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El resto del día le pareció interminable a Ciel.
La comida, servida servida con un suntuoso despliegue a las tres de la tarde, vino a romper las horas de tedio.
Cuando expresó a Sebastián su sorpresa por tanta abundancia culinaria, el dijo concisamente que la comida principal en Virginia se servía a aquella hora y que a las ocho de servía la cena ligera.
— Y no me diga que en Inglaterra no es así — dijo Sebastián con actitud —. Por que me importa un rábano.
El resto de la comida se hizo en silencio triste.
Creció tanto la tensión alrededor de la mesa que a Ciel le dolía violentamente la cabeza al final del banquete.
Durante las tres semanas siguientes solo veía a Sebastián a las horas de las comidas. Apenas tragaba bocado de sus alimentos y empezó a perder peso.
Cada noche, después de cenar, su marido se iba cabalgando y no regresaba hasta la mañana siguiente.
Ciel no tenía función ni situación en Willowmere.
No era reclamado ni necesitado por Sebastián, y John llevaba la casa.
Obviamente, Hanna satisfacía las necesidades que Ciel podría haber satisfecho en el tálamo conyugal.
A pesar de decirse que no le importaba donde Sebastián buscará sus placeres, Ciel llegaría pronto a darse cuenta de que, en verdad, le importaba mucho.
Nada hería más sus oídos que los cascos del caballo de Sebastián alejándose cada noche.
Estaba ferozmente celoso de Hanna Annafellows.
La mayor parte del tiempo lo pasaba en su habitación, entretenido con la costura desinteresadamente o tratando de leer libros de la vasta biblioteca de Sebastián.
Una tarde, cuando la humedad pendía como una cortina ahogadora bajo el sol de fuego, Ciel decidió no bajar al comedor. Simplemente no podía tolerar la hostilidad de Sebastián sentado frente a él al otro extremo de la mesa.
Sebastián, al ver que el doncel no bajaba, subió a su cuarto:
— ¿ Que encuentra tan atractivo en esta habitación que rehúsa dejarla ?.
— ¿ Se imagina sur disfruto estar aquí ?. Permanezco en ella por que no tengo otra cosa que hacer.
— Nada, excepto maquinar la manera de desbaratar mi casa, pidiendo que le suban aquí las comidas como si se tratara de un inválido.
— Yo no he pedido que me las suban.
— Entonces que piensa hacer, ¿ Morir de hambre ?.
El doncel asintió.
— Si me sentara a la mesa no podría probar bocado.
La cara de Sebastián se transformó en una máscara cruel.
— Así que la calidad de mi mesa no satisface los gustos de mi altivo esposo, ¿ Eh ?. ¿ Que hay de inferior en ella ?.
Ciel le miró con aire candado, preguntándose por que sus conversaciones siempre parecían provocar malos entendidos.
— La comida es deliciosa.
— Entonces, ¿ Que diablos ocurre ?.
Al ver que no respondía, Sebastián lo asió con sus propios brazos y lo condujo hacía la puerta.
— Acudirá a la mesa cuando la comida este puesta aún que tenga que bajarlo materialmente cada vez y atarlo a la silla.
Sebastián lo sujetaba bruscamente, esperando que el doncel se resistiera.
En vez de ello, Ciel oculto su rostro en el hombro de él y le suplicó con voz débil y desfallecida:
— Por favor, Sebastián, se lo ruego. No me obligué a bajar.
Las rápidas lágrimas del menor le empaparon la camisa, y Sebastián fue a sentarse en el borde de la cama con él.
Cogiéndole por la cabeza lo obligó a que le mirarse.
— ¿ Por que esta llorando ?.
— ¿ No comprende que no puedo comer habiendo tanta tensión entre nosotros ? — se limpio las lágrimas con el dorso de la mano —. Nos sentamos a la mesa como dos extraños, en terrible silencio. Se me agita el estómago y la vista de los alimentos me pone enfermo.
— Yo no veo que usted haga nada por aliviar la situación.
— Una conversación solo puede tener lugar si hay dos personas.
Con un juramento de desesperación, Sebastián dijo:
— Usted no me ha dado pruebas de que quería conversar conmigo.
Sebastián saco el pañuelo de su bolsillo y le limpio las lágrimas.
Esto le recordó a Ciel el día en que se conocieron junto al roble caído, cerca de Blackstone Abbey.
En aquella ocasión, Sebastián había concluido sus palabras de consuelo besándolo, y él esperaba que ahora hiciera lo mismo.
Pero se limitó a ponerlo en pie y ofreciéndole un brazo dijo con voz cariñosa:
— Querido, ¿ Querría bajar conmigo a comer ?, Prometo intentar ser mejor compañero y espero que usted hará lo mismo.
El doncel asintió con la cabeza y se agarró a su brazo. Se juro que, esta vez, no habría malos entendidos.
Cuando estaban sentados a la mesa, Sebastián le miró desde enfrente con aire jocoso en sus ojos.
— Me asombra mucho, querido, que no me haya asediado con requirimientos para volver a decorar esto. Yo creía que lo que más les gustaba a las mujeres y donceles era transformar la casa de arriba a abajo y estampar en ella su impronta.
— ¿ Por que iba yo a querer cambiar lo que está perfecto ? — chanceó Ciel.
Sebastián se echó a reír, con su risa maravillosa y rica de bajo.
— Cuánto tiempo hacía que no oía yo esa risa — dijo el doncel —. Y que hermosa es.
— Y que dichoso soy de que me este usted dando una razón de júbilo para este cambio — agrego Sebastián seriamente. Luego, su acento se aligeró —. Hoy he recibido una carta de Agni. Nos invita a visitar Washington cuando yo tenga tiempo.
El rostro de Ciel se iluminó ante la perspectiva de ver otra vez a Agni.
— ¿ Podremos ir ? — pregunto él.
— Así que le gusta la idea de visitar de nuevo la cada del presidente, ¿ Eh ? — comento Sebastián.
— No es la casa, sino su ocupante. Es un hombre encantador y fascinante.
— ¿ Aunque sea el autor de aquella famosa Declaración de Independencia ? — pregunto secamente Sebastián.
Ciel se sonrojo.
— por fin la he podido leer. Encontré una copia en la biblioteca y no descubrí nada censurable en ella ni en su autor.
Sebastián le miró inquisitivamente durante un rato.
— Eso me satisface mucho — dijo en voz baja.
Aunque a lo largo de la comida continúo habiendo algunos momentos tensos y embarazosos, en su conjunto fue la más grata que Ciel había tenido hasta entonces en Willowmere.
La cena de aquella noche continúo mejorando al grado de sus relaciones.
Cuando hubieron terminado la cena, lo tomo por el brazo y lo guió escaleras arriba.
Era la primera vez que hacía esto desde que habían llegado a Willowmere.
Pero lo llevo directamente a su mísero cuarto.
Luego sin detenerse, Sebastián se dirigió a su propio dormitorio, cerrando la puerta tras el.
Ciel, se aguanto, decepcionado.
Pero, al menos, esto ya era un progreso.
Mientras de desnudaba, se pregunto cuánto tiempo tardaría en recuperarle totalmente.
Tal vez mañana....
Pero si corazón se hundió al escuchar el sonido de un caballo debajo de su ventana.
Corrió a asomarse a tiempo de ver como el gran bayo de Sebastián marchaba con el a la luz de la luna.
Con el corazón dolorido por el desencanto, volvió a meterse en su cama.
« Al menos, pensó, he conseguido que esta noche haga esperar a esa mujer. Y mañana por la noche puedo tener éxito en mis propósitos ».
A la mañana siguiente cuando Ciel bajaba por la escalera para desayunar, la quejumbrosa voz de John llegó a ella desde el comedor:
— El no es un esposo apropiado para ti, Sebastián. Tu necesitas una mujer como tú madre o tu hermana. Hasta Grell T. Spears.... Y sabe Dios que no me gusta, seis mejor esposa para ti. Ella al menos....
— John... — lo corto Sebastián enseguida.
Luego su voz bajo de volumen y aunque Ciel aguzó su oído, no pudo captar lo que decía.
¡ Como se atrevía ese impertinente criado a hablarle así a Sebastián sobre su esposo !.
Sebastián debería despedirlo por su impertinencia, pensó amargamente Ciel.
Cuando llegaba al pie de la escalera oyó a Sebastián que decía entre risas pero con voz firme:
— Te juego cincuenta dólares contra ese viejo dedal de tu madre a que antes de un año estás de acuerdo con lo que te he dicho sobre el señor Carrington.
— Ese doncel te ha vuelto más necio de lo que yo pensaba — se mofo John —. Antes solías ser un jugador inteligente.
John salió al vesribilo.
Llevaba puesto aquel traje de burato negro y corte severo, tiempo ha pasado de moda, que parecía ser su uniforme.
Al ver a Ciel parado al pie de la escalera le dirigió una mirada larga y fría.
Luego se volvió y se dirigió hacía él interior de la casa.
Estaba claro que John, en vez de sentirlo, se alegraba de que su nuevo señor le hubiera oído hablarle a Sebastián en términos tan despectivos.
Una vez más comprendió claramente que John era allí más dueño que él.
Cuando Ciel entro en el comedor, Sebastián se estaba sirviendo una buena ración de huevos, tocino ahumado, jamón y galletas planas.
El doncel cogió un plato y empezó a servirse una porción más moderada de las fuentes que había sobre el bufete.
— He oído decir que se ha vuelto un mal jugador — dijo Ciel sin darle importancia.
Sebastián frunció el rostro.
— ¿ Así que oyó mi apuesta con John ?.
Ciel sacudió la cabeza.
— Solo las sumas apostadas. Hizo una oferta muy generosa. Quisiera saber que debo hacer para evitarle perder cincuenta dólares.
El seño de Sebastián se transformó en una sonrisa.
— No me atrevo a decírselo. A buen seguro que perdía.
— Que poca confianza tiene en su esposo — dijo el doncel sentándose frente a él —. Dígame, ¿ Por que John me desprecia tanto ?.
— No ha sabido usted ganarse su respeto. Sí gana esto, su afecto vendrá después. Me temo, por el momento, que a él le cuesta trabajo apreciar sus encantos.
— No más que a usted — respondió Ciel, mordaz.
Las cejas de Sebastián se enarcaron.
— Querido, yo aprecio mucho sus encantos. Es su palabra lo que me solivianta.
— A veces, con buenos motivos, debo admitir.
El tenedor de Sebastián se paró en la mitad del camino antes de llegar a su boca.
Lo bajo nuevamente hasta el plato y se quedó mirándolo lleno de sorpresa.
En aquel instante apareció Tanaka ante la puerta para anunciar la visita de Eduardo V. Dickson.
— Que raro — dijo Sebastián extrañado —. Hazle pasar, Tanaka.
— Dickson vive cerca de Norfolk, a una distancia considerable de aquí — le dijo a Ciel después de que Tanaka saliera del comedor —. No me imagino que le habrá traído desde tan lejos — Sebastián sonrió —. Es difícil decir que le gusta más a Eduardo, si comer o hablar, pero es un alma generosa, aunque a veces resulte un poco agorero.
En aquel momento apareció Dickson en la puerta del comedor.
Su cintura confirmaba la acusación que había hecho Sebastián contra el acerca de la comida.
Era un hombrecillo rechoncho con la cabeza calva y el rostro de querubín.
Hoy venía realmente preocupado.
— ¿ Que te trae por ahí Eduardo ? — pregunto Sebastián, mientras que Ciel le servía café.
Para sorpresa de Sebastián y Ciel, declinó la oferta de desayunar con ellos. Las arrugas de la preocupación se le marcaban bien visibles.
— Puedes apostar a que traigo un mensaje extraño, muy extraño. Sucedió hace quince días y desde entonces estoy que no duermo — Dickson removió una cantidad considerable de crema dentro de su café —. Al principio pensé en escribirte una carta diciendo lo que pasaba, pero ahora, con los piratas y todo, pensé que sería mejor venir a decírtelo en persona.
Su rostro de querubín puso un aire de disculpas al volverse hacía Ciel.
— ¿ Tiene usted un primo llamado Alois Phantomhive ?.
Ciel sufrió como una sacudida.
— Si — respondió preocupado.
¿ Que habrá hecho ahora Alois ?.
Dickson pareció aliviado.
— Entonces, después de todo, a lo mejor no es nada. Pero estando aquellos piratas no se le puede culpar a uno de ponerse nervioso cuando un tipo extraño anda por allí haciendo las preguntas que hizo el.
— ¿ De que piratas estás hablado ? — pregunto Sebastián.
El rostro de Dickson tenía una expresión de asombro.
— ¿ Es que no has oído hablar de ellos ?. Como, pero si no se habla de otra cosa en la costa. Parece que son ingleses, y son el azote de las Carolinas desde hace dos meses. Empezaron con un barco, el Black Wind. Ahora se ha unido a ellos un segundo, y se le a oído decir a un pirata que andaba de camino un tercer barco.
Dickson echo una glotona mirada al plato lleno de galletas que había sobre la mesa.
— Quizás tome una galleta para acompañar al café.
Mientras Sebastián le acercaba el plato, Dickson continúo:
— Como decía, esos dos barcos han destruido a nuestros buques mercantes. Al menos una docena han sido apresados, prácticamente delante de la costa. ¿ Puedo tomar dos ?.
Dickson se puso a untar las galletas con una recia capa de mantequilla.
— Pero no solo van detrás de los barcos, no. También ha atacado a varias plantaciones costeras. Y son salvajes hasta lo increíble; torturan a los hombres y los obligan a presenciar como violan, una a una, a sus mujeres. Luego prenden fuego a los edificios. Parecen tan interesados en aterrorizar a sus víctimas como en robarlas — Dickson apiló mermelada sobre sus dos galletas —. Te digo que hay una terrible alarma por toda la costa viendo como Agni y el gobierno no hacen nada para proteger a la gente contra esos bribones.
— Esperemos que no pasen de las Carolinas — dijo Sebastián sombrío.
— Que va. La semana pasada atacaron una plantación del río James, la incendiaron y torturaron a su gente. Y dicen que los piratas conocían bien sus instalaciones y donde tenían guardadas las cosas de valor. Como si hubieran recibido información de dentro. Así comprenderás como me preocupaba tanto ese Alois después de que hiciera tantas preguntas.
— ¿ Donde lo encontraste ? — pregunto Sebastián, al tiempo que miraba nervioso a Ciel.
— A bordo de un barco viniendo de Washington por el Potomac. He ido allí en viaje de negocios, ya sabes. Alois me pregunto si había oído hablar de ti, de Sebastián. Dijo que había oído decir que te habías casado con un primo suyo a la que quiere mucho. Parecía creer que tú eras una especie de granjero de cerdos. Te digo que le saque enseguida de su ridícula confusión — dijo Dickson indignado. Echo una mirada envidiosa al plato de Ciel —. Eh, esos huevos tienen un buen aspecto. Tal vez me decida a probarlos.
Sebastián hizo una seña al criado que había detrás de ellos y enseguida trajo del bufete una fuente de plata.
Dickson se sirvió de ella una generosa ración.
Era de imaginar lo contento que se pondría ese Alois cuando le dije que eras probablemente el plantador más rico de Virginia y el propietario del famoso Willowmere. Pero no fue así. En vez de alegrarse de que su primó se hubiera casado tan bien, lo que hizo fue echar pestes contra ti, y Sebastián. Te llamo... — Dickson se detuvo, dirigió una mirada nerviosa a Ciel y dijo a trompicones —: Eh, bueno, se acordó de tu familia. Luego pregunto por el lugar exacto de Willowmere y como se podía llegar hasta aquí. Dijo que quería visitar a su querido primo antes de partir para Inglaterra dentro de pocos días.
Ciel se quedó mirando fijamente a su plato.
Sentía como si algo le hubiera estallado dentro.
— Tal vez pruebe un poco de jamón, para acompañar a los huevos. Huele muy bien — dijo Dickson, mirando con ansias el bufete.
Sebastián le hizo otra seña al criado, que trajo una fuente. Dickson tomo de ella una copiosa ración y siguió hablando:
— Eso fue nada más subir al barco. Alois llevaba con el un frasco y puedo asegurar que le hizo buenas caricias durante el recorrido.
Dickson tomo un sorbo de café y dijo:
— Lo curioso fue que cuando llegamos a Norfolk vi que Alois subía a bordo de un barco que zarpaba ese mismo día a Inglaterra. Entonces fue cuando sospeche. ¿ Sabes ?. Fui a su encuentro y le pregunté por qué me había mentido diciendo que iba a Willowmere. Entonces fue cuando me dio el mensaje.
— ¿ Que mensaje ? — pregunto impaciente Sebastián.
— Se echó a reír como un beodo delante de mi cara y dijo:
« La próxima vez que vea a ese... Sebastián Michaelis, dígale que el duque sentirá mucho placer en recibir noticias sobre su trofeo ».
El rostro de Ciel se quedó sin color y tuvo que morderse el labio para no exhalar un frito.
Los temores de Agni quedaban confirmados.
La faz cruel de duque se asomaba de nuevo a la mente de Ciel y de pronto noto un nudo en el estómago.
Se levantó de la mesa, atragantádose y deglutiendo con dificultad.
— Les ruego me disculpen. No me encuentro bien — dijo, y se fue a toda prisa de la habitación.
Sebastián salió presuroso tras el.
— Eduardo, perdóname a mi también — dijo —. Solo un momento.
Dickson asintió plácidamente, creyendo adivinar la causa del malestar de Ciel.
— Espero que sea niño — le dijo a Sebastián, que corría escaleras arriba detrás de Ciel.
Se lo encontró sentado en su cama, con la cara blanca como la ceniza, después de haber devuelto el desayuno.
Sus manos, frías como el hielo, las tomo entre las suyas.
— Ciel, te pronto que no te llevarán con Trancy. Confía en mí.
El doncel le miró tristemente.
Lo atrajo contra su pecho y lo estuvo consolando silenciosa y largamente, mesándole el cabello.
Por último dijo:
— Debí haber pagado a Jumpo la deuda de Alois. Pensé hacerlo, pero comprendi que si lo pagaba volvería a tenerle de nuevo al cabo de una semana o dos pidiendo más dinero. Sus demandas no habían tenido fin, ¿ Sabes ?. Pensé que la solución más simple era enviarle a Inglaterra. Me equivoqué.
Ciel sintió la fortaleza de los músculos de su marido mientras lo sujetaba.
— Jamás hubiera imaginado que Alois, por pocos escrúpulos que tenga, podría ser tan vil y bajo acudiendo al duque — dijo el doncele.
Al cabo de un rato, Sebastián lo soltó y dijo un poco pesaroso:
— He abandonado de golpe a nuestro huésped. Será mejor que baje con el.
Dickson, evidentemente, comprendió que los recién casados deseaban estar solos, por lo cual pidió excusas y se fue en el acto.
Cuando Sebastián hubo despedido a su invitado en la puerta, regreso al cuarto de Ciel.
— Amor mío, ven conmigo a los establos — dijo con voz animosa —. Quiero enseñarte algo.
Casi entumecido, Ciel se dejó conducir desde la casa.
Lo que Sebastián quería mostrarle era un hermoso caballo capón árabe que arrancó un grito de admiración de los labios de Ciel.
— Como este pobre y viejo penco no me sirve para arar — bromeó Sebastián —. He pensado dártelo a ti.
— Oh, Sebastián — exclamó el doncel, olvidando momentáneamente sus preocupaciones —. Es precioso. Gracias, ¿ Como se llama ?.
— Gray Dancer. ¿ Te gustaría probarle ahora ?.
Ciel miró fijamente a su marido con una curiosa expresión en el rostro.
No tenía ropa de montar, nada que ponerse, excepto los pantalones y la camisa de varón que había en un rincón de su maleta cuando huyó de Inglaterra.
Cuando se lo confesó a Sebastián, el sonrió.
— Pues póntelo — dijo Sebastián despreocupadamente.
— ¿ Y no te pondré en ridículo ?.
— Me encantaría volver a verte con ese atuendo. Después de todo, eso fue lo primero que me atrajo había ti.
El doncel se ruborizó al acordarse de su primer encuentro....
Y de su primer beso.
Estuvieron andando durante más de una hora sin que llegarán a los límites de la plantación.
Ciel se maravillaba de su extensión y descubrió con orgullo lo bien cultivados y productivos que eran sus campos en contraste con otros que habían visto viniendo de Washington.
En Willowmere no crecía la juncia amarilla anunciando que el suelo estaba esquilmado e improductivo.
Al comentar esto con Sebastián, el dijo que muchos de sus vecinos se habían burlado de su teoría sobre la rotación de las cosechas y fertilización del suelo.
— Eso es lo que le sucedió a William T. Spears — explicó Sebastián —. Sus campos ya no le rinden en la firma que estaba acostumbrado, y el no reduce su tren de vida con arreglo a su menguado bolsillo.
— ¿ Que le sucederá ?.
Sebastián se encogió indiferentemente de hombros.
— Sus hipotecas van a cumplir y él se quedará sin Dana Grove. Supongo que siempre tiene ocasión de probar en la frontera a abrirse una nueva vida, pero, francamente, creo que es demasiado flojo de cuerpo y de espíritu para tener éxito.
Sebastián miró hacía el oeste.
— Allí está la plantación de T. Spears. La tierra que limita con Willowmere por el norte pertenece a Westlern Connor. Creo que te gustará su esposa Margaret. Es una mujer inteligente y sensible, y fue una buena amiga de mi hermana Mally.
Pasaron otra media hora recorriendo los campos antes de iniciar el regreso a los establos.
Ciel sentía una especie de frivolidad cabalgando junto a su esposo. Cuando regresaron. Ciel, con los ojos encendidos de entusiasmo, pregunto;
— ¿ Volveremos a cabalgar otra vez ?.
— Por supuesto. Y si quieres hacerlo solo cuando yo esté ocupado, are que Tanaka mandé un mozo para que te acompañe.
— No necesito un criado — protesto el doncel mientras desmontaba.
— No es prudente que cabalgues solo, cariño — dijo gravemente Sebastián.
Ciel se dio cuenta de que su marido estaba pensando en el duque, y sintió un escalofrío como si de pronto se hubiera levantado un viento glacial.
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