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Ciel se vistió parsimoniosamente.
Apenas tenía valor para enfrentarse a la realidad de su situación o a la mirada de los criados, cuyo principal tópico de conversación está mañana iba a ser sin duda la extraña disposición de los dormitorios de sus amos.
Su furia de la noche anterior se había consumido, dando paso a un amargo regusto de derrota y desesperación.
Se dijo a sí mismo que odiaba a Sebastián, y entonces fue atacado por un pensamiento errante.
Sí verdaderamente odiaba a Sebastián no tenía por que ser tan desgraciado.
Cuando subió Mei-Rin quedó extrañada de ver que sí señor ya estaba vestido y mirando por la ventana al cuidado jardín trazado en divisiones geométricas con sus parterres de bojes.
— El desayuno está servido — dijo la pequeña doncella.
El estómago de Ciel se agitó solo de pensar que tenía que mirar de frente a Sebastián.
— Haz el favor de traérmelo aquí.
La doncella hizo una reverencia y se fue.
Pero fue John en vez de Mei-Rin el que subió pocos minutos después.
Los ojos del Jefe de llaves eran hostiles cuando le dijo a Ciel que el señor Michaelis le estaba esperando abajo para desayunar.
Ciel se sintió furioso.
¿ Era preciso que los criados subieran a transmitirle sus órdenes en vez de hacerlo él en persona ?.
¿ Por que insistía en que bajara ?.
¿ Desearía alardear en público de sus placeres nocturnos ?.
Con mucha desgana, bajo las escaleras.
Para su alivio, Sebastián no estaba en el comedor, pero seguía sin tener apetito.
Abundantes manjares reposaban sobre el mármol de un bufete: tocino ahumado, jamón, huevos, pescado, arepa y galletas aplastadas, además de un jarrón de plata con humeante café y otro con té.
Había comida suficiente para alimentar a un regimiento.
Ciel se sirvió unas escasas porciones, pero no fue capaz de tomar más que un par de bocados.
Como no había que hacer cuando hubo terminado, se puso a juguetear con su taza de té.
De repente irrumpió Sebastián en la habitación.
Ciel sintió incontenibles ansias de arrojar su ira contra él. Sin embargo, al ver su rostro atractivo y su cuerpo muscular vestido con pantalones de cuero y camisa de batista, abierta por el cuello, un tremendo nudo se apoderó de su garganta. Al imaginársele con Hanna noto en el pecho una fuerte opresión.
— Venga — dijo tirando de su silla —. Daremos un paseo por Willowmere. Habrá de ser muy fugaz porque debo atender muchos asuntos que han quedado abandonados durante mi ausencia.
— Cuánto honor que haya encontrado tiempo para mí.
La ceja izquierda de Sebastián se elevó ante tal sarcasmo, pero no dijo nada.
Lo llevo por un largo pasadizo de columnas que comunicaba la casa principal con un pequeño edificio.
Ciel descubrió que era la cocina, provista de dos fogones y un extenso surtido de cazos y sartenes.
Ciel quedó maravillado al ver la extensión de Willowmere.
A continuación de la cocina había un secadero de carne con hornos de ladrillo para curar los jamones y el tocino.
Además de eso había un obrador de queso, un almacén de hielo, otro para conservar la leche y un taller de confección.
Al otro lado de los jardines estaba la herrería, la carpintería, las cocheras, las cámaras para almacenar el tabaco y los graneros.
Al final de todo este complejo se veían blanquear las casuchas donde vivían los esclavos.
Sus primeras impresiones de Willowmere como aldea no distaban mucho de lo normal.
Entre los esclavos había herreros para reparar arados y rejas, carpinteros y serradores para construir y reparar los edificios, hilanderos y tejedores para convertir en ropa el hilo y el algodón de la plantación, un secador y un curtidor para preparar las pieles, a parte de otros brazos menos expertos que cultivaban los campos.
Luego estaban los animales.
Había establos para cobijar abundantes manadas de caballos, apriscos para el ganado, un gallinero, un palomar y una chiquera de cerdos.
Sebastián se detuvo ante esta última y, haciendo un gesto, señaló con la cabeza hacia una docena o así de cerdos que había dentro.
— Como ve, soy criador de cerdos... Entre otras cosas — dijo.
Cogió a Ciel por el brazo y lo condujo hacía el huerto.
— Por cierto, he recibido una carta de su amigo Lord Joker, dirigida al señor Leigh, hablándome de su estrecha amistad con mi tío, el actual marqués de Pelham. En ella solicita una invitación para visitar Willowmere.
— ¿ Y piensa invitarlo ?.
— Ni si quiera contestare su carta.
Sebastián dirigió su atención hacía las hortalizas del huerto, destacando los liños de zanahorias, remolachas, chirivías, nabos, calabazas, guisantes, lechuga, lentejas, brócolis, bretones, berenjenas, endivias, sandías y melones.
Mientras Sebastián hablaba, Ciel se olvidó se su rudo comentario sobre la carta.
¡ Que orgulloso de sentía Sebastián de su Willowmere !.
Era igual que un niño enseñando sus más queridas posesiones.
Nunca le había visto tan entusiasmado.
Salieron del huerto de hortalizas y entraron en otro, poblado de manzanos, melocotoneros, cerezos y nogueras en su amplia extensión.
Sebastián se volvió hacia él con una sonrisa medio burlona.
— ¿ Querido, encontró esta noche la cama confortable ?.
— Mucho — respondió el doncel fríamente. Forzando una falsa y cariñosa sonrisa en sus labios añadió con estudiada indiferencia —: Confío en que Hanna le diera la bienvenida con el suficiente calor para compensar la larga ausencia.
La sonrisa se esfumó del rostro de Sebastián.
— Me satisface saber que no me he casado con un doncel celoso — respondió, con la voz impregnada de ironía.
— Le aseguro que no me importa en lo más mínimo en que cama duerma usted, siempre que no sea en la mía.
— Agradezco su amable licencia para disfrutar allá donde me plazca — la voz de Sebastián salió ahogada, como si hubiera tragado algo por mala parte.
— Y yo haré lo propio.
— ¡ Ni lo piense ! — estalló Sebastián. Lo hizo con tanta prontitud y violencia, que Ciel se sobresalto —. Sí usted no me desea a mí, eso es cuenta suya. Pero a mí no me pone nadie los cuernos.
— ¿ Y usted si me los puede poner a mi ?.
— Un varón es diferente.
Esta contestación lo exasperó.
— ¿ Por que va a ser diferente ? — pregunto el doncel —. Sí usted puede hacerlo, también puedo hacerlo yo. Y lo haré.
Estas desafiantes palabras parecían poner a Sebastián fuera de sí.
Levantó las manos y le agarró la cabeza con tanta fuerza que el doncel tenía la sensación que se le iba a cascar como una nuez.
Luego lo obligó a mirarle directamente a los ojos, que flameaban como el fuego del mismo infierno.
— No tendré un heredero bastardo de Willowmere. Sí está posibilidad surgiera, juro ante Dios que lo mataría a usted y a su amante.
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