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Sebastián regreso a Willowmere a todo galope, echando pestes por la tardanza que le había tenido separado de su esposo.
La escena con Hanna había sido muy incomoda, aunque estaba seguro de haberla convencido de que su romance había terminado.
No había visto a su amante desde la noche que llegó a Willowmere con Ciel y aquel encuentro fue un completo desastre.
No habría ido a visitarla entonces de no ser por lo que le encorajinaron las palabras de Ciel poniendo en duda su dignidad paternal y luego el rechazo de su cama.
Cuando llegó la invitación de Hanna para que fuera a verla se asió a ella despechado por la rabia y la frustración.
Pero aquella noche de luna de miel no hizo más que empeorar el compromiso de sus esponsales.
Aunque Hanna le había quitado el dolor físico de su espalda, no había hecho nada por aliviar el dolor de su corazón.
Sebastián descubrió entonces que después de probar a Ciel ya no le apetecía ninguna otra mujer o doncel.
Incluso mientras yacía al lado de Hanna, Ciel seguía obsesionandole, y se dio cuenta, para su desesperanza, que era a el y solo a el a quien él quería.
Sin proponérselo, Ciel le había cautivado totalmente y para siempre.
En aquella ocasión le dijo a Hanna que sus relaciones habían terminado, pero ella se negaba a creerlo.
Su incredulidad pronto se transformó en furia y se puso a patalear por la casa y a gritar contra él.
— ¡ No renunciare a ti ! — exclamó.
— No tienes elección.
Le maldijo, le suplicó y luego volvió a maldecirle.
Durante un mes a partir de entonces, él estuvo ignorado todas las notas que le enviaba, pero hoy le había amenazado con presentarse en Willowmere, si no iba a reunirse con ella en la casa del bosque, y le firmaría un escándalo delante de su esposo.
¡ Condenada Hanna !.
Su momento no podía ser más inoportuno.
Cualquier otro día habría rehusado, pero ahora no se atrevía a correr el riesgo de que se produjera tal escena cuando Ciel estaba al borde de la capitulación.
Aunque fuera de mala gana tenía que ir a la cita.
Se la encontró esperando en el dormitorio de la cabaña, envuelta tan solo con una túnica de seda.
Cuando traspaso la puerta, ella dejó caer la túnica al suelo, quedándose desnuda ante él, su cuerpo tentador.
Por él, en vez de excitarse, encontró repulsiva su meretrecia empresa.
Nunca le habían gustado las mujeres que se le entregaban ellas mismas.
Prefería ser él quien hiciera el galanteo.
La cogí y le dijo claramente que se estaba desacreditando.
Luego se dio media vuelta y abandono la cabaña.
La familia Michaelis siempre había llamado a este sitio la Casa de la Luna de Miel por que sus padres estuvieron viviendo allí después de casarse hasta que su padre pudo conseguir Willowmere.
Que ironía, pensaba Sebastián, que el hubiera terminado pasando allí solo las primeras noches de su matrimonio, obligado a abandonar su confortable lecho de Willowmere por el tormento de tener a Ciel tan cerca de él en la habitación contigua.
Sebastián no se podía fiar ni de él mismo al tener a Ciel tan cerca.
Estaba resuelto a rendir el infernal orgullo de su esposo y obligarlo a reconocer ante si mismo — y ante él — lo mucho que le necesitaba.
Hasta que hiciera esto, él sería su marido solo de nombre.
La soledad que le brindaba la Casa de la Luna de Miel era su único recurso para asegurarse a sí mismo que no es vencido por el insuperable deseo de hacer el amor con su esposo.
Cuando detuvo su caballo a la puerta de Willowmere desmonto apresuradamente, deseoso de reivindicar por fin a su esposo.
Quedó un loco decepcionado al ver que Ciel no estaba abajo esperándole.
Tal vez, pensó con una sonrisa, estuviera esperando arriba, en la cama de él.
Corrió escaleras arriba, pero su dormitorio estaba vacío.
Entro en el cuarto de Ciel y quedó desconcertado al encontrárselo sentado junto a la ventana mirando desapasionadamente el cielo crepuscular.
— Ciel — dijo con voz suave.
El doncel se movió lentamente hacia el.
Mientras se acercaba vio que tenía la cara hinchada y los ojos irritados por el llanto.
Trato de tomarlo en sus brazos, pero Ciel titubeó ante su contacto y le rechazo violentamente.
— No te acerques a mi — grito —. Te odio.
La agonía que se reflejaba en sus ojos era un más desconcertante que sus palabras.
Parecía como si hubiera sido flagelado y su espíritu se hubiera hundido.
— Ciel, amor mío, ¿ Que diablos ocurre ?.
— Déjame solo — su tono carecía de vida.
Seriamente preocupado, Sebastián se retiró y fue en busca de John.
— ¿ Que le ha pasado a mí Ciel mientras yo estaba afuera ?.
El Jefe de llaves no sabía nada y Sebastián, enteramente desconcertado por el giro que había tomado los acontecimientos, volvió al cuarto de Ciel.
La puerta estaba cerrada con llave.
— Abre la puerta — ordenó —. Esta es mi casa y a mí no me ciertas con llave. Ábrela o la hecho abajo.
Silencio.
Furioso, lanzó su hombro contra la madera, haciéndola astillas.
La puerta se abrió de un chasquido y él se dirigió furioso hacía Ciel.
Estaba arrebujado sobre la cama igual que un niño asustado.
Se sentó a su lado y lo atrajo hacia él a pesar de su resistencia.
— Amor mío, ¿ Que es lo que te aflige tanto ?.
El doncel se apartó.
— Como si no lo supieras — dijo.
— Maldita sea, claro que no lo sé — dijo irritado —. No entiendo tu mal humor. Lo que si es cierto es que pretendía colmar tus deseos de esta mañana. Sí está mañana no te oponías a mis caricias, entiendo que esto no es más que un juego que, te advierto, pienso ganar.
Él empezó a desabrochar el primer botón de arriba su vestido de muselina de cuello alto.
Ciel se retiró.
— ¡ No me toques !.
Quiso saltar fuera de la cama para huir, pero Sebastián fue más rápido.
Lo alcanzó cuando llegaba junto a la puerta rota y lo rodeó con los brazos.
El doncel se debatía desesperadamente por soltarse de él, que lo iba empujando hacía la cama.
Sujetándolo dentro del círculo de un brazo, lo fue dejando caer lentamente sobre el cobertor amarillo.
Durante la lucha, las faldas se le habían subido desarregladas hasta la cintura y dejaban sus suaves y blancos muslos expuestos a los ojos codiciosos de Sebastián.
Acabó inmovilizandolo sobre el lecho.
— Es inútil que te resistas — dijo en voz baja, mientras el doncel continuaba retorciéndose para soltarse —. Yo soy más fuerte y no te voy a soltar.
Al oír estas palabras, Ciel dejo de luchar y se quedó rígida sobre el lecho, mirándole fijamente.
Su resistencia era ahora pasiva pero con la misma firmeza.
Sebastián estaba determinado a despertar en el doncel la pasión.
No lo tomaría por la fuerza, si no que haría lo posible para que le deseará.
Lo había hecho una vez y sabía cómo suscitar su pasión.
Intentó besarlo pero se encontró con la barrera de sus labios rígidos y dientes apretados.
Entonces dirigió sus besos sobre su rostro y cabello.
— Querido, ¿ Que te pasa ? — murmuró a sí oído, absorbiendo el profundo y embriagador aroma rosa y jazmín de su pelo —. Eres adorable, esposo mío. No te niegues a ti mismo lo que ambos deseamos. Esta mañana, al ver plasmado en tus ojos el deseo de mí, supe que finalmente habías decidido aceptar la verdad. Ciel, tú eres un doncel apasionado. Déjame darte placer.
Alzó la cabeza para contemplar sus ojos azules y se encontró con que le estaban todavía mirando fijamente.
Sin embargo, persistió.
Fue acariciando con la mano, pausadamente, su muslo desnudo y luego lo abandonó para comenzar a desabrochar los botones de su corpiño.
Cuando lo hubo logrado, su mano derecha se deslizó bajo la muselina y jugó con su pezón.
A pesar de ello, el doncel continuaba frío y sin respuesta.
Al final, bajo la suave insistencia de los dedos sus pezones se pusieron tensos.
Una respuesta involuntaria, pensó Sebastián, pero ya es al menos un principio.
— Confía en mi, cariño — dijo para tranquilizarlo.
Al por estas palabras, Ciel ario los ojos, llameando de rabia, y su cuerpo volvió a ponerse rígido.
En nombre de Dios, ¿ Que estaría ocurriendo ?, Se preguntaba, Sebastián.
Lo deseaba, pero no de esta forma: frío, rencoroso, hermético.
Jamás había sentido una frustración tan fuerte como la que sentía ahora ante el abrupto cambios de sentimientos de su doncel.
¿ Habría estado tan solo jugando con él está mañana, por la pura satisfacción de verle herido ?.
En aquel momento, como para confirmar sus sospechas, Ciel le pregunto con tomo glacial:
— ¿ Debo prepararme para sufrir otra violación ?.
Aquellas palabras le dejaron tan frío como si le hubieran hechado un jarro de agua helada.
Se levantó de golpe y dijo:
— Eso sería pedir un imposible, señor. Mi único deseo ya es marcharme.
Dio media vuelta y abandono la habitación a grandes zancadas.
Momentos después, el sonido de los cascos de su caballo quedaba como un eco en la noche tranquila mientras se alejaba de Willowmere.
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