✣ 8 ✣
Dos días después sir Grey y su esposa llevaron a Ciel con ellos a Londres.
Ciel habría preferido no ir y escapar a la compañía de ellos, pero no le dieron la menor oportunidad y lo metieron al carruaje como si fuera un bulto.
No le dieron explicación sobre tan repentino viaje, pero a jugar por lo que hablaban mientras el carruaje traqueteaba por la impracticable carreta, Ciel fue comprendiendo gradualmente que el motivo obedecía a una invitación de última hora hecha por el duque de Stuker para su baile de aquella noche.
El duque, primo del rey, era famoso por estos bailes.
Tales invitaciones eran muy apreciadas por quienes las recibían y celosamente codiciadas por quienes no tenían esa suerte.
Lady Phantomhive, que hasta entonces se encontraba entre estos últimos, estaba exultante de gozo.
Ciel no podría por menos que preguntarse por qué la tardanza en llegar la invitación.
Era de suponer que los convites del duque se hubieran enviado con semanas de antelación.
¿ Por que acababa de llegar esta, y por qué lo habían incluido a el ?.
Miro por la ventanilla del carruaje.
Empezaba a caer una llovizna ligera, poco más que una niebla. Ni la perspectiva de ver Londres, con lo que había soñado desee hacia tiempo, consiguió elevar su espíritu.
Su intención de ir a Londres se cifraba en encontrar a su primo Alois, pero estaba profundamente deprimido desde que supo que estaba en América.
Mientras el coche rodaba por el interior de Londres y sus ruedas rebotaban ruidosamente sobre los guijarros de su pavimento, Ciel se pegaba a la ventanilla para obtener una primera vista de la ciudad.
El hedor que se elevaba de las aguas sucias arrojadas a los arroyos asaltaba sus sentidos.
El carruaje se disputaba con otros vehículos y con grandes tropeles de gente de a pie pobremente vestida el espacio de las calles angostas por donde pasaban.
Las casas aparecían apiñadas unas contra otras, y proyectaban grandes letreros de sus paredes, arrojando sombras sobre la multitud callejera.
Lo peor de todo, peor aún que los malos olores, era el ruido.
Jamás había oído semejante barahúnda: el repiqueteo de carreras y carruajes sobre el empedrado del pavimento, las campanillas de los barrenderos y los gritos de numerosos vendedores ambulantes tratando de ensalzar sus propios artículos.
Quedó sobrecogido al ver que el coche, arrimándose excesivamente a los edificios, para abrir paso a un lado que venía en dirección opuesta, casi aplasta contra la pared a un viandante.
Las maldiciones lanzadas por aquel peatón, entre las que se un número pintoresco de ellas que Ciel no había oído jamás, seguían resonando en sus oídos cuando vio delante de ella a un hombre alto de cabello azabache, envuelto en una capa de lana negra, saliendo de uno de aquellos edificios en donde se veía en lo alto un gran rótulo que lo acreditaba como taberna.
El corazón de Ciel salto de su pecho.
¡ El americano !.
Apretó la vara contra el cristal, pero entonces vio que el rostro de aquel hombre no se parecía al del atrevido yanqui.
Le atenazó una decepción inexplicable, seguida rápidamente por una oleada indirecta de cólera interior.
¿ Por que no podía apartar de su mente a aquel ineducado, arrogante y necio americano ?.
« Eres un tonto », se dijo furioso a sí mismo. « No volverás a verlo. Ni deberías desearlo ».
A pesar de ello, aquel rostro seguía acosándolo.
Gradualmente, sin embargo, las calles por donde pasaban se se fueron ensanchando, los ruidos disminuyeron y los olores perdieron agresividad.
Ahora, los combados edificios hechos de madera en su mitad, con tiendas en las platas bajas, daban paso a impresionantes alineaciones de casas de estilo georgiano con fachadas unidad que tenían por objeto dar a entender al observador que eran grandes palacios en ves de viviendas individuales.
El carruaje de sir Grey se detuvo delante de una soberbia casa de piedra con ventanas de cornisas entre columnas embebidas, justamente en Berkeley Square.
Los plátanos silvestres que se alineaban en las aceras, despojados de su lujoso plumaje verde por el invierno, solo desplegaban sus más pequeños botones en sus miembros blancos moteados de gris.
La casa pertenecía al padre de Lady Phantomhive, que estaba en su mansión de campo de Derbyshire y, al parecer, había puesto su establecimiento de Londres a disposición de su hija.
Un criado condujo a Ciel hasta la planta superior, donde le asignaron una pequeña habitación que, para deleite de él, daba vista a la atractiva plaza con sus hermosos edificios y animación.
Enseguida se presentó una doncella a recoger su vestido azul de seda para plancharlo.
Un poco más tarde, otras dos doncellas trajeron una bañera y agua caliente para que tomara un baño.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro