1. El fin de Everial
Con el tiempo he comprendido que no todas las pesadillas se viven soñando. Los peores monstruos toman forma humana, saben ser despiadados y se retroalimentan los unos de los otros. Es por eso que a medida que conozco a más personas, más entiendo a la soledad. Pero el aislamiento no es siempre una buena compañera, sobre todo cuando se deja la supervivencia en manos de la memoria. Soy consciente de todas las personas a las que he dejado atrás, de los errores que he cometido y de lo que podía haber hecho mucho mejor, pero ya no hay nada que pueda cambiar. Ya he conocido todos los tintes que tiene la tristeza y la peor es el desconsuelo que ya no te hace llorar pero sí que te vacía por dentro. Ya no tengo nada y las cadenas que cuelgan de mis muñecas me lo recuerdan cada día que paso confinada en este cascarón. Mi vida ya no es mía, la libertad se me ha privado y ahora mi existencia es igual o menos importante que la de un perro. El único consuelo que me queda es morir cuanto antes. Tal vez sean generosos y no me hagan sufrir demasiado.
—¡Hemos llegado a Declan! — se alcanzó a escuchar en la bodega del barco.
Las mujeres que me acompañaban en aquel calvario comenzaron a llorar desconsoladas. Sentía compasión por ellas porque todavía ansiaban la libertad. Yo, por el contrario, llevaba tantos días esperando que me llegara la muerte que la vida se me antojaba extraña mientras me sentaba esperando aquello que no sabía si llegaría.
—¡Arriba, malditas rameras! — vociferó un hombre fornido al que le escaseaban los dientes mientras bajaba las escaleras— ¡He dicho que arriba!
Me levanté del suelo, no sin esfuerzo, y esperé hasta que dieran las órdenes de marchar. Hubo mujeres que se negaron a obedecer y que recibieron fuertes golpes como respuesta. Al final todas nos pusimos en pie y aquello hombres comenzaron a ordenarnos por filas.
—¡En marcha!
Zarandearon mis cadenas y me obligaron a caminar. Salimos al exterior y la luz del sol me hirió los ojos. Los cerré para protegerlos, con la tan mala suerte que tropecé con el último escalón y estuve a punto de caerme de bruces contra el suelo, pero no lo hice.
—¿Es que no sabes caminar, estúpida? — me reprendió uno de los marineros mientras tiraba de mis ataduras.
Bajamos de aquel barco destartalado y nos llevaron escoltadas hasta lo que deduje que era una de las plazas principales la ciudad de Declan. Nos colocaron en fila como quien coloca su género de pescado en su puesto, y los hombres se pasearon delante nuestra sin reservarse sus risas y comentarios obscenos. Una mano me tocó la barbilla y me obligó a levantar la cabeza. Ante mí, un hombre con exceso de peso y el rostro empapado de sudor me miraba como quien mira un costillar recién cocinado.
—¿Cómo te llamas, niña?— demandó saber.
—¡Jaine, no toques mi mercancía sin comprar antes! — le reprendió el esclavista con muy mala uva.
Aparté mi cabeza de su húmedo contacto y volví a anclar la mirada en mis zapatos. Escuché cómo bufaba descontento, pero para mi sorpresa no hizo nada más: ni insultarme, ni pegarme. Nada.
—¡Empiezan las subastas, señores! — exclamó un hombre bien vestido con voz atronadora.
Agarraron a las muchachas de una en una, y las vendieron al mejor postor. Cuando llegó mi turno, la puja no tardó en comenzar.
—¡Una moneda de oro!
—¡Una de oro con cinco peniques de plata!
—¡Tres!
—¡Tres oros y cuatro peniques!
A medida que la puja aumentaba, curiosos se apiñaba entorno a nosotros, y la sonrisa de mi raptor se ensanchaba más y más imaginándose la gran cantidad de dinero con la que volvería a casa.
—Diez monedas.
Desconcertada, levanté la mirada buscando al propietario de aquella voz, pero no conseguí ubicarlo. ¿Diez monedas de oro? Aquello era una auténtica fortuna. Nunca había visto tanto dinero reunido y ni si quiera me lo podía ni imaginar.
—¡Vendido al soldado del cabello rubio! —exclamó el esclavista sin esperar a que hubiera otra contraoferta.
Estaba ansioso por tener tanto dinero en las manos, sin duda, aquel día había sido un día productivo para él.
El comprador se acercó a la mesa y dejó la pesada bolsa de dinero sobre las zarpas de mi raptor. A diferencia del resto de apostantes, él no vestía con ropas caras y almidonadas. Llevaba un uniforme militar con capa desgastada, trataba de aparentar despreocupación y confianza por sí mismo, pero había algo que le mantenía preocupado.
—Se lleva una buena potranca, mi señor — comentó mientras el guerrero firmaba los papeles que me privaban de mi libertad—. Es sumisa y tranquila, no nos ha dado ningún tipo de problemas en el viaje. Sin duda, son diez monedas bien invertidas.
El que sería mi futuro amo, solo se limitó a asentir y sonreír mientras tomaba mis ataduras.
—Que tenga un buen día, señor Milo—se despidió tras leer su nombre en los documentos.
Milo me condujo por las calles mientras tiraba de mis cadenas. Todo el mundo se apartaba al verle, su uniforme y altura desprendía un aura de respeto que pocos ciudadanos se atrevían a contrariar aunque fuera con la mirada. Andaba rápido, obligándome a agilizar el paso sin tener en cuenta mis ataduras, que a cada paso que daba, las cuerdas se incrustaba en mi carne. Sentí gran alivio cuando por fin nos detuvimos. Se unió a dos soldados que descansaban junto a sus monturas.
—¿Qué has hecho, Milo? — le espetó el más alto y fornido de los guerreros.
—No te sulfures Ezra, es un regalo para el jefe.
—¿Una esclava? ¿Es que no lo conoces?
—¿Qué le pasa? —me tomó la barbilla y levantó mi rostro para que ambos guerreros pudieran observarme — ¿Es guapa, no?
—Ese no es el punto, Milo....
—¿Podemos discutir de camino al campamento, por favor? — intervino el tercer guerrero para apaciguarlos.
Sus compañeros asintieron y se subieron a sus monturas, dejándome atada a la silla de montar del tal Milo. No fue hasta que los caminos se despejaron de viajeros, hasta que el tal Ezra rompió el silencio.
—¿Cómo te llamas chica?
—Keyla — mi voz sonaba rasposa como la arena, hacia tanto que no pronunciaba ninguna palabra que incluso mi voz me sonaba extraña.
—¿De dónde vienes?
Hubiera sido una pregunta más correcta decir que de dónde me habían raptado, pero decidí quedármelo para mí misma.
—Everial.
Un coro de improperios salió de la boca de aquellos hombres, nunca había visto a nadie maldecir con tanto ingenio.
—¡Joder, que mala suerte! — exclamó Milo.
—Eres un estúpido— le espetó el grandullón—. Te dará una buena paliza en cuanto te vea.
—¿Y a vosotros qué?
—Nosotros no le hemos traído una chica de un pueblo que se ha declarado enemigo del reino Asher — le recordó de nuevo.
Los tres se quedaron mudos al ver un grupo de soldados a doscientos pasos. Aquello fue raro, porque aquellos hombres llevaban el mismo uniforme que ellos, pero no iba a decir nada al respecto.
—Buenas, camaradas — saludó uno de aquellos soldados cuando llegó a nuestra altura —. ¿A dónde os dirigís?
—Hasta lo alto de la colina para pasar un buen rato, amigo mío — respondió Milo mientras me zarandeaba con las cuerdas.
—Sin duda es una buena jaca — respondieron entre risas los extraños.
—Sí, sí lo es —contestó Milo mientras se unía a sus carcajadas.
—Aun así, debéis volver antes de que caiga el sol. Los caminos son peligrosos y más habiendo conseguido herir a unos cuantos de esos bastardos rebeldes.
—¿Ha habido un ataque? — preguntó Ezra con curiosidad.
—Tenemos alguna que otra baja grave, pero esos cabrones se han ido bien malheridos. Seguro que se les quitan las ganas de asaltar caminos por unas semanas.
Aquellos hombres rieron, pero Milo y sus dos compañeros lo hicieron de forma diferente, aquella noticia no les había complacido.
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