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11: El de las flores y bombones

Una vez estamos lejos de todo el gentío, que al parecer está celebrando la victoria del equipo nacional, nos alejamos el uno del otro. Ya se ha hecho casi de noche y el ambiente que hay por las calles invita a la locura, solo espero que no se me pegue.

—¿Qué es esto? —le digo cuando entramos a una especie de museo en el que leo "Círculo de Bellas Artes".

Enseña un carnet y pasamos sin ningún problema. Subimos en ascensor y llegamos a una azotea con muy poca gente. La luz es tenue. Las mesas están iluminadas por pequeñas lámparas y los camareros caminan de un lado para otro. Hay música de fondo, de esas que ponen en la radio todos los días.

—¿Esta es tu manera de demostrar que eres romántico? —pregunto riendo, una vez nos hemos sentado cerca de la barandilla. Las vistas de la ciudad son espectaculares. Desde nuestro lado, se puede ver el edificio Metrópolis.

—¿Te parece un lugar romántico? —responde en tono burlón y jugando con la esquina de la servilleta de tela—. He pensado que tendrías hambre.

Me quedo mirándole, intentando averiguar qué hay de verdad en esa frase, pero me rindo. Es inescrutable.

—Tienes razón, me comería una vaca ahora mismo —admito, llevándome las manos a la tripa y él se ríe—. El romanticismo es para las películas, no creo que exista en la vida real.

—Eres dura, eh.

El camarero nos atiende y pido un plato de lubina con una buena copa de vino blanco. Él, en cambio, se decanta por carne.

—Nos creemos que con unas flores y unos bombones todo está ganado.

—¿No te gustan las flores? —pregunta tras dar un sorbo de su copa, mirándome con atención.

—No niego el detalle, pero ¿es que no conoces lo suficiente a esa persona como para regalarle algo tan genérico? Hay que esforzarse. —Enzo asiente con la cabeza, procesando lo que acabo de decir—. ¿Qué?

—Lo tendré en cuenta —informa sin más y veo que sonríe. Cada vez que se le forma el hoyuelo, me dan canas de acariciarle la cara.

—No creo que te haga falta.

—Quien sabe, tal vez la chica que conquiste piense como tú.

Me encantaría preguntarle por qué dice eso, pero el camarero nos trae la comida y tengo que esperar hasta que se marcha.

—¿Por qué nunca hablas de ti?

—La gente se limita a prejuzgar: el niño rico, el niño mimado... Pero no se interesan por preguntar, ¿por qué voy a darle información a alguien que no tiene interés?

Capto sutil la indirecta en referencia al momento antes de quedarnos encerrados en el ascensor semanas atrás.

—Tal vez tengas razón. —Me remuevo inquieta en el asiento y bebo un trago de vino. Por suerte, han dejado la botella—. ¿Cómo sabes tanto de publicidad?

Parte su filete con una delicadeza espectacular. Tiene muy buena pinta y encima le han puesto patatas fritas, a mí solo unas cuantas verduras, qué injusto.

—Estudié un máster de marketing y relaciones públicas —explica y, al llevarse el trozo de filete a la boca, me pilla mirando su comida. Suelta una ligera carcajada—. Tú también estudiaste algo parecido, ¿no? He visto las cosas que has hecho, me gusta cómo trabajas.

—Gracias —respondo y siento como mis mejillas se encienden, no por el cumplido sobre el trabajo, sino por la pillada. Me centro en mi comida, que está bastante rica—. Hice marketing y diseño en el Trinity College de Dublín, ¿lo conoces?

—No he ido nunca a Irlanda, quizá en un futuro.

¿Por qué tiene que mirarme siempre así? Apoyo la cabeza sobre la mano y resoplo.

—¿No te has planteado abrir tu propia empresa? —vuelve a hablar, sacándome de mis pensamientos.

—¿Yo? —pregunto y me echo a reír—. Ojalá, pero no puedo hacer eso.

—¿Es por el dinero? Según tú, en un par de semanas ganarás una gran suma de dinero.

Me río al recordar la apuesta que hicimos el día que nos conocimos. Él tiene claro que va a ganar, menuda desilusión se va a llevar cuando compruebe que no.

—Hablemos de esa apuesta, ¿de verdad existe esa cantidad de dinero?

—No te llevaría a un lugar así —afirma, alzando las manos y señalando a nuestro alrededor—, si no pudiera permitírmelo.

—Quiero que sepas que haré todo lo posible para ganar —puntualizo, apuntándole con el tenedor.

—¿Incluso clavarme un tenedor?

Miro mi cubierto y me río. Lo bajo y pincho otra patata.

—No sé si sería una buena empresaria —comento, volviendo al tema anterior. Enzo me mira con curiosidad—. No me gusta ser mi propia jefa, demasiado estrés. A mí me gusta el lado creativo, poder imaginar un mundo de posibilidades que ofrecer al público. Odiaría tener que hacer papeleo.

—Es una perspectiva interesante. —Asiente tras tragarse la comida que se acababa de meter a la boca. Me acerca el plato—. ¿Quieres probarlo?

—No te puedo decir que no, tiene muy buena pinta —admito, mordiéndome el labio y, con mi tenedor, pincho un poco de carne—. Hmmm, riquísimo.

—Creo que tienes mucho talento y que Violeta no quiere que lo demuestres porque sabe que eres mejor que ella. Podrías tener su puesto si quisieras. O cualquiera.

Se come una patata y me mira, alzando una ceja, esperando escuchar mi respuesta.

—Si pensase eso, no me habría ofrecido el proyecto de las joyas para mí sola —respondo, encogiéndome de hombros. Le acerco mi plato para que él también pruebe mi comida—. Además, me gusta dónde estoy.

—Te conformas con lo fácil —añade tras pinchar un poco de mi pescado—. Dime, ¿cuántos proyectos llevas ya? ¿Violeta ha reconocido alguno de ellos?

—Violeta me dio una oportunidad para aprender y la estoy aprovechando —replico, dando por acabada la conversación.

No me gusta hablar de trabajo y menos de mi futuro profesional, estoy bien en mi puesto y no creo que sea necesario darle más vueltas al asunto.

Pagamos a medias la cuenta por insistencia mía, ya que él quería pagarla entera. Tendré un sueldo bajo, pero puedo hacerme responsable de mi propia cuenta, y más si encima me he bebido casi una botella entera de vino. Caminamos con nuestra copa para disfrutar de las vistas. He de admitir que empiezo a ver las cosas ligeramente borrosas. Era un buen vino.

Se ve la calle Alcalá iluminada, con la gente caminando como si no fuese un día entre semana. Sin preocupaciones. Divirtiéndose.

—Si te pregunto algo, ¿me responderás la verdad? —le pregunto y él asiente, intrigado—. ¿Te has enamorado alguna vez?

—¿De todas las preguntas que podías hacer, te interesa eso? —contesta en tono burlón. Al ver que todavía espero su respuesta, vuelve a hablar—: Nunca.

Le miro intentando encontrar el motivo, pero es como darse contra un muro de cemento. Tratas de encontrar un hueco, una grieta, por el que adentrarte y te das cuenta de que no hay manera.

—¿Por qué?

Algo en mí me invita a curiosear.

—No he encontrado a nadie que pueda seguir mi ritmo.

Me rio al escucharle y él alza las cejas al ver mi reacción.

—¿Y tú?

—Algunas —rio de nuevo. El vino está metiéndome en una fase en la que me hace gracia todo, hasta yo misma—. Me han roto el corazón de todas las maneras posibles y puede que yo también lo haya roto otras tantas.

Me vuelvo a reír y él lo hace conmigo. Mi historial amoroso se ha convertido en un monólogo cómico.

De repente, me siento como hipnotizada por sus ojos verdes.

—Será mejor que nos marchemos —dice él finalmente y asiento, incapaz de pronunciar una palabra más.

Andamos en silencio por las calles ya vacías, hasta que llegamos al punto inicial, cerca del restaurante. Nos vamos a despedir cuando él sugiere llevarme en coche a casa. Acepto sin darle muchas vueltas. Solo el hecho de pensar en el aire removiéndome el pelo me hace querer correr hasta el coche, pero me contengo.

—¿Escribirás algo bueno sobre esta cita? —pregunta, intrigado, sin apartar la vista del frente. Tengo la cabeza apoyada en el respaldo y, por un momento, cierro los ojos para que el aire me atrape del todo.

—No me dejarían hacer lo contrario —bromeo, volviendo a abrir los ojos para mirarle con atención—. ¿Qué escribirías tú?

—Que ha estado bien, pero que ha faltado algo.

Le miro, desconcertada, pero él se mantiene en silencio. Estamos cerca de mi casa, pero, como las otras veces, hago que se detenga unas cuantas calles más lejos. Para el coche y se gira para mirarme también. Me quito el cinturón. Antes de salir, tengo que resolver la duda:

—No entiendo, ¿qué es lo que ha faltado?

Enzo toma aire y mira hacia nuestro alrededor, para luego posar de nuevo sus ojos sobre mí y soltar todo el aire. Frunzo el ceño al ver cómo se acerca lentamente hacia mí. No me muevo, ni aunque quisiera podría, creo que mi cuerpo no quiere que lo haga.

—En una cita perfecta, acabaríamos besándonos —suelta, sin miramientos y sus ojos se desvían a mis labios.

—¿Y es esta una cita perfecta? —susurro en un hilo de voz.

Un hormigueo que me recorre todo el cuerpo. Me acerco un poco a él. Estamos tan cerca que podemos sentir la respiración del otro. Sin embargo, ninguno da el paso.

—Dímelo tú.

Al escucharle decir aquello, mi cuerpo me devuelve el control. De repente, me abalanzo sobre él. Me rodea con uno de sus brazos para acercarme más, devolviéndome el beso con una fogosidad y un control sorprendentes. Aparta mi pelo y acaricia mi cuello. Me siento como una oruga recién transformada en mariposa. No quiero que acabe nunca.

Entonces, suena el claxon del coche y me separo de él por el susto. Le he dado yo sin querer. Le miro. Sus ojos entrecerrados piden más, pero me echo hacia atrás al darme cuenta de lo que acabamos de hacer. La culpabilidad me invade. Abro la puerta y salgo como puedo. Siento cómo todavía me late el corazón, acelerado, y me arden los labios.

—Buenas noches, Enzo —logro decir y él me lanza una mirada enigmática. ¿Es de frustración? ¿De ternura? ¿De indiferencia? Prefiero no saberlo.

Se despide con la mano y se pierde rápidamente por la calle.

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