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✪ 52 ✪

Sebastián se levantó temprano a la mañana siguiente.

Al acercarse a ver a Ciel noto que estaba profundamente dormido.
Le tocó la frente y descubrió con satisfacción que parecía mucho más templado.

Se dirigió a las caballerizas para ver cómo se hallaba una nueva cría venida al mundo esa misma noche y cuando estaba examinando a la hermosa potranca blanca y negra se presentó un mensajero.

La espuma que cubría el caballo testimoniaba la velocidad que había traído el jinete y la urgencia del mensaje que portaba.

Era del presidente Jefferson.

Sebastián rasgo el sobre y se puso a leer la carta escrita de puño y letra de Agni.

Le pedía que acudiera a Washington inmediatamente para reunirse con Jefferson y otros muchos líderes políticos a fin de tratar de un asunto de la más urgente importancia, del que se le informaría cuando llegara.

Agni no le había enviado tan apremiante llamamiento si la situación no fuera de la máxima gravedad, pese a que la llamada llegaba en un mal momento.
No sé atrevía a dejar a Ciel solo en Willowmere mientras andaba al acecho su anónimo enemigo, ni tampoco podría llevárselo con él en un viaje arduo y precipitado a Washington, según estaba de enfermo.

Reflexionando en torno a su dilema decidió finalmente que la única solución posible era preguntar a los Connor si Ciel, podía quedarse con ellos mientras él estuviese fuera.
Se fiaba plenamente de ese matrimonio y sabía que Ciel le gustaba Margaret.

Rápidamente pidió su caballo y le dijo a Tom que enviará un esclavo en busca de Plúto Dunlop.
Cuando Sebastián volviera de Connor Hall se reuniría con él y hablarían del asunto.

Al llegar a Connor Hall, Sebastián se encontró a Margaret y a Westlern acabado de desayunar.

Su comedor de color azul siempre le había parecido a Sebastián un sitio cómodo y alegre, pero ahora no parecía consciente de cuánto lo rodeaba.
Declinó el ofrecimiento de desayunar con ellos y solo acepto una taza de café.

Mientras Margaret se lo servía, les puso al corriente de todo: la urgente llamada de Washington, la amenaza que pesaba sobre Ciel por parte de Trancy, el atentado contra su vida, y su miedo a dejarlo solo sin protección en Willowmere.

— ¿ Quién puede querer matarlo, y por qué ? — exclamó Westlern —. ¡ Jamás he oído una cosa tan chocante !.

— Pues claro que se quedará con nosotros — dijo Margaret —. Iremos con el carruaje inmediatamente por él. Y no tienes por qué preocuparte, Sebastián. No lo perderé de vista — la amable cara de Margaret reflejaba simpatía —. El pobre Ciel debe de estar asustado.

Sebastián la miró por encima del borde de su taza y dijo:

— El no lo sabe.

— ¿ Quién no lo sabe ? — Margaret parecía intrigada.

— No quiero que se enteré. Ello no haría más que aterrorizarlo.

— Pero, Sebastián, es mucho más cruel y peligroso mantenérselo en secreto — protesto Margaret —. ¿ Cómo va a estar en guardia, si no ?. Sebastián, debes decírselo.

Sebastián, no tuvo más remedio que admitir el prudente argumento de Margaret.

Mientras regresaba a Willowmere considero que es mejor informarle de la horrible verdad.
Pero tenía miedo de hacerlo.

Por si no le bastaba a Ciel, con la amenaza del largo brazo del duque, ahora tenía que sumarse este nuevo peligro.

Cuando están a un cuarto de milla de su casa se le unió Dunlop.
Sebastián contó a su capataz lo de su llamada desde Washington.

— Yo marcharé dentro de una hora. Hágase cargo de todo. Se que tenemos muchas cosas de que hablar, pero me temo de que habremos de posponerlo una vez más. Primero tuvimos que cancelar nuestra cena de anteanoche del... Accidente de mi esposo, y ahora esto.

— Señor, los dos sabemos que la caída de su esposo fue intencional — la voz de Dunlop era grave —. Recuerde que fui yo quien descubrió la cincha cortada, y yo sé cuándo un corte se hace con navaja.

Mientras cabalgaban por el camino flanqueado de olmos que conducía a Willowmere, Sebastián guardo silencio y Dunlop seguía el mismo mutismo.
Pero finalmente, cuando se aproximaban a los establos, el capataz dijo de pronto:

— ¿ Tiene idea de quién puede haber intentado asesinar a él señor Michaelis ?.

— No, ojalá lo supiera — respondió Sebastián —. ¿ Y usted ?.

Dunlop enrojeció ligeramente bajo su sombrero de ala ancha de paja y miró nervioso a su silla.

— ¡ Dunlop, por lo que más quiera, dígamelo !.

El capataz dijo con dificultad:

— La señorita Annafellows.

— ¡ Hanna ! — exclamó incrédulo Sebastián.

Pero cuando lo pensó mejor vio que no era una idea tan descabellada.

Hanna tenía un temperamento fuerte y estaba amargada por su desahucio de la vida de Sebastián.
A pesar de todo no creía que Hanna poder ser una asesina.

— ¿ Que pruebas tienes para sostener esa sospecha ?.

— Ninguna — el capataz deseaba que Sebastián no hubiera iniciado está conversación embarazosa —. Es solo...

Se quedó cortado incapaz de continuar.

— Solo, ¿ Que ? — le urgió Sebastián.

La blanca tez del capataz se puso más encarnada.

— No pude por menos que preguntarme qué sucedió entre ustedes tres la noche que el señor Michaelis le siguió a usted hasta la Casa de la Luna de Miel. Era la misma hora en que usted se reunió allí con la señorita Hanna.

Sebastián giró sobre su montura y se quedó mirando al capataz como si hubiera perdido el juicio.

— ¿ Que me siguió allí ?, ¿ Que está diciendo ?.

— Lo vi cabalgar siguiéndolo a usted.

Aunque el día era caluroso, Sebastián se quedó súbitamente frío solo de pensar en lo que Ciel pido haber visto allí.

Recordó a Hanna desnuda en el dormitorio delante de él, tratando de incitarle a hacer el amor.

Sí Ciel habría presenciado eso no cabría otra interpretación que la que el doncel le había dado.

¡ Claro que Ciel había cambiado su actitud hacia él aquella noche !.

Pero si Ciel hubiera hablado, ¿ Habría tenido él palabras para convencerlo ?.

De haber presenciado él una escena así, ¿ Habría creído la verdad ?.

Casi seguro que no.

Cuando llegaron a las caballerizas, Sebastián desmonto y, por primera vez que recordara Tom, se fue sin decir palabra, con la cara baja.
Parecía un hombre que acabará de ver con sus propios ojos la destrucción de su amor.

Se fue directo a su habitación y sacó una caja charolada de negro, conteniendo una diminuta pistola, tan pequeña que parecía de juguete.
La pistola había sido de su madre y se la quedó como recuerdo cuando murió.

Se la guardo en el bolsillo de su chaqueta de paño verde, cogió la caja y se fue al cuarto de Ciel.
Se lo encontró en una bata amarilla que mostraba a la perfección la suaves curvas de su cuerpo.

Estaba junto a la ventana mirando hacia afuera con indiferencia.
Al mirarle tenía los ojos inflamados.

— ¿ Que tal te encuentras ? — dijo él.

— Mucho mejor.

Sebastián sonrió aliviado y se echó mano al bolsillo en busca del arma.
Al sacarla vio con asombro que Ciel se apartaba de él lleno de espanto.

— Ciel, por dios, ¿ Que te pasa ?.

En vez de responder, el doncel se quedó mirándola fijamente con los ojos desmesuradamente abiertos por el terror.

Perplejo ante tan raro comportamiento, cogió el arma por el cañón y le mostró la empuñadura de nácar.

— Era de mi madre — dijo un tanto serio —. ¿ Sabes manejarla ?.

Ciel le miró con una expresión rara.
Luego cogió el arma, la examinó y asintió con la cabeza.

— Si — respondió sin ninguna inflexión en la voz —. Mi padre tenía una igual. ¿ Por que me la das ?.

— Debo partir para Washington inmediatamente — le refirió lo de la convocatoria de Jefferson y los preparativos que había para que se quedase en casa de los Connor mientras estaba fuera —. Quiero que me primeras, Ciel, que la llevaras siempre contigo y dormirás con ella a lado de tu cama. Y quiero que me prometas también que mientras esté yo fuera de aquí no irás a ninguna parte sin la compañía de Margaret o de Westlern.

— ¿ Por que ?, ¿ A causa de Trancy ?.

— En parte.

Al cogerle la mano el doncel, trataba de resistirse pero Sebastián lo retuvo tiernamente.

Intentando suavizar el golpe lo más posible le dijo:

— No te lo he dicho antes por qué no quería asustarte, pero alguien quiere matarte.

Para asombro de Sebastián, la cara de su esposo cambio de expresión y sus ojos brillaron de alivio.

— Querido — protesto él —. No puedo comprende tu reacción de felicidad cuando te doy la noticia de que alguien quiere asesinarte.

— Yo ya sabía todo esto, pero creía que.... — se cortó en seco.

Pero el significado de su incompleta declaración no se perdió para Sebastián.

— Dios mío, conque pensaste que... ¿ Que clase de vestía crees que soy ?.

Eran tan fuertes el dolor y el reproche que había en sus palabras que Ciel le tocó la mejilla como para desagraviarle.

— ¿ Que otra cosa iba a creer ?. Vi la cincha.... Y estaba cortada. Y tú, en cambio, bromeando con mi caída, acusándome de ser un mal jinete.

— ¿ Por eso tuviste de pronto tanto miedo de mi ?.

El doncel asintió.

— Buscando ahorrarte sufrimientos, lo único que hice fue aumentarlos — Sebastián se quedó estudiando los tornados ojos de Ciel, y luego estalló —: ¿ Pero por que diablos pensabas que quería matarte ?.

Las muestras de dolor que había en los ojos del doncel atormentaban el corazón de su esposo.
Él dijo renqueando:

— Supongo que porque era la forma más fácil de desembarazarte de mí. Yo ya había terminado mi papel evitando que tuvieras que casarte con Grell, y tú preferías claramente a tu amante en vez de a mi.

— Entonces Dunlop tenía razón. Me seguiste.

Un rubor de enojo se extendió por el rostro de Ciel, confirmando los temores de Sebastián.

— Ciel, te juro que no ocurrió lo que tú pensaste. Te juro que aquella noche no hice el amor con Hanna.

— ¿ Y que me dices de las otras noches ?.

— ¿ Que otras noches ?.

— Todas, desde que llegamos, menos las dos últimas.

Sebastián le tomo las manos entre las suyas.
Este doncel al que amaba tanto, al que con tantos esfuerzos había logrado eludir por miedo a tocarlo, había pensado que él le estaba traicionando con su amante todas aquellas noches que pasaba fuera de Willowmere.

— Ciel, yo no he pasado esas noches con Hanna.

Ciel trato de retirar las manos, pero Sebastián se negó a soltarlas.

— ¿ Donde estuviste entonces ? — pregunto el doncel con la voz ahogada por la angustia.

— Solo, en la Casa de la Luna de Miel.

— Si Hanna no estaba contigo, ¿ Por que están sus ropas en el armario ?.

— Eran de mi madre.

— Pero unas a cenar allí con ella anteanoche.

— No, re equivocas. Estaba citado allí con Dunlop — Sebastián le soltó las manos —. Regularmente ha cenado conmigo para hablar de los negocios, pero después del baño de vino del otro día durante el almuerzo he preferido hacerlo lejos de Willowmere.

— ¿ Pero por que ibas todas las noches a esa casa si Hanna no estaba allí ? — pregunto Ciel extrañando.

Era una pregunta que Sebastián no podía responder sin traicionar el profundo amor y la necesidad que tenía de él, así como el tormento que le había causado.

Se quedó dudando y luego dijo lentamente:

— Después de los insultos que proferiste contra mí la mañana de nuestro casamiento, jure que no te tocaría más mientras no me lo suplicaras. Sí alguna vez hacía el amor contigo, sería a requirimiento tuyo. Pero era un juramento que me parecía imposible de cumplir teniéndote con una sola puerta por en medio. Decidí apartarme de la tentación, de la tortura de tenerte tan cerca atormentado por el continuo perfume de tu esencia y el sonido de sus movimientos en una habitación contigua a la mía — su acento se volvió amargo —. Ya vez, amor mío, después de todo, tu fuiste el ganador en nuestro juego de amor.

De repente, Ciel se puso frente a él y le rodeó con sus brazos, sus manos acariciadoras y sus labios buscando ávidamente los de él.

Sebastián correspondió el abrazo, y lo apretó con tanta fuerza como si no fuera a soltarlo jamás.

El beso fue interrumpido por la voz átona de John anunciando la llegada de los Connor, para llevarse a Ciel. Sebastián lo siguió sosteniendo, incapaz de ver el momento de soltarlo.
Su abrumador deseo hacía Ciel luchaba con si deber.

Finalmente, con la mayor desgana del mundo, soltó a sí esposo, pero él seguía abrazándole resueltamente.

— Por favor, Sebastián, quédate — rogó.

— Ojalá pudiera. Pero no debo ignorar la urgente llamada de Agni.

El doncel asintió dolorosamente y aflojó sus brazos.

— Prométeme entonces que regresaras en cuanto puedas.

— Prometido — dijo Sebastián, rezando interiormente para que Ciel estuviera esperándole cuando volviera.

Mientras él estuviera fuera, nadie debería acercarse a Ciel: ni su desconocido acechador, ni la invisible mano de Trancy.

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