Capitulo 6- Asalto (Parte 2)
Todos se pusieron más tensos al oír aquellas palabras. Y parecía ser preocupante. El rostro del soldado estaba contraído en una expresión de terror como nadie jamás había visto. Se suponía que él había sido entrenado para defender a la humanidad de enemigos como los Inmortales. Sin embargo, este se mostraba como alguien lleno de miedo e inseguridad. Aunque no era para menos. Si por algo podía destacar la Casta Eterna era por la imagen que se tenía de ellos como máquinas de matar imparables y destructoras. No eran los pocos testimonios que hablaban de legiones enteras de guerreros de doradas armaduras avanzando a pasos de gigante través del campo de batalla matando todo lo que se encontraba en su camino. Eran seres tan poderosos y destructivos tenían bien ganada su reputación. Engendraban el miedo como si de una plaga bíblica se tratasen.
Comprendiendo que aquel lugar no era ya seguro, Mallika Sengupta se volvió a todos sus empleados para hablarles. Estos le prestaron máxima atención pues sus vidas dependían ahora más que nunca de aquella mujer.
- Escuchadme, vamos a salir de aquí pero hay que hacerlo de forma ordenada y sin montar ningún caos.- La mujer miró a todos sus compañeros y amigos. Estaba tan aterrorizada como ellos pero debía mantener la compostura por ellos, así que prosiguió hablando- Entiendo que estáis asustados pero si huimos en desbandada, lo único que haremos será entorpecernos los unos a los otros y de esa forma, solo se lo estaremos poniendo más fácil a nuestros enemigos. Así que por favor, salgamos de forma ordenada y un poco acelerada pero sin entrar en pánico ni gritando, ¿comprendido?
- ¡Pues más vale que salgáis ya!- le gritó muy asustado el soldado- ¡Se acercan!
- Entrando en pánico no nos ayudas, soldado- le replicó Sengupta.
A Gustav, como al resto de sus compañeros, le sorprendió la seguridad que mostraba Sengupta ante aquella situación. Era más que evidente que también tendría miedo pero como responsable de aquella estación, su deber era velar por la seguridad de todos. Incluso si se hallaban bajo ataque de extraterrestres. Otra fuerte explosión sacudió el lugar y pese a que la gente parecía desesperada por querer huir, todo se hizo tal como Sengupta había dicho.
Ya en el pasillo, Doeschler y el resto pudieron ver que las cosas no iban muy bien. A su derecha, un grupo de soldados se atrincheraban tras el escaso muro de la entrada mientras abrían fuego contra el enemigo. Gustav apenas pudo ver a uno de los Legionarios abalanzándose sobre uno de los soldados para despedazarlo con sus cuchillas pues Ratner y Sorrelli le empujaron diciéndole que se moviera.
Sengupta estaba delante y habló con uno de los responsables de seguridad.
- La base central ha caído- dijo el hombre con tono pesimista-. Será mejor que vayan al hangar auxiliar que hay en la estación 4. Es la única alternativa.
La mujer comprendió a la perfección y se dirigió a los suyos.
- Muy bien, seguidme- dijo gritando fuerte para que todos pudieran escucharla-. Hay que ir hasta la estación 4. Es nuestra única alternativa.
Algunos ya iban a protestar, disconformes con la idea de ir hasta otra estación para huir, pero el grito de uno de los soldados, les puso en alerta.
- ¡Están rompiendo la brecha!- decía el hombre con horror- ¡Huyan!
Un Legionario de impenetrable armadura dorada y que portaba un casco esférico irrumpió en la entrada. Los soldados contra los que luchó estaban ya muertos y los que había apostados tras la puerta, se vieron obligados a retroceder ante el imparable avance del guerrero.
- ¡Abrid fuego!- gritó uno de los hombres.
Apretaron el gatillo y sus fusiles de asalto descargaron un gran número de balas contra su enemigo. Pero ninguna le hizo daño. Todas rebotaban contra su dura armadura, no solo gracias al duro y resistente metal que las componían, sino también por el escudo energético que envolvía al Inmortal. Energía pura que repelía cualquier objeto que impactase contra este. Tenía cierta resistencia pero se agotaba conforme sufría más golpes pero se podía recargar. Aun así, eso no importaba al Inmortal. Este continuaría su devastador avance. Y eso fue lo que hizo.
Dos alargadas cuchillas curvadas por la parte superior fueron desplegadas de sus brazos y el ser las blandió con fiereza. Antes de que los soldados humanos pudieran defenderse, el Inmortal inicio su carnicería. Corto un brazo a uno. Una pierna a otro. Atravesó la caja torácica de una pobre chica. Le corto la cabeza a uno y media cara a otro de un solo mandoble. La bestia masacraba a sus enemigos sin piedad. No hacía caso a sus suplicas y plegarias. Ignoraba los gritos. Tan solo veía la sangre roja de sus víctimas impregnando las hojas de sus armas. Y cuando acabó con los cinco, el ser alzó sus brazos hacia el cielo y emitió un fuerte rugido. Disfrutaba con aquello, pues era para lo que había nacido.
Cuando Doeschler y el resto vieron aquella horrible escena, no les faltó tiempo para salir corriendo de allí. Mientras el jefe de seguridad y otros tres soldados se dirigían para luchar contra el Legionario y otros dos que entraban por la puerta, el hombre y sus compañeros siguieron a Sengupta, quien los guiaba hasta ese hangar auxiliar desde donde podrían escapar gracias a las naves de evacuación allí instaladas.
Mientras corría, Gustav pudo escuchar los gritos del jefe de seguridad.
- ¡Usad granadas!- bramó con furia el hombre- ¡Eso les retendrá!
Una fuerte explosión hizo temblar el pasillo entero. Pero ninguno de ellos se detuvo. No había razón para hacerlo si es que deseaban seguir con vida. Por ello, no les quedaba más opción que continuar.
Aun así, pese a alejarse cada vez más, Doeschler pudo escuchar los gritos de horror y desesperación de los soldados mientras morían a manos de los Inmortales. Eso le heló la sangre.
El grupo salió de la estación y ya iba por el cilíndrico pasillo que los llevaría hasta el hangar auxiliar desde el cual escaparían. Pese a que ninguno de ellos sabía pilotarlas, estas eran automáticas y tenían grabadas el destino a donde los llevarían, así que no había ningún problema. Avanzaron deprisa cuando escucharon un fuerte golpe. A si izquierda, una de las puertas de emergencia fue tirada abajo. De dentro, surgieron dos horribles criaturas.
Eran sátiros. Inmortales de constitución delgada recubiertos con una armadura más ligera que la de los Legionarios. Esta podía ser atravesada por proyectiles y no contaba con escudos energéticos. Pero tampoco es que les hiciesen falta. Aquellos seres se movían muy rápido, por lo que podían esquivar lo que fuese con extrema facilidad. E iban bien armados con cuchillas rectas y acabadas en punta que podían usar tanto para apuñalar como para arrojarlas contra sus objetivos. También portaban largos bastones con dos cuchillas en cada extremo para enfrentamientos cercanos.
Uno de los sátiros se abalanzó sobre varias personas sin dudarlo. Doeschler pudo ver como su armadura amarilla y azul brillaba con fulgor justo antes de que un reguero de sangre roja la empapara. El sátiro masacraba sin piedad a los humanos, del mismo modo que el Legionario daba muerte a los soldados. Pero estos no eran más que indefensos civiles. No estaban capacitados para luchar. Solo gritaban y corrían tratando de escapar de su asesino.
Mientras el primer sátiro se ensañaba de sus víctimas, el otro dio una espectacular voltereta en el aire y se colocó justo delante del grupo, bloqueándoles el camino. Sengupta se retrajo al ver al guerrero inmortal observándola con malicia. La criatura ocultaba su cabeza con dos rendijas horizontales de color azul claro como ojos. Una alargada boca repleta de dientes afilados era lo único que se revelaba de aquellos seres. El ser sostenía su bastón con su mano derecha y lo hizo girar con rapidez y maestría. La mujer lo observaba, vigilando cada uno de sus movimientos. Sabía que atacaría en cualquier momento. Y no tardó en hacerlo.
El sátiro se contrajo por un instante y mientras su arma aun giraba en sus manos, saltó hacia delante. Mallika tan solo tuvo unos segundos para rodar por el suelo y esquivar a su atacante. Por poco, no la tocó. Pero a pesar de evitar su muerte, la mujer no fue consciente de que el sátiro se hallaba ahora frente a sus compañeros. Doeschler, pese a lo asustado que estaba, trato de imponer orden entre sus compañeros. Pero era imposible. La criatura los miraba a todos emitiendo un siseante sonido que helaba la sangre. Gustav trataba de hallar algún modo de vencer a esa criatura y mientras miraba de un lado a otro, hallo algo. En la pared derecha, había un extintor. Tobin Ratner se encontraba al lado de este. Sin dudarlo, Doeschler le habló.
- Tobin- dijo rápido y le señaló al extintor-. Cógelo, ¡deprisa!
Sin dudarlo, Ratner se hizo del extintor y Doeschler apartó a toda la gente. Tobin apuntó al sátiro y espuma gaseosa salió disparada. Esta impactó sobre el Inmortal, que quedó atrapado en ella, confuso. El grupo aprovechó esto para escapar pero Gustav vio que Ratner no les seguía. En vez de eso, el hombre de piel oscura permaneció al lado del sátiro.
- Ratner, ¿qué coño haces?- preguntó incrédulo Doeschler- Ven. ¡Tenemos que irnos!
- No te preocupes por mí- dijo el hombre con tono despreocupado-. Lo mantendré a raya para que podáis escapar.
Doeschler no deseaba dejar a su amigo atrás pero pensó que quizás, era lo mejor. Vio como Ratner agarraba el extintor con sus manos, lo alzaba y golpeaba la espalda del sátiro, quien aún seguía desorientado por la niebla que lo envolvía. La bestia emitió un fuerte rugido que dejó paralizados a todos pero Ratner prosiguió con su ataque.
Doeschler y el resto iniciaron la huida pero Sorelli decidió ir a socorrer a Tobin. Fue corriendo hacia él y le gritó:
- ¡Espera! Voy a ayudart....
La frase no quedó concluida y la ayuda jamás llegaría. Un cuchillo de color amarillo dorado se encajó de forma perfecta en la cuenca ocular derecha de Sorelli. Todos quedaron horrorizados viendo como el cuerpo del italiano caía de cara contra el suelo, que empezó a llenarse de su sangre. Doeschler miró hacia delante y contempló a su asesino.
El sátiro tenía su brazo izquierdo perfectamente estirado, con la palma abierta. Él era quien había lanzado esa cuchilla. Ratner, al ver aquello, detuvo su ataque incapaz de creer lo que tenía ante sus ojos. Sorelli estaba muerto. Y el, también.
Ratner comenzó a perder el equilibrio de repente y sin más, cayó al suelo. Su pierna derecha había sido cortada de cuajo y ahora, sangraba profusamente. El hombre grito con mucha fuerza. El otro sátiro se acercó hacia él, dispuesto a darle muerte. Doeschler se veía incapaz de hacer algo. Entonces, Sengupta habló.
- Rápido, ¡salgamos de aquí!
- Pero, ¿qué pasa con Ratner?- preguntó preocupada Ariadna Cruz.
Sengupta la miró fijamente.
- Olvídalo, ya no hay nada que hacer por él.
Aquellas descorazonadoras palabras eran duras pero reales. Doeschler la escuchó y pese a que creía que era algo cruel abandonarlo a su suerte, era por otro lado, una acción sensata.
El grupo fue alejándose de allí mientras los gritos agónicos y desgarradores de Ratner resonaban en todo el lugar. La culpa pesó en muchos pero la decisión ya estaba tomada y lo dejaron atrás.
Corrían lo más que podían. Ya solo quedaban seis de las 30 personas que habían partido de inicio. La mayoría habían muerto y otros se perdieron durante la huida. Avanzaron deprisa. Ya no les quedaba nada para llegar al hangar. Llegaron justo frente a las puertas. Doeschler estaba algo nervioso, como el resto de sus compañeros.
Las puertas se abrieron y pudieron ver las naves de evacuación, todas allí aparcadas. Median 10 metros y eran de color gris claro. Había sitio para unas diez personas. Siendo ellos seis, no habría problema.
- Muy bien- dijo en ese instante Sengupta-, vamos a prepararnos para entrar en una de las naves y huir. Doeschler- Se dirigió al hombre, quien aún se encontraba algo tenso-, ve a la puerta y cuando te diga, la activas y vuelves a la nave para huir.
Gustav asintió. Estaba tan nervioso que no sabía si sería capaz de hacer lo que la supervisora acababa de pedirle. Se desconcentraba con mucha facilidad y parecía a punto de perder el control. Además, se preguntaba porque demonios había que ir hasta la puerta para activarla cuando desde la nave se podría hacer. Todo aquello, le estaba empezando a estresar. Así que se mentalizó. Respiró hondo y recordó que en Titán le esperaban su mujer e hijos. Quería volver a estar con ellos pero para eso, iba a tener que luchar.
Sengupta se le acercó y le pasó el código que tenía que introducir para abrir las compuertas. Además, le dio un intercomunicador para estar en contacto. Una vez hecho, pasarían para recogerle y acto seguido entrarían a la cámara de descompresión, donde la nave saldría al exterior, adaptándose a la presión del planeta. Tras eso, huirían a la estación militar que orbitaba alrededor de Neptuno, llamada De Gaulle en honor a un importante general francés. Allí, enviarían toda la información al Mando Militar sobre el ataque. Lo que le extrañaba era que la Confederación no se hubiese percatado de la presencia de Inmortales pero era posible que aún no fuesen conscientes. Por eso, lo mejor era escapar y llevarles ellos mismos la información.
Antes de irse, le entregó a Ariadna Cruz la grabación del mensaje que había sido enviado desde el puesto de vigilancia del planeta Excelion. La chica le insistió en que subiera pero él le contestó que había que activar la compuerta. Le recogerían al salir. Más tranquila, Ariadna entró. Él se preparó para ir al panel donde debería introducir el código.
Se dirigió hacia una plataforma que había justo al lado de la compuerta. El panel estaba allí. Nada más llegar, pulsó un botón y la pantalla se encendió. Ante él, aparecieron una serie de números a modo de teclado. Comenzó a pulsar los números correspondientes al código. Pese a temblarle un poco las manos, el hombre mantuvo la calma. Una vez escrito, dio a "Introducir". De repente, se escuchó un sonido de válvulas. Las puertas se estaban abriendo. La nave se puso en marcha y los propulsores inferiores la elevaron en el aire. Todo estaba listo. Ahora, solo tenía que esperar a que vinieran a recogerle.
Una fuerte explosión tuvo lugar. La nave se desestabilizó un poco pero el ordenador que la controlaba, pudo evitar que perdiera el equilibrio. Doeschler vio con horror como en una de las paredes, habían abierto un gran agujero. De dentro, surgieron varios Legionarios y otro tipo de guerreros Inmortales. Eran Sirenas, hembras de la raza provistas de armaduras negras y rojas Sus brazos portaban unos cañones que disparaban potentes descarga de energía, capaces de dañar y destruir la nave. Supo que esas criaturas eran un peligro. Tenía que evitar que se acercasen a la nave.
Bajó con rapidez de la plataforma y trató de encontrar un arma o algo con lo que poder enfrentarse a los Inmortales. Halló algunos sopletes, sierras robóticas e incluso un hacha pero nada de eso el serviría para hacerles frente. Escuchó varios disparos y vio como las sirenas atacaban a la nave. Esta había desplegado su escudo y consiguió esquivar varios ataques pero no tardarían en cercarla. Desesperado, Doeschler miró a todas partes y vio algo. Varios barriles de combustible inflamable. Estos servían para recargar los motores de las naves y había que manejarlos con cuidado, pues podían estallar con facilidad. Cogió uno de los sopletes de las estanterías y corrió directo hacia estos. Por el intercomunicador, Sengupta le llamaba.
- Doeschler, ¿dónde coño estas?- gritaba la mujer desesperada.
- Váyanse sin mí- exclamo el hombre-. Voy a detenerles. En cuanto las puertas se abran, salgan de aquí. No os preocupéis por mí. Tan solo decidle a mi familia que les quiero.
- Pero...
Tiró el comunicador al suelo. Encendió el soplete pulsando el botón. Una llama azulada salió disparada del cañón y se mantuvo encendida emitiendo un profundo sonido. Doeschler se agazapo tras una nave. Un Legionario pasaba a su lado, rastreando el lugar. Esperó paciente a que se marchase y tras hacerlo, se dirigió a los barriles. No tendría más que encender uno y al detonar, el resto lo harían. También sabía que algunas naves estaban repostando, lo cual dañaría los alimentadores de combustible, causando una reacción en cadena que provocaría una devastadora explosión. Era un acto suicida pero era lo mejor que podía hacer.
Se acercó a uno de los barriles, retiró la tapa y prendió fuego al combustible que había en su interior. Cerró la tapa y acto seguido, gritó a los Inmortales.
- ¡Ey capullos!- les gritó con fuerza- ¿¡Alguno quiere un poco de fuego?!
El barril rodó por el suelo. Una de las sirenas emitió un fuerte rugido y se dispuso, junto con sus compañeras, a disparar al humano. Pero entonces, el barril explotó. Una gran llama iluminó la estancia entera y los Inmortales se dispersaron. Doeschler, a cubierto tras una nave, vio satisfecho lo que acababa de provocar. Volvió la vista hacia la entrada. La nave seguía allí pero las puertas se terminaron de abrir.
- Marchaos, por favor- suplicó el hombre.
Como si le hubieran oído, la nave se puso en marcha y atravesó las compuertas. Respiró aliviado. Entonces, escuchó mucho ruido y fuertes gruñidos. Al volverse, vio como varios Inmortales, algo heridos y con sus armaduras quemadas, iban a por él.
Doeschler corrió hasta quedar pegado a uno barriles. Abrió uno sin dudarlo, lo prendió de fuego. Sabía que no volvería a ver a su familia. Era algo que le entristecía pero gracias a su arriesgada acción, había salvado a sus compañeros. Y se llevaría a varios enemigos por delante.
El barril estalló. Otros muchos lo hicieron al instante. Una gran maraña de fuego y humo envolvió el lugar. Doeschler ardió al tiempo que los escudos de los Inmortales repelían las llamas. Pero el fuego alcanzó los alimentadores de combustible de las naves causando más detonaciones. El hangar entero ardió. Por muchos escudos y armaduras que poseyesen, los Inmortales perecieron a causa del fuerte impacto de las explosiones y las altas temperaturas en una letal combinación.
Contemplaba la devastadora explosión sin apena inmutarse. Tan solo se limitaba a emitir un leve quejido, como si estuviera molesto pero no le importase lo que acababa de pasar. Tampoco es que careciera de importancia que una nave lograra escapar del ataque. Era incluso mejor. Si, los humanos sabrían que la amenaza de los Inmortales era real, pero entonces, todo sería mucho más divertido. Eso, al menos, era lo que Ares creía.
Medía 2 metros y medio de altura. No era tan grande e imponente como su padre pero tampoco es que lo necesitase. Era rápido y letal con sus armas, lo cual le servía mejor que la fuerza bruta de la que el emperador de la Casta Eterna solía hacer uso. Él no era un simple guerrero más. No, era un gran luchador que había creado su propio estilo de combate. Para ello, había tenido que combatir en infinidad de batallas en una gran cantidad de planetas, combatiendo con todo tipo de razas alienígenas. Tenía 1203 años y era el segundo hijo de Zeus. Tras nacer, fue enviado a las guaridas, donde pasó años entrenándose a través de crueles combates contra temibles bestias, guerreros capturados por su especie y otros reclutas como él. Mató a decenas, sangro lo indolente y conoció el dolor más primario que podía existir. Pero eso, le endureció y le transformó en el gran guerrero que era ahora.
Su armadura color gris plateado emanaba un fuerte brillo. Recubría todo su cuerpo y algunas zonas estaban recubiertas de placas extra que se hallaban en los brazos y piernas, sobresaliendo. Su casco recubría la cabeza, excepto la boca. Un visor tapaba los ojos pero se lo había retirado para contemplar el lugar donde se hallaba. Así, se podía distinguir un rostro de aspecto reptiliano, con escamas anaranjadas recubriendo su piel. Sus ojos eran de color rojo oscuro, como los de su madre Hera. Los de Zeus eran negros. Su boca, repleta de dientes afilados, permanecía cerrada. Vio más explosiones a lo largo de las estaciones que había alrededor de la base en la que se encontraba. Esbozó una desagradable mueca en su rostro. Desagradable para un humano, pero para un Inmortal, era un símbolo de orgullo. En este caso, de orgullo hacia sus tropas.
- General Ares- llamó alguien a sus espaldas.
Al volverse, Ares se encontró con uno de sus Centuriones. Se trataban de los oficiales de mayor rango del ejército Inmortal. Bravos guerreros curtidos en miles de batallas que eran ascendidos por el propio emperador. Para su nombramiento, debían de pasar por un ritual conocido como las Marcas de sangre. Consistían en ver como al recién ascendido Centurión, el propio emperador le infligía marcas con un cuchillo afilado sobre la piel, dejando que la sangre de aquellas heridas se derramase bañando su cuerpo en sangre ennegrecida. Tras cicatrizar, esas marcas quedaban de por vida en sus cuerpos. Pero tras la impenetrable armadura de color azul, no se podían ver.
- ¿Qué ocurre?- preguntó al Centurión con ronca voz.
Este lo miraba con sus penetrantes ojos amarillos. El color de los ojos variaba mucho en los Inmortales. Era una de sus más extrañas características y ni las Quimeras eran capaces de explicar tan extraño fenómeno. Los del Centurión se podían ver ya que estos no estaban ocultos, como en el caso de Ares. El casco de los Centuriones ocultaba toda la cabeza menos los ojos. Se decía que era así para que al morir, sus enemigos miraran fijamente a los ojos de su asesino. Además, llevaba una extraña cresta metalizada ondulada y acabada en punta encima. Un tocado decorativo para hacerlos más imponentes. Ares prefirió no portar nada cuando forjaron su armadura. Quería algo seguro y ligero, no extravagante o llamativo.
- Es su padre- le informó el Centurión.
Lo que menos deseaba era hablar con Zeus. Sabía como estaría al enterarse del ataque a una colonia tan próxima al hogar de los humanos. Seguramente estaría muy furioso.
- El telecomunicador está en la sala contigua- le indicó el Centurión.
- Gracias Xorges- dijo Ares y el Centurión se inclinó en una respetuosa reverencia.
Mientras caminaba en dirección a la otra sala, podía sentir como sus armas se agitaban. En su espalda, portaba una larga lanza de punta alargada y borde serrado de color azul oscuro. En su cadera, llevaba colgando su espada de color amarillo dorado de filo curvado. A diferencia de otros Inmortales, Ares no tenía armas acopladas a su armadura. Prefería blandirlas con sus propias manos. Le hacía sentir mucho más poderoso. Avanzó hasta la otra estancia y hallo en el suelo un hexágono de color transparente. Se colocó justo delante de este y acto seguido, el objeto comenzó a brillar con un tono verdoso. Parpadeó varias veces y una figura translucida de color verde claro surgió encima. Era una cabeza. En concreto, la de su padre.
- Hijo- dijo este con su profunda y fuerte voz.
- Padre- murmuró Ares.
Ambos se miraron de forma contemplativa durante un corto periodo tiempo, como si estuvieran evaluándose el uno al otro.
- Así que has atacado a los humanos- afirmó el líder de la Casta Eterna-. Pese a que yo no he ordenado que nadie iniciase ninguna ofensiva contra ellos.
Ares permanecía en silencio. Le sorprendía que su padre no estuviera furioso pero más le valía no fiarse. Solo aparentaba estar tranquilo pero era evidente que no tardaría en increparle con furia por sus actos. Miró a su padre fijamente, ocultando su miedo.
- Las Quimeras nos han dicho que atacar a los humanos es un terrible error que no podemos cometer- continuó Zeus-. Y tú vas y decides asaltar una de sus bases. Así que voy a preguntártelo, ¿en que estabas pensando?
La pregunta sonó dura y cortante. Ares se mantuvo en su sitio. Pensó bien su respuesta. Sabía que su padre estallaría de un momento a otro por lo que debía ser cuidadoso con sus palabras. La furia que impulsaba al emperador era muy destructiva y aunque no solía maltratar a sus vástagos, actos como el suyo, no podían quedar impunes sin castigo. Aspiro un poco de aire y finalmente, hablo.
- Entiendo tu enfado, padre- Permaneció en silencio por un instante. Aun trataba de hallar las palabras correctas para justificarse-. Pero ya es hora de acabar con todo esto. La guerra que el Linaje congelado libra contra estas criaturas no es más que una pérdida de tiempo. Nosotros, en menos de unos días, acabaríamos con todos ellos. Y si tú quieres llevarlo a cabo, yo seré quien guíe a nuestros soldados en esta campaña.
Zeus mostró sus dientes en una clara señal de ira. Contenida, pero ira al fin y al cabo. Ares esperaba los gritos de un momento a otro pero para su sorpresa, su padre se mantuvo calmado.
- Hijo mío, estoy orgulloso de lo que haces. Eres uno de los mejores guerreros y has demostrado grandes dotes de liderazgo pero el tiempo aun no es propicio para que lideres tan magna ofensiva. Además- Guardó un pequeño conato de silencio-, yo seré quien presida tan insigne momento. Pero tú podrás acompañarme en la batalla y hasta ocuparte personalmente de arrasar uno de sus planetas con tus huestes. Incluso, caminarás conmigo sobre las ruinas humeantes de esta débil civilización.
Quedó muy sorprendido ante la actitud positiva de su padre. Pensó que quizás, no estaría tan rencoroso como de costumbre. Tal vez se hallaría muy contento con alguna nueva concubina recién adquirida. Raro pero gratamente reconfortante.
- ¡¡¡Así que retira tus malditas tropas de este planetucho antes de que los humanos te encuentren y decidan acabar contigo!!!- gritó con furia de repente Zeus.
A Ares le pilló desprevenido la fuerte orden de su padre. Tan inesperada, que el bravo guerrero se retrajo asustado.
- Si padre- dijo el guerrero con voz cohibida- así haré.
- Hazlo ya- El tono amenazador de sus palabras parecía aumentar.
- Así se hará- le dijo finalmente Ares.
Zeus parecía satisfecho con las palabras de su hijo. Incluso se le veía más relajado.
- Me alegro hijo. No me gustaría perderte.
Tras eso, la imagen del rostro del líder Inmortal desapareció. Ares respiro algo intranquilo pero se sintió aliviado. Su padre le tenía en alta estima y nunca le infravaloraba. Solía darle largos sermones pro con intención de que aprendiese de sus fallos y entendía eso a la perfección. Confiaba en él, pese a sus errores. Así que concluyó que lo mejor sería abandonar el sistema de los humanos y replegarse a sus dominios.
Llamó a uno de sus Centuriones y le informó de las nuevas órdenes. Todas las tropas regresarían e las naves de transporte Pegaso de vuelta a la gran nave comandada por Ares, la Perses. Dejarían este mundo. No podría llevar a cabo su ambicioso plan de exterminar a todos los humanos pero este ataque, sería un pequeño toque de atención. Más les valdría a los patéticos humanos estar alerta.
Miró por la ventana al mundo que tenía ante él. Un mundo desnudo, sin vida y frio. El viento soplaba arrastrando copos de nieve y trozos de hielo. El paisaje era monótono y gélido. La próxima vez que Ares lo viera, seria mientras los mundos humanos ardiesen y toda su civilización fuese arrasada sin piedad por las invencibles tropas de la Casta Eterna. Ese era su gran sueño. Uno que deseaba ver cumplido a toda costa.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro