✦ 23 ✦
Los días que siguieron fueron angustiosos tanto para Ciel como para Sebastián.
Su confianza en él se había roto y el joven ahora se mostraba cauteloso.
La fácil y franca camaradería que habían disfrutado recibió un serio golpe que, posiblemente, podría resultar letal.
El vanidoso rechazo enfurecía a Sebastián, pero su furor, sin embargo, no eliminaba su deseo por él.
Solo podía encontrar consuelo pensando que el viaje había transcurrido ya en más de su mitad y pronto terminaría su frustración.
Cómo solaz, entre tanto salía del camarote y dedicaba su atención a la esposa de Sir Chatwin, la cual se había interesado mucho por el desde el primer día del viaje.
Aunque Sebastián no sentía mucho interés por ella, gustaba de su complacencia después del respingo de Ciel.
El día siguiente a su áspero intercambio verbal, Ciel acogió de buen grado la ausencia de Sebastián.
Pero sin el, pronto encontraría insoportable su reclusión en aquel reducido camarote.
Por lo mucho que le doliera admitirlo, le echaba terriblemente de menos.
El tiempo, que antes pasaba veloz en su compañía, ahora le resultaba interminable.
Cuando Sebastián regreso al camarote venía rodeado de un penetrante olor a almizcle.
Ciel le pregunto:
- Por un casual, ¿ No sé habrá caído dentro de una tina de perfumes ?.
Sebastián se echó a reír sarcásticamente mientras ponía su chaqueta en el colgador que había junto a la puerta.
- Así que Lady Chatwin ha puesto en mi su tarjeta de visita.
- ¡ Lady Chatwin !.
- A diferencia de usted, esa dama no siente aversión a un poco de placer con un hombre que no es su esposo, aún que se trate de un granjero americano pobre.
Ciel sintió una punzada de celos.
- Es usted un necio engreído, que está calumniando a Lady Chatwin. No es usted tan irresistible cómo piensa.
Pero aunque decía eso, Ciel sabía que no era verdad.
A un hombre como Sebastián no le faltarían mujeres o donceles dispuestos a calentar su cama.
Sebastián hizo una mueca lasciva mientras se dirigía al aparador para servirse una copa de brandy.
- Uno no echa de menos una cosa hasta que la prueba.
El doncel se quedó mirándole y quiso consolarse pensando que Lady Chatwin era indudablemente una mujer estúpida y aburrida, pero su especulación no le hizo sentirse mejor.
Le parecía como si no pudiera resistir un instante más su encierro en el pequeño camarote, y anunció que iba a subir a dar un paseo por cubierta, la primera vez que lo hacía en horas diurnas.
- Se lo pondrá más difícil a su adorado esposo - le advirtió Sebastián, volviendo a dejar la garrafa de brandy en el aparador.
- No me importa - repuso Ciel, cogiendo su capa del colgador, donde estaba junto al chaquetón de Sebastián.
El tomo la capa de las manos de Ciel y se la puso sobre los hombros.
- Haga lo que le plazca, pues. Allá usted.
Sebastián recogió su chaquetón y lo acompañó a cubierta.
Ciel aspiro profundamente el aire, cargado con registro de sal, y se puso a mirar a las grandes velas blancas y cuadradas que ondeaban en los elevados mástiles del barco.
Pero la escena que se contemplaba más allá del navío era menos estimulante.
El cielo y el mar tenían el mismo color gris deprimente y formaban un todo nebuloso y tétrico, de manera que no se podía saber dónde acababa uno y dónde empezaba otro.
Un viento vivísimo azotó el cabello y la capa de Ciel.
Hacia más frío en cubierta de lo que el joven había imaginado y echo de menos su manguito de piel.
A pesar de ello, no emitió una sola palabra de queja.
No quería avivar la mordaza lengua de Sebastián actuando como un doncel delicado.
Apenas habían andado cincuenta pasos por la cubierta cuando se aproximó a ellos una joven menudita de rostro angelical totalmente arropada con pieles.
Clavo impacientemente sus descontentos ojos en Sebastián, el cual le hizo una leve reverencia y procedió a presentársela como Lady Ángela Chatwin a Ciel.
Lady Chatwin era al menos cuatro pulgadas más baja que Ciel y su edad no pasaba de veinticuatro años.
Para mayor irritación tenía que reconocer que aquella joven era bella, aunque la blancura de su piel podía atribuirse al agua del mercurio más bien que a su naturaleza, y el color de sus mejillas y labios al carmín, más bien que a su buena salud.
Los ojos de Lady Chatwin se achicaron mientras echaba a Ciel esa mirada de tasación que toda rival recerva a su competidora.
Era evidente que, después de todo. Sebastián no había subestimado su efecto sobre aquella dama.
La voz de Lady Chatwin fluyó con dulzura:
- Señor Michaelis, comprendo que este pasando un mal viaje - sonrió con falsa inocencia -. Afortunadamente, yo no tengo ese problema. Mi esposo dice que no hay nada más aburrido que una mujer enferma.
La atención de Ciel fue atraída por una voz de hombre tras él que preguntaba:
- ¿ A quien tenemos aquí, a un nuevo pasajero recogido del Atlántico ?.
Sebastián lanzó una mirada fría al recién llegado.
- Mi esposo ha aprendido finalmente a caminar por el barco sin perder el equilibrio, Lord William - repuso bruscamente.
Ciel examinó un poco decepcionado al hijo del conde de Blandshire.
Era guapo, pero sus ojos de color exótico le parecían morbosamente calculadores.
Y sus expresiones burlonas.
Su gabán era de la mejor lana, con cuello de terciopelo y de impecable hechura, pero no le caía tan bien como el suyo a Sebastián hecho a estambre.
Era Lord y heredero de una familia noble, por supuesto, pero Ciel se vio obligado a admitir, a pesar suyo, que Lord William tenía apariencia de un hombre burlón y arrogante.
Falto del calor, que Sebastián desprendía.
No obstante, se dijo a si mismo que aquel alto hombre de elevada cuna y buena crianza, no se comportaría nunca tan rudamente como lo había hecho aquel granjero.
Pembroke estudio a Ciel con interés.
- ¿ Es usted también americano ? - Ciel le dirigió una sonrisa deslumbrante.
- Me temo que todavía no he echado mi primer vistazo a América.
- Eso quiere decir que esta recién casado. Debe ser terrible para usted dejarse a tras a sus seres queridos.
- Al contrario - exclamó Sebastián -. Tenía tantos deseos de embarcar hacia su nuevo hogar, que apenas puede contenerla.
Los ojos de Sebastián resplandecían de sarcasmo, y Ciel sentía deseos de abofetearle por burlarse de él de semejante forma, sabiendo que no podía decir nada en su defensa.
Sebastián lo agarro posesivamente del brazo.
- Y ahora, si quieren disculparnos... - dijo, llevándose de allí a Ciel.
- ¿ Por que me has separó así de ellos ? - protesto Ciel cuando estaban lo bastante alejados sobre la cubierta -. Me encantaba la conversación se Lord William.
- Me resulta un hombre insoportable - dijo Sebastián irritado -. Además, no podemos arriesgarnos a que nos hagan demasiadas preguntas respecto de cómo nos conocimos y a donde nos condujo nuestro noviazgo. Cuántas más mentiras tengamos que decir ahora, más dificultades tendrá usted después. Querido mío, parece haberse olvidado - dijo al introducirlo al camarote -, de que yo solo pienso en su bien.
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