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8. No digas nada

Cuando abrí los ojos, me costó un buen rato volver a situarme. Había tenido un sueño tan realista que me había dejado desorientada, y ni siquiera sabía que eso podía ser posible. Había soñado con mi familia: mi madre etiquetaba sus frascos de ungüentos, mi padre afilaba su espada, y mientras, Avis y yo, hacíamos figuras con un trozo de cuerda en los dedos. Había sido tan real que creí haber olido el delicioso bizcocho de mi madre enfriándose sobre la mesa. No pasaba nada transcendental, les hablé sobre lo seca que tenía la piel y de la falta que me hacía la pilusa para conciliar el sueño. ¿Raro, verdad? Por fin me había podido reunir con mi familia y le hablaba de puras banalidades sin fundamento. Si hubiera tenido la posibilidad de revivirlo otra vez les hubiera ahogado a besos y les hubiera repetido mil veces que les quería y que les echaba de menos.

La felicidad se esfumó en el momento en que por fin comprendí donde estaba. Dispuesta a que la melancolía no se adueñara de mí, me obligué a salir de la cama. Me lavé, me vestí con las mismas ropas que había usado el día anterior y entonces me percaté de que ya debía ser la hora de pedir más ropa a Yutema, al menos otra muda limpia para tener una de recambio cuando la otra estuviese colgada junto con el resto de la colada. Mientras trataba de desenredarme el cabello con los dedos, comprendí que aquel día no podría domarlo, así que recogí mi melena castaña en una trenza.

Otra ráfaga de tristeza me removió por dentro. ¿Qué hacía aquí? ¿Qué era lo que perseguía? Nada tenía sentido, había perdido la razón que me movía a luchar, ni si quiera aquel lema que repetí hasta la saciedad, "libres o muertos", significaba algo para mí. Este no era mi pueblo, los ideales de esta revolución ya no me representaban...

—¿Qué hago aquí? — me dije a mi misma, mientras me masajeaba la frente.

—Seguir luchando.

Asustada, di un respingo y me volteé hacia la puerta, donde Azay me observaba serio con dos cuencos sobre sus manos.

—¿Qué lucha, Azay?— pregunté mientras me reponía del susto— Yo luchaba para que mi familia no viviera exclusivamente para pagar impuestos, luchaba por unos derechos que me hicieran diferenciarme de los animales, luchaba para que mis futuros hijos tuvieran una mejor vida ¿Pero ahora? ¿Qué hago? No tengo a nadie y ni siquiera tengo ganas de luchar. ¡Ojala hubiera terminado mi lucha con el resto de Everial, ojalá...!

—No lo digas — me cortó con brusquedad —, no quiero que lo digas ni aunque sea en broma.

—Ojalá hubiera muerto con el resto de mi familia.

Ya no tenía ganas de llorar, estaba triste y muy dolida. Apenas tenía fuerzas para salir de la tienda y mucho menos para discutir. Volvía a sentarme sobre las sábanas y Azay me brindó su compañía. No pronunció nada, simplemente me envolvió con sus brazos y me dio el silencio que tanto necesitaba.

—Estoy cansada, Azay — murmuré entre su pecho.

—Llora, te purificará por dentro.

—No hay nada que purificar ya, estoy podrida. ¡Cómo todos los que hemos crecido en esta estúpida guerra! — exclamé con desazón—En el barco de camino hasta este infierno me peleé por un mendrugo de pan duro con una mujer, y acabé golpeándola contra el suelo hasta que se quedó sin sentido. ¡Cómo si fuera un maldito perro! Eso es a lo que se ha resumido todo, a luchar como perros.

—No estás sola, somos una familia.

—Yo no pertenezco a este sitio, esta no es mi familia.

—Sí que lo es —insistió.

El silencio volvió a caer entre los dos, agradeciéndolo enormemente.

—Quiero renovar los votos que te hice en Everial — le miré con sorpresa, no sabía a qué se refería hasta que se sacó una cuerda del bolsillo, provocando que me riera —. Ya sé que no es una trenza de tela y tampoco es de color azul, pero no he encontrado nada más.

—¿Vas a... ?—dije sin saber muy bien qué decir.

—Los votos se rompen porque el amor se agota, pero en nuestro caso fue por un motivo muy distinto. Los dioses nos han dado otra oportunidad para seguir estando juntos.

—Lo siento — dije mientras le tomaba la mano y le posaba un beso sobre sus labios—. Pero todavía estamos confusos. No quiero tomar una decisión tan importante por un ataque de compasión, de celos o lo que sea. ¿Entiendes?

—Pero...

—Te quiero—le interrumpí —, tú me quieres y debería ser lo único que debería de importarnos.

Nos besamos con ternura, y nos sobresaltamos cuando escuchamos a la señora Yutema entrar en la tienda como un vendaval.

—No voy a hacer sola todo el trabajo porque dos muchachos decidan pasarse todo el día entre arrumacos.

Azay no me quitó sus manos de encima, al contrario, rió divertido al ver el enfado de la anciana.

—Yute, te presento a la chica de Everial de la que te hablé hace tiempo.

La cara de la anciana mutó de enfado a sorpresa y seguidamente a una incrédula felicidad.

—¿Ella es...?

—Si — afirmó Azay sin dejar que terminara.

—¿La muchacha por la que suspirabas cada noche y le pedías a tus dioses que la protegieran?

—¿Eso hacías? — dije mientras le miraba con una sonrisa divertida pintada en la cara.

—No te mentí cuando te dije que nunca fui capaz de olvidarte del todo— dijo con una sonrisa en la boca.

—Ella es tu esposa...— murmuró la anciana con los ojos empañados en lágrimas. Se arrodilló ante mí y me tomó de las manos —. Recé a mi Dios para que le compensara después de tantos años de dolor y apareces tú. ¡Alabado sea! —pero aquella felicidad se vio enturbiada por unos momentos —¿Y tú cuanto tiempo ibas a esperar para contármelo, cabeza dura?

Azay soltó una exclamación de dolor cuando la anciana le golpeó el hombro con la intención de sonsacarle respuestas

—¿Esposa? — pregunté confundida.

Nuestra relación nunca había sido otra cosa que unos votos murmurados al oído para no despertar a nadie. Fue una promesa de amor incondicional, de respeto y de fidelidad que desapareció en el momento en el que pensamos que la muerte nos había arrebatado el uno al otro.

—A Yute le da especial emoción porque se casó con su marido de forma clandestina— me informó mi compañero—. En Everial solamente era una promesa pero aquí es como estar casado.

—¿Entonces eres mi marido sin yo saberlo? — sonreí sin disimular mi desconcierto y él sonrió también.

—No hasta que no renovemos los votos.

Me robó un beso y rápidamente se levantó, mientras Yutema y yo le mirábamos expectantes.

—Debo cumplir con mis obligaciones, os dejo a solas.

—¡Ahora entiendo por qué andabas tan risueño a la hora del desayuno, granuja!

Una risa suave como el terciopelo brotó de la garganta de Azay e hizo que me invadiera una sensación cálida por todo el cuerpo.

—Oblígala a que coma, Yute.

Ambas miramos los cuencos que reposaban en una esquina de la tienda.

—Niña, eres la respuesta a tantos años de frustración. Comenzaba a dudar en el poder de mi Dios, pero, cariño — me tomó el rostro con las manos y me dio un beso en los labios —, eres la esperanza que nos faltaba.

—Yo no soy...

—No hables— me interrumpió—, no digas nada. 

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