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9. Pequeñeces

Draken había ido a dormir con las emociones en guerra. Su corazón había alzado las armas y su cerebro, una bandera blanca. Se consideraba un ser racional, precavido y que, a diferencia de la mayoría de sus amigos, no seguía sus instintos ni se dejaba llevar por las sensaciones electrizantes. Sin embargo, al final del día, todos tenían pulsiones.

Era un humano; tenía deseos, tenía miedos, tenía anhelos y, lo más importante, poseía culpa, y una que le escaldaba el alma.

Había meditado una y otra vez lo que había vivido y trató de vaticinar la misma cantidad de veces lo que iría a vivir en sus próximos días. Si hubiese aprendido a jugar alguna vez al Shogi, habría desarrollado unas estrategias dignas de un militar de tanto hervirse los sesos. Al final del día, el amor era una guerra y Mikey era una milicia entera con armamentos de primera.

Habría deseado descansar más luego de lo poco que había podido pegar el ojo a lo largo de la noche, pero se despertó por la gracia de los despertadores naturales que rodeaban su habitación: cabeceros resonando en la habitación contigua, gritos que esperaba fuesen de placer, gemidos y el agua de la canilla corriendo por las tuberías.

Se sentó en el borde de la cama, se encorvó y se dejó mirando un zapato a la distancia, tan absorto en él que podía sacarle un poema hasta con dedicatoria. Se refregó la cara con la violencia consecuente del malhumor, y una actitud chinchuda. Se encerró en el baño, se lavó la cara con el agua lo más fría posible y permaneció en su lugar, apoyado sobre el lavamanos. Draken había convivido con todos; Mikey se olvidaba el cerebro sobre el colchón cada vez que se despertaba, y no podía ir a recogerlo hasta que no comiese; Baji era capaz de arrancar cabezas con los colmillos y Chifuyu era un ángel, parco y ensimismado. Y Draken, a pesar de quejarse de ellos, era un tipo que se ponía muy de malas cuando despertaba, que no disfrutaba de cruzar palabras y cuya maquinaria se oxidaba.

Recordó que debía reparar su motocicleta porque un auto la había tocado mientras estuvo en el cine, y maldijo a Mikey doblemente; por no dejarle dormir y por ser el causante del descuido de su vehículo.

—Y por ser un maldito pegote que no se puede guardar sus manos para sí mismo —maldijo una vez más, en voz alta. Mejor que sobrase antes que faltase.

Se vistió más rápido de lo que esperaba, se peinó y salió. Recorrió el largo pasillo hasta llegar al ascensor, completamente ajeno a las mujeres semidesnudas y a los tipejos de mala muerte. El haber crecido en un lugar de ese estilo había influido en él al punto de que el concepto del sexo estaba para él muy lejos de ser tabú; los chistes verdes, las insinuaciones y las charlas subidas de tono no eran nada nuevo para su mente, ni mucho menos le incomodaban.

Pero cuando se trataba de esas cosas y Mikey en el mismo contexto y oración le ponía de cabeza. No solo porque era capaz de entender a la perfección su lenguaje soez, sino porque podía comprender lo que sucedía en su imaginación de una manera sumamente vívida y hasta acompañarle.

La mala cara se le formó en cuanto vio nuevamente su moto al bajar del elevador y atravesar el edificio hasta el estacionamiento. Vio las abolladuras y se irritó. Se subió desganado y decidió que iría al taller, y para eso buscaría a Mikey y le arrastraría con él.

Con un automatismo verdadero, en cuanto arrancó, su mente comenzó a trabajar a todo vapor. Se armó una maratón peliculera de fin de semana en su cabeza donde él era el protagonista de cada una de ellas, con Mikey a su lado. El rollo giraba y giraba y él solo podía ver las imágenes que se proyectaban una y otra vez, y era como esos cines carísimos donde se sentía el frío y el tacto de la película, porque el calor de los labios de Mikey sobre los suyos le arrollaron de un momento a otro, incluso aunque solo fue una experiencia de un segundo, y el tacto juguetón de sus manos se entumeció las manos con las que manejaba. Cuando ya estaba llegando solo le quedaba tratar de sosegarse y acallar la culpa. Era eso o estallar.

Estacionó, se bajó y echó a andar. Se cruzó al abuelo de Mikey en la puerta, quien ya se iba y le dejó pasar como si fuese el cuarto habitante de la casa.

Emma no estaba, y lo sabía porque ella, a diferencia de Mikey, era ordenada, responsable y le gustaba despertarse temprano para aprovechar el día. Supuso que había salido a almorzar con las amigas, porque ya era mediodía. Suspiró ante el recuerdo de Emma. Le quería tanto que le dolía.

Se encaminó a la habitación de Mikey como una más de las cientos de veces, recorriendo el pasillo luego de dejar sus zapatillas en la entrada,  con el sonar de sus propios pasos enervándole.

Al llegar ni siquiera golpeó la puerta; la abrió como quien reclama un derecho vital, y se quedó bajo el marco, observando a Mikey. Se veía igual que siempre: despeinado, de cabeza, con las sábanas en la alfombra y la boca abierta. Lo único que persistía en su lugar era la manta diabólica.

Cuando iba a despertarle sin lástima alguna, se frenó en seco. La noche anterior le había dejado en la puerta de su casa a un horario que podía considerarse intempestivo para Mikey, por lo que debía seguir con sueño. No era que aquello le detuviera de despertarle, mas le dificultaría el proceso un montón. Por lo tanto, decidió ir a prepararle el almuerzo. Con aquel soborno en mano podría despertarle con mayor facilidad.

Antes de voltearse para dirigirse a la cocina, le echó una última mirada y sonrió inevitablemente. Le era una maravilla cotidiana poder ver al Invencible Mikey en una posición tan vulnerable; le parecía una imagen preciosa y ciertamente carísima. No obstante, era distinto a las demás veces que le había visto. Era la primera vez que encontraba un auténtico valor en algo tan nimio y bello del día al día como eso.

Conociendo la ubicación de cada cosa que necesitaba no presentó mayores complicaciones al cocinar, y distinto a las demás ocasiones, sentía una inquietud dentro de sí que requería que fuese a ver a Mikey y le despertara de una vez. Quizás se debía al hecho de que le molestaba que alguien durmiese plácidamente cuando él no había dormido nada.

Con la comida en una bandeja, caminó con sumo cuidado hasta la habitación. Atravesó el marco de la puerta que había dejado abierta para escudriñar a Mikey y notar que no se había movido ni un mísero centímetro.

Suspiró y depositó la bandeja sobre una mesa que reposaba frente a la cama. Se acercó con delicadeza en su andar y se sentó en un hueco que había dejado Mikey entre su cuerpo y el borde. Abocado al compromiso de adorar los pequeños placeres de la vida, escrutó el rostro adormilado y se sintió pleno al ver en que al menos durante sus sueños era feliz.

Posó su mano sobre el hombro de Mikey y comenzó a zamarrearle con calma y movimientos lentos. Al menos, así sería al principio.

Al no obtener reacción, comenzó a aumentar la intensidad de los zamarreos y a acompañarlos con su voz.

—Mikey, despiértate.

Insistió con los movimientos al observar movimientos mínimos y oír uno que otro suspiro más fuerte de lo normal. Podía simplemente quitarle la manta y arrastrarle de los talones, pero aquel día se había despertado con todas las intenciones de ser un ciudadano ilustre. Le llamó por su nombre más fuerte a la par que ya prácticamente le sacudía.

—Sí, Kenchin —se escapó de sus labios entre plácidos murmullos—, así.

Aquello fue todo. Draken se levantó, le quitó la manta y lo agarró de los tobillos para arrastrarle hasta el frío piso del pasillo.

La brusquedad del movimiento y la fresca superficie contra el abdomen de Mikey le despertó de golpe, levantando la cabeza súbitamente con un ojo medianamente abierto.

—Kenchin —dijo, por fin lúcido.

—Ya era hora, maldito enano —le espetó, de brazos cruzados.

—Oye —bostezó, levantándose con movimientos lerdos y torpes—, conozco madres que despiertan a sus hijos con un beso en la frente, sabes.

—Lo haré cuando sea tu madre —le dijo—. Te he preparado la comida pero entre todo el jaleo que implica despertarte ya se habrá enfriado.

—Lo siento —volvió a bostezar, ingresando nuevamente a su habitación mientras se frotaba un ojo. Los cabellos le caían por toda la cara de una manera hilarante.

Se sentó en la silla frente a la mesa donde descansaba la bandeja y bostezó una vez más antes de devorar el plato; con movimientos sin coordinación pero voraces. No se dignó a ofrecerle a Draken ni una hogaza de pan, pero a este no le molestó ni un poco. Le causaba mucha gracia verle en ese estado vegetativo, enteramente opuesto al hiperactivo que llegaba luego.

Terminó de comer, se desperezó e hizo la bandeja a un lado, acomodando la silla para lo que seguía en el ritual. Draken comprendió y se dirigió a la cómoda para tomar el cepillo y la liga para el cabello. Mientras Mikey bostezaba sin cesar, comenzó a peinarle con el cuidado que requería.

No había sido hasta ese momento en el que se dio cuenta lo mucho que le gustaba eso también. Le gustaba su cabello, su aroma y le disfrutaba de agarrarlo entre sus manos y enredar sus largos dedos entre sus hebras.

Aquel día estaba siendo particularmente un altar a las cosas más pequeñas, encontrando placer en los hechos más mundanos.

—Aún no me has dicho el motivo de tu visita —le dijo—. No es que no seas bienvenido; al contrario, si quieres quedarte, mi cama es tu cama.

—Te agradezco —le respondió, notando que aquel día Mikey iba con todo—, pero he venido a buscarte para que vayamos al taller, por mi moto, ya sabes.

—Es verdad —respondió, sintiendo cómo su cabello ya estaba terminando de ser recogido.

Una vez que Draken le soltó, se volteó y le sonrió con dulzura.

Las tripas de Draken dieron un retorcijón que le hizo sonreírle de vuelta.

—Bien, vámonos, que de paso quiero conseguir algo para mi almuerzo en el camino —le apuró, parándose y encabezándose hacia la puerta—. Cámbiate, te espero afuera.

—¡Espérame! —exclamó, armando una trompa—. ¿No quieres vestirme tú, o...?

—¡Mikey!

—Ya voy —suspiró.

Una vez que Mikey salió listo, Draken ya estaba sobre la moto. Mikey hizo un par de comentarios burlescos sobre su motocicleta dañada y partieron.

Llegaron sin mayor esfuerzo debido a la cercanía y se pusieron a trabajar. Era Draken el principal trabajador debido a que se trataba de su motocicleta en particular, pero la ayuda de Mikey era un buen aporte. En uno de los intervalos donde la concentración de Draken era absoluta, Mikey escapó del taller para ir a conseguir comida, tanto para Draken que no había probado bocado como para él que tan solo un par de horas luego del almuerzo se sentía desfallecer del hambre.

Los descansos eran mínimos, y si bien lo que debían arreglar también lo era, Draken se esmeraba al máximo con la perfección como objetivo. A Mikey le encantaba verle sudar la gota gorda por algo que deseaba, y no vio problema alguno en hacérselo saber. De esa manera la noche cayó rapidísimo sobre ellos, sin darle tregua al atardecer.

—Eres tan quisquilloso al hacer este tipo de cosas —declaró, sentado en una de las mesas detrás de Draken y la moto, bamboleando las piernas.

—Me gusta que las cosas se hagan bien —le dijo, incapaz de quitar la mirada de su trabajo—. No voy a gastar mi esfuerzo en una labor mediocre hecha a medias.

—Me gusta que seas así.

Aquello consiguió distraer a Draken, quien verdaderamente se sintió conmovido con la dulzura de la inocencia de sus palabras. Era un conjunto de palabras ordinario y sencillo, pero encabezaba la lista de lo más bello que le habían dicho. Lejos de los cumplidos producidos y las insinuaciones, que le dijeran que le gustaban sus manías y su ahínco por conseguir algo era más que significativo.

—A mí me gusta que te fijes en pequeñeces.

—Las pequeñeces son las cosas más hermosas de la vida, de esas que nos pasan de largo cuando miramos para otro lado —le respondió, con un semblante solemne. Sus piernas habían dejado de moverse y sus ojos estaban perdidos en la espalda de Draken con perseverancia y anhelos—. Y todo lo que haces, desde cocinarme hasta peinarme, son pequeñeces.

Esas palabras lograron que Draken soltase sus herramientas y se volteara hacia él con una seriedad absoluta, percatándose de que había hundido su pie en el charco, rogando que se callara y buscando una manera de correr. La espontaneidad de la respuesta que le había otorgado en un primer momento había orillado a Mikey sin pretenderlo.

—Es por eso que tú me gustas, Kenchin —soltó de un tirón sin exhalar ni un poco entre palabra y palabra, sintiendo un auténtico temor por primera vez, incapaz de reparar en la mueca de desazón que adornó el rostro de Draken—. Y muchísimo.

Quiero avisar que quedan 2 o 3 capitulines, así que... eso, ah. Quiero terminar este trabajo así me enfoco en el otro porque sino no me dan los tiempos ni las neuronas, jiji.
No se preocupen, que el omegaverse ya tiene un mínimo 20 caps asegurados 😔🙌🏼❣️

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