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¿Premoniciones?

En aquellos aposentos de lujo, envuelto entre sábanas aterciopeladas yacía lo que quedaba de un Emperador derrotado en ego, en alma y en corazón. Esos tres días habían sido lo peor que había vivido desde que An enfermó repentinamente y de manera irónica, en un atardecer nada peculiar.

Él no deseaba saber del mundo y sus derivados, sus anhelos habían muerto con ella esa noche; los deseos de vivir languidecían a cada instante y él no pensaba evitar regodearse en su miseria, aun sabiendo que Shun estaba en coma, que Jin estaba en el papel de Emperador regente y que el paradero de Yun era desconocido.

«Tus hijos te necesitan», le dictaba su conciencia de manera esporádica, pero él hacía caso omiso, no tenía fuerzas ni para cargar con sus conflictos propios, menos con los de sus hijos y mucho menos con los del pueblo chino.

De pronto, uno de los sirvientes llevó a la recámara una bandeja con el almuerzo, la dejó en la mesa de cristal —en la que An y Heng solían degustar los alimentos en momentos especiales, como para su aniversario de bodas—, luego retiró una charola que contenía el desayuno intacto del Emperador; sin decir otra palabra se retiró no sin antes hacer una reverencia protocolaria. Era de más intentar convencer al obstinado y deprimido gobernante.

Heng ni siquiera volteó a ver la comida, a pesar de que sus entrañas le suplicaban por alimento; la delgadez del hombre se comenzaba a notar demasiado. Lo único para lo que tuvo fuerzas, fue para dejar caer sus pesados párpados para dormirse por enésima vez.

Por primera vez en tres días, el sueño se sentía reparador en una mínima expresión, pero definitivamente Heng estaba descansando como hacía ya más de un mes no lo hacía su cuerpo y también el hecho de tener sueños era como un lujo para él.

Heng se vio en un lugar paradisíaco y demasiado real como para tratarse de un simple sueño, pero por alguna razón, él no podía controlar sus movimientos, como era de esperarse, pero vaya que estaba atento a la belleza que lo rodeaba en aquel momento.

La naturaleza reinaba en ese lugar. Todo parecía tan real, porque hasta la sensación del viento que podía sentir en su piel le contradecía la idea de ser un simple sueño. El sonido de las hojas de los grandes árboles y de una pequeña cascada a lo lejos daba indicios de que había un río muy cerca.

«Al fin puedo sentirme en paz... después de tanto tiempo».

El emperador respiró aquel aire puro que le dio serenidad, tanto así que esbozó una sonrisa y continuó caminando apaciblemente por un sendero que parecía haber sido transitado por personas; lo curioso era que no encontró a nadie en el trayecto; parecía ser un lugar desolado a pesar de la riqueza de flora y fauna.

Así continuó caminando por tiempo indefinido, hasta acercarse a la cascada que se convertía en un río limpio que vigorosamente viajaba hacia algún lugar remoto. Una luz parpadeante captada con el rabillo del ojo le hizo voltear a ver a un lado y lo que encontró no tenía explicación.

Si Heng en algún momento había pensado que no había personas, pronto se dio cuenta de que estaba equivocado, porque allí, en el árbol que se parecía al que había estado por generaciones en sus jardines, yacían sus tres hijos, todos tenían vestiduras rojas y yacían recostados en el inmenso y rústico tronco. No podía creerlo, pero... ¿Acaso estaban dormidos, o algo peor?

El Emperador se apresuró para tener una mejor perspectiva de lo que sus ojos habían captado. Con premura se inclinó para revisar a sus hijos, a los cuales no podía tocar; era como si una fuerza no se lo permitiera. Tampoco podía hablar, se sentía mudo por completo y limitado de tomar acciones.

Repentinamente Jin abrió los ojos, su rostro se veía sereno y por lo visto no podía ver a Heng y eso aterró al gobernante de China.

El joven se levantó y suspiró mientras se desperezaba, luego de eso caminó unos cuantos pasos y se echó un clavado al río. Heng se angustió al ver eso, ya que la corriente parecía demasiado fuerte. Su hijo nadaba con todas las ganas y se fue alejando poco a poco para ya no volver; presenciar aquello le estrujó el corazón sobremanera.

Pronto volvió la vista hacia el árbol donde aún estaban sus dos hijos, o eso creía. Shun permanecía dormido, pero pronto despertó y comenzó a forcejear para levantarse, sin éxito alguno. Cuando Heng se dio cuenta, unas cadenas ataban de manos y pies a su hijo. Tanta era su desesperación que gritó con lágrimas en los ojos. Su hijo luchaba contra aquello y él no podía ayudarlo.

Mientras tanto, Yun se había despertado al igual que Jin, pero este no caminó ni un paso lejos del área del árbol; algo captó su atención entre la espesura del follaje. Heng elevó su mano y la colocó arriba de sus cejas para intentar ver de qué se trataba, porque el joven sonreía embelesado hacia aquella dirección.

De pronto unas delicadas piernas se posaron en la rama más baja; se trataba de una fémina de una hermosura inigualable. Portaba un vestido qipao rojo, chinitas que protegían sus pies y su cabello castaño era lacio y brillante. Ella veía a su hijo desde las alturas con una sonrisa amplia y confiada. Yun extendió sus brazos hacia la chica y esta no dudó en lanzarse desde lo alto para dejarse atrapar por su joven hijo.

Heng no cabía en su asombro ante tal visión y analizó la imagen de la pareja. A pesar de la belleza innegable que poseía, la muchacha no parecía ser de cuna noble ni nada que se le pareciera, pero eso no parecía importarle a Yun, quien tenía sus brazos aferrados a su diminuta cintura y ella rodeaba su cuello con ambos brazos; aquella pose evidentemente denotaba un idilio como mínimo.

Yun y la joven se sonreían de tal manera que denotaba demasiada felicidad entre ellos; se decían cosas al oído y reían con complicidad. Poco a poco sus rostros se fueron acercando para terminar rozando sus labios, lo cual prosiguió a convertirse en un beso en el cual ambos se entregaban con ternura.

Heng se sintió ruborizado al estar aconteciendo dicha escena, ya que su hijo se comportaba distante en general, en especial con las doncellas casaderas que llegaban a pretender a los tres príncipes en las fiestas de alta alcurnia; aquello era fuera de lo común en Yun. Definitivamente se trataba de un sueño que le estaba jugando muy malas pasadas al gobernante.

Si las cosas no podían empeorar en aquel sueño, Heng se equivocaba, porque mientras aquel beso tierno se había transformado en uno lascivo y sus cuerpos se pegaban más con movimientos provocativos, algo peor dejó al Emperador con la sangre helada.

La mujer había sacado una daga con tanta rapidez y no dudó en clavarla con fuerza en la espalda de su hijo. Heng no pudo ni siquiera gritar para advertirle a Yun, ni moverse para ayudarlo. Su hijo cayó de rodillas, no sin antes arrebatarle la daga a la chica para clavarla directo al área de su corazón, provocando que ambos cayeran juntos en un charco de sangre.

Mientras se llevaba a cabo aquella escena, Shun seguía gritando con desesperación sin poderse soltar de las cadenas. Heng al fin pudo exclamar con angustia y se dio cuenta de que había despertado. Todo su cuerpo estaba empapado en sudor y el corazón le latía desbocado.

«¿Pero qué demonios fue ese sueño? No puedo seguir así, he sido un imbécil», caviló mientras se llevaba una mano a la cabeza y allí se dio cuenta de que sus hijos lo necesitaban.

Se levantó casi de un salto y se encaminó a la recámara de Shun, en donde los curanderos se sorprendieron al ver a Heng de pie y preocupado por su hijo mayor.

—Perdóname, hijo —musitó entre lágrimas mientras lo abrazaba al pie de su lecho.

Todos estaban a la expectativa de las acciones del Emperador, quien después de varios minutos se levantó, se secó las lágrimas y caminó por el largo y amplio pasillo; necesitaba ver a Jin. Allí estaba su hijo, sentado en la oficina real, mordisqueando la goma de un lápiz mientras revisaba documentos legales.

Heng se apresuró y llegó hasta donde su hijo pudiera verlo. Jin levantó la mirada y quedó estupefacto.

—Padre... —dijo sorprendido mientras dejaba de lado su labor y se puso de pie para recibir los brazos de su padre, quien le pidió perdón por tanta negligencia de su parte.

—Yo comprendo tu estado y por eso no quise molestarte. Perdona si no estoy haciendo el mejor de los trabajos, pero tuve que improvisar.

—No te preocupes por eso, has hecho todo lo que yo no pude y te agradezco, hijo —Ambos rieron por lo bajo—. El que me preocupa es Yun.

—No hay noticias de él —respondió cabizbajo.

—Jin... Solicitaremos un equipo de rescate ahora mismo —demandó Heng con el ceño fruncido—. Deberán buscar a Yun por cada resquicio de China empezando desde ahora.

Ambos asintieron y sin perder más tiempo, convocaron una junta extraordinaria del Consejo. El príncipe Yun oficialmente se consideraría una persona desaparecida; pronto toda Ciudad Prohibida estaba enterada y correrían la voz a todos los lugares de China.

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Continuará

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¡Hola, aquí con un nuevo capítulo!

Vaya sueños más extraños los que ha experimentado el emperador ¿Qué crees? ¿Serán acertados? Descubre la respuesta en los próximos capítulos.

¡Gracias por leer! <3

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