1. Efímero
"Aquello que dura por un periodo muy corto de tiempo."
Jueves, 17 de septiembre de 2020.
10:39.
Mi madre siempre decía que la vida era como un tren, un tren tan impredecible, que no eras capaz de saber a dónde se dirigía y a dónde te llevaba.
En dicho tren, entran nuevas personas que te hacen aprender cosas que no sabías o incluso no siempre es algo bueno, a veces esas personas que entran en tu tren, te pueden hacer daño, mucho daño. Pero aún así aprenderás algo de ese dolor. Y finalmente cuando ya has aprendido lo suficiente de esa persona, ésta coge otro tren para irse. Mientras que tú te quedas en tú tren esperando a otra nueva persona.
Aunque en otros casos, puede que en tu tren, la persona que haya decidido entrar, no se vaya nunca y se quede hasta el final del trayecto, es decir, se queda toda tú vida.
No sé a qué venía todo ese discurso y extraña reflexión. Sólo sabía que estaba subiendo las escaleras de la universidad, hacia mi clase de psicología de la personalidad. Porque sí, estudiaba psicología.
Sabía que la psicología era para mí. Saber cómo funciona la mente, cómo era capaz de hacernos sobrepensar tanto, cómo podía el cerebro hacernos sentir tanto, era algo que me fascinaba desde que tenía uso de razón.
Pero todo esto también tenía una parte negativa y es que siempre me ha transmitido temor saber qué piensan los demás sobre mí, respecto a mi forma de ser, lo que estudio, mi personalidad, cómo visto...
Siempre me he imaginado siendo un cuadro de exposición dónde todos pueden observarme y criticar todo lo que les vengan en mente. Algo como...
Mírala, qué tímida es...¿No le da pena ser así? Oh vaya, no ha tenido nunca novio. ¿Será por qué es una amargada que nadie quiere? Bueno por lo menos estudia en la universidad, algo de prestigio tiene. Pero encima está suspendiendo y no debería porque eso está muy mal visto ¡Y mira! Lleva unas gafas pasadas de moda, ¡qué hortera!
Llegaba un punto en el que me costaba decidir por mi misma sin la aprobación de los demás. Me consumían tanto viendo a la sociedad cómo se decían entre ellos que tenía que llegar a altas notas, ser alguien importante, acabar la carrera sin suspender y entregar cada uno de los trabajos...Que no me cuenta de que me estaba perdiendo a mí misma.
Mis padres por otra parte, eran bastante sobreprotectores, ignorando aquella vez que me dejaron salir por primera vez con un chico.
El chico en cuestión era mi primo, pero olvidemos eso.
Más de una vez me aguanté las ganas de romper todas las reglas, quizá de la impotencia acumulada de tantos años. Pero me di cuenta que de nada servía, supongo que por el hecho de verlos orgullosos y de que los demás no hablarán mal de mí, ya me conformaba.
Pero tú no estás orgullosa de ti.
Entré a la clase y me senté en los asientos de la primera fila. Era muy tiquismiquis, pero si no me sentaba en la primera fila, no estaba atenta a la clase. Me crucé los brazos nerviosa notando algunas miradas sobre mí. Agaché mi cabeza algo avergonzada.
Odiaba eso; ser el centro de atención delante de miles de personas.
Tragué saliva e intenté normalizar mi respiración aunque ya sabía que era imposible.
Siempre me había gustado pasar desapercibida que nadie notase que estuviese ahí. Era algo de lo que ya me había acostumbrado y me hacía sentir cómoda, aunque no fuese algo tan bueno del todo.
Y como era ya de esperarse miles de suposiciones entraron en mi cabeza.
¿Y si todo el mundo se me queda mirando? ¿Y si alguien comienza a hablar de mí? ¿Y si critican mi forma de vestir? ¿Realmente combina bien las botas con mi camiseta?
Bufé irritada bajando la mirada tratando de mirar al menor número de personas posible. Desde muy pequeña me cuestionaba todo lo que ocurría a mi alrededor. Era como si inconscientemente mi mente se replanteaba preguntas por todo lo que pasaba. El problema a todo esto es que tantas preguntas me hacían perder la cabeza.
Me enfoqué en buscar a mi compañera de clases, que no lograba encontrar por la gran cantidad de personas que había ese día.
Y como casi siempre me pasaba, la despersonalización apareció sin avisar. Mi inconsciente comprendió que no había salida, y tuve que "desconectarme". Estaba tan acostumbrada a aquello que no le presté mucha importancia
Era como si por un momento mis problemas desapareciesen y de nada me acordaba. Pero no recordaba lo jodido que era no poder cerrar los ojos y simplemente dormir.
Perdida en mis pensamientos, tropecé torpemente con el bolso de una chica que estaba a mi izquierda.
—Perdón —susurré notando el calor de mis mejillas. Me maldije por dentro.
Eres una torpe. Culpó mi subconsciente.
Y justamente ahí, guardándome un asiento para que me sentase yo, estaba ella, Esther.
Era una chica algo loca, en el buen sentido, y además la persona más risueña que conozco. Le gustaba hablar de cualquier tema o incluso dar su opinión cuando estaba en contra de algo. Siempre tenía que llevar su abundante melena con un característico color rojizo, si no, no era Esther.
—Le he tenido que decir a David que no se podía sentar al lado mía porque te estaba guardando el sitio —rio guiñándome el ojo, con una sonrisa picarona.
David era un chico algo...¿Creído? ¿Presumido? ¿Ególatra? No sabía bien cómo describirlo, y Esther estaba locamente enamorada de él desde el primer día que entró por las puertas de la universidad.
Aún podía recordar su boca entreabierta y ojos abiertos de par en par mirando a aquel chico de pelo engominado.
—Buenos días, antes que nada —tomé asiento—. Y sí ya me di cuenta, vi cómo estábais tonteando —bromeé mientras me sentaba y comenzaba a poner los apuntes, bolígrafos y portátil sobre la mesa.
La miré de nuevo y una sonrisa salió de mi rostro.
—¿Ya te has puesto roja? —pregunté elevando mis cejas.
—Que rabia me da esto de las mejillas, es que no puedo evitarlo —respondió tapándose la cara de la vergüenza. Y yo sólo respondí riéndome.
Justo en ese momento entró el profesor, el señor Román, así lo llamábamos todos los alumnos aunque su verdadero nombre era Manuel. El hombre más altruista, inteligente y humilde que conocía, pero eso no quitaba que cuando un alumno le interrumpía su clase se enfadase tanto que daba hasta miedo mirarlo.
11:23
No habían pasado ni 30 minutos de la clase, cuando recibí un mensaje de mi madre por WhatsApp. Fruncí en ceño, mi madre sabía perfectamente que estaba en clases todavía, y me extrañó mucho que me hablase en aquel momento. Por eso mismo, con algo de cuidado saqué el móvil, y leí rápidamente el mensaje que me envió.
Apenas leí las primeras tres líneas que tuve que volver a leer el mismo mensaje varias veces para poder entender lo que decía. Me sentí mal, bastante mal y en mi garganta ya comencé a notar el característico nudo que quería deshacer.
Sólo por haber leído un mensaje. Un maldito mensaje de texto, donde decía:
Mamá
Marina, tendrás que volver a casa sola, a tu tía le han ingresado hace unos 15 minutos.
No sé hasta que hora estaré en el hospital.
Te quedas sola en casa, hazle de comer a tú hermana.
Te quiero cielo.
La piel se me erizó. Y una gota de sudor frío cayó sobre mi frente.
Caí de nuevo en la tristeza al leer por segunda vez el mensaje. En ese momento, los recuerdos me inundaron. Mi tía... Cuando tenía apenas 9 años, le diagnosticaron cáncer. Ese maldito y repugnante cáncer. Soportó un sufrimiento indescriptible, enfrentando mil dolores, pero aun así, cada vez que me veía, siempre llevaba una sonrisa en su rostro.
A esa edad, yo era demasiado pequeña para entender lo que significaba todo aquello. Sabía que era una enfermedad, y cuando mi familia recibió la noticia, su mundo se desmoronó.
Después de casi dos años de quimioterapias continuas, los médicos nos dieron la mejor noticia que podíamos recibir: mi tía estaba sana. Solo necesitaría asistir a un par de citas más, y todo terminaría. No había mejor noticia en ese momento.
Sin embargo, convivíamos con el miedo constante. El miedo de que la enfermedad volviera.
Hace apenas unos meses, tras incontables operaciones, análisis y visitas a múltiples especialistas, nos dijeron que el cáncer había regresado, y esta vez era más agresivo que antes. Mi familia se vino abajo. Ya no éramos los mismos. Estábamos destrozados, sin saber qué hacer ni cómo afrontar la situación. Nos tomó completamente por sorpresa. Pero sabíamos que teníamos que luchar, apoyarla y ayudarla a vencer esta batalla una vez más, con más fuerza que nunca.
Pensaba que mi tía estaba mejor. Es cierto que, en ocasiones, su salud empeoraba y tenía momentos de debilidad. Pero jamás imaginé que volvería a ser ingresada en el hospital. Sabía que eso solo podía significar una cosa.
Y no era nada bueno.
Sentí que todo el peso de mi cuerpo caía sobre la silla en la que me encontraba.
Sacudí mi cabeza con ligereza y dejé mis pensamientos de lado, volviendo a la clase, todo seguía normal, giré a mi derecha y vi a Esther, estaba embobada mirando algún punto de la pared.
Quise reír, pero no podía. Apenas tenía fuerzas para hacerlo.
No me había enterado de nada de lo que había dicho en aquel momento el profesor, estaba perdida en mi misma. En ese momento, toqué mis mejillas, estaban mojadas, no me había dado cuenta de que había llorado. Escuché la voz de todo el mundo hablar, ya habría terminado la clase y yo ni me había dado cuenta.
—La palabra "felicidad" perdería su sentido si no se equilibra con tristeza. Pasad una buena tarde.
—Carl Gustav Jung —murmuré repitiendo la frase en mi cabeza.
El señor Román tenía la extraña manía de acabar su clase con una frase de algún psicólogo que marcó la historia.
Una vez se despidió, todos se levantaron a la misma vez con prisa, chocándose entre ellos.
—¿Pero esta panda de inútiles saben que saliendo antes o después van a llegar a la clase igual? —comentó Esther recogiendo a diferencia de los demás con más lentitud.
Negué divertida.
Ella y su característica forma de insultar a los demás. Con algo de pereza recogí también, aunque a diferencia de Esther, iba a una velocidad mayor.
Necesitaba llegar al hospital.
Necesitaba ver a mi tía.
Necesitaba saber si estaba bien.
—¿Por qué vas con tanta prisa? Nos toca Historia de la Psicología, y entiendo que quieras irte corriendo, pero me podrías esperar —exclamó en un tono sarcástico.
La miré con un pizca de tristeza en los ojos que intenté tapar con una sonrisa.
—Esther, necesito irme a mi casa, después te cuento —apreté los cuadernos a mi pecho—. Por favor pásame después todos los apuntes que hagas. Confío en que lo vas a copiar todo —confesé tomando el asa de mi bolso y volviéndolo a poner sobre mi hombro.
No quería decirle a dónde iba, y en esos casos nunca me había gustado decirle a la gente los problemas que ocurrían dentro de mi familia, incluso los míos. Es por ello que siempre había sido alguien de pocos amigos, la manía que tenían los demás con decir que si no contaba lo que me ocurría, era de ser poco amiga, se fue grabando en mi mente poco a poco. Y con ello la ruptura de muchas amistades.
Era más de guardarme los problemas.
—Oh, bueno vale. ¡Pero tampoco creas que copiaré todo lo que dice el profesor, Marina!
Escuché su carcajada a lo lejos, cosa que hizo que saliese un pequeña sonrisa de mis labios.
Salí corriendo de la universidad chocándome que alguna que otra persona. No me deparé en disculparme.
Trataba de nublar mis malos pensamientos por otros, la negatividad cada vez aumentaba más y creía que si seguía así acabaría llorando.
Sacudí mi cabeza disimuladamente y miré a mi alrededor, había un par de adolescentes hablando entre ellos.
Subí al autobús saludando con una fingida sonrisa al conductor y dándole las pequeñas monedas que se guardaban en mi bolsillo. Miré el final intentando buscar asiento cuando empecé a notar que el bus arrancaba. Encontré un asiento al final en la esquina y sin pensármelo me senté.
Llevé los auriculares a mis oídos y dejé que el sonido entrase en ellas.
15:56
El hospital Virgen del Rocío era uno de los más reconocidos por Sevilla y tuve suerte al saber que estaba cerca de mi casa, aunque me viese obligada a coger el autobús. Entré, llevándome el olor a químicos y una fuerte luz cegadora blanca.
Tuve que ir preguntando a todos los enfermeros si sabían donde estaba mi tía, a lo que finalmente me respondió una enfermera, indicándome la habitación en donde se encontraba.
Justo en la planta de enfermos de cáncer.
Era un pasillo largo, con muchas habitaciones, algunas de ellas abiertas, en otras estaban entrando o saliendo algunos enfermeros. Y en cada habitación había una pequeña ventana de cristal, donde podías ver al paciente y el paciente podía verte a ti.
La cara de mi madre al verme fue un show.
Sabía que ella no quería verme aquí, odiaba que pisase los hospitales. Pero mi cabezonería, heredada justo por ella, no le hizo caso.
—¿Por qué has venido? Cielo, tenías que haberte quedado en casa con tú hermana. Además tienes muchos exámenes por los que estudiar.
Ignoré lo último que dijo.
—Ya lo sé, soy consciente de eso. Pero necesitaba verla —me referí a mi tía.
Una triste sonrisa apareció en sus labios provocándome un nudo en la garganta.
—Te entiendo, cielo —se acercó a mí.
—¿Cómo sigue?
Ambas observamos a través del cristal que separaba el pasillo de la habitación. Estaba acostada, tapada hasta el pecho con una fina sábana de colores apagados. Su cara estaba cansada, sin ninguna emoción. Y eso me dolió. Mi pecho ardía y las lágrimas amenazaban por salir.
—Parece que está algo mejor. Hablé con el doctor, nada nuevo. Quizá tenga que estar más tiempo —su voz sonaba dolida, y por su mirada me percaté que ella también estaba mal.
Era su hermana.
Casi su otra mitad.
—Me quedo con ella —me decidí.
—No, cielo...Mejor que te vayas a casa. Y así te duchas...
—¿Tanto apesto? —le eché una mirada incrédula en un cierto tono sarcástico.
La risa de mi madre sonó y eso me tranquilizó en cierta media.
—Claro que no. Pero deberías descansar. Los exámenes ya llegan y tienes que estar preparada. Además tú padre dijo que si no bajabas del nueve este año, quizá te dejaría ir a ese viaje con Esther.
Marina, tranquila.
—Mejor que lo hagas tú —me referí a lo primero que dijo. Le miré neutra—. Yo estoy bien, mamá. Quiero quedarme con ella, déjame solo eso.
Suspiró cansada y me sonrió con cariño.
—Gracias, cielo —hizo un ademán para que pudiese entrar—. Con cuidado, está muy débil.
Me dio un casto beso en la frente para bajar, supuse que iría a la cafetería.
Pasé por el umbral de la puerta, asomando la cabeza. Aspiré el olor del interior, canela. Una sonrisa nostálgica apareció en mi rostro al acordarme de ella por el aroma.
Pero esa sonrisa desapareció en cuestión de segundos y prometí que nunca en la vida me dolió ver tanto a una persona que quería.
Varias lágrimas salieron de mis ojos, no lo podía evitar, la presión que sentía en lo profundo de mi pecho me hacia retorcerme de tanto dolor en poco tiempo. Mis ojos viajaron a su cuerpo, su descansado plácidamente, mientras que en el brazo derecho tenía un gotero.
Temblorosa me acerqué a ella, los nervios no me dejaban pensar con claridad. Me fijé en su piel, fina y blanca. Recordé como de pequeña siempre la llamaba Blancanieves, aquella princesa de pelo negro carbón y piel como la nieve. La toqué como si fuese lo más delicado que estuviese tocando.
Estaba muy fría.
Con rapidez, acerqué mis labios a su mejilla, dejándole un suave beso en ella.
—Te quiero tanto —susurré a la vez que una pequeña lágrima caía sobre mi mejilla.
Cuando salí, sólo quise sentarme en las pequeñas sillas que había, no tenían la apariencia de ser demasiado cómodas, pero no me importaba.
Metí la mano en mis bolsillos encontrándome dos pequeños papeles arrugados escritos por mí.
Recordé que eran algunas frases que escribí durante las clases de esta mañana tratando de amenizar el tiempo lo máximo posible. Algo que hacia casi siempre. Aunque después me arrepentía a la hora de estudiar, porque no me acordaba de nada de lo que habíamos dado ese día.
Había días en los que pensaba más que otros, y eso a pesar de que no sea muy bueno, me daba la suficiente inspiración como para escribir. Siempre la escritura me había ayudado a poder desaparecer de la cuadrada realidad. Los escritos no era nada más y nada menos que reflexiones mías. Reflexiones que acabaría tirando a la basura pues nadie más las leería que solo yo.
Me avergonzaría bastante si alguien pudiese leer todo lo puesto en esos diminutos papeles. Era algo tan profundo e intenso, que creía que solo era capaz de sentir cada palabra yo, pues detrás de todo eso, estaba la verdadera Marina que nunca se escondía de los demás, sin ningún miedo.
Algún día me gustaría dedicarme a eso. A enseñar a todo el mundo lo que escribo. A enseñar cada parte de mi. A inspirar. A enseñar lo que creía que era vivir. Pero tenía tanto miedo que no me veía nunca capaz de hacerlo.
Y sin hablar de la reacción de mis padres si lo supiesen.
Bufé agotada metiendo de nuevo los papeles dentro de mi bolsillo derecho, sin pensar a que se volviesen a arrugar.
No sé cuanto tiempo pasé así, encorvada en mí misma con las rodillas en mi pecho. Pensando en como la soledad me acogía en ese oscuro pasillo obsoleto. Mis ojos estuvieron fijos durante un largo tiempo en las baldosas, a veces me quedaba tan embobada, que se me caía hasta la baba.
Esther solía decir que estaba teniendo un viaje astral cada vez que me pasaba.
Alcé la vista para mirar otra cosa que no fuese el aburrido suelo. Pero no encontraba nada con lo que distraerme.
Puertas.
Enfermeros pasando.
Techo.
Paredes blancas.
Un...¿Pañuelo con mocos?
Me estremecí asqueada llevando mi vista a otro lado.
La habitación de enfrente.
Una ola de emociones pasó por todo mi organismo haciéndome estremecer.
¿Qué sensación era esta?
Había un chico, sentado sobre su cama mirando el cielo con atención desde su ventana.
Pensé que era un paciente más, su delgadez hacía que el pijama que llevaba le quedase enorme. A través del cristal era difícil ver su aspecto físico, pero por lo que la miopía me dejaba ver, tenía una piel lívida que me dejaba claro que nunca había tocado el sol. Su cuerpo se apoyaba con seguridad sobre la pared de la cama, y por la forma en la que veía el cielo, estaba tranquilo, en paz.
Pero hubo algo de lo que me percaté, el chico no tenía pelo.
Una parte de mí, quería apartar la mirada, pero por otra parte no quería dejar de verlo. Era como si de repente mi cuerpo pedía saber de él. Por qué estaba ahí. Qué hacía ahí. Sentí que necesitaba algo de él, maldita sea.
Su pecho subiendo y bajando me causaba calma. Y el hecho de sólo haber visto su perfil ya me parecía lo suficientemente atractivo.
Maldije mentalmente en el instante en el que chico giró chocando con mi mirada.
Nunca me consideré tan valiente como para mantener una pelea de miradas con aquel chico. Pero en aquel instante lo estaba haciendo.
Apenas podía ver con claridad la intención de su mirada, pero había algo misterioso en él. Algo que escondía y que quería saber por qué.
Sus ojos pegados en mí me miraban con atención analizando cada movimiento, pero para qué mentir, estaba más quieta que una estatua. La tensión en el ambiente se apoderaba más en el lugar. Mis ojos apenas se movían, fijados a los suyos. Quise irme de ahí pero una fuerza sobrenatural me impidió hacerlo. No sabía qué coño me estaba pasando, pero era enigmático.
Sentí un escalofrío pasar por mi columna vertebral cuando observé como me sonreía de una manera picarona, a través del cristal. Como si de alguna manera intentase decirme algo, que no podía expresar con palabras. No podía negar que me pareció atractivo aquel gesto.
Joder, que cosas estaba diciendo.
Qué chico más extraño.
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Y SI, YA SÉ QUE SOY UNA DRAMÁTICA, JODER.
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