 13 años, que cualquier elección que tuvieses que elegir, te apoyase. Te apoyase como si fuese él, Damián —suspiró—, pero nunca me dijo que tuviese que apoyarte en esta elección.
Un nudo en la garganta se hizo presente y de nuevo miles de lágrimas mojaron mis mejillas. Con rapidez me las sequé aunque siguiesen cayendo más sobre mis ojos.
—Quiero volver a vivir como realmente me merezco.
—Y realmente te lo mereces —asintió Agustín acariciando mi pierna real—, eres lo suficientemente mayor como para saber que hacer en esta vida. Es tuya, y yo no tengo que decidir qué es lo que tienes que hacer.
Sequé con la manga de mi pijama todas aquellas gotas que inundaban en mis ojos y sollocé. Agustín me había visto tantas veces así que ya no me avergonzaba como la primera vez. Todo me dolía, pero esta vez era un dolor más allá de lo físico.
Quería cambiarlo, quería cambiar lo que había en esas hojas, pero lo que estaba deparado en mi destino no era capaz de hacerlo borrar.
—N-No le cuentes nada a Marina, por favor —tartamudeé.
—¿Se lo contarás tú? —preguntó Agustín sin todavía creérselo.
Negué mirándole, y lloré de nuevo con tanta fuerza que comencé a temblar de miedo.
—N-No quiero que lo se-sepa —salió un balbuceo de mi boca, se me hacía imposible hablar. Era un acto cruel, lo sabía. Y en ningún momento de mi vida me hubiese imaginado tener que pensar esto. Tener que ocultarle a alguien que quería mi muerte. Agustín se acercó más a mi y me abrazó con fuerza. Él sabía que odiaba los abrazos, pero en estos momentos era una de las cosas que más necesitaba.
La canosa barba de Agustín chocaba sobre mi cabeza y sus grandes brazos de movían de arriba abajo dándome calor.
—Agustín, la quiero. La quiero tanto que me duele —sollocé—, y no quiero que sufra, no quiero que sufra como lo ha estado haciendo durante todo este tiempo Laura o tú. Quiero vivir los últimos días de mi vida con ella, sin que sepa que pronto me iré. Quiero que sea feliz, conmigo o sin mi, yo solo quiero que lo sea. Aunque yo no esté en su vida.
—Damián... —se separó para mirarme.
—Sé que si se lo digo ahora, no estará bien. Querrá vivir todo en...¿días?, ¿semanas?, ¿meses? Sabiendo que habrá un día en el que no estaré con ella. Quiero que viva como si todos los días fuesen normales y no como una cuenta atrás de mi vida.
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Y SI, YA SÉ QUE SOY UNA DRAMÁTICA, JODER.
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