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✬ 62 ✬

Ciel estaba ocupada en las cuentas de la casa en un pequeño cuarto, situado cerca de la oficina de Sebastián, que en otros tiempos fue estudio de su madre.

Aunque no había nada que turbarse su concentración notaba que tenia dificultades con la columna de números que había ante él.
John, cuya habilidad como enfermero era muy solicitada, había sido requerido junto al lecho de un niño enfermo en las viviendas de los esclavos, y la gran mansión estaba en silencio.

Candado de tantos números, se levanto y salió al pasillo donde Franshes Horn que no se apartaba de él en estos días, montaba guardia en la puerta dormitando al calor de su silla de respaldo vertical.

Pobre hombre, pensó Ciel.

En el pasillo hacia un calor sofocante.
Lo dejo que durmiera y salio al pórtico, donde se dominaban los jardines de Willowmere, en busca de aire fresco.

Los jardines se deshacían en una sinfonía de colores estivales:

Los setos de mirtos rizados se coronaban de flores blancas y rosas.
Las espiras de las dedaleras columpiaban sus delicadas campanillas amarillentas, azules y lavanda.
El más insignificante amago de brisa hacia llegar hasta él la dulce fragancia de las gardenias y lo invitaba a aspirar profundamente su perfuma.

Que bello era todo esto, pensó. Igual que un paraíso encantado.

Pero su hechizo fue roto por el sonido lejano de alguien que pronunciaba su nombre.

Era un niño esclavo que venia corriendo, tan aprisa como le permitían sus cortas piernas, por el camino de los olmos.

Se apresuro a bajar los escalones y corrió hacia su encuentro.
Cuando llego junto al muchacho le reconoció como el hijo de un bracero de Willowmere.

Traía la cara salpicada de sudor y respiraba convulsivamente.

— Amo Dunlop dice que usted ir a la casa del bosque. Amo Michaelis herido y le llevan allí.

— ¡ Herido !, ¿ Que le ha pasado ?.

Sus palabras frenéticas no hicieron más que aumentar el miedo en los ojos del muchacho.
Sacudió la cabeza y dijo:

— Ah, no se. Ellos me mandan a decírselo.

Ciel, con la mente hecha un torbellino de miedo y confusión, corrió a las caballerizas donde estaba Tam a punto de desensillar un purasangre retozón color castaño que acababa de ejercitar.
Arrebató las riendas de la mano del sorprendido hombre y a pesar del engorro de su larga falda y enaguas montó sobre la silla.

— El señor Michaelis esta herido. Debo ir inmediatamente — decía el doncel mientras emprendía un galope y se alejaba —. Manda llamar al médico y a John y que vayan a la casa del bosque.

Mientras corría con el caballo hacia votos para que Sebastián no estuviera gravemente herido.
No podía soportar la idea de perderle ahora que acababa de empezar su mutua felicidad.

La casa estaba en silencio y aparentemente desierta, pero su afán por llegar junto a Sebastián le impedía reflexionar.
Saltó de la silla, subió corriendo los escalones, abrió violentamente la puerta y se precipitó en su interior.

La casa estaba extraña y siniestramente tranquila y el silencio solo era roto por el maullido rauco de un pájaro gato en la distancia.

Ciel se estremeció de súbito temor.
Algo iba terriblemente mal.
Su corazón parecía paralizase por un instante.
Puede que hubiera llegado demasiado tarde y Sebastián estuviera ya muerto.

Sollozando entró al dormitorio.

De repente fue cogido por detrás.
Le retorcieron los brazos cruelmente contra la espalda e inmovilizaron sus muñecas con una cuerda.

Se quedó boquiabierto al descubrí que era William T. Spears y por un breve instante sintió una especie de consuelo.
Seguramente T. Spears no era el agente del duque.
Pero luego vio que sus ojos tenían un brillo salvaje e inhumano y aumento su terror.

Comprendió que aquellos eran los ojos de un loco.

— ¿ Y Sebastián ? — grito el doncel con el corazón destrozado pensando en lo que aquel demente podía haber sido capaz de hacer a su esposo —. ¿ Que ha hecho con él ?.

— Nada. No le pasa nada — T. Spears apretó más la cuerda que rodeaban las muñecas de Ciel para que le cortasen la piel —. Pero te tengo a ti. He atrapado al brujo — lanzó una risotada desmesuradamente salvaje que heló la sangre de Ciel —. Y ahora voy a echar al demonio de tu cuerpo.

Hizo girar al doncel hacia él y se puso a contemplarlo triunfalmente con ojos demenciales.

— Tu echaste un embrujo contra Sebastián Michaelis y le hechizaste. Por eso abandono a mi hijo, a la que él quería tanto.

— Esta usted delirando — exclamó Ciel —. ¡ Sebastián no quiso nunca a Grell !.

— ¡ Si lo amaba !, Era su legítimo prometido.

— Nunca, excepto en su imaginación.

— Eso es mentira — gruño T. Spears —. El sería ahora su esposo si tú no se lo hubieras robado con tus artes maléficas.

— Yo no soy ningún brujo — grito Ciel.

Su miedo aumento al ver que T. Spears tenía arrollado bajo el bazo izquierdo un largo y horrible látigo.

Los ojos del varón centelleaban con amenazadora intensidad.

— Si lo eres. De lo contrario habrías muerto cuando corté la cincha. Pero el diablo te protegió.

Ciel se quedo boquiabierto.
De manera que su invisible y su presunto las asesino era T. Spears.

Y ahora lo tenia indefenso bajo su poder.
Nada podía impedir ahora que lo matase, a no ser que John se presentara en seguida.

Pero aún así poco podía hacer John frente a este hombre.

T. Spears echo mano al látigo que tenia bajo el brazo.

— Voy a expulsar de tu cuerpo al demonio, y cuando lo haya hecho morirás inmediatamente. Entonces mi Grell podrá recuperar a su legítimo esposo y sera el dueño de Willowmere como le correspondía.

— Le digo que se equivoca — grito Ciel —. Aunque yo muriese, Sebastián no se casara jamas con su hijo.

— Se casará — insistió T. Spears obstinadamente, sin dejar de mirarlo con sus ojos fantasmales.

— Ahora expulsaré de ti al demonio  — dijo, desenrollando el látigo.

Nunca había visto un látigo igual.

Tenia aproximadamente nueve pies de largo y una empuñadura tan recia como la muñeca de un varón.

Alzo el látigo y descargó el primer golpe.

El doncel oyó silbar el aire en dirección a sus caderas y la correa golpeo contra su falda.
Apretó los labios para no gritar de dolor.
Sintió agradecimiento a los pliegues de sus enaguas.

Espero que cayera el segundo latigazo, pero en vez de ello lo que hizo T. Spears fue sacar un cuchillo que llevaba envainado en la cintura.
Estaba convencido de que iba a hundírselo en el corazón, pero ni siquiera pestañeo.
Al menos de esta forma moriría piadosa y rápidamente.

Pero su corazón no era el objetivo de T. Spears.

La hoja rasgo las faldas y las separo dejando expuestos los muslos, piernas y vientre a la desmesurada furia del látigo.
T. Spears alzo de nuevo el látigo y el doncel se agitó desesperadamente, pero el látigo no volvió a caer.

Al levantar la mirada vio con horror que su cuerpo había provocado otra clase de frenesí en su perturbador aprehensor.

Iba a ser sometido a una tortura diferente.

T. Spears tiro el látigo a un lado y lo arrastró hasta la cama.
Se quitó los pantalones de montar y dejo cuidadosamente la funda que contenía su cuchillo junto a la cabezera.

Luego se intento acercar al doncel, pero Ciel flexionado las piernas hasta tocar con las rodillas en su pecho, apoyo las plantas de sus pies contra el tórax de T. Spears y le empujo con todas sus fuerzas.

T. Spears fue lanzado de espaldas contra el suelo.

Ciel se deslizo fuera de la cama e hizo sobrehumanos esfuerzos para liberar sus pies.

Aun con las manos atadas pudo conseguirlo y echó a correr hacia la puerta.

Pero na breve demora dio tiempo a T. Spears a recuperarse y alcanzarlo, obligándolo a volver a su lecho.
Puso una rodilla junto al doncel para asegurar su estabilidad y dijo con una mueca de triunfo:

-— Ahora vas a recibir tu merecido.

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