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Sebastián tuvo que permanecer en Washington un par de días más de la cuenta debido a una serie de reuniones.
Jefferson había convocado a sus consejeros más íntimos para discutir la cuestión de los piratas ingleses que continuaban cobrándose un fuerte tributo de los barcos mercantes americanos y de las plantaciones costeras.
También asistía el secretario de Estado Madison, ligero de estatura, con el rostro mascado por su reciente enfermedad.
También estaban Alberto Gallatin, de origen suizo, secretario del Tesoro; Henry Dearborn, secretario de la Guerra; así como un nutrido grupo de armadores de barcos y plantadores, incluyendo a Claude Faustus, cuñado de Sebastián, de los estados costeros meridionales.
Al escuchar las conversaciones que se desarrollaban sobre la larga mesa de caoba de la Casa del Presidente, Sebastián quedó informado enseguida sobre la situación.
El Black Wind y su otro barco compinche había sembrado el pánico en el corazón de los fletadores y residentes en la costa, desdé Georgia a la bahía de Chesapeake, con sus fulminantes incursiones.
Sus osadas y crueles brutalidades contra los residentes de las plantaciones que asaltaban habían sembrado la desolación.
Algunos asustados plantadores se quejaban duramente contra el gobierno por no protegerlos debidamente contra tal barbarie.
Estos ataques no podían llegar en peor momento, a los talones de las reñidas y amargas elecciones presidenciales que ya había debilitado los tenues lazos que unían al joven país.
Muchos americanos empezaban a preguntarse si su emancipación de Inglaterra había sido el curso mas acertado.
Los consignatarios y plantadores reunidos en torno a la mesa rezongaban que si continuarán bajo la protección de la Unipn Jack no tendían que temer asaltos de los piratas ingleses.
— Se sospecha que esos granujas están siendo ayudados por alguien de nuestra gente — dijo Lau, un delgado plantador y político del río James que había sido uno de los objetivos de los piratas —. Esos bribones parasen saber exactamente que navíos llevan un rico cargamento y que plantaciones poseen mejores riquezas, así como donde las esconden dentro de la casa. Su mejor arma ha sido la sorpresa — continuó mientras que los demás reunidos asentían en señal de acuerdo —. Atacaban en noches oscuras y nubosas, ataban a los hombres, los torturaban y los obligaban a presenciar como sus mujeres y donceles eran violados. La esposa de Page Owsley se ha vuelto loca como consecuencia de lo que le hicieron.
— No entiendo por que esos piratas se dedican también a asaltar plantaciones — dijo Claude Faustus con una sensual voz de mando que te hacia obedecerle sin preguntas —. Hay mucho más botín y menos riesgos asaltando barcos mercantes.
Sebastián escuchaba con atención a su cuñado.
Su cabello en un negro azabache había crecido un poco, en tornando más su rostro, dándole un aspecto más distinguido. Sus ojos de color dorado intenso eran graves y el paso de los años había grabado casi imperceptibles surcos en su delgado rostro, pero aún se conducía con la gracia joven y engreída que le había granjeado fama de líder entre los hombres y de conquistador entre las mujeres.
Claude seguía siendo tan exigente en el vestir como siempre.
Su chaqueta impecablemente cortada de paño dorado que hacía juego con sus ojos, su chaleco de seda color crema acordonado y sus pantalones de montar sagrados de seda negra sujetos por las rodillas con cuatro botones ponían de manifiesto que a pesar de ser un cuarentón su cuerpo seguía siendo tan acicalado como veinticinco años atrás.
Lau se pico ante la declaración de Claude.
— Permíteme decirte, Claude — estalló enojado —. Que no es poco lo que los piratas se han llevado de nuestras plantaciones; grandes cantidades de dinero, joyas costosas, plata y otros muchos valiosos objetos de arte.
— Sin embargo eso no es nada comparado con el provecho que sacarían con un navío repleto de carga — dijo Claude Faustus con calma —. En este juego de los piratas creó que hay algo mas que el botín.
— Eso parece ser cierto — combino Jefferson —. Puede que a eso se refiriese el aviso de Tomphson, Sebastián. Hemos recibido una información fidedigna de que los piratas están siendo patrocinados por algunos miembros poderosos de la nobleza inglesa. Siendo así, el sembrar discordia e inquietudes entre nosotros constituye para los piratas un objetivo tan importante como las ganancias económicas que de ello reciban.
— Resulta curioso — dijo Gallant, con su fuerte acento francés que aún no había perdido —. Que ningún mercante con bandera de otro país excepto la nuestra haya sido apresado. Se han acercado a ellos, pero cuando les han mostrado los colores de su nación les dejaron marchar sin molestarlos.
— Si lo que persiguen los piratas es mostrar disensiones e inquietudes entre nosotros — observó el larguirucho georgiano Ludlow Massey —. Lo han conseguido y, además, han puesto en ridículo a nuestra flota. Si no barremos a esos piratas mucha gente abandonará la idea de forjar unos Estados Unidos, al creer que su gobierno les ha abandonado.
Las ásperas palabras de Massey arrancaron fuertes voces de apoyo de varios hombres de los que habían concentrados alrededor de la mesa.
— Caballeros — dijo Agni levantando su voz sobre la rahúnda —. Yo tengo un plan que creo que va a poner fin a la amenaza de los piratas. Espero que sea apoyado por todos.
Cuando acabo de exponerlo, todos excepto Claude lo aprobaron entusiásticamente.
Pero Claude era la pieza clave del plan, y Sebastián rápidamente comprendió que la principal razón de haber sido llamado a a aquella reunión era para que convenciese a su recalcitrante cuñado a fin de continuar adelante con la propuesta.
Cuando se detuvieron para comer, Sebastián se llevo a su cuñado y paso varias horas a solas con él.
Cuando Claude, de mala gana, aceptó, le preguntó a Jefferson si podían hablar aparte en privado antes de reanudar las sesiones.
— No veo la forma de estar listo para actuar antes de dos meses — protestó.
— No disponemos de dos meses, Claude — dijo Agni —. A lo sumo contamos con dos semanas.
— Imposible — replicó Claude.
— Tu has echo siempre cosas imposibles — dijo tranquilamente Jefferson.
Estaba planeando que Sebastián, para su consternación, ayudara a Claude a hacer los preparativos iníciales para la misión.
Sus temores sobre la seguridad de Ciel hacían muy difícil que se pudiera concentrar en ninguna otra cosa.
Su cuñado se percató de esto y le incordiaba.
— Sebastián, al cabo de mucho tiempo has conocido el amor. Dicen que es como el sarampión. Cuando más tarde se pesca, más grave resulta.
Finalmente, a Sebastián se le permitió marchar.
En sus ansías por estar lo antes posible junto a su esposo, agoto media docena de caballos por la carretera hasta llegar a Connor Hall.
— Maldita sea — exclamó para sus adentros.
Él, que pensaba haberse llevado a Ciel rápidamente a Willowmere, se vería obligado a pasar allí un par de horas hablando cortésmente con sus vecinos mientras ardía en deseos de estar a solas con el.
De momento tendría que contentarse con ponerle la mano sobre la cintura, como expresión más íntima posible.
Desmontó y hecho a andar hacía el grueso de los invitados, escudriñando ávidamente entre la multitud en busca de su esposo.
Pero al no verlo por ninguna parte su corazón se llenó de aprensión.
A pesar del caluroso día, noto un fuerte frío interior.
Al descubrir a Margaret corrió junto a ella, disimulando la preocupación que había en su rostro.
— ¿ Y Ciel ? — preguntó Sebastián —. ¿ Acaso le ha sucedido algo ?.
— Claro que no — le tranquilizo Margaret —. Hace un momento lo vi salir por el pórtico de atrás. Quizás este allí todavía.
Mientras se dirigía hacia la parte posterior de la casa, Sebastián se disculpó por su atuendo informal.
Las prisas y el calor de la carretera le obligaron a prescindir de la chaqueta y el chaleco, e iba vestido con una camisa blanca, desabrochada por el cuello, y sus pantalones amarillos de cuero.
Sus botas de montar, habitualmente impecables, traían una recia capa de polvo encima.
— Había olvidado totalmente que era el día de vuestra barbacoa y mi impaciencia por ver a Ciel me obligó a venir directamente aquí sin ir a cambiarme.
— Lo comprendo, Sebastián. Por favor, deja de atormentarte por la ropa. Ciel ha estado terriblemente preocupado al ver que no regresabas en la fecha prevista...
Margaret se quedó muda de pronto, cuando tuvieron a la vista el pórtico posterior.
Pembroke estaba con Ciel sentado en el columpio, sujetando las manos de él con firmeza.
Ante la contemplación de Margaret y Sebastián, Su Señoría tomaba a Ciel entre sus brazos y lo besaba.
Sebastián se quedó gélido y su rostro se retorcía en una mezcla de incredulidad, ira y dolor.
Sintió como si su corazón hubiera sido de repente partido en mil pedazos.
¿ Había estado Ciel jugando con él cuando partió para Washington, poniéndole en ridículo ?.
Vio como Pembroke soltaba a su esposo y se levantaba.
Aunque no podía captar la expresión de su rostro, debido a la distancia, Ciel parecía estar celebrando una animada conversación con el inglés.
Al menos no vio que hiciera ningún movimiento d desagrado.
Pero también vio que no era el único que estaba observando a su infiel esposo.
Se preguntó cuántos invitados de los que poblaban el césped serian testigos de aquel beso.
Ciel no había tenido siquiera la decencia de ser discreto, sino que hacía ostentación de su infidelidad.
Sebastián giró sobre sus talones y echó a andar majestuosamente por el césped en dirección a las mesas.
Al paso de un camarero pescó de su bandeja un vaso de refresco de menta apuró su abundante contenido como si fuera agua.
Cuando Margaret se le acercó ya había cogido un segundo vaso y empezaba a bebérserlo.
Ella le cogió del brazo y dijo con semblante preocupado:
— No lo comprendo, Sebastián. Lo que acabamos de ver estoy segura de que debe tener alguna explicación.
— Está bien claro que Pembroke no ha perdido el tiempo durante mi ausencia — los ojos de Sebastián brillaban peligrosamente.
Hanna apareció a su lado, y Sebastián la saludó con tal afecto que, cuando se hubo recuperado de su sorpresa, resplandeció de gozo.
Inmediatamente logró llevárselo hacía un gigantescos olmo apartado, lejos de la multitud.
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