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12. Vamos a contar mentiras, tralará

Mi padre había salido en búsqueda del heredero cuando yo invité a los guardias a entrar en casa, a por un cafetito, que les iba a sentar muy bien.

Sabía que lo que estábamos haciendo era más secuestro que nada, y más tratándose del príncipe de Dinamarca, pero, sin embargo, nadie dijo nada para evitar que el Lorzas volviera a arrastrar a Nicolaas por todo el jardín hasta el patio trasero y que le diera un poco el aire.

–We want the prince, not a coffee– dijeron los guardias un par de veces antes de que les sirviera una taza.

–Verán, es que hemos tenido un problema. Debe de haber un malentendido, aquí no...– dije yo, acercándome a ellos con dos tazas humeantes.

–¿Josefa Cortázar Tresillo?– preguntó el pelirrojo.

–Josefina– le corregí.

Ellos no aceptaron las tazas de café.

–So there is no mistake– acertó a decir.

Puse los ojos en blanco y me di un golpe en la frente.

Mi abuela, sentada allí fingiendo tejer una bufanda en pleno mes de agosto junto a su taza de café soluble, nos miraba con admiración, tanto a mí, su nieta favorita, como a la supuesta Guardia Real Danesa, que me parecía de todo menos eso, precisamente.

Mi cuñado, que se había motivado y tenía complejo de Traductor de Google, entró en la cocina tras plantarle un morreo que dejó fría a su mujer, y se sentó junto a mi abuela, después de mirar con el ceño fruncido la bufanda que estaba tejiendo con sus dos agujas verdes que tenía guardadas en el armario de la entrada.

–De acuerdo, señores, les contaré la verdad– dije, aunque se me quedaron mirando como si les hubiera insultado–. Yo say truth.

Estaba impresionada con mi propio nivel de inglés; nunca pensé que llegaría tan lejos.

–Where is Prince Nicolaas?– preguntó el impaciente del pelirrojo, mientras el otro se daba la vuelta e intentaba salir de la cocina. Por suerte, mi cuñado sobrio lo vio venir y se le adelantó, poniéndose con los brazos cruzados casualmente en medio de la puerta.

Funny story. Verán, él estaba here. Pero antes, before– mentí, porque tenía miedo de lo que podía pasar–. Él me buscaba para talk de Harald. You know.

El rubio con cara de escandinavo puso los ojos en blanco y negó con la cabeza. Seguro que me había pillado, pero, igualmente, yo seguí con mi plan de contar mentiras, mientras mi abuela cerraba los ojos y asentía con la cabeza, dando a entender que todo era cierto.

–Él se fue, go a su house.

El Cogorzas se pegó un golpe con la mano abierta en la frente y llamó la atención de los dos guardias, que todavía llevaban las gafas de sol puestas, aunque estuviéramos dentro de la casa, y con las americanas que, seguro, les provocaban sofocos.

–What she is trying to say is that your Prince is not here. He asked me if we knew Harald, and we didn't, but, as my sister-in-law is a journalist, I thought that she had heard about him. So I brought Nicolaas to this house and then...– me interrumpió Antonio Pérez, el borracho del pueblo, el chico que nunca iba a clase porque la profesora había tenido una aventura con su padre, también alcohólico como él, y no quería verla más de lo necesario. Y allí estaba, hablando un inglés perfecto, aprendido por supervivencia, lo más probable, para ligar a espaldas de su mujer con jóvenes inglesas.

Un ruido en el piso de arriba alarmó a los guardias, que alzaron la cabeza tras escuchar la sarta de mentiras de mi cuñado, suponía, porque no le había entendido ni papa, y, esquivándole, salieron de la cocina y, como alma que lleva el diablo, subieron las escaleras.

Yo me puse a llorar porque, total, cuando me llevaran con esposas directa a la cárcel de por vida por secuestro, ya no valdría la pena.

Mi abuela, cotilla que era, dejó su bufanda sobre la mesa y, acto seguido, se fue a perseguir a los extranjeros brazos en jarra, así como mi cuñado, que se puso a correr para detenerlos.

Pero, claro, era demasiado tarde.

Salí a la terraza para tomar un poco de aire fresco. Tal vez también se llevaran a mi cuñado por obstrucción a la justicia, y, a lo mejor, convencía al juez de que nos dejara compartir celda, con la excusa de que no me podía estar callada y mi cuñado supuestamente sabía escuchar muy bien.

Nuestro jardín era inmenso, pero, aún así, si me hubiera echado a correr, me habrían pillado tarde o temprano, porque no era tan ágil como para esquivar piedras y cerdos a mi paso.

Vi a Morcilla Junior a lo lejos, correteando como siempre como si fuera un perro, persiguiéndose la cola, aunque no podía doblarse y era imposible que se la viera. Detrás de ella estaba uno de los cerdos que se había traído Xavier consigo durante la mudanza, que tenía despigmentación en una pata y yo me empeñaba en llamarle Rosablanco, pero se ve que ya lo habían bautizado como Turco y no respondía a mi apodo cariñoso.

Me senté en una de las hamacas que rodeaban la piscina para llorar tranquila antes de que encontraran al tal príncipe Nicolaas en la cama de invitados, pero el ruido de uno de los cerdos me alarmó. Pensé que se habrían intentado matar, porque no era normal el grito que uno de ellos había pegado.

Miré a Morcilla Junior por si estaba herida, pero seguía como antes, con su admirador a sus espaldas y ella dando vueltas sobre sí misma.

Sin embargo, cuando desvié mi mirada hacia la izquierda, me encontré con lo único que no quería ver nunca. Jamás. En mi vida.

–¡Padre!– chillé lo más alto que pude, y la ventana del cuarto de invitados se abrió rápidamente, dejando asomar la cabeza de mi viejo, asustado.

–¿Qué pasa?– me preguntó. Si los guardias estaban allí, no lo parecía, por su soberana tranquilidad.

–Los dos cerdos de tu padrastro están copulando– casi vomité al decirlo.

–¡Pero si son dos machos!– se alarmó el muy antiguo, dramatizando los gestos y abriendo mucho los ojos.

Yo me sequé las lágrimas que corrían por mis mejillas, sin mostrar ninguna emoción en el rostro, y me armé de valor para volver a entrar en casa. No podía ser mucho peor que haber visto dos cerdos manteniendo relaciones sexuales, era imposible.

Cerré los ojos, entré en la cocina, me estampé contra alguien y casi me rompió la nariz de paso.

–Estás loca– dijo, con una voz muy masculina, muy aterciopelada, demasiado perfecta.

Por poco me morí en el acto.


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