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Capitulo 26- Dios del caos (Parte 1)

23 de Junio de 2665. Sistema Hercolubus. Planeta Alectus. 14:04.  

El planeta era pequeño. Al menos, así era como se lo habían descrito, pero viéndolo ahora, le resultaba mayor de lo que imaginaba. Incluso, comparado con Asgard, su hogar, era un lugar mucho más grande. La esfera de color gris claro se mostraba como una entidad apagada y solitaria. Nada más que un trozo de roca flotando en mitad del silencioso espacio exterior.

Todavía recordaba la primera vez que salió de su hogar, fue cuando él, junto a sus dos hermanos, su padre y su tío fueron de viaje en una arriesgada misión a un mundo helado. Las Quimeras lo llamaron Myrkivior, uno de esos extraños nombres que le iban dando a cada cosa que encontraban. No entendía porque les ponían apelativos tan raros, pero lo cierto poco le importaba. El viaje fue muy peligroso y en él, murieron muchos valerosos guerreros, incluyendo a Hela, la primera capitana que tuvieron las Vakirias. Siempre le gustó y hubiera deseado que ella le entrenase en los combates a espada. Sin embargo, verla morir entre las mandíbulas de aquella aberración de la ventisca lo hizo imposible. Para Loki, aquel mundo fue una pesadilla interminable.

Ahora, el tercer hijo de Odín observaba ese mundo desolado y la misma sensación recorría su cuerpo. Sabía que algo peligroso acechaba en ese lugar y, si involucraba artefactos de la Primera Raza, así debía ser. Loki no destacaba por ser demasiado precavido en sus decisiones, pero en este momento, era plenamente consciente de que se hallaba ante una misión muy delicada. Para colmo, los humanos se interponían en su camino, lo cual le resultaba aún peor. Una súbita ansiedad acechaba en su interior, ansiando por escapar. Se trataba de un sadismo descontrolado, fruto de años de frustración y vergüenza causados por su padre y hermanos. Pese a todo, decidió calmarse. Eran precisamente arranques como esos los que terminaban por cometer terribles errores que ponían en aprietos la misión. Respiró un poco y decidió reservar esa ira para cuando llegaran a tierra. Allí si le haría falta.

No nos queda mucho para llegar —dijo alguien a sus espaldas.

Al girarse, pudo ver a Dronan viniendo hacia él. El Huskarl mostraba de manera lustrosa su armadura negra. Nunca le había gustado tener a uno de estos soldados cerca, pero tenía que reconocer que se había convertido en alguien imprescindible para él. Leales y directos, no dudaban de ninguna de sus órdenes y lo hacían todo de forma impecable. Así eran estos guardias le complacía tenerlos siempre cerca.

Notando su mirada de amarillentos ojos de soslayo sobre él, Loki no dudó en contestar:

Sí, cada vez estamos más cerca —Intentaba aparentar la mayor serenidad posible, pero en el fondo, estaba muy inquieto—. Es hora de informar a todos de que se preparen. En muy poco llegaremos al planeta.

Su mirada no se apartaba de aquel mundo. Su padre le había encomendado una misión muy importante, una que podría marcar el destino de toda su especie. En estos momentos, los Gélidos estaban en una posición comprometida. Perdían terreno en Midgard, amenazados por traidores hostiles en Asgard que deseaban derrocar el régimen de su padre y lo que era peor, cuestionados por los Inmortales. Si por esos insidiosos hedonistas se tratasen, el Linaje Congelado habría sido aniquilado hace ya mucho tiempo. En cierto modo les admiraba. Sus formas de ser tan violentas y superiores dejaban claro lo poco que se dejaban intimidar por el resto y, el hecho de que se impusieran siempre por la fuerza, era algo a lo que él deseaba aspirar con muchas ganas. Sin embargo, no podía obviar el hecho de que esos reptiles con armadura deseaban llevar a la extinción a su gente con mucho gusto, así que no estaba dispuesto a permitirlo. Esta era su misión y la cumpliría con mucho éxito.

Dronan, quien se había marchado para avisar a los comandantes de que preparasen a sus tropas, regresó a su lado.

Todos han sido informados, señor —dijo sin dudar—. Ya están preparándose para entrar en combate.

Perfecto —comentó con satisfacción.

Siguió observando la esfera de color grisáceo. Un fuego reverberaba en su interior, dispuesto a querer arder, aunque él lo veía como un frío glaciar que aumentaba su tamaño conforme la temperatura descendía. Era hielo rígido y duro, incapaz de ser destruido por el tiempo y las inclemencias de este. Se sentía poderoso y por ello, decidió que él iba a liderar el taque. Así les demostraría a todos que ya no era ese debilucho chico que jamás podría igualar a sus hermanos. Les iba a demostrar a todos en quien se había convertido.

Conecta los comunicadores —le ordenó al Huskarl—. Voy a enviarles un mensaje a nuestros soldados.

Entendido —dijo Dronan.

Se quedó allí parado y cuando el guardia le informó de que ya estaban conectados, se dispuso a hablar.

Queridos hermanos y hermanas, hoy es un día muy importante para toda nuestra especie. Puede que muchos de vosotros no veáis este ataque como una mera incursión, aunque, os aseguro que sus repercusiones son mayores de lo que imagináis.

Miró al Huskarl por un momento, como si esperase un gesto de aprobación por su parte. Sn embargo, no era eso lo que buscaba. Tan solo lo hacía para remarcar su valía frente a otros.

En ese planeta que tenéis ante vuestros ojos, hay un artefacto perteneciente a una antigua civilización que a nosotros no nos debería interesar demasiado —Contuvo la respiración por un momento. Necesitaba respirar un poco—. No obstante, otros lo consideran fundamental, para cosas que aún no comprendo, como tampoco lo entiende mi padre. Eso no significa que no carezca de valor, ya que si lo recuperamos y se lo entregamos a ellos, nuestros benefactores dentro de la Xeno-Alianza, nos ayudará mucho.

Volvió, aunque ya no era una pausa para descansar, sino para tener a su audiencia en vilo.

Nuestro pueblo está viviendo una de los periodos más terribles en los últimos tiempos. Algo que resuena a los ecos de la Pugna Tribal —Su voz sonaba agresiva e intimidante—. Viejos enemigos se lazan en nuestras propias tierras, amenazándonos con acabar con el espléndido reino que hemos construido, todo ello, cuando en otro mundo, los pérfidos humanos derrotan a las fuerzas allí instaladas para defenderlo, sin olvidar que, mi querida hermana Esura ha sido capturada por ellos. —Paró un momento, reflexionando sobre algo, pero no tardó en continuar su discurso—. Mi padre casi murió manos de esos malditos traidores y sabéis que si el gran Ulthar puede caer, todos los demás también lo harán. Por eso, no debemos permitirlo. Hoy es un día muy importante para nosotros, pues se decide el destino de nuestra raza, si somos merecedores de seguir adelante o de morir como el resto de criaturas que nos precedieron.

Su mente se sentía violenta y desatada. Se estaba poniendo en situación, preparándose para el final.

Hermanos y hermanas, miembros del Linaje Congelado, hoy lucharemos por mi padre, por el reino, por cada uno de nosotros. Nadie nos pisoteará y destruirá. Lucharemos hasta el final y venceremos a todos para seguir sellando nuestro destino en las estrellas y más allá.

Esperaba aclamaciones. Un gran coro de celebración que cantase su nombre y lo aclamara como el más grande de todos, pero no escuchó nada. Ni siquiera Dronan llegó a felicitarlo. Tampoco le importaba. Este era su gran momento y nadie se lo iba a quitar. No creía ni en la mitad de lo que acababa de decir, pero el dar tan épico discurso, le hacía sentir muy importante.

Muy bien, comencemos el ataque —concluyó.

El Huskarl, totalmente pasivo ante su líder, asintió.

Así se hará.

Y de esa manera, se dio inicio al ataque sobre Alectus. La gran nave Gélida, Niddhogg, seguía su inexorable camino lista para desplegar sus fuerzas y ensombrecer la gran figura de aquel marchito planeta. Engulliría todo lo que hubiera en su camino, tal como Loki deseaba.

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23 de Junio de 2665. Sistema Hercolubus. Planeta Alectus. 14:10.  

Las alarmas sonaban con estruendosa sonoridad. Las parpadeantes luces rojas d emergencia teñían los pasillos de rojo, como si alguien hubiera esparcido la sangre de sus víctimas. El personal de la colonia minera se hallaba confusa, yendo de un lugar a otro, preguntando qué demonios sucedía. En líneas generales, un ambiente de pánico y desconcierto bullía en el lugar.

El profesor Ernest Schliemann y su equipo se hallaban en el laboratorio, continuando con sus investigaciones sobre el artefacto de la Primera Raza y las ruinas donde se encontraba oculto. Todos se encontraban atareados en sus propias cosas. Takeshi Tsuhijara trabajaba en sus robots, explorando los recónditos túneles de la edificación extraterrestre. Mientras, su hermana Nozomi ayudaba al profesor a seguir traduciendo las misteriosas inscripciones que hallaron en el complejo. Carlos Méndez, por su parte, pasaba parte de su tiempo analizando el misterioso plano intergaláctico que lograron recuperar de la sala de mapas. El joven parecía fascinado con todo aquello y se había dedicado a cotejar cada pieza de información que hallaba. Descubrió que en Midgard había una localización importante e incluso, prioritaria. Por los informes que le llegaron a Schliemann, así parecía ser. Mientras Simón Barr estaba concentrado en el artefacto, ese rombo de color negro capaz de liberar grandes cantidades de energía. Seguía en el mismo sitio donde lo dejaron tras el incidente con los fanáticos. Inactivo, eso sí. Todos seguían enfrascados en sus actividades hasta que las alarmas comenzaron a sonar con estridencia.

—¿Qué coño pasa? —preguntó alterado Takeshi al tiempo que bajaba su mano derecha, donde tenía puesto el guantelete cibernético con el que controlaba el dron dedicado a explorar las ruinas.

—Ni idea —respondió el profesor—. Barr, ¿puedes ponerte en contacto con Kelvin? Averigua que demonios sucede.

El ingeniero suspiró un poco y accionó el pad de datos para contactar con el encargado de la colonia. Este no tardó en responder y cuando vio en la pantalla su rostro enjuto y sudado, supo que algo no andaba bien.

—Kelvin, ¿qué es lo que ocurre? —cuestionó el hombre preocupado—. ¿Es que hay alguna emergencia?

El orondo hombre respiraba de forma entrecortaba. Se le percibía asustado, muy nervioso, y eso no transmitía muy buenas vibraciones. El ingeniero comenzaba a sospechar que algo muy malo ocurría.

—Me temo...que tenemos un problema muy grave —dijo el hombre de piel negra muy atragantado.

—¿Que coño sucede?

Los ojos de Kelvin se encontraban en blanco, dejando una muy mala sensación. Barr se estaba comenzando a asustar también.

—Gélidos... en la colonia —habló con torpeza y alarmado—. Una gran nave se aproxima hacia nuestra posición.

Casi se le caía el pad de las manos al oír esto. Cuando Schliemann y sus muchachos le miraron, quedaron atónitos ante su reacción. El profesor no tardó en preguntar qué ocurría.

—Las fuerzas del Linaje Congelado nos han encontrado —respondió el ingeniero con rapidez—. Ya han desplegado sus naves y se dirigen hacia aquí.

—¿Que coño? —espetó petrificado Mendez.

—¡No puede ser verdad! —exclamó horrorizada Nozomi. Sus ojos verdes titilaban llenos de miedo.

—Mierda, tío —masculló su hermano mientras agachaba su cabeza, como si quisiera ocultar su gesto lleno de rabia.

Los dos hombres se miraron por un instante. A través de sus ojos, parecían estar comunicándose. No era momento de perder más tiempo.

—Bien chicos, quiero que empecéis a recoger todo —se dirigió el profesor a sus ayudantes—. Empaquetad todos los objetos, meted toda la información en los discos duros y recoged todo el material. Nos vamos de aquí.

—¿Y usted, profesor? —preguntó Nozomi.

—Simon y yo nos dirigiremos a la sala de control para comprobar el estado de la situación y ver cuál será el plan. Si nos evacuarán o defenderán la colonia. —El hombre trataba de mostrar la mayor serenidad posible al hablar, pero le costaba—. Y ahora venga, manos a la obra.

No perdieron más tiempo. Salieron del laboratorio y, corriendo lo más rápido que podían, pusieron rumbo a su destino. Cruzaron los sucesivos pasillos que les llevaron al hangar principal.

El sitio era un caos. Los mineros iban de un lado a otro, colocando objetos de todo tipo en vehículos robotizados para llevarlos a las naves de transporte. También veían familias con niños corriendo. Había un descontrol total. La gente se empujaba sin ningún miramiento y no dudaban en insultar y gritar si era necesario. Había un par de conflictos iniciados, pero tanto Schliemann como Barr los ignoraron. Ellos tenían cosas más importantes que hacer que mediar en riñas y disputas.

Al final, los dos hombres llegaron a la sala de control. Se hallaban fatigados y con sus cuerpos doloridos, pero al fin, estaban allí. Dentro, hallaron un escenario parecido al del hangar. Gentes pegadas a los monitores, observando todo lo que acontecía en esos momentos. Otras, yendo de un lado a otro, chocando con quien estuviera a su lado. En el centro, se hallaban Donald Kelvin y el jefe de seguridad, Lester Mcnulty. Los dos permanecían estáticos, mirando a las cuatro grandes pantallas situadas en la pared de enfrente. No podían apartar sus miradas ante lo que contemplaban y tanto el profesor como el ingeniero tampoco pudieron.

En la pantalla, se podía ver una descomunal nave, de morro alargado e iridiscente color negro, descendiendo desde el cielo con imponente marcha. Su tamaño era inmenso, lo cual la hacía formidable y amenazadora. Ninguno pudo dejar escapar nada de aire ante semejante visión.

—Joder —espetó Barr. En su voz, se notaba un terror angustioso.

Schliemann se acercó al máximo responsable de la colonia. Por muy catatónicos que estuviesen ante la llegada de los Gélidos, necesitaba información sobre cuál era el plan de evacuación y que lugar ocuparían él y su equipo.

—Capataz Kelvin, ¿que tienen puesto en marcha? —preguntó un poco inquieto—. ¿Sabe que vamos a hacer nosotros?

El orondo hombre seguía inmerso en un estado de pavor indescriptible. Espesas gotas de sudor caían de su frente y su carne se notaba trémula. Sus ojos estaban tan abiertos que de seguir así los globos oculares fueran a caer de las cuencas. El profesor tuvo que zarandearlo un par de veces para que recobrara el sentido.

—Profesor, ¿qué hace aquí? —inquirió confuso.

—¿Usted qué cree? —respondió enojado Ernest—. ¡Tratando de sacar a mí equipo y a mí de este lugar antes de que lo invadan!

Kelvin volvió su vista hacia la pantalla, donde la nave se volvía más y más grande conforme los segundos pasaban. Al xeno-arqueólogo, su pasividad le estaba irritando. Simon, percibiendo que poco iban a sacar del capataz, decidió consultar al jefe de seguridad. Dio un toque en el hombro a Mcnulty y este se volvió.

—¿Que quieren? —espetó el hombre exasperado.

Al igual que el capataz, se notaba igual de asustado. Tenía las arrugas de sus sienes fuertemente marcadas y las facciones del rostro contraídas. El tipo se hallaba muy tenso, el peor estado en el que se podía encontrar en esos momentos tan críticos. No solo porque podía perder el control de su ser en cualquier momento, sino porque además, no estaría en facultades de dirigir la defensa de la colonia.

—Saber qué demonios van a hacer —dijo el ingeniero ya exasperado de ver la pasividad de todos—. ¿Tiene pensando cuales son los pasos a seguir para evacuar a todos de la colonia?

Pese a hallarse en estado de shock, Mcnulty logró comportarse con mayor coherencia que el capataz, quien parecía hipnotizado ante la visión de la nave.

—Todo el personal va a ser evacuado en las naves que se hallan en los hangares 3 y 4 —explicó—. Mis equipos ya están preparados para escoltar a la gente hasta allí. Recomendaría a su gente que se diera prisa si quieren salir de aquí antes de que despeguen.

Schliemann, tras escuchar esto, se dirigió a él.

—¿Y qué hay del artefacto?

Esa pregunta hizo que el jefe de seguridad le mirase ofuscado.

—¿A mi qué coño me importa eso? —soltó sin ningún miramiento—. Yo solo quiero sacar a todas las personas sanas y salvas de aquí antes de que esos cubitos de hielo se nos echen encima.

—Ya, pero es que el artefacto podría ser la razón de que estuvieran aquí.

—¿De qué demonios habla? —Mcnulty parecía cada vez más estupefacto con la conversación.

El profesor guardó silencio. Parecía receloso de querer continuar con la conversación. Tanto su compañero como el jefe de seguridad lo observaron extrañados.

—Verán, ayer recibí un aviso desde Midgard —comenzó a decir titubeante—. Me avisaron de que fuerzas enemigas se aproximaban a esta colonia y que seguramente, venían por el artefacto. Al principio, pensé que no sería algo serio, pero ahora me he dado cuenta de que subestimé esa información.

Tras decir todo esto, el hombre miró hacia abajo, avergonzado al realizar la confesión. Sus oyentes no podían creer lo que acababan de escuchar.

—¿Me está usted diciendo que tenía información sobre un posible ataque y no ha sido capaz de decírnoslo? —bramó furioso el jefe de seguridad. Luego, señaló a la gran nave que se veía en una de las pantallas de enfrente—. ¿¡Sabía que esos hijos de puta vendrían a por nosotros y no ha tenido la decencia de avisarnos con tiempo?! —Se estaba aguantando su enfado, pero era evidente que iba a estallar—. Yo...yo..¡le mato!

El hombre iba a abalanzarse sobre Schliemann, pero Simon logró frenarlo a tiempo.

—Por favor, ¡esto no va a llevar a ninguna parte! —El hombre intentaba ser razonable, pero de poco le servía frente al violento tipo—. Con violencia no solucionamos nada.

—¡Es un imbécil! —gritaba Mcnulty lleno de ira mientras intentaba atrapar al profesor con sus manos—. ¡Es un maldito imbécil de mierda!

El chafardero espectáculo que estaban dando los tres no pasó desapercibido para el personal. Todos abandonaron su miedo y desesperación para mirar a ese peculiar trio. Hasta el capataz Kelvin, quien parecía perdido ante la visión de la nave, se volvió hacia ellos.

—¿Que coño pasa aquí? —preguntó extrañado y molesto.

—¡Este cabrón sabía que nos iban a atacar y nos lo ha estado ocultando! —le informó entre fuertes gritos el jefe de seguridad.

Barr trató de mantenerlo a raya, pero el espigado estaba demostrando ser más fuerte de lo que creía. El responsable de la colonia dirigió su mirada hacia el profesor, quien se mostraba cabizbajo por todo lo ocurrido.

—¿Es eso cierto?

—Me temo que si —confesó Schliemann—. Siento haberlo ocultado, peor creí que no era tan grave. Además, se suponía que un equipo militar vendría para asistirnos en la defensa y evacuación de la colonia.

Tras decir esto, todos se calmaron. Hasta Mcnulty dejó de comportarse como un psicópata. Entonces, un incómodo silencio se estableció en el lugar.

—¿Y dónde coño están esos militares? —preguntó Kelvin muy tenso.

Schliemann murmuró frustrado.

—No lo sé —Su voz sonaba derrotada—. Deberían de haber llegado ya, pero me temo que aún no están aquí. No tengo ni idea de cuándo vendrán.

Por supuesto, su explicación no contentó a nadie.

—Genial, se nos viene encima un ejército de extraterrestres y la Confederación no va a hacer nada en absoluto —comentó sarcástico el jefe de seguridad.

Toda la gente comenzó a hablar, evidenciando la mala situación entre la que se hallaban. Nada parecía solucionarse, pero entonces, el capataz Kelvin tomó el mando de nuevo. La revelación del profesor parecía haberle devuelto a la realidad.

—Muy bien, ya es suficiente –apaciguó a todos—. Quiero que todos os pongáis a trabajar y que esté todo a punto para iniciar la evacuación—. Se volvió hacia el jefe de seguridad—. Mcnulty, que tus equipos establezcan barricadas en los pasillos cercanos al hangar principal y que tres o cuatro se encarguen de evacuar a todo el personal.

—Ya están en ello, señor —dijo el hombre con claridad.

—Perfecto —dijo satisfecho. Luego, se dirigió a los dos hombres que no cesaban de ser más que una fuente d problemas—. En cuanto a ustedes, ¿no sé qué hacer?

Barr quedó estupefacto ante lo que oía.

—Mire capataz, sé que lo de mi colega no ha estado bien —intercedió—. Sin embargo, ¿no pretenderá dejarnos aquí tirados?

—Quizás debería —dijo sin ningún miramiento Kelvin.

La expresión en el rostro del ingeniero se endureció. No estaba para tonterías.

—Somos personas y como tal, merecemos el mismo trato que el resto —le dejó bien claro—. Entiendo su enfado por lo ocurrido, pero es proceder como una irresponsabilidad. Y le recuerdo que estamos aquí bajo orden estricta del a Confederación. Si nos deja tirados, se meterá en un buen lio, ¿lo entiende?

El hombre se acarició su espesa barba como si estuviera meditando con seriedad todo el asunto. Sin embargo, tanto Schliemann como Barr sabían que no era el mejor momento.

—Muy bien, ya es suficiente —Kelvin parecía querer zanjar todo aquello—. No podemos perder más tiempo. Dígales a sus ayudantes que recojan todo y suban en una de las malditas naves. Pero no nos hagan perder más tiempo, ¿entendido?

El ingeniero entendió a la perfección, pero el xeno-arqueólogo no estaba tan conforme.

—Y dígame, capataz, ¿qué vamos a hacer con el artefacto?

De nuevo, la mirada de indignación de Mcnulty mostraba lo harto que se encontraba del profesor. El hombre parecía haberse calmado, pero ya volvía a mostrar claros síntomas de enfadarse de nuevo. El capataz tuvo que frenarlo para que no se abalanzase sobre él.

—Profesor Schliemann, con todos mis respetos, lo último que me interesa en estos momentos es ese viejo artilugio de esa Primera Raza —comentó Kelvin sin ninguna duda—. Tenemos una nave de los Gélidos sobre nosotros y mi única preocupación es evacuar a todos los trabajadores de esta maldita colonia antes de que lleguen.

—Lo comprendo, pero tenemos que llevarnos el artefacto también —dejó bien claro el profesor—. Sabemos que va ser de vital importancia en esta situación.

—Ni siquiera saben para que sirve —protestó el jefe de seguridad—. Además, recuerde que esos fanáticos intentaron sacarlo y acabaron bien fritos. Es una puta locura.

—Eso era porque estaba activado —explicó Schliemann—. Pero al moverlo, se ha apagado, así que podemos sacarlo sin que suponga un problema.

—Y pretenderá que mis hombres y yo vayamos a buscarlo con esos putos extraterrestres ya encima, ¿verdad? —Era evidente que a Mcnulty la paciencia se le estaba agotando de nuevo.

La tensión entre todos era evidente. Notando que las cosas podían volver a descontrolarse, el ingeniero Simon Barr decidió intervenir.

—Ninguno de ustedes tiene por qué hacer nada —expresó bien resuelto el hombre—. Yo me ocuparé de todo.

El profesor se volvió sorprendido al escuchar a su amigo. Lo miró con cierto temor por lo que decía.

—Barr, ¿de qué hablas? —comentó estupefacto.

—Tan solo necesito a unos cuantos mineros que me acompañen —continuó él, ignorando a Schliemann—. Me he fijado en que hay en el hangar principal varios robots de transporte sin usar. Movilizar uno hasta las ruinas no nos llevará demasiado tiempo.

Tanto Mcnulty como Kelvin escucharon todo lo que el ingeniero contaba con detenimiento. Las expresiones en sus rostros denotaban concentración, pero también otra cosa, alivio. No verse atados a aquel asunto, les tranquilizaba más de lo que podían imaginar.

—Bien, si es lo que quiere, por mí no hay problema —dijo el capataz—. Pero no nos quedaremos a esperarles.

—¿Y piensa dejar aquí a unos mineros que no tienen culpa de nada? —cuestionó el jefe de seguridad a su superior.

Kelvin volvió su vista al hombre, notándose algo de molestia al hablar.

—Por eso, las ultimas naves en despegar serán las del hangar 4 —dejó bien claro—. Así, la responsabilidad de esas personas será tanto de ustedes como de mí.

—No les debemos nada a ninguno de ellos, señor —dijo Mcnulty acercándose más a él, intentando que los otros dos no se enterasen.

Sin embargo, el capataz no estaba por la labor de hacer caso.

—La Confederación me encomendó la responsabilidad de ayudar en todo lo posible a la labor de este equipo. Por mucha información que el profesor nos haya ocultado, no voy a eludir esa tarea. Colaboraré en la extracción y transporte de ese artefacto, aunque no por ello, voy a poner en peligro a toda la colonia y las personas que lo habitan. —Se detuvo por un pequeño momento. Tomó un poco de aire antes de proseguir— Si las cosas se complican, estarán solos.

—Comprendido —dijo Barr.

—Si nosotros no regresamos, ¿podría llevarse a mis ayudantes? —preguntó un poco apocado Schliemann.

—Para mí no es ningún problema, pero si ustedes no regresan con ese objeto a tiempo, se quedarán en tierra.

Mcnulty parecía dispuesto a querer hablar, pero prefirió callarse.

—Muy bien, entonces pongámonos en marcha.

Los dos responsables de la investigación del artefacto salieron de la sala de control. Ya en los pasillos, el ingeniero freno en seco a su compañero. Su mirada dejaba entrever que no estaba nada contento con la situación.

—¿Por qué no dijiste nada del comunicado? —preguntó Barr bastante cabreado.

Schliemann se mantuvo callado en un inicio. Parecía receloso de querer hablar, pero los inquisitivos ojos de Simon hicieron que el hombre terminase reculando.

—Ya lo he dicho antes, no pensaba que fuera tan serio —explicó con cierta parquedad—. Creí que conseguiríamos todo lo necesario de este lugar antes de que viniesen los Gélidos.

—Sí, claro —comentó el otro con muy poca gracia—. ¿De verdad piensas que me tragaría algo así? Sé muy bien por qué lo has dicho.

El xeno-arqueologo guardó silencio, como si no quisiera contestar a esa pregunta. Sin embargo, la impertinente forma de hablar del ingeniero le enfadó más de lo imaginable.

—Sabes tan bien como yo que esto es una misión de incognito —le dijo encarándolo con firmeza—. Si se enterasen de que una fuerza militar se acerca hacia aquí, vendrían las preguntas y sabes que tanto Carville como Coriolis no desean que se sepa nada de nuestras investigaciones.

—Lo entiendo, pero aquí trabajan personas inocentes —señaló Barr—. Incluso si hubiéramos terminado nuestra investigación antes, el enemigo habría venid de todas maneras. No habría sido justo para ellos, más después de habernos ayudado tanto.

Schliemann prefirió callarse. Ya habían discutido suficiente con Kelvin y Mcnulty. Lo único que deseaba era ir a su laboratorio y recoger sus pertenencias para marcharse de aquel gar antes de que las fuerzas del Linaje Congelado lo invadiesen.

—Muy bien, vuelva al laboratorio y terminad de recogerlo todo —Simon pretendía no sonar como si estuviera dando una orden, pero lo parecía—. Yo, mientras tanto, iré por el artefacto, ¿vale?

Asintieron a la vez como si entendiesen que hacer. Sin más que decir, cada uno tomó el rumbo la que se dirigían. En un último momento, el profesor se volvió.

—Simon —lo llamó. El hombre se dio la vuelta para mirarlo—. Ten cuidado.

El ingeniero no llegó a decir algo. Se lo quedó mirando por un momento y luego, continuó su marcha.

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23 de Junio de 2665. Sistema Hercolubus. Planeta Alectus. 14:23.  

Simon Barr ya llevaba puesto su traje metálico de color amarillo y blanco, provisto de casco, para salir al exterior. Iba junto con otros tres mineros y se dirigían hacia las ruinas para recuperar el artefacto de la Primera Raza. Detrás, les seguía un robot de transporte, cuyos largos brazos mecanizados usarían para recoger el objeto con el máximo cuidado posible. El ambiente se percibía como calmado, pese a que se avecinaba una terrible batalla. El hombre no podía negar que unos enormes nervios recorrían su cuerpo. Poco a poco, se iban acercando a la entrada. Busco calmarse, tan solo tratando de pensar en que todo saldría bien y que escaparían de este lugar sin problemas, pero le costaba creerlo. El miedo hacía acto de presencia de manera demasiado evidente y para qué negarlo, estaba aterrado. Nunca deseaba reconocerlo, aunque al final, era lo mejor hacerlo. "Los valientes nunca sobreviven, tan solo los que tienen miedo" solía decirle su viejo padre, un veterano soldado de la Infantería Básica y bien que llevaba razón. Dio un último vistazo al cielo antes de entrar. La sensación de que algo horrible iba a suceder, se le hacía más que evidente.

Mientras tanto, el profesor Schliemann y sus ayudantes terminaban de recoger todas sus cosas, dejando el laboratorio totalmente vacío. Estaban muy nerviosos y a alguno se le caía algún que otro objeto de las manos debido a esto.

—Takeshi, ¿has guardado a todos tus robots? —preguntó Nozomi mientras cerraba uno de los maletines donde había metido los portátiles.

—Sí, joder —respondió el chaval—. De hecho, yo ya estoy listo desde hace rato.

—¡Pues ayúdanos si es que nos queremos ir de aquí más rápido! —le gritó furioso Carlos, quien estaba guardando algunos discos duros en una caja.

—Ya voy, ya voy —expresó un poco rezongón el chaval.

Al tiempo que los jóvenes ayudantes discutían, Schliemann no dejaba de pensar en cómo había ocultado el mensaje y las palabras de Barr sobre lo que hizo. No podía negar que resultaba terrible su decisión, pero por otra parte, consideraba que había sido necesario. De habérselo dicho al resto, el capataz y el jefe de seguridad no habrían dudado en interferir en la investigación. Pese a que ahora Kelvin iba a ayudarles a sacar el artefacto, no podía negar que el hombre no habría dudado en impedirles seguir investigando, todo ello con la excusa de proteger la colonia. Estaban ante un hallazgo de una magnitud increíble y cualquier interrupción sería indeseable.

Terminaba de meter sus libros y apuntes en una de las mochilas que tenía allí. La sensación de que un gran infierno estaba a punto de cernirse sobre sus cabezas era algo más que evidente. Nunca había presenciado la guerra en directo, pero no le cabía ninguna duda de lo horrenda que podía llegar a ser. Siguió guardando cosas. Tenían que salir de allí lo más rápido posible.

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Siento la tardanza de nuevo, pero aquí lo tenéis. La semana que viene tendréis la segunda parte. Esto se va a terminar en nada.

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