2. La bienvenida sublevada
No estaba asustada, mi intuición me decía que no me iban a hacer nada en lo alto de la colina como habían insinuado hacía un instante. Se suponía que sería un regalo para su patrón, ¿Pero qué divertimento vale diez monedas de oro? ¿Además, qué clase de soldados eran ellos? Los tres habían mudado de expresión al escuchar aquella noticia sobre los rebeldes, e incluso cuando se enteraron de que provenía de Everial su reacción fue desproporcionada. Todo el continente conocía de la fama anarquista de mi tierra, fuimos los primeros en desobedecer las directrices de la monarquía asher y pese a no ser los primeros que cayeron, caímos. En cuanto salimos de los caminos reales, los soldados se permitieron relajarse, pero no fueron capaces de pronunciar palabra. Había algo que los mantenía preocupados.
—Adelantaos, yo me encargo — dijo el soldado que había apaciguado anteriormente a Milo y Ezra.
Aquel hombre detuvo su montura y comenzó a borrar nuestras huellas, o al menos eso creí porque me taparon los ojos con un trozo de tela. El camino era tortuoso y estuve a punto de torcerme el tobillo varias veces sino fuera porque ambos guerreros me tenían agarrada por los brazos. Era un día caluroso y solamente se alcanzaba a escuchar el sonido acompasado de los cascos de los caballos. Después de varios minutos, nos detuvimos y Milo me destapó la mirada. No pude evitar sorprenderme ante el campamento que tenía ante mis ojos. Estaba hecho de desperdicios: telas malgastadas, pistones de madera rotos, redes de pesca desgastadas...
Muchos se quedaron mirándome, comentaban con sus compañeros al respecto e inmediatamente, Milo me desató. Me acaricié las muñecas doloridas y me percaté de que tenía heridas más profundas de lo que me imaginaba por los múlltiples tirones que había recibido. El soldado posó su mano en la parte baja de mi espalda y me guió hasta una tienda donde un guerrero en calzones, con un muslo vendado y mucha sangre seca en su piel, se entretenía afilando su espada. Ni si quiera se inmutó cuando entramos, ni detuvo su labor. No hizo nada.
—¿Señor, se encuentra bien?—intervino Milo— Ya nos enteramos de lo que ocurrió. Una auténtica desgracia.
—No es nada, nos han tomado desprevenidos mientras cazábamos... — al levantar su mirada, incrustó toda su atención en mí. Era consciente de que debía bajar la mirada pero había algo en aquellos ojos que me resultaban familiares y al mismo tiempo intimidante. Cuando se detuvo en mis muñecas, sus ojos escupieron pura furia — ¿Quién es ella? ¿Qué hace aquí?
—Señor, nos la encontramos en el camino y decidimos ayudarla.
Era asombrosa su capacidad para mentir, pero no fue suficiente para convencer a aquel hombre.
—Eres nuevo, por eso te doy una segunda oportunidad—comentó mientras dejaba la piedra con la que estaba afilando la hoja del arma en el suelo—. Pero vuelve a mentirme y te ataré a mi caballo y cabalgaré hasta el amanecer, hasta que tu rostro se desfigure y no te reconozca ni las putas a las que tanto frecuentas.
Milo no respondió al instante. Dedicó varios segundos para ordenar su mente y controlar su lengua.
—Es una esclava. La acababan de bajar del barco y creímos... Creí— rectificó rápidamente— que podría ser un buen regalo para usted.
—Nosotros no nos divertimos de esa forma.
—Lo supe después, cuando mis compañeros me informaron al respecto. La iba a liberar hasta que me informó de su procedencia — se tomó unos segundos, pero esta vez para dar una pausa dramática a su discurso —. Proviene de Everial, señor. ¡Es una rebelde del sistema como todos nosotros! Supuse que os gustaría conocer las circunstancias en las que se encuentra nuestro pueblo hermano al otro lado del Imperio.
Aquel hombre se quedó pensativo unos segundos, hasta que dijo por fin:—¡Xoel! —y uno de los soldados que custodiaban la puerta se introdujo en la tienda— Llévatelo ante el sayón y ordénale tres latigazos como castigo.
Milos abrió la boca, dispuesto a replicar aquella decisión, pero al instante se detuvo. Su compañero le tomó del brazo y le llevó fuera de la tienda. Confieso que no supe qué hacer, ni si quiera qué decir. ¿Debía seguir a Milos? Él era mi dueño, o al menos, él ostentaba los papeles de mi libertad. Pero el hombre que tenía delante ostentaba el poder de aquel improvisado asentamiento. ¿Qué debía hacer?
—Llegaron noticias de un ataque al otro extremo del continente— comentó sin interés mientras retomaba su labor con la espada —¿Ha habido sobrevivientes?
—No — el aire se escapó de mi cuerpo por unos segundos, decirlo por primera en alto me provocaba un dolor que ardía en el pecho—. Everial ha muerto, ya no queda nada.
—Eso no es cierto— aquello me pilló desprevenida, levanté la mirada y vi que había dejado su espada y me observaba con gran seriedad—. Everial fue el que inició todo el movimiento revolucionario contra el Imperio Asher. Les debemos respeto y admiración, y hasta que todos los sublevados no muramos, Everial no morirá.
"Everial no morirá" me repetí de nuevo y aquello hizo que el pelo se me erizara y las lágrimas me empañaran los ojos. No entendía por qué estaba reaccionando de aquella forma, me había repetido centenares de veces que ya no quedaba ningún tipo de esperanza. Ni para mi pueblo, ni para mí. Pero que aquel hombre, que no me conocía de nada, tratara de animarme hizo que me diera cuenta que era muy vulnerable. Y le odié por ello, pero también se lo agradecí porque aquello era lo más humano que había sentido desde el inicio de mi esclavitud.
—Kael, el castigo va a comenzar.
Un hombre de avanzada edad entró en la tienda, apenas me miró. Su atención estaba exclusivamente puesta en su jefe.
—No me interesa asistir, Silas. Pero trata de que el fustigador no se pase con la fuerza. Quiero que sea un aviso, únicamente. No tiene culpa de que le hayan inculcado eso desde pequeño, pero debe aprender.
El anciano asintió y se marchó por el mismo lado en el que vino. Aunque me percaté de que antes de marcharse, en el momento en el que se volteó, aprovechó para darme un breve vistazo. Seguro que estaba en boca de todos. Era el chisme que entretendría al personal por lo menos durante una semana, y que aquel anciano me viera llorando, no iba a menguar el interés por mí.
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