✣ 10 ✣
La capa de Ciel, guarnecida de piel, hecha de terciopelo de color verde bosque, apenas lo guardaba del frío agudo que le hacía tiritar en la oscuridad de la niebla junto a la puerta de la casa de Berkeley Square, mientras esperaba a Bard...
A sus pies yacía una maleta donde había conseguido meter muchas cosas.
Cómo pasaban los minutos sin que sonara ningún carruaje, el miedo hizo presa en él.
Las primeras luces del día traspasaron la niebla, acrecentando sus preocupaciones.
Escudriñaba ávidamente las tinieblas en busca de alguna señal del carruaje, pero la niebla oscurecía el mundo a su alrededor.
Fue asaltado por un pensamiento más inquietante.
¿ Y si se retirara la salida del barco y lo descubrieran antes de escapar de Inglaterra?.
Se estremeció al pensar en el castigo.
Finalmente volvió a respirar cuando oyó que se aproximaba un coche entre la niebla.
Cuando se detuvo, no siquiera espero a que defendiera Bard de su asiento para ayudarlo.
No intercambiaron no una sola palabra.
El mismo abrió la puerta, echo dentro su equipaje y se metió detrás.
Bard hostigo a los caballos.
Los oídos de Ciel se esforzaban por descubrir algún sonido de alarma anunciando que habían descubierto si evasión, pero solo percibía el repiqueteo de los cascos de los caballos y el relinchar de las ruedas del carruaje sobre las piedras del pavimento.
Se arrellanó en su asiento de terciopelo, pero todavía no podía sentirse seguro.
Todos sus sentidos estaban tensos, atentos a cualquier sonido y movimiento a su alrededor.
Después de recorrer cierta distancia y estar bien alejados de Berkeley Square, Bard detuvo los caballos y descendió del pescante para hablar con él.
— Ya se donde está fondeado el Golden Drake — dijo a través de la ventanilla —. Se me ocurre que lo mejor será que hable yo con el capitán y compre su pasaje. Le diré que es usted el esposo de mi amo Alois, que no viajo antes con el por estar enfermo y que ahora va a su encuetro.
Ciel asintió en señal de aprobación.
— Usted quédese dentro del coche con las cortinas cerradas — le advirtió Bard en tono grave — una vez que llegue allí, hasta que venga a recogerlo para subir al barco. Los muelles no son sitios para donceles o mujeres.
El coche reanudó la marcha.
La oscuridad que le rodeaba dio paso a una Liz gris tenue.
A Ciel se le antojaba un viaje interminable.
El carruaje avanzaba muy lentamente.
¿ Por que Bard no lo conducía más deprisa ?.
De pronto el carruaje detuvo.
Ciel abrió un lado de la cortina para mirar afuera.
Vio que Bard bajaba del carruaje y se dirigía presuroso a una fila de edificios decrépitos.
Al otro lado de ellos asomaban los altos mástiles aparejados con sus velas igual que un bosque fantasmagórico de árboles desmembrados vistos a través de la niebla.
Ciel podía oír el crujido de los mástiles con el viento.
Bajo la cortina y se acomodó mejor en su asiento.
Había estado demaciado acongojado después del baile para poder dormir, y ahora cerro los ojos llenos de cansancio.
Pero los abrió enseguida al oír una risa cerca del coche.
— Eh, tú, ven aquí — decía una voz de hombre.
Con el corazón latiendo fuertemente, espió por entre las cortinas y vio a un marinero, de complexión delgada y mirada vulgar, dirigiéndose hacia una mujer que acababa de salir de una posada miserable.
Tenía la figura de una muchacha joven y rostro de una mujer gastada.
Empezaron a hablar en voz abaja, que se fue haciendo más alta a medida que discutían.
Finalmente el marinero, con un movimiento rápido, levantó un brazo y echo a andar con ella por la calle, a pesar de sus ruidosas protestas.
Otros dos hombres, atraídos por los gritos, recriminaron al marinero, pero este seguía sin soltar su presa.
— A está zorra no le gusta el precio que le he ofrecido — explicaba —. Y eso que no vale ni la mitad.
Los dos hombres se echaron a reír y prosiguieron su camino.
Uno de ellos dijo en voz alta:
— Dale un buen tiento a esa buscona. Eso le enseñará a no ser avariciosa.
El marinero, siguiendo el consejo del desconocido, dejo de pie a la mujer sobre el suelo y con la mano libre le propinó un bofetón en pleno rostro.
Sonó tan fuerte que fue oído por Ciel desde el carruaje.
La cabeza de la mujer se tambaleó y ella se puso a gemir lastimeramente mientras que el marinero se la cargaba de nuevo, esta vez sin encontrar resistencia, y se metía con ella en una puerta de la misma calle.
Esta escena inquieto aún más a Ciel.
Hacia ya mucho rato que se había ido Bard y no regresaba.
Empezó a agitarse y a renegar de si mismo, preguntándose si le había acontecido algún mal.
Algún oyó sus pasos.
Se asomó por la ventanilla y le vio acercarse con aire derrotado y pisada insegura.
— El pasaje del barco está incompleto — dijo tristemente —. El capitán de niega a subir a un pasajero más abordo. Trate de sobornarlo, pero no dio resultado.
Ciel se puso a temblar y dijo poseído por el terror:
— Tiene que admitirme a bordo. ¿ Que voy a hacer ahora ?, Debo encontrar otro barco.
— Dice el capitán que en todo el mes no zarpará ningún otro barco a aquella zona —. Viéndolo tan angustiado, Bard se apresuró a añadir —: Estoy seguro de que tiene que salir hoy algún otro barco, y trataré de encontrarlo — pero la expresión de su rostro desmentía sus esperanzadoras palabras —. Pero no me atrevo a dejarlo solo en el coche tanto tiempo. Buscaré una posada para esconderlo.
Al recordar la escena que había presenciado entre el marinero y aquella mujer, Ciel no opuso objeciones.
Bard vivió a ocupar su puesto y Ciel cerraba las cortinas mientras que el coche reanudaba la marcha .
Cuando se detuvo el vehículo, el doncel espió el exterior.
Se había parado ante un edificio miserable.
Un cartel viejísimo anunciaba Posada La Gaviota, con letras que casi no podían leerse, y la calle angosta olía a excrementos y desperdicios podridos.
Bard se metió diligentemente en la posada y Ciel volvió a cerrar las cortinas.
Regreso al cabo de un buen rato y abrió la puerta del coche.
— El puerto no es un bien sitio para un señorito — dijo disculpandose mientras le ayudaba a descender del coche —. Esta posada es de las mejorcitas de por aquí.
Cuando Ciel ponía sus pies sobre el empedrado del suelo, descubrió a dos hombres sucios y sin afeitar, de ropas andrajosas, que le observaban desde las sombras del otro lado de la calle.
Uno era un hombre alto, de cabello rubio, con una cicatriz que posaba a la mitad de su cara.
Su compañero no era tan alto pero tenía la misma mirada de lujuria que el, al verlo, y de vez en cuando miraba codiciosamete su capa de terciopelo.
Se sintió en extremo aliviado cuando Bard y él estuvieron seguros dentro de la posada.
— Enciérrese con llave y no abra la puerta a nadie más que a mí — le aconsejo, mirando con desconfianza al débil cerrojo de la puerta.
Cuando se hubo marchado, Ciel se quitó la capa de terciopelo.
La habitación era fea y sucia, y ni siquiera sintió alivio al pensar que este sería el último sitio donde sir Grey se le ocurría buscarlo.
Tratando de poner algún orden en su caótico estado mental, se puso a doblar bien la capa y luego la depósito sobre una silla astillada.
Se dejó caer agitado sobre la cama.
Bard no encontraría ningún otro barco en el que poder escapar.
Su primo y el duque revolverían todo Londres buscándolo y acabarían por encontrarlo.
Sería obligado a convertirse en la concubina del dique.
Las palabras amenazadoras del duque;
“ Él lamentará el día en que lo engendró su madre ”.
Resonaban en su mente.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas y, perdido en su desgracia, no se daba cuenta de los sonidos que se producían en el exterior de la puerta.
No se dio cuenta del peligro hasta que un fuerte golpe hizo saltar el cerrojo y la puerta se habría de par en par.
Los dos hombres que había visto ocultos en las sombras de la calle irrumpieron en la estancia.
Solo tubo tiempo de lanzar un grito antes de que el hombre alto, de la cicatriz le tapara bruscamente la boca con su mano.
Sus fuertes brazos le rodearon como dos barras de hierro, y el mal olor de su cuerpo sucio, mezclado con la ginebra de su aliento, le hicieran sentir náuseas.
Incapaz de escapar a aquella presa de acero, Ciel cambio la estrategia de ataque.
Al tiempo que mordía la mano que cerraba su boca, le asestó un fuerte pisotón contra el empeine del pie.
El hombre grupo del dolor y aflojo su agarre, momento que aprovecho el doncel para retorcerse y escapar de sus brazos.
Huyó hacia la puerta.
Escupiendo un torrente de maldiciones, el hombre quiso agarrarlo, pero su mano sólo pudo quedarse con una hombrera de su vestido.
La muselina se desgarro, dejando al aire su hombro y la mitad de su pecho, pero no se desprendió totalmente, y Ciel quedó sujetado como un perrito por el dogal.
El hombre tiro del doncel hacia él, y volvió a inmovilizarlo en sus brazos.
Ciel quiso gritar de nuevo, pero el grito quedó inmediatamente ahogado por un trapo sucio delante de su boca.
Sentía náuseas, se ahogaba y trato en vano de arrancarse la mordaza.
— Vaya energías que tiene — dijo su compañero con aire apreciativo viendo la resistencia que oponía Ciel —. Ese capitán de las Indias Occidentales nos dará por él un buen precio. Los prefiere agresivos. Y más si son tan jóvenes como tú. En los burdeles se pagan bien. A mí también me gustan y quisiera probarlo antes de venderlo.
Ciel, terriblemente asustado ante el destino que le estaba esperando, redobló sus fuerzas para soltarse y con todo el coraje que pido propinó un puntapié en la espinilla de su oponente, que le hizo gemir de dolor.
— ¡ Échame una mano, maldita sea ! — exclamó el hombre alto —. Hay que sacarlo de aquí. Sujétale las piernas.
El más bajo fijo los pies de Ciel sobre el suelo, mientras que el alto ato sus manos a la espalda con un jirón de se propia ropa.
Cuando terminó de hacer esto dio a Ciel un fuerte pellizco en la nalga.
Seguidamente, el más bajo recogió la capa y se la puso a él por encima, ocultando su hombro desnudo y sus manos atadas.
Intento empujarlo hacia la puerta pero el doncel se negaba a moverse.
— Ponte al otro lado — ordenó el más alto.
Uno a cada lado de Ciel, lo o ligaron a avanzar hacia la puerta, llevándolo materialmente a rastras ente los dos.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro