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9: El de las joyas de la princesa

—¿Qué ha pasado? —pregunto a Violeta nada más llegar.

—No sabemos nada todavía —explica, cruzándose de brazos. Se le nota preocupada, lo cual es normal. El valor de las joyas es tan alto que si pasa algo con ellas puede que la empresa se vaya a la ruina—. Saltó la alarma, nada más.

—¿El seguro no cubrirá las pérdidas? —habla Clara. Ella también ha tenido que venir.

—Hasta cierto punto —añade moviéndose de un lado para otro.

En voz baja, le explico a Clara lo que teníamos en la oficina y se lleva las manos a la cabeza. Ahora entiende la histeria de Violeta.

Cuando el policía nos deja pasar, corremos hacia el ascensor.

—¿Las metiste en la caja fuerte?

Me quedo observándola, confusa. ¿Teníamos caja fuerte?

—Las guardé en mi escritorio.

La mirada que me lanza es tan envenenada que siento que me muero ahí mismo. Por suerte, el ascensor se abre y no nos da tiempo a discutirlo. Corre como si hubiesen abierto las rebajas en la tienda más cara de la ciudad y se detiene cuando no encuentra mi mesa.

—Es aquí —señalo mi escritorio y empiezo a abrir los cajones.

Está todo tan bien ordenado, los papeles alineados, los bolígrafos en su sitio, que dudo que ningún ladrón haya tocado nada. Sin embargo, cuando llega Violeta junto a nosotras, empieza a tirarlo todo buscando lo que necesita.

—¡No están! —exclama, enfurecida—. ¿Entiendes lo que eso significa, Erin? ¡Como no aparezcan te prometo que no volverás a trabajar en ninguna empresa de publicidad!

Clara me sujeta del brazo y yo, conteniendo el aliento, pienso dónde puedo haberlas dejado. Entonces la bombilla de mi cabeza se enciende y culpo al alcohol de no haberme acordado antes.

Camino hacia la sala donde guardamos el material de las presentaciones y los tacones de mi jefa retumban detrás de mí. Cuando empecé a trabajar hace unos meses en Ad-Art, al ver que Violeta nos sometía a tanto estrés y nos obligaba a adaptarnos a sus locas dietas, creé un refugio de comida en esta sala. Aquí hay chocolate de todo tipo y patatas para poder sobrevivir al menos dos o tres meses. Nada más abrir el armario, unas barras de chocolate se caen de él. Las ignoro y rebusco en la parte de atrás. El maletín aparece.

—¿Qué es todo esto?

—Aquí están tus joyas. —Ignoro que me observa horrorizada y lo abro para mostrarle lo que está buscando. Sus ojos relucen nada más verlas y su enfado se reduce a una simple rabieta de niña de cinco años. Puedo ver incluso que sonríe, da un poco de miedo.

—Marchaos de aquí.

Nos hace un gesto con la mano para echarnos. Está demasiado concentrada para decirnos nada más. Cuando estamos lo suficientemente lejos, oigo suspirar a Clara y luego empezar a reírse.

—¿Has visto su cara al ver los dulces? Seguro que se los va a comer todos en cuanto nos vayamos.

—Estos dos no, ¿quieres? —le ofrezco, riendo también. Nos vamos a casa para intentar dormir, hablando de lo bien que han ido nuestras citas.

El lunes por la mañana, antes de ir a la oficina, me paso por la cafetería donde trabaja Diego. No puedo hablar demasiado con él porque hay mucha gente, pero no puedo evitar comprar esa galleta de vainilla que me está haciendo ojitos.

—Ven conmigo —ordena Violeta nada más salir del ascensor. Todavía me queda un poco de té, pero lo dejo sobre la mesa en cuanto llega a mi altura y camino tras ella. Temo que no se le haya olvidado el incidente de las joyas en el armario, aunque por su expresión no creo que esté demasiado enfadada.

En vez de ir a su despacho, entramos en la sala de reuniones y, para mi desgracia, dentro también se encuentra Enzo. Nunca he conocido a un cliente tan pesado, ¡en mi vida! ¿Qué narices hace presentándose aquí cada dos por tres?

—Le he pedido ayuda para la campaña de las joyas —habla ella con esa voz aguda tan chirriante. Me hace sentarme en una de las sillas—. Enzo trabajó con varias empresas promocionando este tipo de producto y nos servirán sus conocimientos.

—¿Eres publicista? —le pregunto, sorprendida.

Él me mira, arqueando una ceja, y sonríe. Lleva una camiseta blanca, bastante informal, que resalta el moreno de su piel. Se me viene a la mente la imagen de sus abdominales y cierro los ojos con fuerza.

—Te enseñará lo que tienes que hacer —resume Violeta al ver que los dos la ignoramos.

—No, espera. —Me doy la vuelta para buscarla, pero para cuando quiero levantarme ya se ha marchado.

¿Es un castigo por lo que ocurrió el viernes? ¿Qué conocimientos puede tener este chico si seguro que no ha hecho nada en su vida?

—Lo mejor será que trabaje sola —vuelvo a hablar, cogiendo todos los documentos—. No tengo tiempo para explicarte todo.

Coloca su mano sobre la mía y me detiene antes de que pueda coger el documento que más cerca tiene. Aprieta sus dedos sin dejar de mirarme y aparto la mano con fuerza.

—¿Tienes algún problema en trabajar conmigo? —pregunta y, con su sonrisa, el hoyuelo vuelve a aparecer.

Alejo mi silla cuando apoya sus brazos sobre la mesa. Mi subconsciente me dice que me aparte de él, pero mi movimiento resulta frustrado cuando se me escurren las gafas de sol que llevo a modo de diadema en la cabeza y él las coge la vuelo.

Finalmente, cedo. Si Violeta quiere que nos ayude, cuanto antes acabemos mejor será para los dos. Yo creo que él tampoco me soporta mucho.

Hablamos de estadísticas de venta y de métodos de publicidad. Parece que sabe cómo vender y es bastante inteligente, por lo que decido dejar de cuestionar sus conocimientos y centrarme en el trabajo. Sugiere varios colores que podrían conjuntar con la imagen de aquellas joyas, pero nos sigue faltando algo.

—¿Qué es lo que piensas cuando llevas unos pendientes como estos? —pregunta, cogiendo el par más grande. Los observo también.

—Nunca me he puesto algo tan caro —reconozco, encogiéndome de hombros. Son bonitos, pero no van nada acorde con mi imagen. Enzo me mira, entrecerrando los ojos. Tras unos segundos de incomodidad, vuelve a hablar.

—Póntelos.

Niego con la cabeza de inmediato.

—Son un préstamo, no me los puedo poner.

—Nadie nos ve —susurra y me los acerca—. Necesitas meterte en el papel.

Resoplo, malhumorada, y los cojo con cuidado. Lo que suelo llevar en las orejas son pequeños aros, nada comparado con esto. Cuando me los coloco, siento su peso sobre mis orejas. Enzo se levanta y camina detrás de mí. De repente, siento cómo me aparta el pelo hacia un lado, acariciándome con suavidad la piel. Todo ocurre despacio y rápido al mismo tiempo: el vello de punta, el frío metal sobre mi piel, sus dedos trasteando para colocarme el collar...

—Ahora mírate al espejo y dime qué ves —susurra de nuevo con ese acento italiano tan peculiar y siento su aliento en mi oreja.

Me levanto rápidamente sin darme cuenta de que está lo suficientemente cerca como para que mi espalda choque contra su pecho. Me sujeta por los hombros y desliza sus manos por mis brazos. Tengo que tragar saliva repetidas veces porque mi garganta se ha secado casi por completo.

Camino hacia el espejo que hay al fondo de la sala y me observo.

—Veo lujo y ostentosidad —empiezo, tocando la gargantilla repleta de piedras brillantes. Los pendientes tienen el mismo toque, solo que de una manera un poco más recatada. Enzo se coloca detrás de mí y asiente para que continúe. Intento analizar con más detalle—. También belleza y poder. Son joyas exclusivas, no es algo que podría llevar cualquier persona. Son únicas, son...

—Para una principessa —acaba mi frase, pronunciando la última palabra en su idioma.

Esta vez soy yo la que asiento. Nos quedamos mirando a través del reflejo del espejo, sonriéndonos. Los dos sabemos que hemos conseguido el eslogan publicitario, pero ni yo soy capaz de apartar la mirada ni él de moverse de donde está. Esta vez, a pesar de su imponente figura, no siento que estemos en desigualdad de condiciones. Me siento poderosa y sé no es por las joyas que aún llevo puestas. Aunque me cueste reconocerlo, esto lo he conseguido gracias a él.

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