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No pudiendo soportar más la angustia, Ciel se arrojó sobre la colcha de tela amarilla que cubría la cama y enterró su cabeza en el almohadón para amortiguar el sonido de sus sollozos.

Pocos minutos después lo saco e su estado un golpe en la puerta.

Apresuradamente enjuagó sus ojos.

— ¿ Quién es ? — dijo.

— John.

El jefe de llaves entro en la habitación sin esperar a que le dieran permiso para ello.

Fue seguido de una muchacha delgada, cabello rojizo, de unos veinte años, vestida de mucama y que miraba tímidamente al suelo.

La muchacha portaba la caja de semillas que había  colocada bajo el asiento de la carriola.

— Mei-Rin será su doncella — dijo John, con el rostro puesto guardia y sin la menor línea de sonrisa —. Ella le ayudará a deshacer sus cosas y a vestirse para cenar.

Dicho esto, salió de la habitación cerrando diestramente la puerta tras él.

— Me temo que tengo poco equipaje que deshacer — dijo Ciel un poco turbado ante su falta de equipaje.

— Aquí lo tiene — anuncio en voz baja la muchacha.

Abrió la caja que acababa de traer y sacó de ella un vestido de terciopelo color castaño intenso, adornado de blondas en cuello y puños.

Ciel se acercó a la caja y miró dentro.
Debajo del vestido había dobladas otras prendas.

— ¿ De dónde has sacado esto ? — pregunto sorprendido a Mei-Rin.

La muchacha se quedó sujetado el vestido en las manos, llena de extrañeza.

— El amo Michaelis dice que es suyo.

Ciel echó mano a la caja y sacó un feminismo camisón negro de seda y encajes.
Lo extendió en toda su longitud y se pregunto amargamente si su esposo llegaría algún día a verle puesta tan delicada prenda.

Debajo había dos vestidos de día y dos camisas bordadas de batista que rivalizaban en calidad con la que Sebastián le había desgarrado aquella mañana.

Se puso el vestido de terciopelo color castaño y, aún que sentía muchas más ganas de llorar que de cenar, bajo las escaleras.

Sebastián se encontraba abajo con un hombre alto y de cabello blanquecino.

Apenas miró a Ciel cuando esté hizo acto de presencia.

El hombre desconocido tenía una mirada sería, en sus sorprendentes ojos dorados.

Ciel cálculo que tendría unos veinticinco años.

Sebastián le presento como Pluto Dunlop, capataz de Willowmere, y dijo que se quedaría a cenar con ellos.

Cuando Sebastián lo conducía hacia el comedor, él susurro:

— Que semillas tan preciosas iban en la caja. Gracias.

Sebastián se encogió de hombros y comento:

— Mrs. Hoben y sus oficialas solo tuvieron tiempo para preparar unas cuantas cosas de las que le encargué. El resto deberá llegar de aquí a pocas semanas.

Ciel se acordó del revuelo que había en la tienda de modas y el interés que su dueña había mostrado hacía él.

— Fue idea suya el que Alois me llevará allí, ¿ Verdad ? — pregunto, incrédulo.

— ¿ Como si no iba ella a conocer estas medidas ?. Es una excelente modista, pero no llega a tanto — dijo mientras ayudaba a Ciel a sentarse en una silla cubierta con tapicería de gobelinos.

Esta silla era una de las doce que había colocadas alrededor de la larga mesa de caoba, adornada con porcelana de Meissen, cristalería de Ravenscroft y un par de recios y deslumbrantes candelabros de plata, de cinco bujías casa uno.

— ¿ Que había hecho usted con todas las ropas que me compro si Alois hubiera ganado la partida ? — pregunto Ciel.

— Como ya dije antes, yo sabía que él no iba a ganar.

Durante la cena Sebastián hablo constantemente con Dunlop de los problemas de la plantación y sobre las noticias de la vecindad.

Ciel se sentía completamente excluido.

La cena fue tan espléndida como la disposición de la mesa: ostras servidas en media valva, seguida de consomé al jerez, luego sábalo asado con un « soufflé » de huevas.

Pero Ciel no tenía apetito y apenas tocó su parte.

Lo que hizo fue beber vino con frecuencia de su copa que inmediatamente volvía a ser llenada por un criado atento que estaba apostado detrás.

— ¿ Como ha tomado William T, Spears la noticia de mi matrimonio — pregunto indiferentemente Sebastián a Dunlop.

El capataz se atragantó con un bocado de sábalo, al tiempo que echaba una mirada fugaz y embarazosa a Ciel.

— No se preocupe — le tranquilo Sebastián —. Él y yo conocemos la intriga de T. Spears.

— No subestimes a T. Spears — arrugas de preocupación surcaban el serio rostro de Dunlop —. Es un hombre peligroso y desesperado, y está tan furioso como un jabalí herido. Se siente humillado. Me temo que su primer encuentro con el señor Michaelis puede resultarle poco grato.

— No si yo puedo evitarlo — dijo Sebastián, señalando a los criados para que retirasen los platos.

El vino había empezado a subirse a la cabeza de Ciel, haciéndole sentirse atolondrada y atrevida.

Noto que deseaba que Dunlop desapareciera en la noche y lo dejara solo con Sebastián.

Cuando finalmente se levantaron de la mesa, Sebastián tomó del brazo a Ciel.

— Se que está cansado de nuestro largo viaje — se apresuró a decirle —. Y tiene mi permiso para retirarse — volviéndose hacia Dunlop le dijo en voz alta —: Tomaremos el brandy en mi biblioteca.

Contrariado por tan abrupta despedida, Ciel salió en silencio con ellos hasta el vestíbulo.

La puerta de entrada estaba abierta y el mayordomo, Tanaka, estaba hablando con un muchacho de unos trece años que tenía una carta en su mano derecha.

El muchacho estaba diciendo:

— La señora Annafellows me dijo que esperará contestación.

Mientras Sebastián cogía la misiva, serrada y doblada, de manos de Tanaka, Ciel pudo ver el nombre de su marido escrito sobre ella con una caligrafía graciosamente femenina.

Sebastián rasgo el sobre y una ancha sonrisa se dibujó en sus labios según leía su contenido.

— Dile a Hanna que sí — le dijo al muchacho que aguardaba.

Ciel noto que Dunlop, detrás de él, hacía un gesto de rigidez.
Sus mejillas ardían de coraje y su mente, de envidia.

¡ Valiente descaro de aquella mujer enviando un mensaje a Sebastián precisamente la primera noche que volvía a casa con su flamante esposo !.

Era ultrajante.

Cuando el mayordomo despidió al muchacho y cerró la puerta tras él, Sebastián cogió del brazo a Ciel y lo condujo hasta la escalera.

— Buenas noches, querido — dijo, y soltando su brazo lo dejó que subiera él solo.

El doncel fue ascendiendo lentamente con la cabeza bien alta, por que su orgullo no le permitía mostrar su herida a los dos hombres que quedaban abajo.

¿ Pensaría Sebastián continuar sus relaciones con Hanna ?.

Tal vez fuera está la misma pregunta que aquella mujer le hacía en su nota a la que Sebastián contesto con tanta presteza.

¿ Correría al lado de Hanna en la primera oportunidad que tuviera Sebastián, al día siguiente ?.

No.

Ciel se juro a sí mismo que lo impediría.

El vino borro sus inhibiciones.
Se puso el camisón negro de encajes; luego se soltó el pelo que le cayó hacía la cintura en una cascada de ricas olas color azabache.

Luego se trasladó presuroso al dormitorio de Sebastián, retiró el cobertor y se deslizó entre las sábanas tibias.
Cuando Sebastián subiera se lo encontraría allí.

El vino le había prestado un valor del que antes carecía, y estaba determinado a que Sebastián oyera aquella noche sus disculpas y su nueva comprensión acerca de él.

Pocos minutos después oyó alejarse un caballo.

Se asomó a la ventana diligentemente y vio que era el capataz que se iba.
Siguió puesto en la ventana durante un rato.

La luna era llena y clara y un manto de estrellas como un millón de pequeñas bujías rutilaban el el firmamento.
El aire de la noche traía hasta su ventana el perfume de los jacintos y los jazmines.

Willowmere dormía silencioso y encantador bajo la luz pálida.

Mientras estaba en la ventana, un criado trajo otro caballo hasta la puerta de la casa.

De pronto surgió Sebastián, monto en el y desapareció más allá de las sombras de Willowmere.
El repiqueteo de los cascos del animal actuó como un martillo en la mente incrédula de Ciel.

Sebastián estaba tan deseoso de su amante que corría desenfrenado hacia ella la primera noche que pasaba en casa con su esposo.

Quedó sumido en la angustia y el furor.
Que ufana debía sentirse Hanna habiendo arrebatado a su amante de los mismos brazos de su esposo, nada más llegar.

Casi se había puesto en ridículo está noche.
No había duda de que Sebastián solo quería a su amante.

A él no lo amaba.
Se juro a sí mismo el doncel que no daría a Sebastián la satisfacción, nunca, de saber en lo más mínimo que él deseaba estar en su cama ocupado con el.

Tampoco imploraría jamás sus atenciones.
Ahora jamás se humillaría ante él.

Pero a pesar de su resolución, no podría dominar sus deseos por Sebastián.

Incluso ahora, cuando cabalgaba hacia su amante, su cuerpo le seguía reclamado, aunque solo lo llevará de vez en cuando a visitar el paraíso que tan brevemente había recorrido aquella misma mañana.

Paso mucho tiempo antes de cayera en un sueño inquieto, exhausta del largo viaje y de sus atormentadas emociones.

Cuando se despertó, el sol ya brillaba en el cielo.
Al levantarse oyó el galopar de un caballo y corrió a la ventana.

Era Sebastián.

Descendió de su cabalgadura y entrego las riendas a un mozo que esperaba.

Por el aspecto de su cara estaba segura de que no venía de pasar la noche solo en una cama triste.

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