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1. Discusiones de cerdos

Ya habían pasado unos meses desde que el tercero en la línea de sucesión al trono danés había regresado a su país, con su gente, sus costumbres y su jodido idioma extraño, el cual la mayoría de programas sobre su repentina desaparición utilizaban para hacer pronósticos sobre dónde podría haber estado aquellos nueve meses en los que los reyes, sus abuelos, movieron cielo, mar y tierra para encontrarlo, como si mi familia fuera muy cuidadosa con eso de ruido, gritos, y movidas y les hubiera costado un mundo fijarse en nosotros, españoles de tierra adentro gritando como condenados en el centro de peregrinación de todos los guiris del mundo.

Como era de suponer, el primero en la línea sucesoria, el padre del guiri, no quiso informar a los medios lo que su hijo menor había estado haciendo durante su escapada a Mallorca, el paraíso extranjero, y tan sólo dijo que quería aludir sus responsabilidades durante un tiempo.

De pronto, tras las palabras de ese hombre calvo, la prensa empezó a hervir, y, como era de esperar, todos, absolutamente todos, empezaron a inventar historias sobre dónde podría haber estado un príncipe sin dar señales de vida después de haber sido visto por paparazzis pagando copas al Cogorzas en Magaluf.

El Cogorzas se hizo famoso en el anonimato, porque, al menos los comentaristas de las tres de la tarde, creían que él podría haber ayudado a escapar a Harald Jesper Thorben Schleswig de su posición de príncipe. Aunque, claro, mi cuñado iba tan borracho día y noche que no creo ni que se enterara de que mencionaban su perfecto y afrodisíaco hoyuelo en la barbilla como el mayor atractivo en un hombre con sus facciones marcadas. Ah, y tampoco debió de escuchar que la comentarista de un canal local babeaba cuando ponían una foto donde salían mi cuñado, a quien jamás había encontrado atractivo, y mi hermano, que era básicamente el prototipo español de pelo oscuro y ojos marrones con la piel tostada y un metro ochenta que no incita a la celosía, junto con el Alcornoque, hablando de macho sobrio, el pobre Cris, a machos ebrios a plena luz del día. Ni que aquello fuera el top 3 de Forbes.

Aunque, sin duda, mi historia inventada favorita era en la que aparecía yo, como su puta criada de palacio a quien había dejado embarazada y se había llevado a un país extranjero para que pudiera tener al bebé en paz y sin que surgieran problemas en Palacio.

Lo mejor de esa historia, era la foto que acompañaba a los titulares, hecha por nada más ni nada menos que nuestra fabulosa vecina, que había conseguido pagarse los implantes de silicona para que sus tetas parecieran las de una actriz porno, y unos labios casi iguales que los de la Belén Esteban. En ella, hecha desde la parte de su casa que daba a nuestra piscina, se me veía a mí con una barriga post patatas a la riojana en un biquini de flores de los chinos del que se me había desabrochado el sostén, y que el guiri estaba abrochando con toda naturalidad con un bañador rosa de lo más femenino a mis espaldas.

A mí, la prensa me había tachado o como una tipa con un par de kilos de más y con mal gusto para la ropa de baño, o como una criada extranjera preñada de cuatro meses del tercer heredero a la corona danesa.

No sabía cuál era la peor suposición, hasta que vi en la mesa de la cocina la revista de cotilleo más cotizada entre las féminas de más de setenta abierta por la página del nuevo y espléndido rumor sobre "la del biquini hortera".

–"¿Es una rica heredera arábiga la misteriosa chica del príncipe Harald? Os lo contamos todo aquí, en exclusiva"– leí en voz alta, comiéndome una loncha de chorizo–. Oye, yaya, sé sincera, ¿tengo piel de árabe? Yo me veo la mar de blanca.

–Tu piel es del color de la manteca. Ya te gustaría a ti tener algún color con el que no se te pudieran ver las venas como lo puedo hacer con el de ahora- dijo ella, poniéndose las gafas y sentándose en la silla que había bajo la mesa–. Dice esto que eres Zayna Alâ'al-dîn– se rio unos segundos después–, ¡hija de un emir!

Me senté a su lado y cogí una servilleta para limpiarme la boca con ella.

–Esto es increíble. Ahora me llamo algo que no sé ni pronunciar.

Alguien entró por la puerta trasera que da a la terraza y se agachó para mirar por encima de mi hombro lo que estábamos mirando mi abuela y yo antes de darle un beso a ella en la mejilla.

–Rica. Eso me ayudaría a contratar a alguien para que nos ayudara a tu padre y a mí a juntar a Morcilla Junior y a Butifarrón para que críen– suspiró Xavier, al fin.

–No crían porque a Morcilla Junior no le pone tu cerdo negro, es obvio. Ponle al rosita ese de tu nieto el de los granos y seguro que es ella la que lo monta.

Mi padre entró por el mismo sitio que Xavier, habiendo escuchado toda la conversación claramente.

–¿Qué dices, Josefina?– gruñó el Lorzas, cogiendo la servilleta que llevaba en las manos para secarse el sudor de la nuca.

–Coño, ¿es que no ves que a tu cerda no le gusta ese verraco viejo? No querrás que la viole, ¿a que no?– él negó con la cabeza con tanta fuerza, que juro que pensé que le iba a salir disparada.– Pues ponle a Gorgonzola en lugar de a Butifarrón, por el amor de dios, que bebe los cuatro vientos por él y se le nota.

Mi padre asintió con la cabeza alzando una ceja, aunque sin pronunciar palabra.

–Luis no va a querer que su mejor amigo fecunde a una cerda de mercadillo– se metió Xavier, provocando que mi abuela cierre la revista de golpe.

–¡¿Cómo has llamado a mi hija?!– gritó mi padre con toda su alma, y por un segundo creí que lo había dicho por mí, hasta que recordé que estaban hablando de cerdos.

–Xavi, por favor, no...

–Lo que es– interrumpió a mi yaya su novio. O lo que fuera ahora que habían vuelto después de una cruel ruptura de abuelos que duró siete dolorosas semanas en las que la que tenía que cocinarse el chorizo era yo.

–¡Ven aquí, viejo carcamal, que te reviento esa cara fofa que tienes, pedazo de burro!– gritó mi padre, con amagos de tirarse sobre el pobre Xavier, que estaba a punto de coger a mi abuela y usarla de escudo protector.

La puerta de la cocina se abrió justo antes de que nadie pudiera hacer o decir nada. Y agradecí de todo corazón que Jacinta fuera una entrometida.

–Mamá está llorando otra vez– dijo la que acababa de cumplir cuatro años, sin percatarse del puño alzado de mi viejo en dirección al novio de la yaya.

–¿Y tú cómo lo sabes, cariñazo? – preguntó mi abuela, levantándose de la silla, yendo hacia su nieta y cogiéndola en brazos.

–Porque está hablando por teléfono con papá y la oigo gritar. Siempre que llora grita.

–Oh, bombón, seguro que no es nada. ¿Ha dicho cómo están tus hermanos?– le preguntó la yaya, besando la mejilla de la pequeña como sólo ella sabía hacerlo.

–María Encina ha tirado a Juanito de la cama esta madrugada y le han tenido que hacer algo en la cabeza los médicos. Y Ernesta y Antonio se han reído de Juanito y los han castigado sin ver la televisión dos semanas. Me lo ha dicho papá.

–Ay, Jacintita, vete con tu viejo y dile que cuelgue a esa zorra después de amenazarla con echarla del negocio– se metió mi padre, bajando el puño, y pude ver cómo Xavier empezó a respirar como debería de haberlo hecho todo el tiempo.

–¿Qué es una zorra?– preguntó la pequeña, bajando de los brazos de su bisabuela.

–Tu madre– respondí yo, casi sin pensar, aunque no lo sentí en ningún momento. Había hecho creer a medio pueblo que yo era inestable, cuando la única que era discapacitada mental era ella. Y me lo iba a pagar, me cago en la puta, aunque fuera por medio de una niña pequeña.

–¡Josefina! – se horrorizó la yaya, dejando marchar a la niña, que no se había enterado de la misa la mitad.

–Joder, yaya, es que es verdad. ¿Para qué mentir si es más fácil no hacerlo?

Ella puso los ojos en blanco.

–Ya podría ser un poco más zorra tu cerda, Francisco José, y no tu nuera. Si no pone de su parte, ¿cómo va a interesarse por ella el bueno de Butifarrón?– volvió a reanudar la conversación anterior el viejo carcamal con el que se acostaba mi abuela octogenaria.

–¡Me cago en la puta, Xavier! Es tu jodido cerdo negro el que da asco, por eso mi pobre Morcilla Junior no quiere procrear.

–O porque tiene complejo de perro, y por eso se acerca al chihuahua de tu vecina– murmuró el viejo.

Los ojos de mi padre iban a estallar.

–Zayna Alâ'al-dîn– me susurró mi abuela, previendo el desastre.

Y, aunque la verdad era que no tenía ni idea de por qué alguien pudo confundirme con la hija de un emir y no entendía cómo la yaya sabía pronunciar lo impronunciable, asentí con la cabeza, porque ni siquiera a mí me apetecía ver cómo mi padre quedaba en ridículo en una pelea cuerpo a cuerpo con un casi nonagenario cabreado.

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