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Pero no dieron señales de vida los piratas.
A la mañana siguiente, Ciel vagó inquieto de una habitación a otra incapaz de relajarse.
Los jergones eran un mido recuerdo del peligro que pendía sobre Willowmere.
Se presentó un mensajero convocando a Sebastián a una reunión urgente de todos los plantadores de la vecindad en casa de los Midford para discutir la estrategia conjunta de defensa.
— ¿ Es preciso que vayas ? — le preguntó Ciel.
Lo veía muy cansado.
Durante la vigilia nocturna solo había podido dormir a retazos un par de horas en total .
La herida del brazo le estaba incomodando.
Sebastián cogió su mano.
— Querido, ¿ Te sientes asustado de que te deje y me vaya ?.
El doncel sacudió la cabeza y se puso a buscar las palabras que expresaran mejor su cariño y su desesperada necesidad de él.
Cada día que pasaba, Sebastián y él parecían estar más próximos el uno del otro; su amor los entrelazaba tan poderosamente que la vida sin Sebastián al doncel ahora le parecía impensable.
— Asustado no, solo. Cuando tu no estas aquí es como si esta casa estuviera desierta. Y también mi corazón — Ciel dio una palmadita sobre la manos de su esposo —. Por favor, si has de irte, déjame que te acompañe hasta los limites de Willowmere.
Su suplica obligo a Sebastián a fruncir el entrecejo.
— Tan desagradable te resulta mi compañía — bromeó el doncel.
— Tu compañía me agrada una enormidad, mi amor, pero es peligroso. Todavía tenemos que enfrentarnos con el duque y con su misterioso agente.
— Oh, Sebastián, por favor — le rogó Ciel —. Puede acompañarnos Franshes Horn y cuidar de mi al regreso. Es tan duro quedarse aquí enjaulado... Te lo suplicó, déjame ir contigo.
De mala gana, Sebastián accedió a su ruego, y el doncel corrió escaleras arriba para ponerse la camisa y los pantalones de montar.
Mientras iba de camino seguidos a discreta distancia por Franshes Horn, Sebastián le dijo a su esposo que había enviado a Ronaldo Nokx para que averiguase cuanto pudiera sobre los piratas y sus actividades.
Cuanta más información reuniera acerca del inminente asalto, mejor.
Estaban todavía a una considerable distancia de los limites de Willowmere cuando Sebastián insistió en que él y Franshes le dejarán y volvieran a casa.
Reacio, tras un dilatado beso, Ciel volvió grupas a Grey Dancer y retorno a la mansión seguido de su guardia.
De repente se vio azuzado por un temor de inseguridad, por una extraña premonición de peligro.
Pensó el doncel de coraje que aquel sentimiento era estúpido, que la espera tensa de la noche anterior lo había puesto nervioso.
Él y Franshes Horn continuaron en silencio.
Era otro día mas de calor opresivo y el cielo gris amenazaba lluvia.
Al doblar una curva, Grey Dancer se volvió repentinamente espantadizo y tuvo que hacer grandes esfuerzos para dominarlo.
— No comprendo que pasa — dijo Ciel, volviéndose hacia Franshes Horn.
En el momento de pronunciar estas palabras vio que un hombre, balanceándose sobre una cuerda, se descolgaba de un alto olmo que quedaba tras ellos y de un golpe con los pies derribaba a Horn de su silla.
Al caer Horn al suelo, otro hombre salio de entre la espesura de unos alisos con un tubo de hierro en las manos y le golpeó en la cabeza.
Grey Dancer retrocedió violentamente y Ciel tuvo que hacer un segundo esfuerzo para mantenerse en su silla.
Rápidamente se puso a su lado otro caballo con su jinete.
Una mano sujeto las riendas de Grey Dancer y le obligo a detenerse.
Ciel se volvió a mirar a su benefactor, pero se encontró frente al cañón de una enorme pistola que le estaba apuntando.
Sus aterrados ojos se alzaron hacia la cara de aquél hombre y quedo pasmado de asombro.
Era Lord Joker Pembroke quien lo miraba burlón.
La expresión de la cara de aquel hombre, con sus labios delgados y crueles y sus fríos ojos, parecía incluso más siniestra de lo que era.
— Ahora verá lo que se siente cuando le encañonan a uno con un arma. Bájese del caballo.
Las ropas de Lord Joker aparecían singularmente arrugadas y sucias, como si no hubiera tenido la oportunidad de cambiárselas en bastante tiempo.
Tenia las botas dislustradas y salpicadas de barro y su cara Estaña ennegrecida por una barba sin rasurar.
— He dicho que se baje — repitió el hombre, gesticulando con el arma —. O no tendré más remordimiento en disparar contra usted que el que usted tuvo conmigo.
Lentamente, Ciel desmonto, tratando por todos los medios de mostrarse agresivo y de ocultar su temor.
La visión de los acompañantes de Pembroke no hizo más que aumentar su ansiedad.
El que había golpeado a Horn tenia el rostro desfigurado por unas cicatrices que daban testimonio de su vida agitada. Su nariz, plana y deforme, daba muestra de haber sido rota varias veces.
Uno de sus ojos, de color azul borroso, era ligeramente bizco, dándole un particular aire de traicionero. Su cabello gris y grasiento iba recogido hacía la nuca y atado en una coleta con un trozo de cordel sucio.
El hombre de la cuerda, después de derribar a Horn, descendió hasta el suelo y se coloco vigilando a lado de Ciel.
Era más alto y mas joven que su compinche, pero no más atractivo.
Tenia en el rostro varias cicatrices pequeñas, como si le hubieran herido repetidas veces con un arma.
Los dos hombres llevaban sombrero negro de ala ancha, pañuelos negros al cuello y trapajosos pantalones bombachos.
Cada uno llevaba una pistola y una daga en la faja que les servía de cinturón.
Ciel miro preocupado a Horn que yacía inmóvil sobre el suelo con el occipucio empapado de sangre.
Se inclino de rodillas junto a él para tomarle el pulso, pero Pembroke ordenó:
— ¡ Levantadlo !.
Entre los dos hombres lo agarraron de los abrazos, sin miramientos, y lo pusieron en pie.
Apestaban a pescado y suciedad.
— Grimes — ordeno Pembroke al mas joven, entregándole las riendas de Grey Dancer —. Coge los dos caballos y átalos detrás de los arbustos para que no puedan ser vistos desde la carretera.
Grimes obedeció, llevándose a los dos animales entre la espesura, bien apartados de la vista.
Ciel se quedo mirando a Pembroke y le preguntó:
— Me gustaría saber que hace usted por aquí.
— Esperando su regreso. Lo vimos pasar con su esposo y pensamos que no tardaría en volver. Nos ha dejado el tiempo justo para prepararle la bienvenida.
— No pensaba yo que después de nuestro último encuentro buscará usted mi compañía — se mofo el doncel.
— En otras circunstancias no lo hubiera hecho — los labios delgados del hombre se tensaron —. Pero no tengo más remedio que requerir de su presencia en mi viaje de vuelta a Inglaterra. No me atrevería a volver allí sin usted.
— Esta loco — exclamo Ciel, alarmado —. No volveré a Inglaterra con usted no con nadie.
— Se equivoca — dijo él —. No piense por un momento que me habría arriesgado tanto para llegar hasta usted si no fuera imperativo que me acompañase a través del océano.
El pánico empezaba a apoderarse de Ciel.
— ¿ De que esta usted hablando ? — pregunto.
— Al duque Trancy no se le puede desobedecer, y se ha empelado de que usted regrese.
De pronto se unieron las piezas del rompecabezas.
— ¿ Entonces es usted el agente del duque ? — dijo Ciel, atónito.
Pembroke hizo una reverencia burlona.
— Para servirle — se volvió hacia el mas viejo de los dos y le dijo —. Trae una cuerda para atarlo.
Mientras los dos hombres lo sujetaban, el doncel le espetó a Pembroke:
— Es usted un cretino si piensa que va a poder llevarme a Inglaterra. Ningún capitán de barco querrá verse involucrado en un caso de secuestro.
Los labios de Pembroke se arrugaron despectivamente.
— Al capitán del Black Wind no le importaran demasiado ésas razones. A decir verdad, tendrá micho gusto en recibirlo a bordo de su barco.
— El Black Wind — exclamo Ciel, dándose cuenta de lo desesperado de su situación. No pudo evitar que le temblara la voz cuando preguntó a los hombres que lo estaban atando de pies y manos —:. ¿ Ustedes son de la flota pirata británica ?.
El ojo bizco de Skinner lo miró funestamente.
A continuación rezongo en voz baja:
— Ya no hay flota. Ese diablo yanqui se ha encargado de ello. No queda más que el Black Wind.
— Y usted — le dijo el doncel a Pembroke —. Esta con los piratas — se acordó de lo que le había dicho Fitzhungh y Flynn acerca de Pembroke aquella noche en el baile de Devonham —. Esos eran los negocios que tenia usted en América. Su historia sobre que buscaba una plantación para comprarla eran un mero ardid.
— Cierto. Lo que me interesaba era el botín, no la compra — en los extremos de su delgada boca se dibujo una mueca sardónica —. Estos plantadores virginianos, al sacar sus más preciados tesoros para impresionarme, han prestado a mis planes más ayuda de la que ello se hubieran imaginado. Y los armadores que me presentaron gustaban de alardear sobre los ricos cargamentos que iban a bordo de sus navíos.
La mueca burlona de Su Señoría dio paso a la furia.
— Y cuando mis éxitos superaban mis propios cálculos, ese condenado americano ataco y destruyó dos de los tres barcos — se volvió hacia los dos marineros —. Skinner, lleva a este doncel al carro — se acercó a donde esta Franshes Horn, que empezaba a dar señales de vida al recuperar el conocimiento —. Grimes, Llévatelo junto a los caballos. Átale a un árbol y amordázale.
Skinner cogió en brazos a Ciel y se metió con él en el bosque a hasta un lugar donde tenían un viejo carro de granja.
Lo depósito sobre un lecho de paja que había puesto sobre el piso del vehículo y se metió en el bosque.
Al cabo de unos instantes volvió con un corpulento caballo de tiro, de pies planos, y lo enganchó al carro.
Grimes, ató a Horn al tronco de un árbol.
Loa ojos del joven guardián estaban abiertos ahora, pero tenían un aspecto vidrioso.
Miraba resueltamente a su alrededor tratando de comprender lo que estaba sucediendo.
Grimes le puso un sucio pañuelo en la boca y le amordazó para que no pudiera pedir socorro.
— Apresuraos — ordeno Pembroke a los dos marineros, mirando de reojo a Ciel, que estaba atado e indefenso dentro del carro —. No deberíamos tener al duque esperando más tiempo del que lleva, ¿ Verdad ?.
El doncel le miro desafiante y furioso.
— Amordazalo a él también — le dijo a Skinner, quien introdujo otro trozo de trapo mugriento en la boca de Ciel.
Luego lo obligó a echarse en el piso del carro y lo cubrió de heno.
Entonces oyó a Pembroke que decía a los marineros:
— Yo cabalgaré delante. Vosotros quitaros de las cinturas esas armas y escondedlas entre la paja. Quiero que crean que sois dos simples granjeros en un viaje inofensivo.
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