✤ 12 ✤
Lo que Sebastián había supuesto que era la calma de Ciel respondía realmente a su estado de shock emocional.
Todo sucedió tan aprisa que no hubo tiempo para reaccionar: su apresamiento por aquellos rufianes, su inútil resistencia y luego los disparos.
Hubo de transcurrir un momento hasta darse cuenta de que su salvador era el extraño americano que había encontrado en la carretera varios días antes.
Incluso ahora que todo había terminado, seguía sin comprender por completo la sucesión de los hechos.
Ofuscado, siguió a Sebastián dentro de su cuarto.
Fue preciso que estuvieron dentro y viera a la mujer albina para que su estupor empezará a disiparse.
Le atenazó una emoción extraña, una mezcla de desmayo e inexplicable aversión hacia esta mujer.
¿ Era la esposa del americano ?.
Al ver a Ciel, aquella mujer prorrumpió en un enfadado torrente de palabras en francés dichas a tal velocidad que Ciel, quien entendía aquella lengua bastante bien, solo captaba alguna que otra al azar.
Sebastián la silencio con una firme admonición hablada en voz tan baja que Ciel no pudo oírla.
Ángela lo rechazo con un mohín, y el pareció aliviado de no tener que hacer presentaciones formales.
Cuando cogió su cuchillo y alzó la capa de Ciel para cortar las ligaduras, sus ojos fueron atraídos por aquella descubierta piel tan bella y suave a la vista, al igual que el pequeño botoncito de color rosa que sobresalía por el jirón del vestido.
Ciel se ruborizó al ver que el hombre miraba intensamente, su pecho descubierto y dijo:
— Si usted fuese un caballero no miraría de esa forma.
— Señorito, yo soy un amante de la belleza — respondió Sebastián al tiempo que cortaba las ataduras de sus muñecas. Lentamente volvió a colocarle la capa sobre los hombros —. Y ahora, si me disculpa, voy a vestirme.
Inclino ligeramente la cabeza y se oculto tras un biombo que había en un rincón.
Ciel avanzó hacia la puerta.
— ¿ Adónde va ? — el tono seco de Sebastián le detuvo.
— Un señorito no permanece en la habitación de un extraño mientras de esta vistiendo.
— Haría mejor en quedarse — dijo él llanamente —. Aquí dentro se encontrará mucho más seguro. ¿ Acaso no le han escarmentado las costumbres del puerto ?. Acaba de conocerlas.
Ciel, con inusitada docilidad, se acomodó sobre un banco que había junto a la puerta, cubriéndose minuciosamente el cuerpo con su capa.
Las palabras de Sebastián constituían un persuasivo argumento a la luz de cuánto acababa de acontecer.
Aunque Sebastián se vistió detrás del biombo, la mujer a quien él llamaba Ángela no desplegaba tal conducta de honestidad.
En lugar de ello, empezó a vestirse en medio de la habitación, como si disfrutará mostrando su cuerpo voluptuoso.
— Para un doncel que se aprecia de ser un señorito — prosiguió Sebastián con voz divertida, sabiendo que eso lo irritaba —, usted aparece siempre en la situaciones más insólitas: galopando al amanecer vestido de varón y ahora tomando hospedaje en una posada del puerto. No comprendo cómo su cochero es tan necio para dejarlo solo en esta posada — la voz de Sebastián llegaba hasta el doncel a través del biombo —. Aunque usted lo ignore, el seguramente sabe que el puerto no es lugar seguro para un doncel.
— Mi cochero no tubo otra elección. Tan pronto como regrese, abandonaré gustoso esta posada y le perderé a usted de vista.
— Espero que su regreso sea inminente, o de lo contrario seré yo quien le pierda de vista a usted — respondió Sebastián mientras salía del biombo ajustándose la chalina —. Parto esta misma mañana para América y debo irme pronto para no perder el barco.
— ¿ El Golden Drake ? — pregunto Ciel.
Sebastián parecía sorprendido.
— En efecto, así se llama, y no puedo perderle. Pararan semanas antes de que ningún otro barco zarpe rumbo a Washington.
— Yo creía que vivía usted en Virginia.
— Así es, pero debo detenerme en la capital antes de regresar a casa.
Miles de pudo junto al doncel.
Su vestimenta era vulgar: calzón de nanquín, camisa de algodón y chaqueta negra de estambre, pero se le veia muy bien.
Ciel oyó pararse un vehículo debajo de la ventana.
Ansiando que fuera Bard que volvía, corrió a asomarse.
Pero sufrió una decepción al ver que era otro carruaje con dos guardias armados.
Sebastián también se asomó y luego volvió hacia Ángela, quien se había puesto un vestido muy revelador y — para sorpresa de Ciel — sumamente costoso.
¿ Cómo está mujer, que estaba pasando la noche en la posada del puerto con un hombre pobre, iba vestida de tal forma.
— Vamos, Ángela — dijo Sebastián —. Es hora de separarnos. Ha llegado tu carruaje. Me tomé la libertad de contratar a dos guardias para que te escolten hasta tu casa.
Echo la capa sobre los hombros de Ángela y se dirigió con ella hacia la puerta.
— Usted espere aquí — le dijo a Ciel —. Volveré en un instante.
Ciel sonrió, extrañamente complacido de que el americano se despidiera de aquella mujer.
Era evidente que no se trataba de su esposa, pues, de lo contrario, se habría ido con el a América.
Ciel se dejó caer sobre el banco que había junto a la puerta.
Los efectos del choque que había experimentado comenzaban a gastarse y una completa desolación respecto a su estado de apoderó de él una vez más.
Sus pequeñas manos blancas se crisparon en dos puños de desesperación.
¡ Tenía que subir a bordo del Golden Drake !.
Entonces, urgido por el terror, se forjó en su mente un plan salvaje.
Tenía que persuadir al yanqui, de cualquier forma, para que aplazará su marcha y dejase que él viajará en su lugar.
Se quitó de encima la capa y corrió hasta un pedazo de espejo roto que había en la habitación. Era un espejo con tantas grietas que su superficie parecía una telaraña grisácea.
La imagen que vieron sus ojos era muy inquietante.
Tenía el cabello desgreñado, el rostro sucio y la hombrera del vestido hecha un jirón.
Se consideró convertido en una ruina y empezó a reparar sus estragos rápidamente.
Necesitaría todas sus fuerzas para persuadir al americano a fin de que cediera su pasaje del Golden Drake a favor de él.
Indudablemente no sería un hombre fácil de convencer y el doncel quería estar lo más presentable posible cuando lo intentará.
Consiguió que su cabello y su rostro parecieran más atractivos, pero poco podía hacer con su traje desgarrado.
Ya estaba tentado a salir corriendo al pasillo y cambiarse de vestido cuando oyó los pasos de Sebastián.
Rápidamente, se hecho la capa sobre los hombros y se protegió con ella.
Volviéndose hacia el hombre le recibió con una brillante sonrisa.
— Señor. ¿ Sería tan amable de decirme su nombre ?, Me gustaría conocer la identidad de mi salvador — inquirió con mucho recato.
Sebastián escrutó suspicazmente su rostro extrañándose de tan repentino cambio de actitud.
— Sebastián Michaelis. ¿ Y el suyo señorito ?.
— Ciel Phantomhive.
— Ciel. Es un nombre hermoso para un señorito como usted. ¿ Que esta usted haciendo en una posada de esta parte tan inmunda de la ciudad ?.
— Busco barco para ir a América a reunirme con mi esposo, que es diplomático de su Majestad en las colonias.
Sebastián de puso encarnado de rabia.
— Su educación ha sido harto errónea. Llevamos un cuarto de siglo de independencia.
Ciel se mordió la lengua para no responder.
No quería enfurecerlo ahora. Aunque ello le irritaba, respondió afablemente:
— Debe usted disculparme. Me temo que los británicos seguimos teniendo el hábito de llamar colonias a su país.
Sebastián, ante aquella respuesta dócil, arqueó las cejas y dijo con sequedad:
— Señor Phantomhive, desde la última vez que nos vimos parece que se ha vuelto más condescendiente conmigo y con mi país.
Ciel comprendió que había llegado su momento.
Tragándose todo su orgullo, dijo con el acento más suplicante que pudo:
— Le ruego, señor, que me ayude a llegar hasta mi esposo. Solo usted puede ayudarme.
Hasta a él mismo le sonaba a ampulosa aquella súplica.
Una sonrisa sardónica de dibujo en los labios de Sebastián:
— ¿ Y como puedo ayudarlo, señor ?.
— Necesito zarpar en el Golden Darke y no tengo pasaje — le miró fijamente, y sus ojos azules aparecían importantes a través de sus pestañas negras —. Señor, le ruego tenga la bondad y generosidad de cederme su camarote y esperar al siguiente barco que salga para América.
El hombre le miró asombrado. Luego soltó una fuerte carcajada.
— ¡ Usted bromea !, ¿ Por qué habría yo de esperar al siguiente barco y usted no ?.
— Debo partir hoy mismo — grito el doncel —. Pero no puedo revelarle los motivos de mi urgencia. Le pagaré bien — añadió, al tiempo que examinaba la vulgaridad de sus ropas, tratando de calcular qué cantidad de sus exiguos ahorros tendría que ofrecerle para que se considerase bien pagado.
Miles lo miro con frialdad, obviamente inconmovible por el ruego de Ciel o por su oferta de dinero.
— ¿ Cómo se llama ese marido con quién esta usted tan deseoso de reunirse ?.
— Alois Phantomhive.
Sebastián quedó sorprendido.
— Lo que menos sabía yo era que Alois Phantomhive estuviera casado, ni que su esposo fuese tan bello.
Ahora le tocaba a Ciel quedar sorprendido.... y desalentado.
No se le había ocurrido pensar que existiera la más remota posibilidad de que este americano sencillamente vestido conociera a su primo.
Respondió con arrogancia:
— ¿ Cómo iba yo a pensar que se movían ustedes dos en los mismos círculos ?.
Los ojos de Sebastián se estrecharon.
— Lo conocí brevemente — dijo con voz fría —. A los dos nos gusta el juego, aunque yo soy mejor jugador que él.
Estas últimas palabras no las pronunció en tomo jactancioso sino en sentido realista.
Ciel apenas podía ocultar su turbación al enterarse de que Alois podría seguir practicando su ruinoso vicio en América.
— Su esposo ha mantenido en secreto la existencia de usted — dijo Sebastián con una mueca de asombro —. Constituirá usted una gran sorpresa para mucha gente de Washington.
Ciel no pudo por menos de sonreír también.
Sin duda alguna, el mayor sorprendido sería Alois Phantomhive.
— ¿ Me ayudara usted ? — pregunto.
— Me gustaría mucho complacerlo, pero no puedo — respondió, y acercándose a su cofre de viaje saco una hermosa caja cuadrada de nogal decorada con una marquetería de intrincados arabescos —. Tengo asuntos muy urgentes en América. No puedo demorar mi viaje.
— No puede usted abandonarme aquí entre raptores y ladrones.
Sebastián dejo violentamente la caja sobre la mesa, junto a sus pistolas de duelo.
— Señor, es usted quién se ha abandonado a sí mismo. Yo no he hecho más que estar aquí a tiempo de rescatarlo.
Cogió sus armas.
Eran un par de pistolas de chispa con culatas primorosamente incrustadas de plata.
— Señor, le estoy sinceramente agradecido — suplico Ciel —, pero se que moriré si no me embarco hoy mismo.
— A mí me parece que goza de muy buena salud — dijo Sebastián, alzando la mirada, que tenía puesta en sus armas, con un fulgor sardónico en los ojos —. Haría muy bien en aclararme sus palabras. Adelante, estoy intrigado.
El terror que sentía Ciel a causa del duque prestaba fuerza a su voz y avivaba su imaginación.
— Mi familia se oponía a que me casara con Alois — empezó a decirle lentamente —. Así que decidimos fijarnos antes de que el partiera para América. Pero nos encontraron antes de que huyeramos de Inglaterra, y a mí me retuvieron. Ahora pretenden anulan nuestro matrimonio.
Ciel, que se había educado amando la verdad y despreciando la mentira, estaba asombrado ante la facilidad con que salían de sus labios tales embustes por culpa de su desesperada situación.
Incluso afloraron algunas lágrimas en sus ojos.
— Tal vez su familia sepa mejor lo que a usted le convienen — dijo Sebastián con acento poco benévolo mientras abría la caja de nogal que, según pudo ver Ciel, era un estuche para sus pistolas.
El doncel le miró a los ojos.
Al ver la severa línea de aquellas mandíbulas supo que, hasta el momento, lo le habían conmovido sus palabras.
Continuó intentando ser más persuasivo en su relato:
— Pretenden casarme con un hombre a quien no amo.
Su orgullo lo privaba de contarle que ni siquiera le habían ofrecido la respetabilidad del matrimonio.
— ¿ Quien es ese ser afortunado ?.
Ciel no se atrevió a pronunciar el nombre del duque.
Tal vez el americano hubiese oído hablar de él y no quisiera cruzarse en el camino de un hombre tan poderoso.
— Es un vecino nuestro, un rico comerciante — mintió el doncel —. Pero es viejo y enormemente gordo — Ciel se estremeció al acordarse del repulsivo Trancy —. Tiene los dientes enormes, un aliento espantoso y una gran papada. Su estómago es tan grande que sobresale bajo sus ropas y sus muslos amenazan con romper su calzón corto. Pero mis objeciones no solo son de orden estético — se apresuró a decir —. Es tan cruel como desagradable. Su primera esposa se suicidó poco después del casamiento por que no podía soportar los malos tratos que le daba.
El profundo escepticismo reflejado en el rostro de Sebastián había sido manifiesto hasta que Ciel describió al duque.
Lo retrato con tal pasión y espanto que nadie podía dudar de la veracidad de su historia no de su honda aversión hacia quedó hombre.
Para consuelo de Ciel, Sebastián parecía ahora más interesado.
— Sigo sin comprender por ir su querido esposo no ha venido a rescatarlo en vez de quedarse en América — dijo el.
Ciel se atragantó.
— Él... el no puede abandonar su puesto allí.
— Si él le amara a usted no creo que nada le hubiera detenido por un momento.
Las objeciones de Sebastián respecto a Alois lo pusieron nervioso.
— ¿ Es que no lo entiende ? — exclamó —. Aunque yo no estuviera casado con mi esposo, antes me suicidaría que casarme con ese horrible hombre. No se puede imaginar que clase monstruo es —. Le miró suplicante a través de sus largas pestañas negras —. Se lo ruego.
No teniendo fuerzas para pronunciar más palabras, rompió a llorar.
Pero no eran las lágrimas de un doncel astuta que persigue un plan, sino unos sollozos de espanto y desconsuelo.
Sebastián se quedó mirandole durante un rato.
Luego apareció un ademán pensativo en sus ojos rojos al tiempo que en sus labios se iba dibujando una extraña sonrisa.
Depósito las pistolas dentro del estuche y cerró la tapa con un golpe seco.
Toco cariñosamente la barbilla de Ciel e hizo que le mirase al rostro.
Las lágrimas corrían por sus mejillas.
Entonces dijo con voz tranquila:
— Ciel, tengo que partir hoy mismo, ya se lo he dicho. Pero si está tan desesperado como dice, le ayudare a escapar para unirse a su esposo.
— ¿ Cómo ? — pregunto con los ojos iluminados por la esperanza.
Sebastián escogió sus palabras con mucho cuidado.
— Como soy un hombre alto y un mal marinero, tuve que reservar el camarote más grande del Golden Drake. En el cabremos holgadamente los dos.
— Oh, ¿ Acaso me está pidiendo.... ? — tartamudeo el doncel.
— No le pido que me venda su cuerpo, si eso es lo que teme — contesto el hombre con indiferencia —. Meramente de estoy ofreciendo compartir mi camarote durante el viaje.
Los ojos de Ciel aparecían aumentados por la duda.
— ¿ Quiere usted decir que no... ? — se cortó en seco, con el rostro rojo por la turbación, incapaz de seguir adelante.
— Yo no me aprovecho de los señores que me rechazan, se lo aseguro — dijo en un tono realista sin rastro de vanidad —. ¿ Que me responde, Ciel ?. Dígalo enseguida por que ya debería encontrarme camino del barco. A decir verdad, ya voy con retraso.
A pesar de su tono de urgencia, el doncel se quedó en silencio.
Sus ojos clavados en el hombre con dudas y temores, reflejaban la lucha interior que estaba librando frente a la oferta de Sebastián.
Dos horas antes, ni siquiera se había detenido a considerar una idea tan fuera de lugar y escandalosa.
En una voz casi inaudible, el doncel pronunció:
— ¿ Me promete usted en no forzar sus atenciones sobre mi durante el viaje ?.
Sebastián sonrió tranquilizador.
De nuevo parecía hablar con cuidado infinito.
— Le juro no hacerle nada que usted no desee.
Ciel miro el agradable rostro de Sebastián y recordó la compasión de que hizo gala mientras le consolaba aquel día cerca de Blackstone Abbey.
— Iré con usted —. Sus palabras salieron lentamente, de mala gana, como si cada una de ellas fuera una piedra muy pesada que apenas podía mover.
— Acaba usted de convertirse en el señor Michaelis..., al menos de nombre — dijo el hombre —. Ninguno de los dos querríamos que el capitán pensará que yo comparto mi camarote con una mujer extraña. ¿ Verdad ?.
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