Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

✡ 48 ✡

Ciel permaneció en la cama hasta el mediodía siguiente.

Su cabeza estaba como trastornada.
Sebastián había vuelto a Willowmere una hora después del amanecer y, para consuelo de Ciel, no había reclamado su presencia en la mesa del desayuno.

A pesar de su determinación, Sebastián había entendido en él los fuegos del deseo hasta tal punto que casi le había sido imposible contenerse.
Hubiera bastado otro segundo para abrazarle con todas sus fuerzas y entregarse a él.

Se odiaba a sí mismo por su debilidad, por desear tanto entregarse a un hombre al que le importaba más su amante que su esposo.

Sin embargo, lo desconcertaba mucho el sello de dolor que había visto en sus ojos.

¿ Sería posible que no se diera cuenta de lo mucho que lo había herido a ella yéndose con Hanna ?.

Tal vez hubiera sido mejor manifestarle su pena y rabia, en lugar de refugiarse en aquel mutismo.
Pero el orgullo no se lo permitía.

No habría podido tolerar la mueca de satisfacción que seguramente se hubiera plasmado en el rostro de su marido.

Él ahora había decidido dejarlo solo.
Le dolía su corazón de doncel.

¿ Podía haber peor castigo que vivir bajo su mismo techo, odiado y desanimado, mientras Sebastián se entretenía con otra mujer ?.

¿ Iría la propia Hanna a pavonearse esta noche al baile de los Midford ?.

Los labios de Ciel se endurecieron.
No importaba, él también iría al baile y eclipsaria a la amante de su marido.

Hinchado de este propósito, llamo a Mei-Rin para que le ayudará a vestirse.
Para lograrlo, se valdría de todos los ardides que había leído u oído.

No salió del cuarto hasta que fuera hora de que él y Sebastián se dirigieran a casa de los Midford.
Cuando se asomó vio que Sebastián le estaba esperando al pie de la escalera.

Su cabello se lo había peinado hacía arriba en una intrincada corona de rizos negros, que le daban un aire regio.

El color lila de su vestido ensalzaba la delicada translucidez de su piel y elevaba el tono de sus ojos azules tras el velo de sus pestañas negras.

Creyó descubrir un vislumbre de precio en la cara de Sebastián.

Al encontrarse, Ciel eludió su mirada y su mano temblaba cuando él la tomo.

Sebastián no dijo ni una sola palabra, si no que se limitó a hacerle una escueta reverencia y lo condujo hacia él pórtico.

A la salida les estaba esperando su noche, recubierto de paneles de nogal con engarces de plata que resplandecían con un brillo cegador.

Cuando estaba a punto de subir al carruaje, el joven Ronaldo vino galopando en un yegua moteada y se detuvo a su lado.

— Señor — grito, pero enseguida bajo la voz —. Vengo a prevenirle de que mi tío ha dejado correr por ahí unas feas historias acerca de usted y su esposo.

El delgaducho joven bajo de su montura y se colocó nervioso delante de Sebastián cambiando en peso de su cuerpo de un pie a otro.

Ronaldo había crecido tan rápidamente que su estatura había desbordado la capacidad de su cuerpo para nivelarse.
Sus brazos y piernas eran todo piel.

— ¿ Que historias son esas ? — pregunto Sebastián.

Ronaldo hurgó nervioso en el suelo con el dedo gordo del pie.

— Que usted no se casó en Inglaterra. Que se lo ha inventado para librarse del compromiso de boda con Grell.

— Si me lo he inventado, ¿ Como explica tu tío que tengo yo aquí a mi esposo ?.

El pobre Ronaldo se puso rojo de vergüenza y se miró a los pies, eludiendo la mirada de ansiedad de Ciel.

— El dice que su esposo no es su esposo. Dice que es.... Una... Una ramera que contrató para que hiciera ese papel. Que es un tramposo e incapaz de cumplir su palabra.

Ciel ahogó un grito, y Ronaldo se retorcía nervioso bajo la mirada fija de Sebastián, con palabras exquisitas, maldijo el parentesco de William T. Spears y la hora de su nacimiento.

— Le mataré por esa infame mentira contra mí esposo. ¿ De dónde a sacado William esa idea tan ridícula ?.

— Me temo que es culpa de Martín Davis. Dijo que creyó haberle visto salir a usted de... De cierta cada de Washington con el señor Michaelis.

Sebastián dio un fuerte puñetazo contra una de las columnas dóricas del pórtico.

— Si William cree firmemente que puede propagar tales infundios sin que yo lo desafíe a un duelo, o es un estúpido o es más valiente de lo que yo pensaba.

— Ni una cosa ni otra — respondió Ronaldo —. Mi tío y Grell han convenido al joven Tasao Bernard, que nunca se distinguió por su cerebro, para que redima su honor desafiándole a usted. Ese Tasao es un exaltado y está deseando hacerlo. Lleva meses enamorado de Grell. Mi tío cuenta con que lo hará.

— Tasao es un hombre fuerte sin un ápice de inteligencia — dijo Sebastián con desdén.

— Si, pero también es un buen tirador y un poco chiflado. Dicen que disparó un segundo antes de tiempo en aquel duelo que ganó — Ronaldo dio la vuelta a su yegua para marcharse —. Por favor, señor, tenga cuidado — y volviendo la cabeza le dijo a Sebastián —. Tasao estará en el baile.

Los cuatro caballos tordos enganchados al coche de Sebastián piafaban impacientes mientras el ayudaba a Ciel a subir al carruaje.

El doncel se acomodó sobre los almohadones de terciopelo con la misma ansiedad del que es llevado hacía la guillotina y crispó sus manos sobre el regazo para evitar que temblaran, mientras Sebastián subía tras el.

La desdichada escena de la noche anterior había bastado de suyo para enervarlo, pero ahora tenía que acudir a un baile repleto de personas hostiles que lo consideraban un prostituto impostor.

Echo una mirada de soslayo a su marido sentado al lado e él.
Su casaca lila de terciopelo hacia juego con la tonalidad de su propio vestido.
Su cuello, ribetes y faldón iban ricamente bordados con flores de plata y debajo vestía un chaleco de seda color lila con bordados de plata en la misma disposición floral que la casaca.
De sus chorreras en cuello y puños pendían encajes tan blancos como la nieve.

Que elegante y atractivo se estaba, pensaba Ciel, a pesar de la terrible seriedad de su varonil rostro.
Sino fuera por su abominable conducta, hasta podría sentir afecto por este hombre.

Rodaron en silencio y Ciel era dolorosamente consiente del contacto casual — aunque él estaba seguro que deliberado — del fuerte y musculoso muslo de él contra el suyo, según iba puestos en sus asientos.

El mero roce de su marido hacía estremecer su corazón y su estómago.
Ansiaba que él le tomara su mano entre las suyas, que le prestará fuerzas para la prueba que se les avecinaba.
Lo que más deseaba era decirle que tuviera cuidado.

Pero Sebastián iba silencioso y él, recordando la escena de la noche anterior, no podía iniciar la conversación.

Se sintió muy aliviado cuando, en la distancia, apareció la vista de Rosewood, la mansión de los Midford, y sus luces centelleaban igual que balizas en la cumbre de la colina donde estaba emplazada.

Sebastián miró por la ventanilla a la larga fila de carruajes que avanzaba lentamente por el paseo.

— Creo que será la reunión más numerosa que jamás tuvieron los Midford — comento.

— Me pregunto por qué — dijo el doncel.

— Por ti — los labios de Sebastián se retorcieron en una sardónica sonrisa —. Mis vecinos sienten mucha curiosidad por verte.

— No hay duda, si creen que soy una ramera.

El rostro de Sebastián se enfureció.

— No temas, amor mío. Antes de que termine la noche se habrá disculpado T. Spears por sus insultos y nadie podrá más en duda tu honorabilidad.

Pero estas palabras, lejos de tranquilizarlo, le recordaban las amenazas de Tasao Bernard.
Se agarró fuerte a la amplia mano de su marido y le rogó:

— Por favor, Sebastián, ten mucho cuidado. Te lo suplico. Ese Bernard parece muy peligroso.

Los ojos carmesíes de Sebastián escrutaron su cara intensamente.
Luego dijo con toda tranquilidad:

— No tienes más que pensar una cosa, Ciel. Sí yo muriese tu no solo te quedarías libre de mi, si no que te convertirías en una viudo muy rico.

El doncel se hecho a tras con horror.

— No irás a creer en serio que deseo tu muerte, ¿ Verdad ?.

Sebastián se encogió de hombros con aire despreocupado.

— Anoche, sin ir más lejos, dijiste que me odiabas — sus inexpresivos ojos parecían penetrar en el alma de Ciel —. ¿ Me odias, Ciel ?.

El doncel miró hacia otra parte, incapaz de resistir su mirada, y con voz balbuceante dijo:

— No.

Esperaba que Sebastián se recreará al oír está respuesta, pero lo único que hizo fue quedarse estudiándolo un momento.
Luego se echó mano al bolsillo y sacó un estuche alargado y estrecho.

Al abrirlo, el doncel pudo ver sobre el fondo de satén un collar formado por centenares de pequeños diamantes engarzados en eslabones circulares y una piedra magnífica de varias facetas en forma de lágrima situada en el centro.

Sin darle mucha importancia de lo puso al rededor del cuello diciendo:

— Era de mi madre. Casi me había olvidado de dártelo.

Quedó tan sorprendido y anonadado, Ciel, por el soberbio collar, que solo atinó a farfullar su agradecimiento en forma desarticulada.

— Creo, cariño, que este regalo merece unas gracias más efusivas.

Ruborizado, el doncel se acercó a él y le besó en la mejilla.

— Con un beso así no hay para pagar ni un collar de bisutería — se lamentó Sebastián, cogiéndolo entre sus brazos y besándolo en los labios.

El doncel quedó tan conmovido por aquel beso que necesito respirar hondamente para recuperarse.
Entonces se acordó de su problema y susurró poseído por el pánico:

— Me resisto a entrar en esa casa, sabiendo lo que están pensando todos de mi.

La mano de Sebastián se estrecho consoladora sobre las de él.

— Enseguida verán que no es cierto. A pesar de tu mala opinión de las gentes de América, los Virginianos saben reconocer la diferencia entre un elegante doncel  y uno ramero. Enseguida sabrán apreciarte, créeme.

— Es una lastima que mi marido no haga lo mismo.

Sebastián arqueo una ceja.

— Si deseas que te aprecie más, debes darme más oportunidades para hacerlo.

— Y tu debes apartarte de tus trajines más absorbentes.

La sorpresa se reflejó en el rostro de Sebastián.

— ¿ Que diablos quieres decir con... ?.

Pero su frase quedó incompleta con su llegada ante la puerta.
Un esclavo de Midford les abrió la portezuela del coche.

Los Midford, una bella pareja de mediana edad, fueron el epítome de la graciosa hospitalidad al saludar a Ciel y Sebastián, y las aprensiones de Ciel se aligeraron ante el genuino calor de su bienvenida.

Pero cuando entraron en el amplio salón de baile todavía notaba que le temblaban nerviosamente las piernas.

El perfume de las señoras mezclábase con la fragancia de las urnas, jarrones y vasos de flores; lilas, peonías, narcisos trompones y manojos, en profusión, de media docena de otras variedades.

Se sintió un poco aturdido al mirar a su alrededor.
Había más gente de lo que él pensaba.

Los Michaelis no fueron los primeros en llegar y su presencia fue como un imán que atrajo la atención de todos los que abarrotaban la sala.

Ciel era dolorosamente consiente de las frías miradas que arrancaba a las señoras y donceles, y de las sonrisas tontas de algunos caballeros.

Sus mejillas enrojecieron de turbación y noto con agradecimiento el brazo protector de Sebastián en torno a su cintura, sujetándolo tranquilizador, actuando en todo su ser como un marido orgulloso y amante.

Extendió la vista sobre el aquel mar de rostros desconocidos, buscando un peinado liso y lila pero para su tranquilidad no vio a nadie que se pareciese a Hanna Annafellows.

No tardó mucho en caer en un torbellino de presentaciones que se fueron sucediendo con tanta celeridad que acabo por parecerle un borrón de caras indistinguibles.

Al principio era saludado, cortésmente pero con frialdad.
Luego, como Sebastián había predicho, sus nuevos vecinos comprendieron rápidamente que la historia de T. Spears, al menos en parte, era un infundio.

— Sebastián te has eclipsado al escoger semejante esposo — oyó que decía detrás de él una señora con voz suave y de aprobación.

Ciel se notó reconfortado por este cumplido.
Al volverse se encontró con una mujer de unos cuarenta años luciendo un vestido rosa satinado.

La recién llegada tenía una sonrisa tan amplia y generosa que no solo parecía salirle de los labios sino que abarcaba todo su rostro.

Ciel noto enseguida que le gustaba y confiaba en ella.

Sebastián la saludo afectuosamente.

— Está es Margaret Connor, una de nuestras vecinas — dijo Sebastián a Ciel —. Una buena amiga de mi hermana Sally y mía desde la niñez.

Margaret agarró las manos de Ciel.

— Espero que me visitarás.

— Me gustará mucho — repuso Ciel, encantado ante la idea de contar con una amiga cariñosa y jovial.

— ¿ Hace mucho que no sabes de tu hermana ? — pregunto Margaret a Sebastián.

— Si. Como sabes, Sally no de distinguió nunca por su afición a escribir cartas.

El plácido rostro de Sebastián se frunció de preocupación.

— Confío en que no tenga problemas con los piratas. Me preocupan mucho, sabiendo que su plantación la tienen cercas del mar.

Sebastián dijo con aire jocoso.

— Que sorpresa se llevarían los piratas si se les ocurriera meterse con Sally. Arreglados iban a salir de allí.

— No lo tomes a broma — le reprendió cariñosamente Margaret en el momento que se unía a ellos su esposo, un hombre rollizo con chaqueta de terciopelo color bruno.
Tenía una frente alta y sesgada, ojos redondos y una sonrisa tan amigable como la de su mujer —. Hasta Westlern a adquirido armas adicionales.

— Incluyendo un par de pistolas francesas de dos tiros que podrían interesarte, Sebastián — dijo Connor.

— Por supuesto — convino Sebastián —. Pásate por allí con ellas lo antes que puedas.

— Con mucho gusto — Howard miró rápidamente a su alrededor para asegurarse de que nadie oía —. ¿ Te han dicho lo de William T. Spears y lo que ha estado diciendo ?.

La sonrisa de Sebastián se convirtió en un sobrecejo.

— Si T. Spears es listo no aparecerá por aquí está noche.

— Pero William es un idiota — Margaret sacudió respectivamente la cabeza —. A buen seguro que se presenta aquí con los Beaumont. Les está visitando un rico inglés que desea comprar una plantación. T. Spears espera venderle Dana Grove para evitarse la humillación del juicio hipotecario.

— No vivirá lo suficiente para ver ese juicio si no de disculpa por las calumnias que ha vertido contra mí esposo — estalló Sebastián.

— William está desesperado... Y tal vez un poco loco a causa de ello — dijo Margaret te reflexivamente —. Yo tampoco deseo que venga esta noche, pero apostaría a que viene.

Y se presentó.

Era un hombre alto y elegante, con una tez lechosa, con una complexión parecida a la de Sebastián.

Iba acompañado de su hijo, un doncel un poco alto de delicada belleza pelirroja con ojos de serpiente y boca enfurruñada.

Su continente y la inclinación de su barbilla eran desafiantes, he iba metido en un vestido de satén rojo que combinaba con su cabello y acentuaba sus ojos de un color verde-dorado, que jamás había visto Ciel.

Con ellos iba un joven alto de semblante, sonrisa torcida y una extraña intensidad en sus ojos que alarmó a Ciel, coligiendo que debía ser Tasao Bernard.

En el hasta entonces bullicioso salón se hizo un completo silencio.

Como por arte de magia, se abrió un pasadizo libre de gente entre el grupo que había en la puerta y el sitio, a unos veinte pies de distancia, donde estaban los Michaelis con los Connor.

El tiempo pareció congelarse, pero no por largos instantes.

Entonces el tenso silencio fue roto por la exclamación sobresaltada de uno de los hombres que había enterado con los T. Spears en el salón:

— ¡ Señor Michaelis ! — el eco de estas dos palabras rebotó por todos los rincones de la silenciosa estancia, atrayendo la atención de todos hacía el que las pronunció.

— ¡ Lord Joker ! — boqueó Ciel lleno de sorpresa.

Cuando se hubo recuperado del esfuerzo, el caballero inglés hizo una reverencia y dijo con una sonrisa arrogante:

— No esperaba encontrármelo aquí.

Los ojos de T. Spears se salieron literalmente de sus órbitas y su voz brotaba inestable de su boca:

— Lord Joker, ¿ De veras como e a este doncel ?.

El inglés asintió.

— A él y a su esposo, aquí presente... El señor Michaelis. Vinimos en el mismo barco desde Inglaterra.

Al oír esto, Grell lanzó un gemido espantoso que atrajo sobre él las miradas de toda la reunión.
Al sentirse tan desgraciadamente observado, dio media vuelta y salió corriendo de la estancia, como si lo fueran persiguiendo todos los perros del infierno.
Al poco rato echo a correr tras el Tasao Bernard.

T. Spears, con la cara pálida, quiso marcharse también, y habría seguido el camino de su hijo si Sebastián no le hubiera detenido gritando:

— ¡ William T. Spears ! — su voz salía tan aguda como acertada —. Usted ha divulgado sucios embustes acerca de mi matrimonio. Me importa poco lo que diga de mí, pero cuando cuando calumnia a mi inocente esposo y pone en duda nuestra unión... Es que ha ido muy lejos; demasiado lejos — Sebastián se quitó el blanco guante de cabritilla —. Exijo una satisfacción por las calumnias que ha vertido contra él. ¿ Que arma prefiere ?.

Los hombros de T. Spears se cuadraron, creyéndose respaldado por el joven Bernard.

— Tasao, Tasao — graznó, pero Tasao se había marchado y se veía solo frente a la ira de Sebastián.

— No puede hablar en serio — gimoteó T. Spears, sintiéndose abandonado —. Yo soy un caballero letrado, sin conocimiento alguno de armas. Usted está más informado que yo y es más hábil. Resulta cruel que me desafíe a mí.

— No tanto como las infames mentiras que ha propagado usted. Como Lord Joker y todos los demás pasajeros del Golden Drake pueden atestiguar, el señor Michaelis y yo navegamos como esposos desde Inglaterra — Sebastián barrio a T. Spears con una mirada de desprecio —. No, no es él el impostor, sino su hijo. Grell quiso pasar por mi prometido cuando él sabía que yo nunca le hablé de matrimonio. Tampoco he intentado jamás seducirlo — la voz de Sebastián era tan siniestra como su furioso semblante —. William T. Spears, o reconoce su mentira, o tendrá que aceptar mi reto.

T. Spears se tornó de color gris.
Era un hombre cobarde por las consecuencias de su propia maquinación.

Los ojos de los invitados estaban todos fijos en él, esperando su respuesta, y no se oía en la estancia ni el vuelo de una mosca.

— Lo reconozco — lloriqueo.

Sus palabras eran casi inaudibles, incluso para los que estaban más cerca de él, pero por el aspecto de su cara no había duda de que había reconocido los cargos hechos en su contra.

Giro lentamente sobre sus talones y salió de la estancia arrastrando los pies, como un hombre destrozado.

— Le habría hecho un gran favor si le hubiera matado — dijo Sebastián con desgana mientras le veía salir —. Será un hombre sin amigos aunque logré conservar en su poder Dana Grove.

Al reanudarse la música, Ciel se encontró con que no le faltaban solícitos compañeros de baile.

Estaba satisfecho de la buena acogida que le habían dispensado sus nuevos vecinos, pero se encontraba deshecho por la escena que se había desarrollado entre su esposo y William T. Spears.

Todo lo que se había imaginado acerca de la incivilizada naturaleza del nuevo mundo era perfectamente cierto.
Esperaba que las escenas desagradables tocarán su fin.

Sebastián lo había resuelto todo bien, pero a pesar de haberlo defendido apenas lo miraba y parecía no percatarse de su popularidad.

Solo cuando Lord Joker lo invito a unirse a él en una contradanza el doncel vio como Sebastián lo observaba con los ojos reducidos de tamaño y el entrecejo fruncido en señal de mal humor.

Ciel descubrió inmediatamente que la actividad de su Señoría hacia él había sufrido una metamorfosis al enterarse de que era él señor de Willowmere.

Cuando después de un tiempo no le quedaban a Lord Joker más adjetivos que aplicar a la belleza y al vestido de Ciel, él encontró la ocasión para preguntarle cuánto tiempo llevaba por la vecindad.

— Llegue hace dos días.

— Pero si hace más de un mes que arribó el Golden Drake. ¿ Ha estado usted viajando desde entonces ?.

Vaciló un poco y luego dijo:

— He estado recorriendo el río James en busca de grandes plantaciones que estuvieran en venta.

— ¿ Y no vio ninguna que le atrajera ?.

Sus ojos se cebaban hambrientos sobre el collar de diamantes y la tentadora curva de su clavícula mientras respondía con aire distraído:

— Oh, encontré varias que satisfacían mis propósitos.

— ¿ Y compro alguna ?.

La pregunta pareció pillarle por sorpresa, pero respondió galantemente:

— Mi corazón estaba puesto en Willowmere.

— Siendo así, me sorprende mucho que tardará tanto en venir.

— Demore mucho llegada, esperando recibir una invitación. Pero ahora que conozco a su propietario, comprendo por qué no me hizo extensiva su hospitalidad.

A pesar del decidido esfuerzo de su Señoría por ser amable, no podía ocultar la cólera de su voz.

Ciel sentía verdaderas ganas de ponerle fin a la danza, pero se percató de que Sebastián los estaba mirando con un brillo peligroso en sus ojos.

¿ Será posible que tuviera celos de Lord Joker ?.
Se pregunto Ciel.

Esta idea le indujo a conceder de buen grado al inglés un segundo baile, aunque su corazón se lo rechazara.

Mientras danzaban juntos, el sobreceño de Sebastián se había oscurecido más.

Al ver la reacción de su esposo.
Ciel se puso a coquetear con Lord Joker, deseoso de que Sebastián probará un poco de la amargura que había sentido él la noche anterior cuando le había visto irse en busca de Hanna.

Su Señoría aprovecho la ventaja y osadamente pidió permiso a Ciel para ir a Willowmere a visitarlo.

Ciel estaba muy lejos de sentirse complacido con semejante perspectiva pero accedió por que sabía que ello irritaría a su esposo.

Cuando terminó la música, Sebastián lo reclamo inmediatamente.

— He pedido nuestro coche. Nos está esperando — dijo. Su voz era dura y tenía la cara muy seria.

Al acomodarse en su interior, Ciel logro sentarse en sentido opuesto a su marido a fin de que no se rodarán que cuerpos y pudieran mirarse de frente.
El pequeño farol exterior del carruaje diluía la oscuridad pero no la anulaba

Cuando echo a andar, Ciel protesto:

— ¿ Por que nos vamos tan pronto ?. Ahora que lo estaba pasando bien.

En la penumbra que reinaba dentro del carruaje veía la dura expresión de Sebastián.

— Querido, ya que acabo de destruir un mal rumor sobre nuestro matrimonio, no quiero que las atenciones de su señoría hacia ti, y las tuyas hacía él, den lugar a otro.

La sonrisa que el doncele le dirigió era tan dulce como falsa.

— Las atenciones de su señoría me honran.

— ¿ De veras ? — dijo Sebastián.

Se inclinó hacia delante y elevó las manos hacia el cuello de su doncel, siguiendo la dirección que marcaba el collar.

La burlona sonrisa de Sebastián venía a demostrar que había medido correctamente los deseos que tenía el.

— Tu puedes ser honrado por las atenciones de su Señoría, querido, pero te sientes excitado por las mías — dijo él con voz perezosa e insultante.

El doncel, furioso, trato de apartarle las manos.

— Prefiero el amor galante de un caballero inglés, al manoseo absurdo de un americano — le espetó.

La sonrisa de Sebastián se extinguió y apartó más manos.

— Señor, puede que yo no pueda probar su fruta, pero le prometo que nadie más la cosechará.

El resto del viaje hasta Willowmere fue presidido por un silencio hirviente que restallaba preñado de tensión.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro