☆ 38 ☆
La pequeña iglesia donde iban a casarse estaba, como todo lo demás de la nueva capital, sin terminar.
Al detenerse delante de la modesta estructura de madera, que todavía estaba sin pintar y le faltaba medio campanario, Ciel miró a su alrededor un poco temeroso de que Alois hubiera decidido presentarse.
Aunque era cierto que no quería verle más, también lo era que no podía ahogar su ansiedad por lo que le pudiera ocurrir hoy cuando expirase el plazo y no fuera capaz de saldar su deuda con Jumpo.
El no era un doncel vengativo y aun que estaba enojado por lo que le había echo su primo, no deseaba verle en un mal trance.
Pero cuando Sebastián lo ayudó a descender de la carriola que había alquilado, la calle estaba vacía a no ser por un extraño caballista que se dirigía hacia ellos.
— Aquí llega Agni — dijo Sebastián, agitando la mano hacia el.
Ciel se puso a examinarlo.
Aunque iba sencillamente vestido con un traje negro, camisa blanca y medias blancas de seda, tenía un porte distinguido.
Su hermoso rostro cuadrado, abierto y honesto, era el de un hombre vigoroso, pleno de vida y curiosidad, que parecía mucho más joven de lo que indicaba su largo cabello gris.
Nada más desmontar, Sebastián hizo las presentaciones.
— Ciel, aquí Agni Jefferson.
— ¿ El presidente... ? — su incrédula pregunta salió de su boca antes de que pudiera contenerse, y se sintió como un necio cabal.
¿ Como tendría que dirigirse a un presidente americano ?.
¿ Tendría que hacer una reverencia igual que delante de un Rey ?.
Se imaginaba que no.
— Señor... Quiero decir Excelencia, digo Majestad — se quedó corto, seguro de que « Majestad » no era correcto —. No sé lo que me digo — confesó francamente —. Jamás me he visto frente a un Jefe de Estado y no se como dirigirme a usted. ¿ Debo hacer una reverencia ?.
— Ciertamente no — confesó Jefferson, rutilandole los ojos de deleite ante aquel candor. Lo obsequio con un sonrisa tan amable y grata que inmediatamente se granjeó el afecto de Ciel —. Nosotros tenemos aquí una república y todos somos iguales.
Ciel, asintió, todavía un tanto ofuscado por el echo de que Sebastián tuviera relaciones tan íntimas con el hombre más importante de su país.
Pero entonces se acordó de lo que Alois había dicho acerca de que Jefferson prefería la compañía de los granjeros.
Un carruaje se aproximaba rápidamente a ellos.
— Esa debe de ser Doll — dijo Sebastián —. Será nuestro otro testigo — añadió dirigiéndose a Ciel.
Ciel iba de sorpresa en sorpresa.
¿ Sería posible que fuera Doll Madison, de la que había oído hablar en casa de la modista ?.
¿ La misma que actuaba de anfitriona con Jefferson ?.
El coche dejo de rechinar y se detuvo.
De el descendió, como un torbellino, una mujer escultural, con los ojos más vivaces y la sonrisa más indomable que jamás había visto Ciel.
Tendría poco como más de treinta años y su cabello castaño lo parecía aún más en contraste con su delicada piel rubia.
Doll Madison no era un belleza en el sentido clásico, pero su vivacidad compensaba con creces este hecho.
Su simple vestido de seda amarillo con cintura de estilo imperio y falda tenue era de última moda.
— Es usted encantador — dijo Doll, sin esperar a saludar a los caballeros, depositando en Ciel su deslumbrante sonrisa —. Ahora me explico por qué ha conseguido que Sebastián salga de su recalcitrante soltería.
Se volvió hacia Sebastián.
En los ojos de Doll había un chisporroteo malicioso.
— Yo ya es yo que en modo alguno he venido a tu boda, por que se celebró en Inglaterra hace un mes. Lo que va a suceder dentro de poco no es más que un sueño que, por supuesto, olvidaré en cuanto me despierte.
Sebastián la obsequio con un guiño.
— Sabía que podía confiar en ti, Doll.
— Creo que es vergonzoso, sencillamente vergonzoso, lo que ese maldito de William T. Spears quería hacerte — dijo Doll —. Pero tú eres más listo que el.
— El párroco nos está esperado — dijo Jefferson —. Valdría más que entráramos.
Ciel se quedó rígido.
Siempre había temido el momento en que fuera obligado a quebrantar el voto que le hizo a su padre y entregarse a este americano, y ahora ese momento había llegado.
Vio que Doll se había apercibido del pánico que reflejaba su semblante y lo estaba mirando con ojos de interés.
— Id entrando los varones — se apresuró a decir Doll—. Mientras yo ajusto el velo de Ciel. Solo será un momento.
Después de que los hombres hubiesen desaparecido dentro de la iglesia, Doll se dirigió a Ciel, con sus cálidos ojos azul opaco rebosantes de simpatía.
— Comprendo el miedo que debe de tener, créame. Usted no es casa por amor, sino por necesidad. Pero aveces, cuando las circunstancias nos obligan a hacer lo que nos dicta la cabeza y no el corazón, descubrimos que lo juicioso, solo por serlo, también nos trae gran felicidad.
Doll levantó las manos y arreglo los tules del velo de Ciel.
— Yo también estaba llena de secretos recelos cuando me casé con mi amado esposo. Yo le admiraba más que a ningún hombre, tenía miedo de su brillante cerebro y estaba segura de que sería un buen padre para mi hijo y un esposo fiel para mí, pero no puedo decir que verdaderamente le amaba.
Cogió las manos de Ciel y las retuvo entre las suyas.
Doll continúo:
— Los recelos continuaron aún después de mi boda. Ahora, en cambio, mí marido es tan vital para mí que no puedo soportar siquiera separarme un día de el. Pero entremos que ya nos estarían echando de menos.
El párroco era un joven serio, con gafas y nervios.
Empezó a leer el servicio con voz suave.
Ciel se encontraba en el altar flanqueado por dos extraños: uno, el presidente de los Estados Unidos, y el otro, la esposa de su secretario de Estado.
Estaba paralizado, tal vez como si todo esto no le estuviera sucediendo a él sino a otra persona menos afortunada.
Cuando llego el momento de pronunciar su promesa, aguardo a decir que si todo el rato que fue capaz de responder.
Solo cuando sintió a Sebastián tensó a su lado y vio con el rabillo de ojo que su rostro se tornaba tormentoso, entonces se atrevió a romper el silencio.
Con voz minúscula se entregó a este hombre extraño y colérico hasta que la muerte los separe.
Después de la ceremonia, Jefferson insistió en que los recién casados fueran con el a su residencia para hacer un brindis y tomar un refrigerio.
Doll, sin embargo, se excusó muy a su pesar suyo y se fue.
— Debo regresar a casa con mi esposo. Ha estado muy enfermo y me tiene muy preocupada — dijo.
Cuando la carriola se detuvó ante la blanqueada mansión de la avenida de Pensilvania, Ciel comento:
— Así que este es el Palacio del Presidente.
A Agni pareció no gustarle.
— Por favor la casa del presidente. Me disgustan todos los jaeces de la realeza — dijo sonriendo —. Espero que le guste.
Cuando cruzaban la plataforma de madera que conducía hasta la puerta, Jefferson dejo pasar primero a Ciel delante de él y le pregunto si le gustaría que le enseñará la casa.
El doncel acepto inmediatamente la proposición.
Mientras le fue guiando a través del amplio comedor público, una habitación oval proyectada para vestíbulo, que Jefferson había convertido en sala de recepciones, la biblioteca que usaba como oficina y la antecámara a continuación, explico a Ciel y Sebastián que pensaba añadir las alas este y oeste que darían alojamiento a los sirvientes, un secadero de carne y un lavadero.
Les condujo hasta el comedor privado donde les había preparado un festín: carne asada, jamón, ostras, cambaros, huevos, diversas frutas y hortalizas, al menos una docena de diferentes clases, un pastel de boda y diferentes confituras.
Después de brindar por la pareja, con champán, Agni dijo con una sonrisa en los labios:
— Ciel, espero que no juzgues presuntuoso el que hable de tus más íntimos secretos delante de ti, pero Sebastián es viejo amigo mío y siempre nos hemos hablado con sinceridad — se volvió hacia Sebastián, añadiendo tranquilamente —. Tu sabes que me sentí muy afligido anoche cuando me contaste tus planes de matrimonio. Me temía que tú precipitada acción fuese dictada solo por tu determinación de no casarte con Grell. Pero ahora que he conocido la belleza y el encanto de la novia que te has ganado, me siento más tranquilo.
Ciel estuvo sensiblemente tentado a confiar en el presidente y contarle la verdad forma en que Sebastián se lo había « ganado ».
Pero había sabido contener su lengua hasta este momento y seguiría haciéndolo.
Era obstinado pero no rencoroso.
No ganaría nada con decírselo todo a Agni, excepto disgustar grandemente a este hombre bueno y amable y, muy posiblemente, enajenar a Sebastián para siempre.
Ciel quedó fascinado por Jefferson.
Era tan bondadoso y atento, hablaba tan amorosamente de sus hijas y nietos... Tenía unos conocimientos tan extensos que podía hablar tan fácilmente — incluso de forma brillante — de cualquier tema que se suscitará.
¡ Cuánto habría disfrutado su padre conversando con este hombre !.
Pero entonces se acordó, con un súbito sobrecogimiento, que su padre había calificado a este hombre, el más cuerdo de los hombres, de « un loco revolucionario ».
— Por supuesto — seguía hablando Agni —. Hice como me pediste anoche y hablé con Artur Londor a cerca de mandar a Alois Phantomhive de vuelta a Inglaterra — el presidente se volvió hacia Ciel —. Sebastián me contó la mala situación de tu primo al no poder pagar sus deudas de juego. Dijo que lo más seguro para Alois sería que volviera a Inglaterra.
— ¿ Puso Londor alguna objeción ? — pregunto Sebastián.
— Al contrario, se sintió encantado. Me temo, Ciel — dijo Agni a manera de disculpa —. Que Londor no tiene de él un concepto elevado. En cualquier caso, tu primo fue puesto a bordo de un barco está mañana en Georgetown que va rumbo a Nortfolk donde tomara otro con destino a Inglaterra.
Ciel quedó sumamente aliviado.
— Gracias. Le estoy muy agradecido.
— Supongo que le echarás de menos — comento Agni.
— Nunca — está palabra se escapo se los labios de Ciel antes de que él se diera cuenta.
Al ver la confusión que se formaba en el rostro de Jefferson, se volvió había Sebastián, con una silenciosa súplica de ayuda reflejada en sus ojos.
— Me temo que Alois no solo era un jugador incorregible si no también un hombre faltó de escrúpulos — explico su esposo —. Trato de chantajearme a mí y, al fallarle, quiso vender a Ciel a la condesa de Beroit.
Agni quedó conmovido y preocupado.
Guardo silencio durante un rato.
Luego dijo tristemente:
— Sebastián, ojalá me hubieras dicho eso anoche. No hubiera permitido que volviese a Inglaterra.
— ¿ Por que no ? — pregunto Ciel con sorpresa.
El presidente tenía el rostro grave.
— Si es tan faltó de escrúpulos, ¿ Quién le impide que se venda al duque Trancy y le revele tu paradero Ciel ?.
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