Ocasionalmente, a altas horas de la noche, por la mañana temprano, cuando los demás pasajeros estaban encerrados en sus camarotes, Sebastián sacaba a Ciel a pasear por cubierta para que respirase aire fresco.

Cierta noche, cuando subieron a cubierta, la luna brillaba en su plenitud y el cielo era un inmenso campo tachonado de estrellas.

Las enormes velas cuadradas del Golden Drake se ondulaban el viento sobre sus cabezas y los juanetes parecían llegar al mismo cielo.

Se pararon en el coronamiento y bajaron sus miradas hacia el negro e impecable mar antes de irse en busca de la protección que les ofrecía el alcázar.

Aquí, al amparo del viento, casi se estaba caliente.

Nada turbaba el silencio de la noche, salvo el viento en las velas y el ruido ocasional del ganado que llevaban a bordo como alimento para el largo viaje.

La luna llena prestaba a la noche un sentimiento romántico y Sebastián lo tomo entre sus brazos y le estrecho fuertemente, conijandolo con su cuerpo.

Notaba la excitación dentro de él, cuando le devolvía el abrazo.

Estimulando, el hombre hizo que sus manos se deslizaran hasta las ligaduras que sujetaban su capa de terciopelo verde y toco su garganta delicadamente, con amor, mientras las desabrochaba, dejando que la prenda resbalara de sus hombros.

Sus labios depositaron un regero de fuego sobre aquella garganta.

La respiración de Ciel salia cada vez más acelerada.

Pero de repente, el doncel le rechazo de un empujó.
Sus ojos estaban atormentados.

- Dijo que no me obligaría... Yo le creí - dijo él con una voz tan llena de reproche que le obligaban a sentirse como un patán -. Ya le advertí que no rompería mi promesa. ¿,Por que insiste ?.

- No lo estoy obligando - protestó el hombre -. Le dije que no haría nada que usted no deseara hacer. Pero creó que desea muchas cosas.

- Por favor - exclamo con voz ahogada -. No puedo.

Llego a la conclusión de que no haría nuevos esfuerzos para seducir a Ciel.

Sencillamente, no tomaría parte en un juego de tan elevados riesgos.