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3. Los fantasmas no son reales

—Aquí no tenemos esclavos, puedes hacer lo que te venga en gana— comentó el soldado mientras se levantaba, no sin esfuerzo por la herida, y se dirigía a su improvisado escritorio—. Puedes ir a cualquier lado que se te antoje, pero no podrás nombrarle a nadie donde has estado.

—Con todos mis respetos, señor. Pero no seré libre hasta que no destruya los papeles de mi esclavitud.

— ¿Y dónde están esos dichosos papeles?—demandó saber sin disimular el cansancio en su voz.

— Se lo entregaron al hombre que me compró en la ciudad, señor.

Asintió y seguidamente volvió a sentarse. Era incapaz de estar de pie.

— No debes preocuparte, ordenaré que los quemen en cuanto Milo reciba su castigo.

—¿Ocurre algo? —demandó saber.

Me sorprendí al escuchar aquello. Parecía que aquel hombre había sido capaz de leerme la mente. Sabía que estaba preocupada.

—No debería forzar la pierna, o abrirá de nuevo la herida — agarré un cuenco con agua y un trozo de tela limpia que descansaban en el suelo y caminé hasta estar a su lado—. Si me permite...

Me agaché ante él, mojé la tela en el agua y seguidamente, limpié la sangre seca de su piel.

—No es necesario que lo hagas— me espetó.

—Pero es lo que quiero hacer.

No sentía que le debía nada a este hombre pese a devolverme la libertad, pero mi madre me enseñó a cuidar de los enfermos, y ante todo, a nuestros guerreros. No podría dormir tranquila si hubiera sabido que no ayudé a un hombre con una herida infectada que le podría provocar la amputación de su pierna e incluso la vida. Le quité las vendas y mi cara debió expresar todo lo que pensaba, porque de inmediato aquel hombre se puso nervioso.

—¿Qué ocurre?

—Tenemos que volver a coser esta herida. Limpiarla y hacerle unos puntos decentes—le informé—. ¿Cree que podrían facilitarme unas gasas limpias, aguja e hilo?

—Claro.

Kael llamó a los hombres que custodiaban su puerta y pocos segundos después, apareció una anciana con todos los utensilios que había demandado.

—Te presento a la señora Yutema — dijo el guerrero mientras se recostaba sobre su silla—. Es la mujer que nos pone en cintura a todos.

—Es un placer, señora.

—¿Eres la esclava que ha traído Milo? — interrogó la anciana. Tenía la mirada fría y dura, no se molestaba en disimular su desconfianza.

—No es una esclava — la corrigió Kael—, ya no.

Aquel comportamiento me llamó la atención. Deduje que aquella mujer tenía la lengua afilada y la confianza suficiente como para hablar delante de aquel hombre, al que todos los hombres le obedecían. Aunque también podía ser descaro. Los ancianos eran así, no tenían nada que perder.

—Entonces se marchará, ¿no?

—Puede hacer lo que le dé la gana—comentó Kael. Disimulaba muy bien su dolor—. Aunque, tus nociones de medicina podría venirnos muy bien.

Le miré y en su mirada pude apreciar sinceridad. Quería que me uniera a ellos y aunque debería de sentirme alagada por ello, en realidad tenía miedo. Hacía poco tiempo que había perdido a toda la gente que quería y que llamaba hogar. No estaba dispuesta a perderlo dos veces. Pero la verdad era que tampoco tenía otro sitio a donde ir.

— No sé cómo funcionan las cosas en este extremo del continente.— comenté sin apartar la mirada de la herida —No quiero provocar ningún problema.

Me levanté del suelo y ayudé a aquel hombre a tumbarse. Cuando estuvo cómodo, hice un gesto a Yutema, la cual ya había enhebrado el hijo en la aguja y tenía todo el instrumental preparado para la operación.

—Si no mienten las habladurías— intervino la anciana—, Everial nunca ha sido un lugar fijo.

—Cambiábamos nuestra ubicación periódicamente por seguridad, pero mi hogar era mi familia y mis amigos—un pesado suspiro se coló por mi garganta sin ni siquiera darme cuenta—. Ahora no me queda nada. Lo único que sé hacer es luchar y limpiar heridas. No sé hacer nada más.

—Ya sabes hacer más que los muchachos de allí fuera.

Sonreí y cuando levanté la mirada hacia Kael, que había permanecido ausente desde que se había tumbado, me sorprendió que me estuviera mirando. Me miraba con una intensidad apabullante. Tenía los ojos verdes, del color de las hojas del pino, y una larga y pálida cicatriz le corría por desde la ceja hasta el pómulo. Había visto esos antes pero aquello era una auténtica estupidez, ¿o no?

—¿Ocurre algo? — preguntó la anciana.

—Nada — dije mientras retomaba mi concentración en la cicatriz.

Cuando terminé de coser la herida, las manos comenzaron a temblarme. Dejé que la señora Yutema vendara la herida y me dediqué unos segundos para tranquilizarme. Me repetí varias veces que los muertos estaban mejor alimentando a la tierra y que era ahí donde debíamos dejarlos. Era así como me habían educado, sobre todo cuando el pasado nos provocaba malas sensaciones que nos turbaban el razonamiento.

—Tal vez tengamos un sitio para ti.— comentó la anciana, maravillada por la cicatriz.

—Yo... —no sabía muy bien qué decir.

—Puedes quedarte aquí hasta que decidas marcharte.

Su mente estaba perlada de sudor. No se había quejado ni una vez, solamente había exhalado y expulsado el aire ruidosamente durante toda la operación y seguro que había sido doloroso.

—Muchas gracias, señor.

No fui consciente de cuánto tiempo había estado en aquella tienda hasta que salí y vi que el sol estaba a punto de ponerse. Había llegado a media mañana a Declan y cuando llegué a aquel campamento ya había pasado la hora de comer. Pero ahora, parecía que mi estómago se había vuelto consciente del tiempo que llevaba sin ingerir alimento y comenzó a dolerme. Yutema, que tenía un oído muy agudo, me llevó frente a la hoguera y me dio un trozo de carne seco correoso. Llevaba tanto tiempo sin comer carne que aquello me supo a gloria. La anciana quiso que repitiera, pero no lo hice. Ya había cometido el error de atiborrarme de comida tras pasar un tiempo sin apenas probar bocado, y no quería vomitar y sentirse enferma.

Tras mucho insistir, conseguí que Yutema me diera alguna tarea antes de que la noche cayera por completo. Me llevó a lo que parecía una improvisada lavandería y me ordenó tender mantas y ropa.

—Eres una chica guapa — comentó mientras me analizaba de arriba abajo—. Tal vez, un poco delgada y esas heridas tendrá un feo cicatrizaje—se refería a mis heridas de muñecas—. Probablemente te quede marca para el resto de tu vida. Pero créeme, cariño, te harán fuerte.

Me limité a asentir. Aquella señora me intimidaba, no solo porque fuera obvio que no llegaba a confiar en mí y que no iba a dejarme ni un minuto a solas, sino porque tenía la compostura propia de una persona curtida y poseedora de experiencia que solo los años pueden brindarte.

—¿Es un hombre guapo, verdad?

—¿Quién?—pregunté sin interés.

—Kael, ¿Quién si no iba a ser?—me encogí de hombros mientras me centraba en mi trabajo— ¡Pues claro que lo es! Además, tiene carácter... Los hombres con carácter carecen en este reino.

—¿Dónde estoy exactamente? — la interrumpí, mostrando mi curiosidad.

—Estás con los Insurrectos, el pueblo de sublevados más cercanos a la capital— mi cara debió demostrar mi desconocimiento porque preguntó con curiosidad—. ¿Es que nunca lo habías escuchado?

—No — dije con total sinceridad.

—¡Claro! Supongo que los everial tienen cosas más importantes en las que preocuparse —dijo emocionada — ¡Pero es fantástico, vosotros comenzasteis esta lucha! Fuisteis los primeros que se levantaron contra la tiranía de los impuestos y los primeros que....

—Ya no existe Everial —la corté con hastío, no sabía por qué estaba tan enfadada de repente.

—Pero tú...

—Soy una sobreviviente, tal vez la única— dije mientras agarraba una de las mantas y la doblaba tal vez con demasiado ímpetu—. Iba a ser vendida como esclava pero ese tal Milo me compró, sin saber de dónde provenía. Y no se lo recrimino, soy una muchacha del montón.

—Ese Milo...— negó con la cabeza en señal de desaprobación—... Menuda cabeza hueca. Se merece ese escarmiento y más. ¡Y encima un regalo para Kael, cómo si él no hubiera pasado por el mismo calvario que tú!

—Todos lo hemos pasado mal.

—¿Es que no te suena?

—¿A qué te refieres?

—Kael era everia, como tú —pero la anciana se preocupó cuando vio que mi cara comenzó a descomponerse—. Por lo que escuché tampoco erais tantos para no conoceros. Aunque claro, Kael fue capturado muy pequeño. Tal vez tendría catorce años cuando le trajeron a Damén atado y amordazado. Lo compró el señor Tendrak, uno de los peores cabrones de toda la ciudad. Le daba duro, incluso hasta dejarle inconsciente, pero conseguimos escapar de ese sitio.

—No conozco a ningún Kael, ese no es un nombre everial...

—Eso es porque es su nombre de esclavo—comentó la anciana con desinterés —. Todos los que hemos sido esclavos, hemos tenido uno. El mío era Esperanza, ¿Te lo puedes creer? El señor Tendrak era un mal nacido sarcástico que se creía gracioso.

Doblamos las sábanas en silencio y no pude quitarme de la cabeza a aquel muchacho de ojos verdes que años atrás me arrebató el corazón.

— Los muertos están mejor nutriendo a la tierra, y es ahí donde debemos dejarlos — murmuré, como si diciéndolo en alto tuviera más fuerza.

—¿Dices algo, niña?

—No.



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