★ 35 ★
Cuando el coche de caballos que Alois había alquilado se detuvo aquella noche ante la puerta de la residencia de la marquesa, Ciel no pudo ocultar su admiración.
Esta era la casa más sólida e importante que hasta entonces había visto en Washington.
Era una enorme estructura de dos plantas, hecha de ladrillo, con dos grandes ventanas por las que salían los suaves acordes de la música de un pianoforte.
Un sendero de losa, bordeado de arbustos, protegía sus sandalias de satén azul en su caminar desde el coche a la puerta.
Ciel se había olvidado del insinuante decolletage de su vestido azul, y ahora se sentía un poco nervioso.
En los Estados Unidos, particularmente, el escote generoso llamaba un poco la atención.
Él y Alois fueron recibidos en la puerta por un hombre alto y musculoso cuyo continente antipático no contestaba con su librea de criado.
Les hizo esperar en el vestíbulo de la entrada mientras avisaba a la condesa y desapareció por un juego de puertas dobles a la izquierda, rebelando un salón repleto de brocados y oropeles.
Tenía tanto ornato y fastuosidad como el salón de baile del duque de Stuker, pero era de un gusto considerablemente peor.
Ciel pensó divertido que habría dicho al verlo el criticón de Fitzhugh Flynn.
Dentro había un grupo numeroso, quizá veinticuatro personas en total, y, cosa curiosa, la mayor parte eran mujeres y donceles, todos ellos jóvenes, bellos y costosamente vestidos.
De hecho, Ciel contaría solo tres hombres en todo el salón.
Podría haberse imaginado que se encontraba en un colegio de señoritas, salvo que sabía que en ningún establecimiento de esta clase sus alumnos vestían trajes tan osados.
En comparación con aquellos donceles, Ciel se sentía un tanto molesto.
Todos los presentes escuchaban con atención a un hombre sentado en un bajo sofá en el centro de la estancia.
Estaba tan asediado por el grupo, que Ciel solo podía ver de él un trozo de su ostentosa chaqueta de terciopelo.
Luego se puso en pie y el corazón de Ciel pareció salírsele del pecho.
Era Sebastián Michaelis.
¿ Que estaría haciendo aquí ?.
Su calzón blanco de seda le caía a la perfección junto a sus anchos hombros, caderas delgadas y muslos musculosos.
El blanco de su chalina escarolada sobre su pecho acentuaba más sus bellas facciones broncíneas y la prenda superior de terciopelo que llevaba puesta parecía una segunda piel.
Nada en el denotaba el el más leve signo de que fuese un granjero.
Más bien parecía un caballero elegante, completamente adaptado entre lo mejor de la sociedad.
Ciel sintió subirsele un nudo a la garganta al acordarse de lo furioso que estuvo con el la última ves que se vieron.
Pero ningún objeto tendría ahora tratar de calmarle.
Con una angustia de celos noto que parecía bastante conocido por los donceles y las damas que lo rodeaban, avidas de ser objeto de su atención.
La condesa se desprendió del grupo que rodeaba a Sebastián y vino al encuentro de Ciel y Alois.
Era esbelta y atractiva, y su complicada disposición que rutilaba combinado con peinetas tachonadas de diamantes.
En la curva de sus senos, sobre el escote púrpura pálido de su vestido, descansaba un collar de diamantes.
Aún que tenía unos andares juveniles, no era tan joven como había aparentando a distancia.
El recio maquillaje y los polvos disimulaban la mayor parte de las líneas reveladoras de sus años.
La condesa examinó detenidamente a Ciel y sus ojos castaños, casi negros, relampaguearon.
Cuando acabo de evaluarlo se volvió hacia Alois.
— « Eh Bien », el primo es tan bello como usted lo describió, « cheri ». Siento un poco no hacer negocios con usted.
Ciel quedó desconcertado por las palabras de aquella mujer, pero antes de que tuviera tiempo de hacer algunas preguntas, la condesa les condujo a lo largo de un pasillo hasta una pequeña habitación situada en la parte posterior de la casa.
En el centro había una mesa con dos barajas de cartas.
Sobre la cubierta de mármol de otra mesita de caoba descansaba una cubeta de champán frío y varias copas.
La condesa les envío un beso y los dejo solos.
Ciel se volvió enfadado hacia sí primo.
— Alois ¿ Que significan estás cartas ?.
Las comisuras de la boca de Alois se retorcieron en una fina y nerviosa sonrisa.
— La condesa es una soberbia anfitriona. Satisface todos los deseos de sus invitados.
— Vámonos ahora mismo, sin que pongas la menor objeción. No pienso permitir que juegues.
Se volvió había la puerta y se encontró frente a frente con Sebastián.
Este le miró fríamente e hizo una leve y brusca inclinación de cabeza, cosa que hundió el corazón de Ciel al darse cuenta de que no lo había perdonado.
Sebastián siguió adelante y fue a sentarse en una de las sillas que había junto a la mesa.
Alois asintió y se sentó frente a él.
— ¡ Alois ! — grito Ciel alarmado —. ¿ No irás a jugar con el ?. Tu mismo has dicho que esa demasiado experto para ti —. Se volvió había Sebastián —. Y usted, ¿ Que piensa ganar aquí ?. Ya le dije que el no tenía dinero y se encuentra muy endeudado.
Sebastián sonrió.
Era una extraña y dura sonrisa.
— Eso ya lo sé, pero mi corazón no es tan duro como usted piensa. No puedo abandonar a su primo, ahora que su vida depende de un hilo.
— Eso era antes. Ha encontrado un banquero que le prestó el dinero para pagar a Jumpo.
Sebastián se hecho a reír
— Eso es lo que le contó. Pero me temo que no le dijera exactamente la verdad — Sebastián empezó a barajar con manos ágiles y graciosas —. Yo, como usted bien sabe, no soy banquero ni tampoco he prestado el dinero. Solo convine en ofrecerle la posibilidad de que gane 10.000 dólares. Nos jugaremos esa cantidad. Si gana podrá pagar a Jumpo.
— ¿ Y si pierde ?.
— Ciel, cállate — exclamó Alois impaciente —. No perdere. Esta noche boy a tener mucha suerte. Lo presiento.
Pero el doncel insistió:
— ¿ Y si pierde Alois ?. Usted sabe que no podrá pagarle —. La voz de Ciel adquirió un sutil acento de sarcasmo —. ¿ O es usted tan blando de corazón que no le importará perdonarselo ?.
— No, ciertamente — Sebastián dejo la baraja sobre la mesa —. Por eso he requerido a Alois para que ofrezca una prenda de garantía por si pierde. El no está totalmente desposeído de bienes.
— Me gustaría saber qué clase de bienes son esos — dijo Ciel con acritud.
— ¿ De veras ? —. La misma sonrisa de antes volvió a dibujarse en los labios de Sebastián —. Aunque esos bienes, estrictamente hablando, no son suyos, si puede traspasarme el control sobre ellos.
Ciel estaba pálido.
Se volvió había Alois y le recriminó duramente:
— ¿ Así que estás cediendo tu herencia antes de que haya muerto nuestro tío ?.
— Ciel, re estás poniendo muy cargante — dijo Alois —. ¿ Empezamos, señor Michaelis ?.
— ¿ Le parece un punto de diez dólares ? — pregunto Sebastián con indiferencia.
Alois asintió con hosquedad y se puso a repartir las cartas, de dos en dos, con manos ligeramente temblonas.
Ciel se sentó en una silla junto a la pared.
¿ Que pertenencía de los Klaus habría pignorado Alois ?.
¿ Y que diría su tío cuando se enterase ?.
Alois iba ganando durante las primeras manos y Ciel empezó a relajarse un poco.
Pero luego le asalto una nueva duda.
¿ Como un granjero iba a tener 10.000 dólares ?.
No era posible que Sebastián tuviera tanto dinero.
Estaba tan convencido de su habilidad para derrotar a su primo que había decidido embarcarle para que se jugase parte de su herencia.
Ciel casi se levantó de su silla para protestar, pero en aquel momento se contuvo, mordiéndose la lengua.
No le vendría mal a Alois aprender una buena lección.
Sebastián ignoro a Ciel mientras jugaba, echándole, como máximo, alguna que otra mirada de soslayo.
El doncel, apesar de su enojo contra el por establecer tan imposible apuesta, continuaba irritado por su fría indiferencia.
La partida empezó a ir mal para Alois y los números del lado de Sebastián empezaron a elevarse.
Era como si Sebastián hubiese estado jugueteando con Alois al principio, aplacandole — a él y a Ciel — en un falso sentido de seguridad.
Ahora había empezado a jugar enserio.
Alois estaba en apuros y cuanto más perdía más apostaba.
Cuando Sebastián acababa de ganar una partida más, Ciel miró el tanteador y vio horrorizado que Alois iba perdiendo casi 8.000 dólares.
Se le veía inquieto mientras observaba la distribución de cartas para una nueva mano, que también acabo en desastre para Alois.
Este reunía tan sólo siete miserables puntos, frente a sesenta y cuatro de Sebastián.
Si la mano siguiente salía igual, los puntos de Sebastián quedarían doblados.
Alois parecía darse cuenta de su difícil situación.
Le temblaban tanto las manos que casi no podía distribuir las cartas.
Al ganar está mano, su cara se encendió de alivio y Ciel experimento un atisbo de esperanza.
Si suerte le acompaño y ganó aquel punto.
—« Quatriéme » — dijo Sebastián.
— No buena, una quinta — replicó Alois.
Ciel respiraba con mayor dificultad.
La quinta hizo ganar a Alois quince preciosos puntos más, y Ciel estaba seguro de que ganaría aquella mano.
Pero su júbilo duro hasta que Sebastián pronunció « Quatorze ».
Miró nervioso a su primo.
— « Quatorze » doble — dijo Sebastián.
A Alois parecía como si le hubieran atravesado el corazón de una puñalada.
Sebastián abrió con el as de corazones y Alois puso el nueve.
Seguidamente Sebastián arrojó el rey de corazones, arrancando la reyna a Alois.
Ciel estaba convencido de que Alois ya no tenía corazones.
Sus temores fueron confirmados cuando Sebastián saco la sota y luego el diez, y Alois fue obligado a echar dos diamantes.
Cuando terminó la mano, Sebastián se había llevado todas las bazas,sumándose cuarenta puntos más por haber dejado al otro zapatero.
Ciel cálculo rápidamente de cabeza.
Alois solo había conseguido está vez sumar veinte puntos a los siete de la mano anterior.
Sus pérdidas se duplicarían.
El doncel sabía el fatal desenlace incluso antes de que Sebastián anunciará con voz perezosa:
— Ha perdido usted este juego por 123 puntos dobles. Esto le sitúa en 10.140 dólares por debajo de mí. Me temo, señor, que nuestra partida a terminado y tendré que cobrarme ahora mismo mis ganancias.
— ¿ Como piensa usted cobrarlas si están en Inglaterra — dijo Ciel —, y todavía pertenecen a ml tío ?.
Sebastián se quedó mirándolo con verdadero asombro.
— ¿ De que está usted hablando ? — dijo.
Un pequeño nudo de ansieda se apoderó del pecho del doncel.
— ¿ Que es lo que ha ganado usted ? — le pregunto.
— Lo he ganado a usted — respondió Sebastián fríamente.
— ¿ Que ? — dijo el doncel, boquiabierto.
El mundo se nublo ante sus ojos y por un instante creyó que iba a desmayarse.
Cuando se ladeaba, Sebastián le agarró con firmeza, con manos nada suaves.
— No — gimió el joven —. No.
Todo parecía una pesadilla.
Alois no podía haberle hecho esto a él.
¡ No podía haberselo jugado a las cartas como si fuera una mercancía !.
Era monstruoso, impensable, inconcebible que se lo hubiera jugado a las cartas con este granjero americano.
Pero cuando Ciel abrió los ojos y vio la cara patibularia que ponía Alois, comprendió que era precisamente eso lo que había hecho su primo.
Si espíritu se incendió de rabia y volviéndose contra Sebastián dijo :
— Yo no soy un esclavo. Usted no tiene control sobre mí.
— Pero el sí que lo tiene — dijo Sebastián tranquilamente, sin soltar su fuerte presa —. Usted es su pupilo y él tiene documentos que lo aprueban.
¡ Los documentos que el había firmado.... !.
¡ Había convertido a Alois en su tutor !.
Lleno de horror se acordó de sus recelos al estampar su nombre en el documento.
Oh...
¿ Por que no habría tenido en cuenta sus temores ?.
Sebastián le levantó con rudeza la barbilla, obligándolo a mirarle de frente a su rostro duro e inexpresivo.
— Ahora me pertenece a mí — dijo.
La aspereza de el hombre lo confundía y enervaba.
Aquel rostro duro no mostraba ningún afecto hacia él y le obligaba a recordar su insultante proposición.
Los brazos de Ciel llevaban las magulladuras que el hombre le había ocasionado el día anterior.
— Así que me va a obligar a convertirme.... — la voz del doncel se quebró sin poder terminar la frase.
— ¿ En la concubina de un granjero ? — añadió él.
El joven hizo un respingo como si le hubieran abofeteado.
— ¡ Alois ! — exclamó poseído de rabia y de vergüenza —. ¿ Como pudiste venderme a este hombre ?. Eres peor que sir Grey.
Alois palideció.
— Él.... El dijo que se casaría contigo. Le hice que me lo jutase.
Aquel pensamiento era demasiado fuerte para los destrozados nervios de Ciel y prorrumpió en una risa salvaje e histérica.
— Magnífico, Alois — pudo articular finalmente —. Has hecho que un pobre porquerizo te prometa casarse conmigo.
Las garras de Sebastián se cerraron aún sobre los brazos del doncel, y un músculo cerca del rabillo de su ojo izquierdo se crispo enojado.
— Debería usted agradecer mi generosidad al darle un nombre honesto y un hogar.
— Un nombre honesto, una choza por hogar y una piara de cerdos como compañeros de vida social — le espetó el joven.
Se esforzaba ferozmente por liberarse de él y acabo admitiendo su derrota.
Sebastián lo soltó y le empujó hacia la puerta.
— Vaya a arreglarse un poco — le dijo se Sebastián con brusquedad —. Yo tengo que liquidar un pequeño asunto con su primo.
El doncel obedeció, deseoso de que hubiera otra salida en la habitación a dónde lo habían enviado.
Pero, para su desgracia, era un reducido cuarto de aseo.
No tenía más puerta que la entrada, pero había una estrecha ventana.
Rápidamente levantó la hoja y recogiéndose la falda se puso a escalarla.
Mientras saltaba se enganchó su vestido y al caer al terreno blando del otro lado oyó como se desgarraba el tejido.
Tiro frenético de la ropa, dejando un bien jirón en el marco de la ventana.
Echó a correr sobre el terreno blando y fue a salir a una calle lateral.
Como una invidente, siguió en línea recta, a lo largo de una calle oscura y cenagosa, sin saber a dónde iba.
Tenía que llegar como fuese hasta el establecimiento de Mrs Murphy y recoger los escasos ahorros que tenía guardados.
Luego escaparía.
No tenía idea sobre la dirección que llevaba.
¡ Solo sabía que debía correr, correr, correr !.
Al cabo de un rato empezaron a dolerle los pulmones y a flaquearle las piernas, pero se esforzaba en continuar adelante.
De pronto, tropezó con la raíz de un árbol salida de debajo de la tierra y cayó de bruces.
Durante un rato no pudo hacer otra cosa que continuar jadeando.
Luego sin previo aviso, sintió unas manos poderosas, igual que bandas de acero, que lo agarraban y le ponían de pie.
— ¿ Que tal le ha ido la carrera ? — era la voz burlona de Sebastián.
De su garganta se escapo un pequeño sollozo.
¿ Como le había encontrado tan pronto ?.
— Es usted muy silencioso. No le oí acercarse — dijo el doncel amargamente.
— Me enseñó a rastrear un indio. Los indios no hacen ruido. Aunque no hubiera necesitado aprender de ningún indio para seguir su rastro: un jirón de falda en la ventana, huellas sobre el terreno blando... Hasta un niño lo habría encontrado.
— Lamento no haber puesto a prueba su habilidad. La próxima vez trataré de hacerlo mejor.
Sebastián apretó su presa sobre él.
— No habrá próxima vez, aunque tenga que encadenarlo a nuestra cama. Es usted un cuervo mío, oficialmente escriturado por motivo de deudas, y puedo hacer con usted lo que se me antoje. La ley me ampara — dijo Sebastián al tiempo que lo levantaba en sus brazos y echaba a andar cargando con él.
— ¿ A dónde me lleva ?.
— Pasaremos la noche en casa de la Condesa.
— ¿ Juntos ? — la voz de Ciel temblaba.
— Es lo más seguro.
El aire jocoso que había en sus palabras lo exasperaban más.
— No pasaré una sola noche con un hombre que no es mi marido — espetó el doncel.
— Querido mío, permítame recordarle que ya pasó muchas noches conmigo sin que lo fuera — dijo secamente Sebastián —. Además, como parece tener una tendencia a escaparse, me temo que no me atreveré a perderlo de vista hasta que mañana nos hayamos casado.
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