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Capitulo 18- Reliquia.

17 de Junio de 2665. Sistema Hercolubus. Planeta Alectus. 19:13.  

Se hallaba pegado contra la pared metálica de aquel pasillo mientras fumaba el cigarro que acababa de encender. Justo delante, tenía un amplio ventanal de gruesos cristales que le mostraba le marchito paisaje del planeta Alectus. No habían más que rocas de apagado gris oscuro, todas ellas de bordes redondeados y agrupadas en masivas formaciones. Era un ambiente monótono y triste, un lugar donde no había ni el mínimo atisbo de vida. Pero durante un gran tiempo, la hubo.

Antes de que ellos llegasen, los mineros que se hallaban en el planeta excavando en busca de preciado mineral hallaron fósiles de antiguas criaturas que habitaron en este ahora yermo mundo. Había una gran variedad de seres, de todos los tamaños y formas inimaginables, toda una demostración de lo variada que había sido la evolución en este lugar. Sin embargo, no se supo cómo un mundo tan bullente y rico en vida pudo terminar convertido en una desértica y arruinada roca como era ahora. Según los científicos, erupciones volcánicas y la colisión de un gran asteroide pudieron ser las causas de que este mundo se quedase sin vida. Pero solo era una teoría.

De todos modos, a Simon Barr todas estas ideas le importaban bien poco. Él no era paleontólogo o geólogo, sino ingeniero aeronáutico. Lo suyo eran las naves espaciales o las aeronaves que volaban dentro de los planetas. Y si estaba en Alectus, era para investigar a una misteriosa raza de seres antiguos que desaparecieron sin dejar ni rastro. Tal como los seres de ese planeta solo que en vez de dejar sus pétreos huesos y su estiércol petrificado, legaron su avanzada e incomprensible tecnología, la cual, se había convertido en el nuevo gran interés de la confederación. No eran pocos quienes la ansiaban, de hecho, la famosa secta llamada el Legado del Antiguo Culto buscaba hacerse con cuantos más artefactos y reliquias pudiesen pero quienes más interés tenían eran en la Confederación. Sobre todo, el Mando Militar que dirigía todas las divisiones armadas. Barr no confiaba en los interese de esa gente pero el doctor Schliemann afirmaba que el general Coriolis solo deseaba conocer los misteriosos secretos que la Primera Raza ocultaba. Eso era lo que decía pero el ingeniero lo dudaba profundamente. Entre otras cosas, porque fue Coriolis quien designó al xeno-arqueólogo como principal investigador de esta tecnología.

Llevaba en aquella colonia minera desde hacía dos semanas con el equipo. Les llamaron cuando encontraron la misteriosa entrada que les llevó al interior de esa sala donde encontraron flotando un objeto de forma romboidal y luego la siguiente, donde se encontraban aquellos planos con distintas constelaciones y que el profesor sospechaba, contendría indicaciones de donde hallar más objetos y ruinas de la Primera Raza. Todo el tiempo que habían pasado allí, lo habían dedicado a estudiar ese mapa estelar, señalando y constatando cada localización, determinando a que sistema, cumulo o constelación podrían pertenecer. Uno de estos puntos era el planeta al que habían llamado como Midgard. Estaba ocupado por la especie de la Xeno-Alianza conocida como el Linaje Congelado y estaba bajo esos momentos, bajo el ataque de las fuerzas de Infantería Básica. ¿Qué habría en ese mundo que sería de tanto interés para estos seres?

Dio otra calada a su cigarro. Se encontraba en aquel pasillo fumando tranquilamente. Era el único momento que tenía para despejar su cabeza. Aunque podría usar uno de esos cigarros electrónicos con filtro aromatizado, prefería los de papel. Su aroma era mucho más real e intenso que esas copias artificiales que sí, no se acababan nunca y no le producían ninguna enfermedad grave, pero no era lo mismo. Se rascó un poco su pelo corto de color marrón claro mientras dedicaba a mirar el ambiente muerto del exterior. Un viento fuerte soplaba en esos instantes y podía escuchar el fuerte silbido que emitía. Era un ruido siniestro y atemorizante, aunque a él desde hacía tiempo, nada le amenazaba.

— ¿Con que se encontraba aquí?— dijo una voz femenina de repente.

Al mirar a su derecha, vio a una joven chica japonesa de baja estatura, cuerpo delgado y largo pelo negro muy liso. Estaba a unos cuantos metros de distancia y lo miraba con una mezcla de curiosidad y reticencia a través de sus verdes ojos añil. El hombre, que tenía el cigarrillo entre sus dedos índice y corazón de la mano derecha, dio otra pequeña calada a este. Luego, dejó salir el humo.

— ¿Qué quieres?— preguntó algo fastidiado.

La chica, Nozomi Tsuhijara creía recordar, era una estudiante de arqueología que acompañaba al profesor en sus largos viajes de expedición, atendiéndole en todo lo que necesitase. También estaban su hermano, un espantajo de pelo purpura llamado Takeshi y otro chico alto y regordete de nombre español. Carlos Méndez. Eran una comitiva peculiar y molesta. Siempre se las pasaban bromeando y discutiendo entre ellos. Era normal que se comportasen de esa manera, pues solo eran más que unos chavales, pero ya resultaba molesto.

— El profesor Schliemann desea verle— contestó la chica algo cortada, casi mirando al suelo mientras le hablaba.

Le sorprendió su extraña timidez. Siempre que estaba delante de él, solía ser de ese modo. No lo entendía. Luego con su hermano y Méndez o el profesor, era de lo más normal.

— Le he dicho que iba a tomarme un pequeño descanso— comentó el ingeniero un poco malhumorado.

Nozomi lo miró. La mitad de su rostro se mantenía oculto por un poco de su largo cabello que caía como una cortina. Eso le daba una naturaleza retraída pero a la vez, mágica. Le divertía verla así.

— Ya, pero es que dice que es urgente.

Barr suspiró aburrido por la insistencia de la chica.

— Vale, iré para allá— exclamó mientras se estiraba un poco.

Apagó el cigarro y lo arrojó a una papelera de metal cilíndrica que tenía a su izquierda. Luego, empezó a andar de vuelta al laboratorio donde debía encontrarse Schliemann y el resto. Pasó por el lado de Nozomi, quien seguía allí parada, como si no supiera que hacer. Se extrañó un poco y por eso, se acercó a la joven chica. Esta alzó su cabeza y le miró algo avergonzada, como si no quisiera que el hombre la contemplase. Barr seguía sin comprender la actitud de la japonesa aunque tenía una vaga sospecha. De repente, acercó su mano al cabello de la chica y se lo apartó, dejando su rostro al descubierto.

— Apártate el pelo. Así no ves nada— le aconsejó el hombre—. Además, de esta manera se pueden ver tus preciosos ojos.

Tras esto, puso rumbo hacia el laboratorio. Nozomi se quedó allí, completamente paralizada por lo sucedido. Tardaría un poco más en aparecerse por allí.

Cuando llegó al laboratorio, encontró a todos muy atareados. El doctor Ernest Schliemann, un hombre de estatura baja con el pelo corto gris y unas gafas de lentes automatizadas, estudiaba en unos monitores sentados antiguos símbolos de la Primera Raza. A su lado, el joven Carlos Mendez, mucho más alto y fornido, se dedicaba a vigilar las cámaras que habían dejado puestas en el recinto como posible medida de seguridad. Viéndolos juntos, se dio cuenta del fuerte contraste que había entre los dos. Uno, el símbolo de la juventud que relevará a sus maestros. El otro, la esencia de la veteranía que aún puede aportar mucho a este mundo. Barr se dio cuenta de que estaban tan centrados en su trabajo que ni se habían percatado de que acababa de entrar.

— Oye, ¿sabes dónde está mi hermana?— le preguntó alguien de forma repentina.

En el centro de la sala, Takeshi Tsuhijara se encontraba trasteando con algunos de sus robots sobre una gran mesa. Tenía varios abiertos por dentro y divididos en varias piezas, las cuales estaban desperdigadas por toda la superficie. Le llamaba la atención la gran afición del chico japonés con las máquinas. Lo veía centrado en su trabajo de repararlos con su destornillador electrónico y se acordaba de su juventud, cuando ideaba todo tipo de peculiares artefactos, la mayoría de los cuales acababan rompiéndose. Le generaba una gran nostalgia y simpatía por el joven, pero luego veía su desgarbada figura y su peinado extravagante y ya no sentía tanta. Se adelantó un par de pasos hasta colocarse en el extremo izquierdo del a mesa.

— Anda por ahí fuera— le contestó mientras observaba algunas de las partes desarmadas de los robots—. Supongo que ahora vendrá.

— Ya, para lo suyo es muy aplicada— dijo el chaval mientras trataba de encajar dos piezas de un brazo metálico que no parecían querer unirse—. Pero lo es tanto, que a veces se olvida del resto de cosas. Tiene una memoria muy fugaz.

Aquello divirtió un poco a Simon. Recordaba que la había dejado en aquel pasillo, algo avergonzada tras lo ocurrido entre ambos y se imaginaba que tal vez la pobre estuviese aun dándole vueltas al tema. Por otro lado, no dejaba de pensar en porque la chica se pondría así con él. Sospechaba cual era la razón pero prefería no sacarla a la luz. Mucho menos, con su hermano a su lado.

Se fijó en uno de los robots y vio como estaba. Era un pequeño disco abierto en dos mitades y se podía ver como por dentro, todos los circuitos y el pequeño receptor de sistemas que conformaba el ordenador central del dron estaban fritos. Sabía que lo había provocado, pues llevaban desde hacía varios días intentando tocarlo sin ningún éxito.

— ¿Has conseguido reparar alguno de tus pequeños artilugios?— preguntó lleno de curiosidad.

Cuando lo escuchó, Takeshi le señaló uno de los pequeños robots que había en el otro extremo de la mesa. Era alargado, con patas parecidas a las de una araña y con un gran brazo mecánico provisto de pinza en al punta, además de do avanzadas lentes de visión que parecían dos semiesferas transparentes.

— Estoy ultimando unos pequeños ajustes en su software pero en nada, volverá a eta listo para la acción— exclamó lleno de mucha ansia—. Aunque espero que no vuelva a arder en mil pedazos.

— Eso esperemos— comentó el ingeniero mientras observaba el pequeño aparato.

En ese mismo instante, Nozomi apareció. Viendo a todos allí reunidos, Schliemann les hizo llamar para hablar con ellos.

— Muy bien, creo que es hora de que os informe de una pequeña cosa— dijo a los allí—. Voy a reunirme en un momento con el capataz de la mina, el señor Donald Kelvin. Dijo que tenía algo muy importante de lo que hablar.

Ninguno habló. Prefirieron guardar silencio para ver que les comentaba el profesor.

— Por eso mismo, chicos, quiero que vosotros o quedéis aquí y continuéis trabajando en la investigación de este santuario. — Tras decir esto, miró a Takeshi—. Tsuhijara, tienes alguno de tus robots listos.

— Si— respondió el muchacho—. Un par de reparaciones más y podrá volver a la acción.

Esto último le hizo bastante gracia a su hermana y a Mendez, quienes no pudieron evitar echarse a reír ante esto. Takeshi les miró sorprendido por la reacción causada y prefirió ignorarles. Lo mismo que el profesor y Barr.

— Perfecto, entonces terminad de ultimar todos los preparativos por si regresamos pronto a la sala para investigar un poco más— les pidió Schliemann—. En cuanto a Barr y a mí, vamos a reunirnos con el capataz.

A Simon le sorprendió bastante que el profesor lo mencionase en aquella reunión. El hombre le hizo una seña para que lo siguiese y ambos salieron del laboratorio en dirección a donde les esperaba el capataz.

Avanzaron por los pasillos, en se momento, vacíos de actividad alguna y no tardaron en pasar por el hangar principal de la colonia minera. Esta parte contenía un gran número de vehículos y robots encargados de excavar túneles para la extracción de minerales. Pese a no llegar al nivel de los grandes vehículos taladradores, cuyas puntas perforantes podían abrir una montaña entera, estas máquinas estaban preparados para desenterrar toneladas de tierra y roca en busca del preciado tesoro geológico que la Confederación buscaba para la construcción de sus naves y armas. Pasaron de largo y prosiguieron por los pasillos hasta el ala administrativa de la colonia. El edificio era muy grande y extenso, de unos 700 metros de longitud y dividido en tres pisos. Daba cobijo a los mineros y sus familias, ofreciéndoles todo el equipamiento necesario para vivir allí, además de almacenar los vehículos y herramientas necesarios para la extracción de minerales poseía también todos los sistemas pertinaces para su mantenimiento y estar en contacto con las autoridades. Era una base permanente establecida por la Confederación que en nada se asemejaba con los poblados de mineros que pudieran verse en otros planetas. Mientras que los segundos eran enclaves nómadas que iban de un lugar a otro extrayendo materia prima que luego los propios mineros vendían, manteniendo una cierta autonomía, esta colonia minera mantenía una red de transporte con naves de la propia Confederación para una entrega directa. El capataz, más que encargarse de supervisar el trabajo en la mina, se ocupaba de administrar la colonia y mantener contacto permanente con la organización gubernamental. Y en este asunto que involucraba ruinas antiguas de extraterrestres, más que nunca.

Schliemann y Barr llegaron frente a las puertas del despacho de Kelvin. Se quedaron allí parados, meditando el que iban a discutir con el capataz. Para el ingeniero, aquello no pintaba nada bien, pues ya sabía que su presencia y la del resto del equipo no estaban siendo bien vista por los mineros. Además, el descubrimiento de las ruinas estaba agitando a los trabajadores, sobre todo entre los que eran seguidores del Legado del Antiguo Culto. Simon temía que aquellos fanáticos tratasen de hacerse con el control de las ruinas o robar el artefacto, cosa que no descartaba.

— ¿Entramos?— propuso Schliemann mientras miraba a su colega.

— Detrás de ti— convino Barr.

Los dos hombres entraron en la oficina. Frente a ellos, se encontraba el capataz Donald Kelvin, sentado en su silla y mirando cosas relacionadas con su trabajo en la pantalla que se hallaba pegada sobre el escritorio. Cuando les vio entrar, dejó lo que estaba haciendo para saludar a los recién llegados.

— Señores, me alegra tenerles en mi oficina— dijo con gratitud mientras se levantaba—. Tenemos mucho de qué hablar.

Estrechó con firmeza las manos de ambos hombres. Kelvin era un hombre de piel negra y frondosa barba marrón oscura. Pese a ser bastante orondo, el fuerte apretón que sintieron tanto Barr como Schliemann les dejó bien claro que aquel hombre era poseedor de una fuerza mayor de la que imaginaban. No les extrañaban, viniendo de un trabajo como la minería. Según les había contado, cuando era más joven, no se utilizaban robots para la extracción de minerales. En su lugar, eran los propios trabajadores, armados con taladros eléctricos, los que se ocupaban de ello. No era un trabajo cómodo y menos aun, seguro. Incluso ahora, con robots, debían seguir dentro para supervisar el trabajo y los accidentes eran algo común. Por ello, respetaban mucho a aquel hombre

— ¿Y de que desea hablar?— preguntó Schliemann.

— Siéntense y empezaremos la conversación— pidió el capataz.

Los dos hombres tomaron asiento en las sillas que había justo frente al escritorio de Kelvin y lo miraron expectantes. El hombre, notando la atención que atraía, no se hizo esperar.

— Verán, llevan aquí casi un mes...

— Dos semanas y cinco días, para ser exactos— le interrumpió Schliemann.

Aquella inesperada interrupción no le gustó demasiado al capataz. Pese a todo, decidió ignorar esto aunque Barr notaba la clara molestia que le había supuesto. A veces, el profesor podía llegar a resultar irritante con sus correcciones.

— Como sea, el caso es que me dijeron que la investigación no les iba a llevar demasiado tiempo— se explicó Kelvin—. No sería más que una semana, como mucho. Eso fue lo que me dijo, profesor.

Schliemann guardó silencio antes estas palabras. Sin embargo, no tardó en contestarle.

— Eso creíamos— dijo algo turbio el hombre—, pero las cosas se han puesto más complejas de lo que esperábamos. Hemos encontrado muchas más cosas de las esperadas y sus repercusiones son mayores de lo imaginado.

— Eso pensaba— Kelvin no parecía muy contento al escuchar esto—, pero verá, profesor, esta colonia tiene un trabajo muy importante que realizar y llevamos parados demasiado tiempo. La demanda de mineral es muy alta y las exigencias de los compradores empiezan a planear sobre mi cabeza.

— Y serán compensados por ello— dijo el profesor, buscando calmar los malos ánimos—. La Confederación va a tener muy en cuenta su colaboración. Por eso, no se preocupe.

La expresión en el rostro del capataz no auguraba nada bueno. Barr miró a Schliemann, quien para su sorpresa, se mantenía bien sereno.

— Todo ello sin obviar el malestar de mis trabajadores— prosiguió Kelvin, como si le importase más bien poco lo que el xeno-arqueólogo acababa de decirle—. Todos ellos están enfadados por no poder regresar al trabajo. Y eso sin contar con los otros.

— ¿Quiénes son los otros?— preguntó extrañado Barr.

— Se refiere a los del Legado del Antiguo Culto— le comentó el profesor.

Se acordó de ellos. De ver en cuando, los veía reunidos en una sala especial que se había aclimatado para ellos. Su "lugar de oración", lo llamaban. Un sitio donde rendir sus plegarias, a la espera de ser salvados por sus dioses de la destrucción que estaban cometiendo. Para él, no eran más que una panda de cretinos fanáticos.

— No paran de solicitarme con que quieren entrar en esa ruinosa sala— se quejó Kelvin—. Están empeñados en que quieren entrar porque es lo que sus amados dioses querrían que hiciesen.

— Pero, ¡no puede permitir eso!— gritó exaltado el profesor—. Esos locos se dedicaran a contaminar y estropear el lugar de investigación. No lo puede permitir.

El xeno-arqueólogo se notaba frustrado. Sentir cómo la fe mezquina de un puñado de sectarios arruinaba las únicas pistas que poseían sobre uno de los mayores enigmas de la galaxia le frustraba bastante. En cierto modo, el ingeniero le compadecía.

— Los de seguridad no pueden más con ellos— le dijo el capataz—. ¿O que quiere? ¿Qué les pegue un tiro?

— No creo que haga falta llegar a esos extremos— intervino el ingeniero—, pero si tenerlos más controlados.

— ¿Se ha creído que esto es una maldita dictadura, amigo?— le encaró Kelvin—. Sean lo que sean, no dejan de ser mis trabajadores. Los que se ocupan de extraer esa maldita roca. ¿No lo entienden?

Frustrado, el hombre de piel negra se recostó sobre su asiento y giró de un lado a otro. Barr miró a Schliemann y este le devolvió con su mirada toda la preocupación que subyacía entre ellos. Tenían que ver cuánto tiempo permanecerían más en este lugar pero sabían que iba a ser más del esperado. Al menos, esperaban llegar a algún tipo de plan para mantener los ánimos calmados con los habitantes de la colonia minera. Y también iban a tener que ver cómo se las arreglarían con los seguidores del Legado. Eso era lo que más preocupaba al profesor.

Mientras seguían ahí, el aparato de llamada del profesor comenzó a sonar. Era un dispositivo de comunicación perteneciente a una marca antigua que aún se fabricaba por pura nostalgia para sus compradores pero este tipo de aparatos llevaba en desuso por lo menos, hace más de 100 años. Aun así, Schliemann lo prefería a los sistemas de llamada portátil que se podían conectar en la oreja y boca para hablar y que contaba con una interfaz especial para ser colocada en los ojos. Muy popular y eficiente pero al profesor le parecía algo molesto. Pulsó sobre la pantalla rectangular del aparato y la imagen de Carlos Méndez apareció.

— Carlos, ¿qué pasa?— preguntó el hombre.

— Profesor, ¡tenemos problemas en el santuario!— exclamó el chico muy asustado.

El hombre se tensó al escuchar esto y tanto Barr como Kelvin le miraron con preocupación.

De repente, la puerta del despacho se abrió y uno de los miembros de seguridad entro. Era un hombre uniforme verde oscuro y gorra en cuyo rostro se reflejaba el horror más palpable posible.

— Capataz Kelvin, ¡la zona de la excavación acaba de ser asaltada!

— ¿De qué demonios habla?— preguntó desconcertado el responsable de la colonia.

— Mejor venga a la sala de control y lo verá usted mismo.

Kelvin se levantó enseguida y fue para comprobarlo. Tanto Barr como Schliemann decidieron seguirle.

Mientras corrían por los pasillos, el xeno-arqueólogo se mantuvo en contacto con sus pupilos.

— ¿Quiénes son? ¿Qué es lo que están haciendo?!— preguntaba muy nervioso mientras no dejaba de correr.

— No lo sé, profesor— respondía frustrado Méndez—. Por los trajes que portan, parecen mineros.

— ¡Alguien por lo visto quiere llevarse el artefacto!— expresó con pesimismo Barr.

— ¡Eso es absurdo!— le repuso Schliemann—. ¿Quién sería capaz de algo así?

Para cuando llegaron a la sala de control, sus respuestas iban a quedar más que aclaradas.

La sala era una habitación rectangular en cuyas paredes había varias pantallas que mostraban las imágenes captadas por las cámaras de seguridad de la colonia. Había 16 en total, unas más grandes y otras pequeñas. 5 personas, tres mujeres y dos hombres, se ocupaban de monitorizar todo aquello. Un hombre alto y delgado, de barba canosa corta, piel morena y penetrantes ojos azules, les recibió enseguida.

— Lester, ¿¡qué coño está pasando?!

La pregunta no podía sonar más desesperada. Lester Mcnulty, el jefe de seguridad de la colonia, se quedó estático, sin saber que responder.

— Han bloqueado la entrada con uno de los robots de transporte y se han metido con una de las plataformas móviles— informó muy alterado—. Tratamos de moverlo de forma automática pero han debido de desactivar los sistemas remotos de control.

— Pues hagan lo que sea necesario para entrar en ese sitio y detener a esos idiotas!— le dijo furioso el capataz.

Todos se quedaron mirando a las cuatro pantallas de gran tamaño que había en la pared central. Esta, mostraba imágenes del interior de la sala, donde se veían a varias personas ataviadas con trajes de protección marrón claro deambulando de un lado a otro, inspeccionando el lugar. Uno de ellos, iba acompañado de una plataforma móvil, provista de dos brazos mecánicos con tenazas para aferrar objetos al final.

— ¿¡Qué demonios pretenden?!— preguntó muy nervioso Barr.

— Son Harrow, Ramírez, Asad, Padilha y Weller— contestó McNulty—. Todos ellos, seguidores del Legado.

Al oír esto, Simon miró con preocupación a Schliemann. Pese a todo lo que estaba sucediendo, el profesor parecía mantenerse en un estado de calma bastante sorprendente, como si aquello no le estuviese alterando. Pero pro dentro, sabía que debía hallarse hecho una furia.

— ¡Malditos fanáticos de mierda!— gritó lleno de ira Kelvin—. Sabía que tenía que haberlos despedido a todos hacen mucho. ¿¡Pero como cojones has podido permitir que entrasen ahí?!

McNulty miró al capataz molesto. Sabía que era a él a quien se refería y no le agradaba ahora tener que andar contestando preguntas tan impertinentes pero no le quedaba otra. Era a él a quien le debía todas las explicaciones.

— Mis hombres no pueden estar vigilándolo todo— respondió con la mayor paciencia posible—. Ha debido ser en el cambio de turno.

— ¿¡Los cambios de turno no son tan largos como para darles tiempo a aparcar en la entrada uno de esos malditos robots de transporte?!— Kelvin sonaba cada vez más enfadado.

— ¿Que insinúa con eso?— dijo McNulty mientras se acercaba al capataz—. ¿Acaso piensa que yo he tenido algo que ver con esto?

Ambos hombres fijaron sus miradas el uno en el otro. Barr prefirió pasar de ellos y volvió la vista a las espeluznantes imágenes que tenían lugar. Allí, uno de los mineros, probablemente una mujer, se había detenido frete a una de las cámaras del pasillo y habló a esta:

— ¡Los dioses nos salvarán tras entregarles la ofrenda!

Aquella ferviente exaltación puso de los nervios al ingeniero pero cuando vio el rostro de preocupación del profesor Schliemann, supo que igual era peor de lo que pensaban.

— Póngame las imágenes de la sala central, ¡rápido!— le dijo a una de las chicas que monitorizaba todo aquello.

Eso hizo y vio la sala central. Allí, cuatro personas rodeaban el pedestal cilíndrico donde flotaba el objeto romboidal negro que Barr y el hallaron cuando se adentraron por primera vez en este. Hasta ese momento, no sabían cuál era la función de tan extraño artefacto y pese a la detección de altos picos de energía en él, seguían sin tener idea de mucho más. Ahora, ese objeto iba a ser arrancado de su sitio por las tenazas de la plataforma móvil, quien ya estaba desplegada y acercando sus brazos a este.

— ¿Pero qué hacen?— exclamó asustado Schliemann—. ¡Hagan algo para que se detengan!

— No tenemos micrófonos ni nada más para detenerles— le dijo la chica desesperada.

— ¡Pues entren ahí y deténganlos antes de que se maten!

La forma tan nerviosa de actuar del xeno-arqueólogo no tardó en llamar la atención de los demás, quienes se agolparon cerca de esa pantalla para ver que sucedía.

— ¿Pero qué pasa?— preguntó McNulty.

— Si, ¿a que viene tanto alboroto?— intervino Kelvin también.

Schliemann ignoró a ambos y se dirigió a Barr, quien lo miró a sus ojos. Cuando notó el miedo reflejado en ellos, supo que aquello no iba a acabar.

— Simon, ¿recuerdas cuando tratamos de tocar el artefacto con el robot?— le preguntó con desesperación, como si quisiera que recordase ese evento— ¿Te acuerdas de lo que les hizo?

— Sí, claro que lo recuerdo— contestó con claridad—. Los destruyó con una pequeña cantidad de energía...

Cuando volvió a mirar al profesor, se dio claramente cuenta de lo que estaba a punto de suceder.

— Mierda, si esos imbéciles tratan de mover el objeto, este se defenderá liberando energía. — Schliemann asentía a medida que él hablaba—. Va a ser una masacre.

— ¿Que está a punto de pasar?— preguntó McNulty, ya harto de tanto cuchicheo.

— ¡Mande a un equipo de seguridad ahí dentro y detenga a esos locos!— le ordenó desesperado Barr.

Pero ya era tarde. Cuando volvieron la vista a la pantalla, las tenazas de la plataforma móvil ya estaban enroscadas alrededor del artefacto romboidal. Todos abrieron sus ojos de par en par viendo como la maquina forcejeaba por arrancar el objeto de donde flotaba, al tiempo que los fanáticos del Legado alzaban sus brazos en señal de celebración.

— ¡Que los dioses acompañen nuestro camino y nos lleven junto a su gloria!— gritaron al unísono, extasiados por su fervorosa devoción.

En ese instante, la parte superior del objetivo empezó a iluminarse. Un aura blanca de brillante resplandor comenzó a emanar de forma candente y eso puso muy tenso a Schliemann. Los allí presentes permanecían con los ojos bien abiertos, contemplando el espectáculo que se les brindaba, temerosos de lo que pudiera pasar. Los fanáticos, impactados por la escena, estallaron en vítores de alegría. Incluso do se abrazaron, felices por el increíble suceso que estaba teniendo lugar. Pero aquello, no era anda bueno. De forma repentina, una gran luz iluminó todo y tras esto, todas las cámaras que había dentro de aquella sala, junto con las que había en el pasillo y en salas contiguas, se apagaron.

Nadie dijo nada tras esto. Tan solo se quedaron en silencio, petrificados por lo que acababan de ver. No era que supieran lo que había sucedido, más bien, no tenían ni idea. De repente, un fuerte sonido procedente de otra de las grabaciones les puso en alerta.

— Señor, el robot que bloqueaba la entrada ha sido lanzado de esta con gran fuerza— informó el técnico que vigilaba esas cámaras.

En la pantalla, vieron como la maquina salía impulsada hacia delante e impactaba contra las paredes rocosas cercanas. Sea lo que sea que hubiese pasado allí dentro, había generado un impulso tan potente, que había arrojado al autómata de gran peso a metros de distancia. Y además, le hizo explotar. Todos quedaron sin respiración tras ver esto.

— Rápido, envíen un equipo de seguridad allí dentro y averigüen que diantres ha pasado— ordenó McNulty—. Eso sí, extremen todas las precauciones necesarias.

— ¡A buenas horas!— se quejó Barr.

Lo que ese equipo hallaría, les dejó estupefactos.

La limpieza de la sala reveló los cuerpos calcinados de los mineros, que a pesar de sus trajes, no pudieron evitar quemarse. No hallaron, sin embargo, presencia de radioactividad. Lo que si descubrieron fue que la sala se había quedado sin energía, pues las luces y el mapa estelar quedaron inutilizados. Eso llevó a Schliemann a sospechar que el objeto romboidal podría ser un pilón de energía, una fuente que alimentaría a todos los sistemas de la sala. Aun así, desconocía como era capaz de generar poderosas corrientes como método defensivo. ¿Qué ocultaba más este artefacto? Además, por la cantidad de energía detectada que este liberaba, era demasiada para tan solo alimentar una base. El xeno-arqueólogo sospechaba que esto debía servir para dar energía a algo más. Un vehículo, base o quizás un arma, como fuera, un elemento mucho más grande que lo que habían visto hasta ahora. Y sabía, que se debía hallar fuera.

Lo que era que esa liberación de energía había generado algo mucho mayor. Una señal que se dirigía a un mundo. Ese mundo era Midgard.

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Siento la tardanza. Estuve malo este fin de semana otra vez. Espero que os haya gustado. En el siguiente, veremos el reencuentro entre Zeke y Freyja de forma oficial. Mientras, como siempre, dejad vuestros comentarios con lo que os ha parecido el capitulo, el cual, yo creo que es muy interesante. Un saludo. Nos veremos este fin de semana, si es que lo tengo a tiempo.

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